Rameras y esposas: Cuatro mitos sobre sexo y deber
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Los ensayos manejan ideas, las novelas personajes. Los mitos describen ánimos, sentimientos recurrentes de la vida. En contraste con prosas que prescinden de imágenes y música, el discurso mítico cuenta nuestra historia desde la historia de otros, con un procedimiento parecido al juego de las muñecas rusas. Propio y ajeno, dentro y fuera, ayer y mañana pierden así su recíproca extrañeza: lo particular de cada caso expresa también algo constante y general.
Las páginas siguientes rememoran cuatro leyendas que podrían decirse ocho, pues los mitos de Ishtar, Hera, Deyanira y María son también los de Gilgamesh, Zeus, Hércules y José. Sucesivas en el tiempo, mediterráneas en sentido amplio, iluminan modos distintos de asumir el destino "varón" y el destino "hembra". Cabría añadir que exponen etapas de una larga guerra, repleta de equívocos, con razones y cláusulas para diversos armisticios. La primera versión de este libro –cerrada hace casi dos décadas– ponía su acento en certezas que el tiempo fue puliendo y cambiando, hasta obligarme a reescribirlo por completo. De ahí que conserve el subtítulo, y no el título; aunque su asunto sea el mismo, su consideración actual proyecta luces y sombras bastante distintas.
Antonio Escohotado
Antonio Escohotado (Madrid, 1941-Ibiza, 2021) fue jurista, filósofo y sociólogo. Traductor de Hobbes, Newton y Jefferson, escribió más de una veintena de libros, entre los que destacan La conciencia infeliz. Ensayo sobre la filosofía de la religión de Hegel (1971), De physis a polis. La evolución del pensamiento filosófico griego desde Tales a Sócrates (1982), Realidad y substancia (1986), Filosofía y metodología de las ciencias sociales. Génesis y evolución del análisis científico (1987), El espíritu de la comedia (1991), Rameras y esposas (1993), Retrato del libertino (1998), Caos y orden (Premio Espasa de Ensayo 1999), Sesenta semanas en el trópico (2003), Mi Ibiza privada (2019), Hitos del sentido (2020), La forja de la gloria (2021) y sus ya clásicas Historia general de las drogas y la trilogía Los enemigos del comercio. Una historia moral de la propiedad.
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Rameras y esposas - Antonio Escohotado
Para Daniel, Román, Jorge,
Rebeca y Antonio
1. La carne frágil, antes del cobijo familiar
2. Una familia de dioses
3. Una familia corriente
4. Una familia sagrada
5. Prosaicos reflejos
6. Fantasmas contrapuestos
Los ensayos manejan ideas, las novelas personajes. Los mitos describen ánimos, sentimientos recurrentes de la vida. En contraste con prosas que prescinden de imágenes y música, el discurso mítico cuenta nuestra historia desde la historia de otros, con un procedimiento parecido al juego de las muñecas rusas. Propio y ajeno, dentro y fuera, ayer y mañana pierden así su recíproca extrañeza: lo particular de cada caso expresa también algo constante y general.
Las páginas siguientes rememoran cuatro leyendas que podrían decirse ocho, pues los mitos de Ishtar, Hera, Deyanira y María son también los de Gilgamesh, Zeus, Hércules y José. Sucesivas en el tiempo, mediterráneas en sentido amplio, iluminan modos distintos de asumir el destino «varón» y el destino «hembra». Cabría añadir que exponen etapas de una larga guerra, repleta de equívocos, con razones y cláusulas para divertidos armisticios.
La primera versión de este libro –cerrada hace casi dos décadas– ponía su acento en certezas que el tiempo fue puliendo y cambiando, hasta obligarme a reescribirlo por completo. De ahí que conserve el subtítulo, y no el título; aunque su asunto sea el mismo, su consideración actual proyecta luces y sombras bastante distintas.
1. La carne frágil, antes del cobijo familiar
La diosa más venerada en origen no es una madre, sino quien promueve y funda el ayuntamiento, un símbolo de voluptuosidad. Hay deidades de tipo materno, ciertamente, pero son diosas menores, que no suscitan tanta devoción popular. También hay deidades femeninas de senectud, como Hécate, con escasos fieles igualmente.
En su versión griega, esa diosa nace de un Cielo castrado por el Tiempo, cuyos genitales se mezclan con el mar océano. Llevados a la deriva, los restos formaron una blanca espuma –afros–, cada vez más densa, de la cual acabaría brotando una doncella que fue llamada por eso Afrodita. La parte inferior del cielo y la parte superior del mar habían producido un animal brillante y opaco a la vez, con el que amaneció la carne en su positividad inmediata, como vocación de goce.
Por donde iba pasando surgía la hierba, y el orden cósmico atribuyó a su persona el cuidado de los susurros, la risa y las chanzas. Era así Afrodita Pandemos, patrona de toda relación sexual, al mismo tiempo que Afrodita Urania, hija del propio Cielo, patrona del puro conocimiento; no en vano decimos que los amantes se «conocen» al copular. Vestida por las Horas, esa doncella se personó en la asamblea de los inmortales y sedujo sin demora a todos los dioses: ni uno solo omitió ofrecerse como esposo perpetuo.
La carne es del sexo femenino –Innana, Astarté, Melita, Cali, Venus–, y guarda un parentesco no aclarado con Eros, un vástago de Tierra y Caos que no es del todo encarnación. La naturaleza de éste parece más bien masculina, aunque ambigua, y lo que en su contrapartida femenina es inclinación a conocerse con otro él lo expresa como agitación de todo lo quieto, como movimiento constante.
Pero la diosa del amor no se repartió por igual a lo largo de las eras. Primero se derramó generosamente en la ciudad de Uruk, hace unos cincuenta siglos. Allí, celebrada con el nombre de Ishtar, impuso una sociedad que el cronista describe con trazos vivos:
Donde la gente bulle en atavíos de fiesta
y todos los días son feriados;
donde muchachos y mujeres de placer pasean su desnudez
llena de perfume. ¡Gobiernan a los grandes desde sus lechos!
Efebos y rameras, bullicioso mercado, festejo cotidiano en oasis que se ensanchan a costa de la inmensidad arenosa, muy poco a poco, con acequias delgadas como venas para nutrir sus huertas. En el centro del oasis más floreciente una fortaleza de arcillosos muros, y dentro de ella una multitud que se aprieta sin esfuerzo, fascinada ante la perspectiva de ver y hasta oler el rastro de cuerpos venerables, capaces de gobernar a los poderosos desde sus lechos. Por lo que respecta a la diosa de la carne, a Ishtar, dice el mitógrafo que:
Todos se inclinan ante ella, mortales e inmortales;
su palabra es suprema entre los dioses, su visión crea júbilo.
Está vestida de placer y amor,
rebosante de fibra, de encanto y voluptuosidad.
Es dulce en los labios; la vida está en su boca.
Es glorioso su aspecto, su cuerpo es bello, brillan sus ojos.
Reina de las mujeres, protectora de su estirpe,
sea una esclava, una doncella o una madre.
I
«Reina de las mujeres» es una situación práctica, que reflejan instituciones y costumbres. El estamento sacerdotal no está formado por eunucos –orgánicos o vocacionales– sino por hieródulas o rameras sagradas, a quienes incumbe administrar lo divino instruyendo a los jóvenes en el arte amatorio. De ahí que sus ofrendas a la deidad no sean de sangre, sino de aquel conocimiento que suscita esperma.
Mientras no incurran en actos de malicia o falta de dignidad, como frecuentar tabernas, el código de Hammurabi las protege del escándalo con los mismos preceptos que amparan la reputación de patricias casadas, aunque su estatuto social sea superior al de éstas. Como tales rameras, las hieródulas dan nacimiento a lo humano del hombre, suprimiendo el animal desorientado que habita a cada uno antes de probar los goces lúbricos.
Cuando se trata de civilizar a un salvaje, aquellas tierras prescinden de pedagogos y actores: envían a una cortesana para que «venza al hombre con su poder». Así le acontece a Enkidu, rival y luego amigo de Gilgamesh, que vivía obstinadamente unido a lo inculto hasta «yacer seis días y siete noches con una hieródula». Al igual que en la posterior historia semítica de la manzana y Eva, la mujer liquida el estado de naturaleza. Sin embargo, el mito sumerio es más explícito:
La ramera descubrió sus senos, su cuerpo,
él se acercó y poseyó su belleza.
Sin timidez, la mujer aceptó su ardor,
mostró el trato de una mujer fundiéndose en lujuria
al entrar su miembro en ella.
Una vez que Enkidu se sació de esos encantos
decidió salir en busca de sus bestias,
y al verle las gacelas huyeron,
los otros animales se apartaban de su cuerpo.
Ishtar es la hieródula llevada a su más alta expresión. Tiene la misma veleidad de Afrodita, y una audacia sin límites. Se acerca a los varones diciendo: «¡Deja que palpe tu vigor, extiende tu mano y acaríciame!». Ofrece matrimonio a Gilgamesh tras su victorioso combate contra el monstruo Umbaba, prometiendo que montañeses y gentes del llano le ofrecerán tributo. En respuesta, él comienza por una insolente pregunta:
¿A qué amante has sido fiel?
¿Cuál de tus pastores te ha gustado siempre?
Pero no será ocioso mencionar un episodio previo, que en cierto modo explica su conducta.
II
Ishtar concibió un día el deseo de bajar a la Casa Oscura, donde están retenidos los muertos, al parecer inspirada por el dios Luna y la inconsciencia, no menos que por una arrasadora ternura. Pretendía rescatar a parte de los mortales, concretamente «al hombre que dejó tras de sí a su viuda, a las doncellas arrancadas del regazo de sus amantes, al tierno infante desaparecido antes de madurar». Y como temía a Ereshkigal –su hermana gemela, reina de esas moradas–, antes de partir dijo a su chambelán que recurriera a varios dioses si no reaparecía en pocos días; le encomendó sobre todo ir en busca de Ea, dios de las aguas, si a los otros inmortales les diera por excusarse con cualquier pretexto.
Pero también puede decirse que no temía lo bastante a Ereshkigal, y que Luna sembró en ella una vanidad demente. Ni siquiera se condujo en el umbral de los reinos como un parlamentario, enarbolando bandera blanca, sino que gritó:
¡Abre la puerta, portero!
Si no abres para que entre
aplastaré la puerta, haré pedazos el cerrojo,
destrozaré el marco, trastocaré el dintel,
resucitaré a los muertos, que se comerán a los vivos
y serán así más numerosos.
Cuando el portero hubo comunicado estas novedades Ereshkigal palideció, apretando los labios hasta volverlos negros. Sin otro gesto, dijo al guardián que diera a la recién llegada el trato ordenado por la antigua costumbre.
Volvió el portero a su puesto y descorrió los cerrojos, añadiendo:
Entra, señora mía, para que esta ciudad
pueda regocijarse sobre ti,
para que en el palacio de la Tierra sin Retorno
se celebre tu presencia.
Tras la gran puerta había otras siete, y antes de cruzar cada dintel el portero iba despojándola de una prenda. Primero fue la corona, luego los pendientes de su cabeza, los collares del largo cuello, los ornamentos de sus senos, el ceñidor de las caderas, los brazaletes de sus manos y pies, la clámide que le ceñía el cuerpo. Ishtar preguntaba al guardián el porqué de cada despojo, y éste respondía que tales eran las leyes del mundo subterráneo. Desnuda al fin, como exigía la antigua costumbre, fue puesta en presencia de su hermana.
Corrió entonces hacia ella, con ánimo de abrazarla, deslumbrante en su perfecta desnudez. Pero antes de poder tocar a Ereshkigal quedo inmovilizada por sesenta miserias corporales: «Miseria de los ojos, miseria de los flancos, miseria del corazón, miseria de los pies, miseria de la cabeza... miseria de todo el cuerpo». Impasible mientras Ishtar agonizaba, Ereshkigal le murmuró al oído que era una necia, incapaz de cumplir su parte en el concierto del mundo. Y así hubo de ajarse la diosa del amor carnal, la altiva Ishtar. Sin embargo,
desde que ella descendió al lugar sin retorno
el toro no se arquea sobre la vaca
el asno no impregna a la