1506. Crónicas europeas: De cómo un viajero conoce a Juana la Loca, Maquiavelo, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Erasmo, El Bosco...
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Aún no puede hablarse de formación de naciones, a excepción de España y Francia. Alemania consta de siete estados federados, cada uno con su propio príncipe elector independiente; por encima de ellos está el rey. Italia es la suma de varias repúblicas, ducados y ciudades-estado que luchan entre sí. Florencia es un centro de poder territorial y de arte divino, aunque en 1506 los Médicis han pasado a un segundo plano. Roma es la capital de un estado eclesiástico en crecimiento. Venecia se arma contra los turcos, contra los franceses, contra el Papa y contra Maximiliano I. Los reyes franceses se encargan de Bretaña, Milán y Borgoña. Lo que queda del reino borgoñón son "las tierras de allende": Zelanda, Holanda, Brabante, Flandes, Artois, Namur y Henao. Aragón tiene problemas con sus posesiones en Nápoles. Y en España hay una dura lucha por la corona de Castilla que finalmente se dirime con la llegada de Carlos I (Carlos V en los Países Bajos), hijo de Felipe el Hermoso y Juana de Castilla.
Durante su viaje, Vandenzavel mantiene entrevistas con coetáneos como Maquiavelo, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Durero, Erasmo, Juana la Loca y El Bosco. Sigue la pista del anticristo, escucha las teorías de Copérnico y se deja seducir por el amor al que cantó Dante Alighieri.
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1506. Crónicas europeas - Henk Boom
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Capítulo 1
La Santa Sede
El viaje dio comienzo en 1506 en Roma, una ciudad de decadencia y depravación moral. En su Elogio de la locura Erasmo describiría algunos años más tarde lo que Vandenzavel encontró allí: «Y después están los papas, que son los representantes de Cristo; si intentaran imitarle en su forma de vida, en su pobreza, en sus obras, en su doctrina, en la cruz; si pensaran en lo que quiere decir su nombre, Papa, el padre, o en la denominación Santo Padre, ¿podemos imaginar algo más triste en el mundo que eso?».
Cuando el cronista bruselense llegó, había mucha agitación. En la ciudad eterna era desenterrada la famosa escultura de Laocoonte y sus hijos . Al mismo tiempo Roma era una ciudad llena de interrogantes: «¿Siguen siendo los cardenales los guardianes de la sociedad? ¿Está la Iglesia en venta? ¿Y qué hace el Santo Padre en las viñas del Señor?». Aún estaban vivos los recuerdos de Sodoma y Gomorra durante el régimen del papa Alejandro VI.
Es en esa Roma donde se vendían las indulgencias como si se tratara de mercancías. Eran principalmente los monjes mendicantes los que se descollaban como astutos comerciantes en ese negocio. Su excusa era: «Una limosna para la Cruzada contra los turcos». Pero, en realidad, con el comercio de esas indulgencias estaban llenando las arcas de la curia con las que debía financiarse la expansión militar de la Santa Sede. El poder secular era tan codiciado en Roma como lo era la hostia para los creyentes. Así los intereses profanos suplantaban a los valores sagrados. «Nuestras iglesias, sacerdotes, altares y plegarias, sí, incluso nuestro cielo y nuestro Dios están en venta», decían los habitantes de Roma mientras se quejaban del hedor de los establos de Augías en su ciudad.
Vista de Roma. Ilustración del libro Viaje a la Tierra Santa de Breidenbach (1498). (Biblioteca Nacional, Madrid.)
ROMA, PRINCIPIOS DE ENERO DE 1506
Roma rebulle de excitación. Las campanas festivas, que repiquetean un aleluya tras otro por toda la ciudad, pueden oírse a muchas leguas a la redonda. Los tonos broncíneos reverberan en los muros del castillo de Sant Angelo. ¡Qué manifestación de alegría! La gente se asoma a las ventanas llena de asombro para ver qué ocurre por la calle. El coro que a diario entona sus voces en la Capilla Sixtina se ve interrumpido. Incluso las cabras que tan apaciblemente pastan todos los días en Campo Caprino están inquietas. La gente en el mercado se pregunta extrañada qué habrá ocurrido. ¿Habrá tenido el Papa descendencia una vez más? ¿Habrá anunciado el arcángel San Gabriel la llegada de un nuevo Redentor? ¿Tal vez se acerca finalmente el día del Juicio Final?
El bullicio tiene, no obstante, otro origen. En un viñedo romano, no lejos de Santa Maria Maggiore y próximo a la antigua Domus Aurea, la Casa de Oro que Nerón mandó construir en el año 64 d.C. tras el incendio de Roma, se ha desenterrado la famosa estatua del período helenístico El Laocoonte y sus hijos. Roma lo vive como un acontecimiento extraordinario. La estatua realizada unos siglos antes de Cristo por Hagesandro, Atenodoro y Polidoro, originarios de Rodas, muestra cómo el sacerdote de Apolo, Laocoonte, y sus dos hijos son asfixiados por una serpiente marina tras sus infructuosos esfuerzos por convencer a sus conciudadanos en Troya de que el caballo de madera que se encontraba a las puertas de la ciudad era una artimaña griega. El escritor romano Plinio el Viejo dijo en su tiempo que la impresionante escultura era mejor que todo lo que la pintura y la escultura habían creado hasta ese momento. En las crónicas de su tiempo la describió como «hecha de un único bloque de mármol».
El 14 de enero de 1506 se descubrió la famosa escultura de la Grecia clásica «Laocoonte y sus hijos». En la mitología griega Laocoonte (en griego Laokóon) era el sacerdote de Apolo Timbreo en Troya, casado con Antiopa y padre de dos hijos. Después de que los sitiadores aqueos hubieran simulado una retirada falsa, los troyanos encontraron un caballo construido de madera en las puertas de Ilión. Laocoonte alertó de que dentro del caballo podía haber tropas aqueas y sugirió quemarlo. Pero las tropas troyanas no le hicieron caso. En su osadía lanzó palos en llamas con el propósito de quemar el caballo de madera; en el instante que esto ocurre dos grandes serpientes emergen de las aguas y devoran a sus hijos; perplejo se lanza en lucha contra las serpientes donde también resulta devorado.
El papa Julio II, rodeado por soldados de la recién nombrada guardia suiza, observa con sus propios ojos el hallazgo. «¡Viva el Papa!», exclaman algunos peregrinos. Por sus exclamaciones es evidente que vienen de España. Resulta extraño que una única persona tenga el privilegio de explicarle al Santo Padre punto por punto el porqué de la importancia del hallazgo. Tras algunas averiguaciones Hendrick Vandenzavel se informa de que se trata de un tal Miguel Ángel, un escultor obstinado que ha adquirido una fama notable en Florencia ahora que el Santo Padre le ha encargado la construcción de una tumba celestial. Se diría que al Papa le fascina el escultor.
Caminan por el terreno gesticulando y discutiendo con vehemencia, mientras que los soldados mantienen a los curiosos a una distancia prudencial con sus alabardas. No hay ninguna duda: también el Papa considera el hallazgo de la estatua de más de dos metros de altura como un nuevo punto culminante del interés que escultores, arquitectos, poetas y filósofos muestran por las Bellas Artes de griegos y romanos. Ese interés comenzó ya en 1345 cuando el poeta Petrarca encontró en la biblioteca de Verona las cartas del estadista y filósofo romano Cicerón, que vivió en el siglo I antes de Cristo. Cien años antes, el entonces secretario del Papa, Leonardo Bruni, comenzó a hacer que el mundo se interesara por el trabajo del filósofo griego Platón. Esa labor fue retomada con sumo entusiasmo por los recién fenecidos filósofos Pico della Mirandola y Marsilio Ficino. No era pues de extrañar que con el hallazgo de la escultura de Laocoonte renaciera el interés por la antigüedad griega y romana como si se hubiera desarrollado muy poco antes.
Una vez que ha pasado la exaltación inicial y que la vida diaria en Roma retoma su curso, los más ancianos habitantes de la ciudad recuerdan acontecimientos similares de antaño. El tema principal de la conversación en las tabernas es el caso acontecido poco menos de veinte años atrás, cuando entre las ruinas de un convento en la Via Appia desenterraron un sarcófago de mármol. «Julia, hija de Claudio» era la misteriosa inscripción en la tapa de féretro. Una vez que retiraron ésta, no sin cierta dificultad, se produjo una gran conmoción. Las paredes del féretro eran de una belleza asombrosa, de un blanco inmaculado. En el sarcófago reposaba el cuerpo embalsamado de una joven de gran hermosura. Debía de tener unos quince años, presentaba los ojos entornados y los labios entreabiertos. «De no saber que está muerta, podría parecer que aún respiraba», recuerda un testigo como si fuera ayer. «Mientras que debe de llevar ahí varios siglos muerta», añade de forma redundante.
«Es la primera vez que contemplo semejante belleza en una mujer», suspira otro. Es una buena fuente, porque estaba en primera fila cuando abrieron el sarcófago. Julia –éste era sin duda alguna su verdadero nombre– fue trasladada con gran solemnidad al palacio de los Conservadores en el Capitolio. La noticia de su singular aparición corrió como un reguero de pólvora. Días más tarde el Capitolio estaba cubierto de flores magníficas como nunca en Roma habían visto antes. A ninguno de los papas fallecidos con anterioridad se le habían tributado tantos honores con velas encendidas como a esta misteriosa virgen. A ningún santo se le había recordado antes con tantas flores. Para el pueblo era la nueva Virgen. Hasta que el papa Inocencio VIII, alarmado por estas creencias populares paganas que se extendían con una rapidez pasmosa, ordenó enterrar el cuerpo con el sarcófago. Fue así como Julia desapareció bajo tierra en mitad de la noche en un lugar cuya ubicación sigue siendo uno de los secretos mejor guardados de la Santa Sede.
Tal como experimenta Vandenzavel durante su segunda estancia en Roma no sólo se trata de la Ciudad Eterna, sino también de la Ciudad Prodigiosa en la que el milagro rivaliza con el misterio. Unos días después del descubrimiento del grupo escultórico, mientras visita al padre Domenico en la abadía de Santa María de los Siete Dolores, requieren la presencia del sacerdote –a quien Vandenzavel conoció durante su primer viaje a Roma– para un asunto urgente. El padre Domenico, acompañado de Vandenzavel, es recibido en una casa en duelo. Beatrice, la hija de la familia, ha fallecido repentinamente sin causa aparente. ¿Qué ha originado entonces su muerte? ¿El mal francés¹ tal vez? Dicen las habladurías que la fenecida compartió el lecho con más de un cardenal a la sombra de San Pedro, así que es la primera causa en la que se piensa.
El padre Domenico, en quien el tema ha suscitado curiosidad, pregunta si puede ver el cuerpo. Beatrice está amortajada en el piso superior en una pequeña estancia oscura y sin ventilación, puesto que no hay ventanas. En la cabecera de la cama no hay más que una sencilla cruz de madera en la pared. La ligera corriente que se produce al abrir la puerta causa el tremolar de las llamas de dos velas a ambos lados del lecho, como si el alma de Beatrice huyera de la habitación a toda prisa.
Después de haber estado orando durante un rato a los pies de la cama, el padre rompe el silencio alzando la voz:
–¡Dime Beatrice!, ¿dónde estás?
Pero el cadáver no responde. Obviamente. ¿Quién habría esperado otra cosa? Y sin embargo el sacerdote insiste. Una vez más su voz retumba por la pequeña estancia del piso superior, esta vez con más ímpetu:
–Beatrice, por favor, cuéntame, dime, ¿DÓNDE ESTÁS?
Y entonces tiene lugar el gran milagro. Para asombro de Vandenzavel y de los familiares que se agolpan en el vano de la puerta, el cuerpo abre los ojos. Por la comisura de los ya resecos labios mana un poco de saliva que se desliza con una lentitud pasmosa hasta alcanzar la barbilla cerosa. De un ojo brota una lágrima como las que únicamente Rogier van der Weyden podría haber pintado. La tensión se puede cortar. Y entonces, con un hilo de voz apenas audible, responde la ya fenecida Beatrice:
–¡Oh Padre!, veo demonios negros con tridentes y cadenas de fuego. Se llevan a los condenados a… ¡Oh Padre, al Infierno! Padre, estoy en el Infierno.
–¿Lo habéis oído bien? –brama el padre Domenico al dirigirse a familiares y vecinos que se han congregado en torno al lecho temblando de miedo y de espanto?–. Está en el Infierno.
–¿En el Infierno? –inquiere Vandenzavel una hora más tarde cuando se halla con el padre Domenico de vuelta en la sacristía de la iglesia de Santa María de los Siete Dolores.
–Sin duda alguna –contesta el sacerdote aseverativo–. Es el Infierno y su sempiternus horror. Este horror eterno sirve para saldar cuentas con los condenados y así evitar que regresen a este mundo, ya que la condenación es la separación total de Dios.
–¿Y el fuego infernal?
–Sobrenatural e inexplicable –suspira el sacerdote mientras dirige los ojos al techo y reza en un murmullo un padre nuestro–. El fuego terrenal es imperfecto, igual que el mundo en sí. Nuestras llamas parecen todopoderosas pero no son más que pequeñas pavesas de carbón comparadas con el fuego abrasador del Infierno que no sólo consume el cuerpo convirtiéndolo en ceniza, sino también el alma.
–¿Y los condenados? ¿Quiénes son?
–Son los que deshonran a la autoridad con sus pecados, pues se dejan seducir y guiar por la senda del pecado. Son los herederos de los fariseos, esos hipócritas del Evangelio –concluye el sacerdote. Y de pura convicción refrenda su aclaración bíblica con un vehemente?: «amén».
Dante, según la versión de Sandro Botticelli.
Roma «fue elegida por Dios para gobernar el mundo», escribió Dante Alighieri (1265-1321), autor del poema épico La Divina Comedia, en el que narra sus experiencias en el Infierno, en el Purgatorio y en el Paraíso. En esa Roma no es difícil descubrir a los hipócritas que deshonran la fe verdadera con sus pecados. Al parecer Sodoma y Gomorra se han apoderado de la tiara y la Santa Sede.
Pongamos por ejemplo a los cardenales. Un precepto ya olvidado prescribe que no deben tomar parte en torneos ni en el carnaval. No deben tener más de ochenta personas a su servicio ni disponer de más de treinta caballos. Está prohibido que acepten favores personales de jóvenes doncellas. El celibato es sagrado o, como escribió el papa Pío II en torno a 1455 al entonces cardenal Borgia después de que fuera visto con damas que habían ejecutado «bailes frívolos»: «La conducta de un cardenal debe ser ejemplar».
Pero quien crea que los cardenales, en calidad de protectores y guardianes de la sociedad, son modelos de conducta moral, se sentiría muy defraudado en Roma. Aunque pertenecen al colegio de cardenales, el órgano más alto de la Iglesia, en realidad son habituales de los lupanares, estafadores, emponzoñadores, usureros y glotones. Los cardenales son potentados que se ocupan más de las finanzas y de los placeres personales que de la labor que deberían desempeñar en sus parroquias. Participan en torneos, se disfrazan con trajes extravagantes durante las festividades de carnaval –algunos de ellos incluso de mujer–; tienen cortes como si fueran reyes; se rodean de mujeres jóvenes y el celibato les es ajeno. No hay duda, la meretriz de Babilonia reside en Roma.
De entre ese «ilustre gremio» de cardenales se elige finalmente al Papa. Aunque «elegir» no es la palabra adecuada. El candidato que consiga comprar al mayor número de cardenales con dinero y favores se convertirá en Papa y se entregará así, entre maitines, laudes y una misa solemne, a orgías y festines con jabalíes rellenos, durante los cuales a modo de interludio, unos lacayos ligeros de ropa declamarán unos versos de La Divina Comedia de Dante.
En las historias sobre la decadencia moral de la Iglesia en general y de Roma en particular suenan con insistencia tres nombres: el anticristo, de quien se dice que aún está por venir, Girolamo Savonarola y el papa Alejandro VI. Los dos últimos fallecieron ya. Del anticristo se dice que es la Bestia que se hará pasar en la tierra por un falso Redentor. En la segunda epístola a los tesalonicenses el apóstol San Pablo llama a este demonio «el hombre impío, el hijo de la perdición». Disfrazado de Jesucristo, arrastrará al mundo al día en el que todos los pecadores tengan que someterse al Juicio Final.
Retrato de Girolamo Savonarola con las características de San Pedro Martír. Obra de Fra Bartolomeo. (Museo de San Marco, Florencia.)
Retrato de Rodrigo Borgia, el papa Alejandro VI. Obra del pintor Juan de Juanes que hizo una serie de retratos de obispos y arzobispos de Valencia. (Catedral de Valencia.)
Savonarola era un predicador dominico de Florencia que exhortaba a la penitencia. Tras el fallecimiento de Lorenzo de Médicis, apodado El Magnífico, en 1492 y la invasión francesa de Florencia dos años más tarde, el monje se erigió en dirigente de la utopía religiosa. En sus sermones reprobadores, cuya fama se extendió allende la Toscana, alertaba continuamente sobre la vergüenza en torno a la Santa Sede. Decía: «Desde la ciudad de Roma se extenderá una pestilencia tan nauseabunda y una cantidad de excrementos tan repugnantes que toda la cristiandad se contagiará».
Poco después Savonarola fue condenado por herejía y murió en 1498 en la hoguera por mandato del papa Alejandro VI. Como dicen en Roma, uno de los anticristos dicta sentencia contra el otro. Los detractores de Savonarola veían en él al espíritu maligno del tan temido anticristo. De la misma manera se pensaba que el anticristo se había disfrazado de Santo Padre. El Papa había sido al fin y al cabo el protagonista de las escenas más profanadoras que tuvieran lugar nunca a la sombra de la Santa Sede: nepotismo (derivado del toscano nepote, sobrino) hasta límites insospechados, compra de cardenales, envenenamiento de opositores y tras la solemne misa, una buena orgía.
Cuando Rodrigo Borgia, nacido en Valencia, España –por lo que sus compatriotas dicen «Borja»–, hizo su aparición en Roma, era ya uno de los cardenales más acaudalados. Con dinero y favores pudo comprar fácilmente a la mayoría de sus adversarios. Una vez que todos hubieron recibido su parte, fue elegido Papa en la noche del 10 al 11 de agosto de 1492. Una amplia mayoría de veintitrés cardenales votó a favor. Claro. Los bolsillos estaban llenos. El cardenal San Angelo obtuvo el obispado de Oporto, donde los sótanos del palacio episcopal –era un secreto a voces– estaban llenos de los mejores vinos del país. Casi todo el mundo sabe que el día siguiente al nombramiento, el cardenal Sforza recibió cuatro asnos cargados de oro. No sólo le nombraron canciller, sino que también recibió el encargo de repartir el oro.
El papa Borgia tenía entonces sesenta y un años. El nepotismo que con su predecesor Sixto IV había alcanzado un punto culminante se perfeccionó aún más. Con la rapidez de una estrella fugaz, Alejandro VI colocó a decenas de sobrinos y a algunos hijos en puestos claves. Tener a mucha familia entorno a la Santa Sede era en ese momento la mejor garantía para no ser víctima de represalias por parte de las personas malintencionadas que hay por doquier. Desde Valencia acudieron cientos de personas de su confianza de un amplio espectro: juristas, cocineros, embajadores, militares… Los llamaban los catalani porque el valenciano, que había sido hasta hacía bien poco la lengua de la corte, les resultaba a los romanos muy parecido al catalán.
La impudicia se convierte bajo su mandato en una virtud. Sin empacho ni pudor alguno Alejandro VI mantiene una «corte femenina», como se decía con sorna. A ella pertenecía la bellísima Giulia Farnese, nuera de una sobrina del Papa, quien reveló abiertamente que había entablado relaciones íntimas con el Pontífice. A su vez él le asignó a ella nombres cariñosos como sponsa Christi y concubina papae. No es de extrañar que en Roma circulen todavía panfletos anónimos en los que se lee que no existen pecados mayores que aquellos que se cometen en el palacio pontifical.
Al papa Borgia se le atribuyen ocho hijos. Lucrecia, que vivía en esa época en Ferrara como cónyuge del duque Alfonso de Este, es su hija predilecta. Muchos recuerdan el desmesurado afecto que se procuraban padre e hija. Incluso hay quien afirma que el Papa compartió el lecho con su hija. ¿O tal vez el origen de esa acusación residiera en el divorcio forzoso impuesto por Alejandro VI? El primer esposo de Lucrecia, Giovanni Sforza, proveniente de Milán, hizo correr el rumor de que el Papa mantenía relaciones sexuales con su hija. Tenía una buena razón para desacreditar a su suegro después de que éste –injustamente– le hubiera culpado de impotencia para poder declarar la nulidad del matrimonio con Lucrecia.
César, el hijo favorito del papa Borgia, era aún más taimado que su padre. El fraude, la traición y el asesinato eran para él los instrumentos más importantes para su oportunista política de expansión. El que se volvía contra César es que estaba cansado de la vida. Cuando un orador apreciado en todos los rincones de Roma criticó en público la corrupción moral que reinaba en el palacio papal, César hizo que le cortaran las dos manos para que no pudiera distribuir nunca más un solo discurso por escrito. Cuando el orador siguió criticando con valentía las infamias de los Borgia, le cortaron la lengua. Falleció a consecuencia de las heridas.
Las malas lenguas afirman que César no tuvo empacho alguno en deshacerse de su hermano Juan cuando éste empezó a suponer un obstáculo en su siniestra política de poder. Un cardenal que prefiere quedar en el anonimato cuenta que el Papa sintió un tremendo dolor al enterarse de la causa de la muerte de su hijo. Se encerró y gritó como un animal herido. «Pero –asegura el cardenal– nunca salió una palabra de sus labios que desvelara quién era en su opinión el asesino. Jamás dio orden de investigar el crimen o de vigilar a un sospechoso.»
Alejandro VI sufrió una muerte repentina hace tres años, en 1503, después de que le pagaran con la misma moneda. El cocinero había preparado una comida para un cardenal que el Papa quería eliminar, pero aquél había intuido la conspiración y había sobornado al cocinero con una cantidad superior de dinero para que le sirvieran la comida envenenada al Papa. No sobrevivió a su propio veneno. El mismo día en que murió su padre, César cayó enfermo. Se quedó tan débil que el imperio de la Santa Sede que con tanto celo había edificado y guardado se vino abajo como un castillo de naipes.
Inmediatamente después de la muerte de Alejandro VI cundió el pánico en Roma. Fueron saqueados los tesoros del Papa y los catalani –la corte valenciana– pusieron pies en polvorosa. El Santo Padre fue enterrado a toda prisa en la capilla de Santa María de la Fiebre. Según algunos testigos oculares el cuerpo despedía un hedor tan terrible que era evidente que el fallecido estaba destinado a acabar en la pestilencia y el fango del Infierno. Tal como había pronosticado Savonarola.
¿Por qué el actual Papa, Giuliano della Rovere de sesenta y cuatro años toma el nombre de Julio II? «Por la admiración que siente hacia Julio César» se escucha por doquier en Roma. Otros lo llaman con sarcasmo el Barquero porque el Papa era barquero hasta que su tío el papa Sixto IV le nombró obispo en 1473. También era conocido con el sobrenombre de il Pontifice terribile, el Papa terrible, que alude a su carácter irascible y a su irrefrenable ímpetu porque todo aconteciera según el sistema militar.
Retrato de César Borgia, atribuido a Giorgione. La imagen representa la personalidad cruel del hijo del papa Alejandro VI. (Accademia Carrara, Bérgamo, Italia.)
Ya hizo gala de esa característica cuando huyó a Francia en 1493. Allí se convirtió en uno de los arquitectos de la invasión francesa de Italia que, según él, debiera haber concluido con la caída del papa Borgia. Pero las cosas discurrieron de otra manera. Alejandro VI hizo causa común con el monarca francés Carlos VIII y resistió la invasión sin apenas un rasguño. Sólo cuando falleció el Papa en 1503, Giuliano regresó a Roma. Bien es cierto que en primera instancia fue nombrado Papa Francesco Piccolomini, pero éste exhaló su último aliento veintiséis días más tarde. Durante el cónclave más corto de toda la historia de la Iglesia de Roma que tuvo lugar entonces, Giuliano fue elegido Papa. Prometió dos cosas: proseguiría la guerra contra los turcos y no declararía la guerra a otra nación si dos tercios de los cardenales no estaban de acuerdo.
Promesas vanas. Se sabe de buena fuente que sin consultar al colegio cardenalicio está a punto de partir hacia el norte al mando de sus tropas. Están nutridas básicamente de mercenarios suizos a los que se les paga con los ingresos de las indulgencias. Declara en tono amenazador: «¡Ay de los déspotas que aún se aferran al poder en Perugia, Parma, Urbino y Bolonia pues les espera la excomunión!».
Sin embargo hay cierta confianza en que se restauren el orden y la autoridad en la Ciudad Eterna tras los años licenciosos de los Borgia. En primer lugar el Papa ha designado a ciento cincuenta soldados suizos como su guardia personal. Deben velar por la seguridad del Santo Padre. También se espera de ellos que pongan freno a la depravación moral en las estancias cardenalicias. En un decreto firmado por el Papa se declara que los cardenales no podrán cometer simonía. Negociar con temas espirituales religiosos es tabú. Comerciar con las indulgencias es considerado delito. Los cardenales que, a pesar de ello, comercien «serán privados de su título y con ello de todas las dignidades y ventajas que se desprenden de él», tal como figura en el decreto. Ni siquiera está descartada la excomunión. Claro que se ha pasado por alto que, al igual que sus predecesores, este Papa ha alcanzado el solio papal con sobornos y simonía.
El hecho de que pueda hablarse de una ligera brisa de optimismo tiene también otras causas. Más aún que su antecesor, este Santo Padre siente predilección por las Bellas Artes. Su entusiasmo al recuperar el grupo escultórico de Laocoonte era sincero. Varios artistas de Milán, Ferrara, Venecia y Florencia, entre los que se encuentra el ya mencionado Miguel Ángel, han sido convocados a la Ciudad Santa. El arquitecto Donato Bramante nacido cerca de Urbino ha recibido un encargo sensacional. Debe reconstruir la basílica de San Pedro. Julio II dijo cuando le hizo el encargo: «Bramante, vais a hacer historia. La más bella y más alta y más impresionante basílica jamás construida estará eternamente ligada a vuestro nombre».
La construcción se elevará en el lugar en el que aún hoy se encuentra la basílica bizantina del siglo IV cuya cúpula se construyó exactamente sobre la tumba de Pedro. Entre tanto Bramante ha hecho saber que no tiene intención de diseñar la planta central de la basílica según la cruz latina, símbolo de la Paz de Cristo, sino según la cruz griega (de cuatro brazos iguales), símbolo de la eternidad y de lo que lo abarca todo. Este último aspecto puede ser simbólico para el Santo Padre ahora que, como «siervo de los siervos de Dios», quiere abarcar y dominarlo todo. « Fuori gli barbari» se convirtió en una expresión proverbial suya. «Fuera esos bárbaros» hace referencia a los franceses en Milán y a los españoles en Nápoles. En los círculos diplomáticos de Roma se dice que el Papa desea ser dueño y señor del juego del mundo.
Retrato de Giuliano della Rovere, más conocido como el papa guerrero