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Relatos de música y músicos: De Voltaire a Ishiguro (1766-2013)
Relatos de música y músicos: De Voltaire a Ishiguro (1766-2013)
Relatos de música y músicos: De Voltaire a Ishiguro (1766-2013)
Libro electrónico1031 páginas17 horas

Relatos de música y músicos: De Voltaire a Ishiguro (1766-2013)

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Un flautista que con su música limpia toda una ciudad de ratas, y luego de niños. Un consejero que desmonta violines para descubrir sus secretos. Un célebre compositor que, lamentando que su hija no tenga el menor oído, decide casarla al menos con alguien que sea capaz de componer una bellísima sonata. Un músico que tiene la desgracia «de haber escuchado conciertos de ángeles y de haber creído que los hombres podían comprenderlos». Un órgano que toca solo. Unos cuantos niños prodigio. Un estudiante que vive en un edificio sin otro inquilino que un anciano mudo que toca la viola en respuesta a una fuerza monstruosa. Una pianista que abandona una prometedora carrera clásica para dedicarse al blues. El imaginario encuentro de un niño con Buddy Holly. Una cantante de rock alternativo que da un concierto en la aburrida población donde se ha refugiado su madre para huir del pasado. Un crooner en horas bajas que decide dar una serenata en góndola a su mujer…

Preparada por Marta Salís, esta antología de Relatos de música y músicos reúne 44 cuentos y nouvelles protagonizados por músicos o con la música como eje principal. Cubre más de dos siglos de literatura (con especial atención al siglo xx) y una gran variedad de géneros musicales (de la música popular y la clásica hasta el jazz, el blues, el rock y la electrónica) así como literarios (de la fábula al cuento realista, del cuento de terror al retrato psicológico). Los temas del genio y la inspiración, de la disciplina y el trabajo, de la emoción, e incluso transformación, que puede generar la música serán temas recurrentes en ellos, de la mano de una nómina variadísima de autores que va de Voltaire a Kazuo Ishiguro, de Balzac a Julian Barnes, de Tolstói a James Baldwin, de Katherine Mansfield a Dorothy Parker, de Machado de Assis a Pirandello.


Autores recogidos en esta antología: Voltaire, Jacob y Wilhem Grimm, E.T.A. Hoffmann, Gérard de Nerval, Honoré de Balzac, Hermann Melville, Lev N. Tolstói, Gustavo Adolfo Bécquer, Anthony Trollope, Henryk Sienkewicz, Iván S. Turguénev, Guy de Maupassant, Joaquim Maria Machado de Assis, Herman Bang, Thomas Hardy, Antón P. Chéjov, Mary Angela Dickens, Thomas Mann, Robert Walser, Willa Cather, Luigi Pirandello, James Joyce, Seumas O'Kelly, Katherine Mansfield, H. P. Lovecraft, Jean Rhys, Vladimir Nabókov, Dorothy Parker, Langston Hughes, Carson McCullers, Frank O'Connor, James Baldwin, Dino Buzzati, Alejo Carpentier, Roald Dahl, Kim Herzinger, Pascal Quignard, Suzzy Roche, Eugene McCabe, Julian Barnes, Kazuo Ishiguro, Horacio Warpola.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2018
ISBN9788490654361
Relatos de música y músicos: De Voltaire a Ishiguro (1766-2013)
Autor

autores Varios

Autores recogidos en esta antología: James Payn - T. W. Speight - W. W. Jacobs - Hjalmar Söderberg - Mary Raymond Shipman Andrews - Saki - Jun´ichirø Tanizaki - John Chilton - Albert Payson Terhune - Arthur Tuckerman - Heimito von Doderer - Frederick Ames Coates - William E. Barrett - Egon Erwin Kisch - Roald Dahl.

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    Relatos de música y músicos - autores Varios

    Relatos de música y músicos

    De Voltaire a Ishiguro (1766-2013)

    Selección y presentación:

    Marta Salís

    Traducción:

    Marta Salís, Isabel Hernández, María Teresa Gallego Urrutia, Amaya García Gallego, Miguel Temprano García, Marta Sánchez-Nieves, Katarzyna Olszewska Sonnenberg, Rita da Costa, Blanca Ortiz Ostalé, Javier Marías, Víctor Gallego Ballestero, Daniel de la Rubia, Juan de Sola, Joan Fontcuberta, Olivia de Miguel, Celia Filipetto, Francesc Parcerisas, María Campuzano, Mercedes Corral, Flora Casas, Esther Benítez, Jaime Zulaika y Antonio-Prometeo Moya

    ALBA 

    Presentación

    «Si nuestra civilización occidental se fuera al diablo, solo lo lamentaría por la música», dijo Tolstói en 1910, el año de su muerte, después de escuchar al pianista ruso Aleksandr Goldenweiser. Parecía de acuerdo con su admirado Schopenhauer, al que consideraba «el más genial de los hombres», y para el que la música «repercute en el espíritu humano de un modo tan sublime y poderoso que puede compararse a un lenguaje universal, cuya claridad y elocuencia supera a los demás idiomas de la tierra» (El mundo como voluntad y representación, 1819). Y, aunque algunos escritores románticos alemanes parecieron anticiparse al filósofo −como Wilhelm Heinrich Wackenroder: «La música es la más maravillosa de las invenciones artísticas porque habla una lengua que no conocemos en la vida ordinaria, que hemos aprendido sin saber dónde ni cómo y que es la única que podría considerarse como la lengua de los ángeles» (Las efusiones de un monje enamorado del arte, 1797) o Ludwig Tieck: «La música es la primera, la más inmediata, la más osada de las artes» (Las peregrinaciones de Franz Sternbald, 1798)−, la influencia de Schopenhauer y su concepción de la música es evidente en muchos autores. Para Balzac −y es difícil saber si leyó a su contemporáneo o este lo leyó a él−, la música era la más elevada de las artes; y encontramos afirmaciones como las de Walter Pater: «Todas las artes aspiran constantemente al estado de la música» (El Renacimiento, 1873); Paul Verlaine: «La música ante todo» (Arte poética, 1874); Friedrich Nietzsche: «Sin la música, la vida sería un error» (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa con el martillo, 1889); y Joseph Conrad: «Todo arte debe dirigirse en primer término a los sentidos, y una concepción artística que se expresa con ayuda de la palabra escrita […] tendrá que aspirar con todas sus fuerzas a la plasticidad de la escultura, al color de la pintura, a la mágica sugestión de la música, que es el arte supremo» (prólogo de El negro del Narciso, 1897).

    Pero no fueron Tolstói y Balzac los únicos autores de esta antología que sintieron pasión por la música. Thomas Mann, para el que la música era un paradigma de todas las artes, describía su literatura como «un musicar literario», y afirmaba: «No soy un hombre visual, sino un músico desplazado a la literatura». Reconocía que la música había ejercido un influjo muy notable sobre el estilo de su obra: «Desde siempre, la novela ha sido para mí una sinfonía, una obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas desempeñan el papel de motivos musicales». Su amigo Bruno Walter, famoso director de orquesta, lo resumió muy bien en una carta que le dirigió en 1947: «La música ha sido siempre, sobre todas las demás, tu musa. Ha estado presente en tus encuentros con las otras musas». Y es que no solo la música «absoluta» de Beethoven y las óperas de Wagner, su «dios nórdico», recorren la obra de Mann, sino también pequeñas composiciones como algunos Lieder: el protagonista de La montaña mágica (1924) exclamará al escuchar Der Lindenbaum [El tilo] de Franz Schubert: «¡Era tan dulce morir por ella, por esa canción mágica!»; y el de Doktor Faustus. La vida del compositor alemán Adrian Leverkühn (1947), sin duda el más musical de sus libros, comparará Mondnacht [Noche de luna] de Robert Schumann con «una perla, un milagro».

    E. T. A. Hoffmann, cuyos cuentos fantásticos conciben el horror y el abismo como parte de la vida cotidiana, fue también compositor, director de orquesta y crítico musical, e inspiró a otros compositores con sus obras literarias. Citaremos, entre otros, a Robert Schumann (Kreisleriana), a Richard Wagner (Los maestros cantores de Nuremberg y Tannhäuser), a Léo Delibes (Coppelia); a Piotr Chaikovski (Cascanueces); a Paul Hindemith (Cardillac), a Gian Francesco Malipiero (Los caprichos de Callot) y a Jacques Offenbach (Los cuentos de Hoffmann).

    James Joyce tenía una bonita voz de tenor, talento que heredó de su padre, y tocaba el piano y la guitarra. Las referencias continuas en su obra a cantantes, compositores, óperas y baladas son un reflejo de su melomanía; no en vano tituló su primer libro de poesía Música de cámara. Llegó a afirmar que no era escritor, sino músico, aunque sus partituras tuvieran letras en vez de notas musicales. Su búsqueda de la musicalidad queda patente en el capítulo de «Las sirenas» de Ulises; y en cierta ocasión, cuando le preguntaron si en Finnegans Wake, su última obra, había pretendido unir literatura y música, él respondió: «No, no. Es pura música».

    Willa Cather decía siempre a sus amigos: «¡Música, necesito música!». Había empezado como periodista escribiendo columnas musicales para el Nebraska State Journal y el Lincoln Courier; y la música está presente en todas sus novelas y en una veintena de sus cuentos. Alejo Carpentier combinó la carrera de escritor con la de musicólogo, su otra vocación, y realizó una interesante difusión de la música contemporánea. La música en él no era mera afición, entretenimiento o erudición, sino un elemento estructurador de sus narraciones. Algunos de sus títulos hablan por sí solos: Concierto barroco, El arpa y la sombra, La consagración de la primavera… Y Pascal Quignard, antes de dedicarse únicamente a escribir, fue concertista de viola y fundador y director del Festival de Ópera y Teatro Barrocos de Versalles, consejero del Centro de Música Barroca y presidente del Concierto de las Naciones con Jordi Savall.

    El blues está siempre presente en la prosa y, sobre todo, en la poesía de Langston Hughes, al que gustaba leer en público sus poemas acompañado de una banda de jazz. Y es evidente la relación de la literatura de James Baldwin con la tradición lírica de la música negra, desde el góspel y el blues hasta el jazz y el rhythm & blues.

    Algunos autores de esta antología quisieron hacer carrera en la música: Carson McCullers fue una niña prodigio destinada a ser concertista de piano; y Katherine Mansfield, una virtuosa del violonchelo que vio su estilo influenciado por compositores como Wagner y Debussy. Al igual que Virginia Woolf, recurrió a la música como metáfora de la literatura; y la música, más que como mecanismo descriptivo, le sirvió como modelo para desarrollar la técnica narrativa del flujo de conciencia. Kazuo Ishiguro llamó a muchas puertas con su guitarra en busca de un contrato discográfico, y aprendió como letrista cosas que serían clave en su literatura.

    Podría decirse que todos los autores seleccionados han tenido una relación más o menos estrecha con la música excepto Vladímir Nabókov, que, como escribió en Habla, memoria, la encontraba irritante: «En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desuellan vivo en las mayores». Y, sin embargo, su estilo, su fraseo, su ritmo, ¿no ponen de manifiesto que hay música en su literatura?

    En cualquier caso, este volumen, ordenado cronológicamente a partir de la fecha de publicación, ha buscado una gran variedad de estilos y de tonos para ilustrar el inmenso poder que la música ha ejercido a veces sobre la imaginación de los escritores. En sí misma como arte exigente, trabajoso y ajeno (admirable y orgullosamente ajeno casi siempre) a las simplificaciones del logos, o por el entorno que crea y en el que se desarrolla (una sociedad de elegidos que dispensa disciplina y formación, dictamina estéticas, lanza o arruina carreras y fomenta aspiraciones y cautividades entre músicos así como entre melómanos), los narradores han encontrado en ella una fuente de inspiración muy diversa. La música es terreno abonado para la fábula tanto como para el cuadro realista, para la exaltación romántica tanto como para la sátira social, para el cuento sobrenatural o de terror tanto como para el retrato psicológico.

    En los relatos seleccionados, se asocia a menudo al genio, al misterio y a lo irracional: es muchas veces un hechizo maléfico o un don celestial capaz de transportar a otro mundo no solo al compositor y al intérprete, sino también a su público; invita a la evasión, a la nostalgia, a la locura, al abandono, a la creación, a la libertad y a la rebeldía. Pero también es vista, en un plano más prosaico, como factor de cohesión social, como valor de cambio, como adorno prestigioso del poder, como profesión con todo tipo de fragilidades, dependencias y servidumbres. Aparecerá también ligada a la ciencia y a las ideas, muy lejos de la típica «posesión» romántica… e incluso al silencio, tal vez otra de sus formas.

    La música ha erigido asimismo un dramatis personae propio, del que esta antología −que va de la música barroca a la electrónica− ofrece una variopinta representación: el músico inspirado, el músico en decadencia, el músico temperamental, el músico disciplinado, el músico seductor, el niño prodigio, el mecenas, el explotador, el diletante, el aficionado… y hasta el notario de provincias con pretensiones.

    Los cuarenta y cuatro relatos, todos de ficción, abarcan casi dos siglos y medio de literatura y proceden de diferentes tradiciones occidentales (anglosajona, germánica, nórdica, mediterránea, eslava, latinoamericana). Sabemos que los lectores echarán de menos algunos fragmentos de novelas y de otras obras más extensas, pero, salvo el capítulo de Concierto barroco de Alejo Carpentier, nuestra selección se ha limitado a los relatos.

    Al final del libro, hemos añadido la lista de las piezas musicales mencionadas en los relatos, así como la página web donde se pueden escuchar.

    marta salís

    Pequeña digresión

    Voltaire

    (1766)

    Traducción

    Marta Salís

    François-Marie Arouet, más conocido por el seudónimo de Voltaire (1694-1778), nació en París en el seno de una familia acomodada. Fue alumno de los jesuitas en el colegio Louis-le-Grand, y, entre 1711 y 1713, estudió Derecho. Fue secretario de la Embajada francesa en La Haya, pero un idilio con la hija de un refugiado hugonote le obligó a volver a París. En 1717, unos versos irrespetuosos contra el regente le costaron un año de reclusión en la Bastilla y el destierro a Châtenay; y en 1726 volvió a la cárcel por un altercado con el poderoso caballero de Rohan. Exiliado dos años en Londres, la influencia inglesa marcaría su pensamiento. Sus Cartas filosóficas o Cartas inglesas (1734) se quemaron públicamente en París, pues abogaban por la libertad de expresión y la tolerancia religiosa, acusando al cristianismo de ser la raíz de todo fanatismo dogmático. Huyendo de una orden de detención, se refugió en el castillo de la culta Émilie du Châtelet, con la que vivió y trabajó hasta la muerte de ella en 1749. Corrosivo, burlón, pesimista, con alegría de vivir, escribió obras de teatro, novelas, poemas, panfletos políticos, gruesos tomos de historia, opúsculos de ciencias naturales, mordaces sátiras y cuentos filosóficos. Cabe destacar El siglo de Luis XIV (1751), Cándido (1759), Tratado sobre la tolerancia (1763) y Diccionario filosófico (1764). Colaboró también en la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, símbolo del espíritu de la Ilustración. Fue elegido miembro de la Academia Francesa en 1746. Pasó en Ferney sus últimos veinte años de vida. Murió en París, y sus cenizas reposan en el Panteón.

    «Pequeña digresión» (Petite digression) se publicó en diciembre de 1766 en El filósofo ignorante (Marc Michel Rey, Ámsterdam). Más tarde se titularía «Los ciegos, jueces de colores» en la llamada edición de Kehl, que, en 1784 y financiada por Beaumarchais, recogería las obras completas de Voltaire (Société Littéraire-Typographique, Kehl, Baden). Este cuento filosófico, burlón ataque contra la ignorancia y el dogmatismo, nos parece una excelente «obertura» para esta antología musical.

    Pequeña digresión

    En los inicios de la fundación de los Trescientos¹, se sabe que todos eran iguales, y que los asuntos menores se decidían por mayoría de votos. Distinguían perfectamente con el tacto la moneda de cobre de la de plata; ninguno confundía nunca el vino de Brie con el vino de Borgoña. Su olfato era más fino que el de sus vecinos que tenían dos ojos. Interpretaban perfectamente los cuatro sentidos, es decir, sabían cuanto está permitido saber de ellos; y vivieron todo lo tranquilos y felices que pueden ser los ciegos. Por desgracia, uno de sus profesores pretendió tener nociones claras sobre el sentido de la vista; consiguió que lo escucharan, intrigó, se hizo con un grupo de entusiastas; y acabó reconocido como jefe de la comunidad. Empezó entonces a opinar con autoridad sobre los colores, y todo se estropeó.

    Este primer dictador de los Trescientos creó enseguida un pequeño consejo, que le convirtió en el dueño de todas las limosnas. Por ese motivo, nadie se atrevió a desafiarlo. Decidió que toda la ropa de los Trescientos era blanca; los ciegos le creyeron; solo hablaban de su bonita ropa blanca, aunque ninguno vistiera de ese color. Todo el mundo se burló de ellos; fueron a quejarse al dictador, que los recibió de mala manera; los trató de innovadores, de descreídos, de rebeldes, que se dejaban seducir por las opiniones erróneas de los que tenían ojos, y que osaban dudar de su infalibilidad. Esta disputa creó dos bandos. El dictador, para apaciguarlos, decretó que toda su ropa era roja. Ninguno de los Trescientos vestía de rojo. Se burlaron de ellos más que nunca. Se alzaron nuevas quejas por parte de la comunidad. El dictador se enfureció, los demás ciegos también: discutieron mucho tiempo, y no se restableció la concordia hasta que permitieron a todos los ciegos dejar de opinar sobre el color de su ropa.

    Un sordo, al leer esta pequeña historia, reconoció que los ciegos habían cometido un error al juzgar los colores; pero se mantuvo firme en la opinión de que solo les corresponde a los sordos juzgar la música.

    Los niños de Hamelín

    Jacob y Wilhelm Grimm

    (1816)

    Traducción

    Isabel Hernández

    Jacob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) nacieron en la localidad alemana de Hanau, en el seno de una familia de intelectuales burgueses. Dedicados a la filología y a la docencia, sus investigaciones eruditas tomaron un nuevo rumbo con la exaltación nacionalista que siguió a la invasión de Prusia por parte del ejército napoleónico. Entusiasmados con la idea de devolver sus raíces a Alemania, empezaron a recopilar cuentos de la tradición oral en el entorno burgués de Kassel, marcado por el carácter de los hugonotes. En 1812 y 1815 publicaron en dos volúmenes Cuentos infantiles y del hogar, colección que ampliarían más tarde y que titularían Cuentos de hadas de los hermanos Grimm (1857). En ellos divulgaron cuentos como Blancanieves, La Cenicienta, Barba Azul, Hänsel y Gretel, La bella durmiente y Juan sin miedo, en un intento de conservar su frescura original y mitigar su dureza.

    «Los niños de Hamelín» (Die Kinder zu Hamein) se publicó en el primer volumen de Deutsche Sagen (Nicolai, Berlín, 1816). El origen de esta leyenda sigue siendo oscuro y son muchas las teorías que tratan de explicarla. Quizá la más plausible es que el flautista fuera una alegoría de la peste negra que arrasó la Europa medieval; el flautista sería la muerte –representada entonces como un esqueleto vestido con alegres colores– al frente de un ejército de ratas, grandes propagadoras de la enfermedad. También podría aludir a la legendaria Cruzada de los Niños de 1212, en la que algunos niños que decían que se les había aparecido Jesucristo con la orden de conquistar Tierra Santa convencieron a otros miles para unirse a su misión y acabaron muriendo de hambre, ahogados o esclavizados en Egipto. A efectos de nuestra antología, la tonada del flautista de Hamelín es una primera muestra de la asociación romántica entre música y fatalidad, y no deja de recordar, por otra parte, que el músico es un profesional equiparable a un artesano y que sus servicios, como los de este, han de ser pagados.

    Los niños de Hamelín

    En el año de 1284 apareció en Hamelín un hombre muy extraño. Llevaba una chaqueta de un paño de colores muy chillones, por lo que, al parecer, lo llamaban Colorino. Decía ser de profesión cazarratas, porque prometía librar a la ciudad de ratones y ratas a cambio de cierta suma de dinero. Los habitantes de la ciudad llegaron a un acuerdo con él y le prometieron una cantidad determinada. Entonces, el cazador sacó un flautín y empezó a tocar; al instante empezaron a salir ratas y ratones de los rincones de todas las casas y se amontonaron a su alrededor. Cuando creyó que ya no quedaba ninguno, echó a andar y toda aquella montonera se fue tras él. De ese modo los condujo hasta el Weser; allí se quitó la ropa y se metió en el agua. Los animales lo siguieron y se ahogaron.

    Pero, cuando los habitantes de la ciudad se vieron libres de la plaga, se arrepintieron de haberle prometido tal suma de dinero y se la negaron con un sinfín de pretextos, hasta que el flautista se enfadó y se marchó de allí muy enojado. El 26 de junio, día de san Juan y san Pablo², a las siete de la mañana, aunque según otros alrededor de mediodía, volvió a aparecer, vestido ahora de cazador, con una expresión temible en el rostro y un sombrero muy extraño de color rojo, y volvió a recorrer las calles tocando su flautín. Pero en esta ocasión no salieron corriendo ni ratas ni ratones, sino un montón de niños, chicos y chicas, todos de más de cuatro años, entre ellos también la hija ya crecidita del alcalde. La bandada de críos echó a andar tras él y el flautista los llevó hasta una montaña en cuyo interior desapareció. De todo esto fue testigo un ama de cría que venía de lejos con un niño en brazos y que, al verlo, se dio la vuelta y lo contó todo en la ciudad. Los padres salieron en tropel por todas las puertas y buscaron a sus hijos con el corazón entristecido; las madres no dejaban de gritar y llorar de pena. En esa misma hora enviaron mensajeros por tierra y por mar a todos los rincones para preguntar si habían visto a los niños, o tal vez a alguno de ellos, pero todo fue en vano. En total habían perdido a ciento treinta. Algunos dicen que dos se retrasaron y volvieron, pero uno era ciego y el otro mudo, de manera que el ciego no pudo indicar el lugar, aunque sí contó cómo habían seguido al flautista; el mudo sí señaló el lugar, pero no había oído nada. Un niñito que había salido en mangas de camisa se dio la vuelta para ir a buscar su chaqueta, gracias a lo cual se libró de la desgracia, porque cuando volvió los otros ya habían desaparecido por el hueco de una montaña que se puede ver aún hoy en día.

    A la calle por cuya Puerta salieron los niños la llamaban aún a mediados del siglo xviii (y probablemente hoy también) la calle sin ruido (sin golpes, sin sonido, silenciosa), porque en ella no se podía ni bailar ni tocar ningún instrumento. Incluso si una novia iba a la iglesia acompañada de una banda, los músicos tenían que guardar silencio en toda la calle. La montaña de Hamelín, en la que desaparecieron los niños, se llama Poppenberg; en ella se han colocado a derecha e izquierda dos piedras en forma de cruz.

    Algunos dicen que los niños fueron conducidos a esa cueva y salieron de ella en Siebenbürgen³.

    Los habitantes de Hamelín consignaron este suceso en su libro municipal y en sus escritos acostumbraban a contar días y años a partir de la pérdida de los niños. Según Seyfried, en el libro municipal se consignó el 22 en lugar del 26 de junio⁴. En el Ayuntamiento se escribió lo siguiente:

    En el año de Cristo de 1284

    un flautista se llevó de Hamelín

    a ciento treinta niños allí nacidos

    por una gruta de las montañas.

    Y en la Puerta Nueva:

    Centum ter denos cum magus ab urbe puellos

    duxerat ante annos CCLXXII condita porta fuit.

    En el año de 1572 el alcalde hizo grabar la historia en las vidrieras de la iglesia con el rótulo de rigor, que, en su mayor parte, hoy resulta ilegible. También se acuñó una moneda con este motivo.

    Los músicos de Bremen

    Jacob y Wilhelm Grimm

    (1819)

    Traducción

    Isabel Hernández

    «Los músicos de Bremen» (Die Bremer Stadtmusikanten) se publicó en la segunda edición de Kinder und Hausmärchen (G. Reimer, Berlín, 1819). Para no separar los dos cuentos de Jacob y Wilhelm Grimm, alteramos excepcionalmente el orden cronológico que sigue esta antología, en la que no podía faltar el cuarteto más peculiar de la historia de la música. No deja de tener aquí la música, tampoco, algo diabólico, pero al mismo tiempo práctico, útil: con ella se consigue comida y comodidad.

    Los músicos de Bremen

    Un hombre tenía un asno que a lo largo de muchos años le había llevado los sacos al molino sin ninguna fatiga, pero sus fuerzas estaban ahora llegando a su fin, de manera que cada día servía menos para el trabajo. Entonces el amo pensó en deshacerse de él, pero el asno se dio cuenta de que no soplaban vientos favorables, se escapó de casa y se encaminó a Bremen, donde pensaba que podría trabajar como músico ambulante. Cuando llevaba ya un rato andando, se encontró con un perro de caza tumbado en medio del camino, que jadeaba como quien se ha cansado de mucho correr.

    –Vaya, ¿por qué jadeas así, Cazador? –preguntó el asno.

    –Ay –dijo el perro–, porque, como soy viejo y cada día estoy más débil y no puedo ya seguir cazando, mi amo me ha querido matar a palos, así que me he largado de casa, pero ¿cómo me voy a ganar el sustento?

    –¿Sabes? –dijo el asno–. Yo voy a Bremen y allí trabajaré de músico ambulante, ven conmigo y que te cojan también de músico. Yo tocaré el laúd y tú los timbales.

    Al perro le pareció bien y siguieron andando. No había pasado mucho tiempo cuando vieron junto al camino a un gato con cara de pocos amigos.

    –Y bien, ¿por qué estás tan enfadado, viejo Pelabarbas?

    –¿Quién puede estar contento cuando tiene la soga al cuello? –respondió el gato–. Como me estoy haciendo viejo, mis dientes ya no están afilados y prefiero estar sentado al lado de la estufa pensando en las musarañas que andar cazando ratones, mi ama me ha querido ahogar, así que me he escapado de casa, pero ahora no sé qué hacer: ¿adónde puedo ir?

    –Ven con nosotros a Bremen, seguro que entiendes de música nocturna y podrás ser músico ambulante.

    Al gato le pareció bien y se marchó con ellos. Al rato los tres fugitivos pasaron por una granja; en el portón estaba el gallo de la casa cacareando con todas sus fuerzas.

    –Tus gritos se le meten a uno hasta en los huesos –dijo el asno–. ¿En qué estás pensando?

    –Solo anuncio el buen tiempo –dijo el gallo– porque es el día en que Nuestra Señora lava las camisitas del Niño Jesús y las tiene que secar, pero, como mañana domingo vienen a comer unos huéspedes, el ama no tiene compasión de mí y le ha dicho a la cocinera que me quiere comer en la sopa y esta tarde me va a cortar la cabeza. Por eso, mientras pueda, gritaré a pleno pulmón.

    –Pero ¿qué dices, Pelirrojo? –dijo el asno–. Antes vente con nosotros, vamos a Bremen, en cualquier sitio encontrarás algo mejor que la muerte; tienes una buena voz y, si tocamos juntos, la cosa tendrá su gracia.

    Al gallo le gustó la propuesta y los cuatro se alejaron de aquel lugar.

    Pero no pudieron llegar a la ciudad de Bremen en un día y por la noche se adentraron en un bosque, en el que tenían intención de descansar. El asno y el perro se tumbaron bajo un gran árbol, el gato y el gallo se subieron a las ramas, pero el gallo subió mucho más alto, hasta la copa, donde se sentía más seguro. Antes de dormirse volvió a echar un vistazo y le pareció como si a lo lejos viera una chispita, así que les dijo a sus camaradas que debía de haber una casa no muy lejos de allí, porque había visto brillar una luz. El asno dijo:

    –Entonces pongámonos en marcha y vayamos a ese lugar, porque esta posada no es buena.

    El perro pensó que unos huesos con algo de carne le sentarían bien. Así que se encaminaron hacia la luz y pronto la vieron brillar con más claridad, y fue viéndose cada vez más y más, hasta que llegaron a una guarida de ladrones muy bien iluminada. El asno, como era el más grande, se acercó a la ventana y miró dentro.

    –¿Qué ves, Tordo? –preguntó el gallo.

    –¿Que qué veo? –respondió el asno–. Una mesa puesta con buena comida y bebida y unos ladrones sentados pasándolo muy bien.

    –Eso no nos vendría mal –dijo el gallo.

    –Sí, sí, ¡ay, si estuviéramos ahí! –dijo el asno.

    Entonces los animales se pusieron a deliberar sobre qué podían hacer para echar a los ladrones de allí y, al final, encontraron la forma. El asno pondría las patas delanteras en la ventana, el perro subiría de un brinco al lomo del asno, el gato se encaramaría al perro y, finalmente, el gallo volaría hasta posarse en la cabeza del gato. Una vez hecho, a una señal empezaron todos a la vez a hacer su música: el asno rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba; luego se colaron todos por la ventana de la sala con tal ruido que los cristales empezaron a temblar. Al oír aquel espantoso griterío los ladrones se levantaron de un salto pensando que había entrado un fantasma y huyeron muertos de miedo hacia el bosque. Entonces los cuatro camaradas se sentaron a la mesa, cogieron con mucho gusto lo que había quedado y comieron como si luego tuvieran que ayunar cuatro semanas.

    Cuando los cuatro músicos hubieron terminado, apagaron la luz y buscaron un sitio para dormir, cada cual según su naturaleza y comodidad. El asno se tumbó en el estiércol, el perro detrás de la puerta, el gato en el hogar, junto a la ceniza caliente, y el gallo se colocó en la viga, y, como estaban cansados del largo camino, se durmieron enseguida. Pasada la medianoche, como los ladrones vieron desde lejos que ya no había luz en la casa y que todo parecía tranquilo, dijo el capitán:

    –No teníamos que habernos dejado amedrentar tan pronto. –Y ordenó a uno de ellos que fuera a ver cómo estaba la casa.

    El enviado encontró todo en silencio, fue a la cocina a encender una luz y, al ver los ojos brillantes y como de fuego del gato, pensó que eran carbones encendidos, y les echó un fósforo para que prendieran. Pero el gato no entendía de bromas, le saltó a la cara, le bufó y le arañó. El ladrón se asustó sobremanera, echó a correr y, al tratar de salir por la puerta de atrás, el perro, que estaba allí tumbado, se levantó de un salto y le mordió la pierna y en el patio, al pasar a toda velocidad por el estiércol, el asno le dio una buena coz con la pata trasera, y el gallo, que se había despertado con tanto ruido y ahora estaba bien despabilado, gritó desde la viga: «¡Kikirikí!». Al oírlo, el ladrón echó a correr todo lo deprisa que pudo hasta encontrar a su capitán y le dijo:

    –¡Ay! En la casa hay una bruja espantosa, me ha bufado y me ha arañado todo el rostro con sus largas uñas, y delante de la puerta hay un hombre con un cuchillo que me ha pinchado en la pierna, y en el patio hay un monstruo de color negro que me ha dado un golpe con una maza de madera, y en lo alto del tejado hay un juez que no deja de gritar: «¡Traédmelo aquí!». Así que me largué a todo correr.

    A partir de ese momento los ladrones no se atrevieron a volver a la casa, pero a los cuatro músicos ambulantes les gustó tanto que ya no quisieron marcharse. Y el último que ha contado esta historia aún tiene la boca seca.

    El consejero Krespel

    E. T. A. Hoffmann

    (1818)

    Traducción

    Isabel Hernández

    Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822) nació en Königsberg, hijo de un abogado. Estudió Derecho y hasta la invasión napoleónica ocupó distintos puestos de la administración prusiana en Varsovia y otras ciudades polacas. Fue compositor y crítico musical, pintor, gerente de un teatro en Bamberg y Dresde, y director musical de una compañía de ópera. En esta época cambió su tercer nombre, Wilhelm, por el de Amadeus, en homenaje a Wolfgang Amadeus Mozart. Su ópera Undine fue estrenada en Berlín en 1816. Tras la derrota de Napoleón en 1814, ejerció como juez y llevó una vida políticamente activa, contraria a la persecución de los liberales. Escribió dos novelas, Los elixires del diablo (1815-1816) y Puntos de vista y consideraciones del gato Mur (1819-1821). Pero quizá su fama se deba sobre todo a su contribución a la literatura fantástica, de la que es considerado un maestro indiscutible: Fantasías a la manera de Callot (1814) y Nocturnos (1817) fueron colecciones de relatos que inspiraron a escritores como Poe, Hawthorne, Gógol, Dickens, Dostoievski y Kafka, a compositores como Offenbach, Wagner, Delibes y Chaikovski, y a psicólogos como Jung y Freud. Hoffmann murió en Berlín en 1822.

    «El consejero Krespel» (Rat Krespel) se publicó en 1818 en el Frauentaschenbuch [El almanaque de las damas], que dirigía el barón de la Motte-Fouqué, y un año después se incluyó en el volumen Los hermanos de San Serapión (G. Reimer, 1819). Se ha traducido al español con diferentes títulos: «El violín de Cremona», «Antonia canta» y «El canto de Antonia». Este relato se convertiría en uno de los tres actos –y el propio E. T. A. Hoffmann en uno de los personajes– de Los cuentos de Hoffmann (1880), ópera de Jacques Offenbach basada en un libreto de Jules Barbier. En él reaparecen motivos clásicos de la visión romántica de la música –dones excepcionales a la par que fatales, instrumentos maravillosos, además de burgueses sensibles–, y se anuncian otros que igualmente perdurarán, como la artista fatua presa de sus caprichos o el explotador insensible del talento ajeno.

    El consejero Krespel

    El consejero Krespel era uno de los seres más asombrosos que he conocido en mi vida⁶. Cuando me marché a H. con intención de quedarme allí algún tiempo, toda la ciudad hablaba de él, porque justo en aquel momento estaba en su apogeo una de sus mayores excentricidades. Krespel tenía fama de jurista educado y hábil y de buen diplomático. Un príncipe, no demasiado importante, que gobernaba en Alemania se había dirigido a él para que le redactase un informe que tenía como objeto sus aspiraciones, bien justificadas, a cierto territorio, y que pensaba presentar en la corte imperial. El cometido se llevó a cabo con el desenlace más feliz que se hubiera podido esperar y, como Krespel en una ocasión se había lamentado de que no encontraba una casa que se ajustara a sus necesidades, el príncipe, para recompensarle por el escrito, se hizo cargo de los costes de una casa que Krespel se construiría totalmente a su gusto. El príncipe dejaba incluso el terreno a su elección, pero el consejero no lo aceptó, sino que insistió en que la casa se construyera en la zona más hermosa del jardín del príncipe, frente a las puertas de la ciudad. Compró todos los materiales imaginables y los mandó llevar allí; luego se lo vio durante días con unas curiosas vestimentas (que, por cierto, se había hecho él personalmente siguiendo determinados principios propios) disolviendo la cal, tamizando la arena, colocando los ladrillos en montones regulares, etcétera. No había hablado con ningún arquitecto ni había pensado tampoco en hacer un plano. Un buen día, no obstante, fue a H. a ver a un habilidoso maestro albañil y le pidió que a la mañana siguiente se presentara en el jardín con todos sus oficiales y aprendices, con muchos operarios y demás, para construirle su casa. Como es natural, el albañil le preguntó por el plano y cuál sería su asombro cuando Krespel le respondió que no se necesitaba y que todo saldría como tenía que salir. Cuando, a la mañana siguiente, el maestro se presentó con toda su gente, encontró un foso cuadrado perfectamente trazado, y Krespel dijo:

    –Aquí hay que colocar los cimientos de mi casa, y luego le ruego que vaya levantando las cuatro paredes hasta que yo diga basta.

    –¿Sin ventanas ni puertas ni tabiques? –le interrumpió el maestro, asustado por la locura de Krespel.

    –Exactamente como le digo, buen hombre –respondió Krespel muy tranquilo–; lo demás a su debido tiempo.

    Solo la promesa de una buena recompensa pudo convencer al maestro de emprender aquella obra tan absurda; sin embargo, jamás ninguna otra se ha llevado a cabo de manera tan divertida, ya que, entre continuas risas de los peones, que nunca abandonaban la obra, pues había comida y bebida a raudales, las cuatro paredes fueron subiendo con increíble rapidez hasta que un día Krespel exclamó:

    –¡Alto!

    Entonces las paletas y los martillos enmudecieron, los peones se bajaron de los andamios y, mientras rodeaban a Krespel, todos sus rostros sonrientes decían:

    –Pero… y ¿ahora qué?

    –¡Hagan sitio! –exclamó Krespel, se dirigió rápidamente a un extremo del jardín y luego empezó a andar despacio en dirección al cuadrado; pegado a la pared movió la cabeza enojado, fue al otro extremo del jardín, volvió a avanzar hacia el cuadrado e hizo lo mismo que antes.

    Varias veces repitió el juego, hasta que, por fin, pasando su nariz aguileña por las paredes, gritó:

    –¡Venid, venid, muchachos! ¡Abridme la puerta! ¡Abridme aquí una puerta!

    Dio el alto y el ancho en metros y centímetros exactos, y se hizo tal como pidió. Entonces entró en la casa y sonrió complacido cuando el maestro comentó que las paredes tenían exactamente la altura de una buena casa de dos pisos. Pensativo, Krespel empezó a andar de arriba abajo, tras él los albañiles con pico y pala, y en cuanto exclamaba: «¡Aquí una ventana de un metro y medio de alto y uno de ancho! ¡Allí un ventanuco de un metro de alto y medio de ancho!», se ponían a dar golpes a toda velocidad.

    Justo en medio de esa operación fue cuando yo llegué a H., y era muy divertido ver cómo cientos de personas rodeaban el jardín y gritaban de júbilo al ver las piedras volar y aparecer una nueva ventana donde ni siquiera se había sospechado. El resto de la edificación y todos los trabajos necesarios al efecto, Krespel los ejecutó de esta misma manera, haciéndolo todo en el momento señalado y según las indicaciones que él daba. Pero lo gracioso de toda la empresa, la convicción que habían ido teniendo de que al final todo saldría mejor de lo esperado, y sobre todo su generosidad, que por supuesto a él no le costaba nada, los ponía a todos de buen humor. De este modo se superaron las dificultades que acarreaba ese estilo tan aventurero de edificar y, al poco tiempo, tuvieron una casa completamente amueblada que, vista desde el exterior, tenía un aspecto de lo más fantástico, pues ninguna ventana era igual a la otra, y más cosas, pero con una distribución interior que producía una sensación de bienestar muy particular. Todos los que entraban en ella así lo atestiguaban y yo mismo lo sentí cuando Krespel, tras conocernos mejor, me llevó a ella. Hasta ese momento no había hablado con aquel hombre tan extraño; la construcción de la casa lo tenía tan ocupado que ni siquiera iba los martes a almorzar a casa del profesor M., tal como acostumbraba a hacer, y, en una ocasión en que recibió una invitación especial, mandó decir que antes de la fiesta de inauguración de su casa no daría un solo paso fuera de ella. Todos sus amigos y conocidos se prepararon para un gran banquete, pero Krespel no invitó a nadie más que a todos los maestros, oficiales, aprendices y peones que habían construido su casa. Les sirvió los manjares más exquisitos; los aprendices de albañil devoraban sin consideración los hojaldres de perdiz, los de carpintero pulían con gran fortuna los faisanes asados y los hambrientos peones se hicieron con los pedazos más exquisitos del fricasé de trufas. Por la noche acudieron las mujeres y las hijas y dio comienzo un gran baile. Krespel bailó un poco con las mujeres de los maestros, pero luego se sentó con los músicos, cogió un violín y se quedó dirigiendo la música del baile hasta el amanecer. El martes siguiente a la fiesta, por la que el consejero Krespel fue considerado un buen amigo del pueblo, lo conocí por fin para mi gran alegría en casa del profesor M. No puede uno imaginarse nada más asombroso que el comportamiento de Krespel. De movimientos rígidos y torpes, uno creía en todo momento que se chocaría con algo, que rompería alguna cosa, pero esto no sucedía, y se sabía de antemano, porque la dueña de la casa no palideció en lo más mínimo cuando empezó a deambular alrededor de la mesa, en la que ella había puesto unas tazas muy hermosas, ni cuando empezó a gesticular frente al espejo que llegaba hasta el suelo, ni siquiera cuando cogió un jarrón de flores de una porcelana decorada exquisitamente y lo movió por los aires como si quisiera que los colores jugaran solos. En realidad, antes de sentarse a la mesa, Krespel observó con sumo detalle todo lo que había en la sala del profesor: hasta se subió a una silla tapizada para descolgar un cuadro de la pared y volvió luego a colgarlo. Mientras lo hacía hablaba mucho y muy alto, a veces saltaba rápidamente de un tema a otro (cosa que llamó la atención en la mesa), y a veces era incapaz de quitarse de la cabeza una idea y, volviendo a ella una y otra vez, se metía en todo tipo de laberintos, a cual más extraño, incapaz de salir de ellos hasta que otra cosa se apoderaba de él. Su tono era en ocasiones rudo y chillón, en ocasiones ligeramente pausado y cantarín, pero nunca casaba con lo que decía. En ese momento hablaban de música, estaban elogiando a un nuevo compositor; entonces Krespel sonrió y dijo con suave voz melódica:

    –¡Ojalá Satanás con sus negras plumas arrojara a ese maldito destripanotas a veinte mil millones de metros bajo tierra en lo más profundo del infierno! –Y exclamó impetuosamente–: ¡Es un ángel del cielo! ¡Tan solo pura música y sonidos bendecidos por Dios!

    Y, al decirlo, se le saltaban las lágrimas. Tuvimos que acordarnos de que una hora antes se había hablado de una famosa cantante. Sirvieron un asado de conejo; yo me di cuenta de que Krespel limpiaba con sumo cuidado la carne de los huesos que tenía en el plato y pedía precisamente la pata del conejo, que la hija de cinco años del profesor le trajo con una amable sonrisa. Ya durante la comida los niños habían estado mirando con mucha amabilidad al consejero; ahora se habían levantado y se acercaban a él, aunque con timidez y respeto, parándose a tres pasos de él. «¿Qué pasará ahora?», pensé. Sirvieron el postre; entonces el consejero sacó del bolsillo una cajita, en la que había un pequeño torno de acero que sujetó de inmediato a la mesa, y al punto, con increíble habilidad y rapidez, puso al torno los huesos del conejo y empezó a hacer un sinfín de diminutos estuches, cajitas y bolitas, que los niños cogían alborozados. En el momento de levantarse de la mesa, preguntó la sobrina del profesor:

    –Y ¿cómo está nuestra Antonie, querido consejero?

    Krespel puso una cara semejante a la de alguien que muerde un pomelo amargo y quiere aparentar que se ha deleitado con algo dulce; pero esta cara pronto se transformó en una espantosa máscara, en la que asomaba sonriente una burla muy amarga, feroz incluso, al menos eso me pareció a mí, profundamente infernal.

    –¿Nuestra? ¿Nuestra querida Antonie? –preguntó en un tono pausado y desagradablemente cantarín.

    El profesor se acercó a toda velocidad; en la mirada de reproche que dirigió a su sobrina pude ver que había tocado una cuerda que debía disonar con gran amargura en el interior de Krespel.

    –¿Cómo van los violines? –preguntó el profesor muy contento mientras cogía al consejero de las dos manos.

    En ese momento el rostro de Krespel se animó y le respondió con su voz fuerte:

    –¡Estupendamente, profesor! Justo hoy he abierto el magnífico violín de Amati⁷, del que le conté hace poco cómo había llegado a mis manos por azar. Espero que Antonie haya desmontado el resto con mucho cuidado.

    –Antonie es una buena chica –dijo el profesor.

    –¡Sí, claro que lo es! –exclamó el consejero mientras se daba la vuelta rápidamente, y, cogiendo a la vez bastón y sombrero, se dirigió a la puerta a toda prisa.

    En el espejo vi que en sus ojos había unas lágrimas brillantes.

    En cuanto se hubo marchado, insistí al profesor para que me contara qué era eso de los violines y, sobre todo, qué relación tenía con Antonie.

    –¡Ay! –dijo el profesor–. Como el consejero es un hombre muy extraño, fabrica también sus violines de un modo muy extraño y divertido.

    –¿Fabrica violines? –pregunté, totalmente perplejo.

    –Sí –continuó diciendo el profesor–, a juicio de los expertos, Krespel hace los violines más delicados que se pueden encontrar hoy en día; antes, cuando alguno le salía particularmente bien, dejaba que otros lo tocaran, pero eso ya hace tiempo que se acabó. Cuando Krespel termina un violín, lo toca él mismo una o dos horas, con mucho vigor y con una expresión encantadora, pero luego lo cuelga con los demás y no vuelve a tocarlo nunca ni permite a otros que lo toquen. Si puede hacerse con un violín de alguno de los buenos maestros de antaño, lo compra al precio que le pidan. Pero lo mismo que sus violines, lo toca una sola vez, luego lo desmonta para investigar con precisión su estructura interna y si, en su opinión, no encuentra lo que está buscando, muy malhumorado echa las piezas en un baúl que está ya repleto de restos de violines deshechos.

    –Pero ¿qué es eso de Antonie? –pregunté con mucho interés.

    –Eso es –continuó el profesor–, eso es una cosa por la que podría despreciar con creces al consejero, si no estuviera convencido de que, por su carácter, bondadoso hasta la debilidad en grado sumo, Antonie y él deben de tener una relación muy particular y misteriosa. Cuando hace ya varios años el consejero vino a H., vivía como un anacoreta con una anciana ama de llaves en una lóbrega casa de la calle… Con sus excentricidades pronto despertó la curiosidad de los vecinos y, en cuanto se percató de este interés, buscó y encontró amistades. Igual que en mi casa, en todas partes se acostumbraron a él hasta el punto de resultar imprescindible. Al margen de su rudo aspecto, hasta los niños lo querían y nunca llegaban a molestarlo, pues, a pesar de su amabilidad, seguían teniéndole cierto tímido respeto que lo protegía de toda impertinencia. Usted mismo ha visto hoy cómo sabe ganarse a los niños con todo tipo de artimañas. Todos lo teníamos por un solterón, y él no lo negaba. Después de haber pasado aquí algún tiempo, se marchó, nadie supo adónde, y volvió al cabo de unos meses. La noche siguiente a la de su regreso, las ventanas de Krespel estaban insólitamente iluminadas, cosa que llamó la atención de los vecinos, pero poco después se oyó la voz maravillosa de una joven acompañada de un pianoforte. Luego despertaron los acordes de un violín, y empezaron a competir con la voz en una lucha viva y ardorosa. Se notaba que era el consejero el que tocaba.

    »Yo mismo me mezclé con el gran gentío que aquel magnífico concierto había congregado delante de la casa del consejero, y he de confesarle que frente a la voz, frente a la ejecución de la desconocida, tan peculiar que le llegaba a uno hasta lo más profundo de su ser, el canto de la más famosa de las cantantes me pareció pálido y sin expresión. Jamás había tenido ni el más mínimo conocimiento de aquellos tonos sostenidos tanto tiempo, de aquellos trinos de ruiseñor, de aquellas ondulaciones, de aquellas subidas a la altura del son del órgano, de aquellos descensos hasta el más leve suspiro. No había uno solo al que no le sobrecogiera el más dulce de los encantos y, cuando la cantante callaba, solo unas leves exhalaciones surgían en medio del más profundo silencio. Debía ser ya medianoche cuando se oyó hablar al consejero con gran vehemencia; a juzgar por el tono otra voz masculina parecía hacerle reproches; entre medias una joven se lamentaba con frases entrecortadas. El consejero empezó a gritar con más y más vehemencia, hasta que, finalmente, cambió a ese tono pausado y cantarín que usted conoce. Un grito muy fuerte de la joven lo interrumpió; luego se hizo un silencio mortal hasta que, de repente, se oyó cómo alguien bajaba escandalosamente la escalera y, entre sollozos, salió un joven que se metió en un coche de posta que estaba cerca y se alejó a toda velocidad. Al día siguiente al consejero se le veía muy alegre y nadie tuvo valor para preguntarle por los acontecimientos de la noche anterior. Pero el ama de llaves, respondiendo a la curiosidad, dijo que el consejero había traído consigo a una joven muy hermosa, a la que llamaba Antonie, y que era quien había cantado con semejante belleza. Que también había venido un joven que había estado muy cariñoso con Antonie, y que debía de ser su prometido. Pero que, como el consejero insistió, tuvo que marcharse rápidamente.

    »Cuál es la relación de Antonie con el consejero sigue siendo un misterio, pero lo que sí es cierto es que tiraniza a la pobre chica del modo más odioso. La vigila, como el doctor Bartolo a su pupila en El barbero de Sevilla⁸; apenas la deja siquiera asomarse a la ventana. Si, al cabo de insistentes ruegos, llega a llevarla en alguna ocasión a algún acto social, no deja de vigilarla con cien ojos y no soporta en modo alguno que suene una sola nota musical, y mucho menos que cante Antonie; por cierto, ya tampoco puede cantar en su casa. Por eso su canto aquella noche se ha convertido entre el público local en la leyenda de un adorable milagro que despierta la fantasía y los ánimos, e incluso los que no llegaron a oírla dicen a menudo cada vez que una cantante se presenta aquí en la ciudad: Pero ¿qué vulgaridad de gorjeos son esos? Antonie es la única que sabe cantar.

    Ya sabéis cuánto me chiflan estas cosas fantásticas, y os podéis imaginar cuán necesario me pareció conocer a Antonie. Yo mismo había oído en múltiples ocasiones esas afirmaciones sobre su canto, pero no sospechaba que semejante deidad estuviera en la ciudad, ni tampoco presa entre los lazos del loco de Krespel como en los de un hechicero tiránico. Como es natural, la noche siguiente yo también oí el maravilloso canto de Antonie y, en vista de que en un adorable adagio (ridículamente me pareció como si lo hubiera compuesto yo mismo) me pidió de manera muy conmovedora que la salvara, al punto me decidí a entrar, cual segundo Astolfo, en casa de Krespel como si fuera el castillo encantado de Alzina⁹, y liberar a la reina del canto de sus ignominiosas ataduras.

    Todo salió de forma diferente a como yo me lo había imaginado, pues apenas había visto al consejero dos o tres veces y charlado con él muy animado sobre la mejor estructura para un violín cuando me invitó a que fuera a verlo a su casa. Lo hice y me enseñó el tesoro de sus violines. En un gabinete debía de haber colgados unos treinta, y entre ellos destacaba uno por sus señales de gran antigüedad (una cabeza de león tallada, etcétera) y, como estaba colgado más alto que los demás y tenía encima una corona de flores, parecía mandar como un rey sobre todos ellos.

    –Este violín –dijo Krespel tras haberle preguntado–, este violín es una pieza muy curiosa, maravillosa, obra de un maestro desconocido, probablemente de la época de Tartini¹⁰. Estoy plenamente convencido de que en su estructura interna hay algo especial y de que, si lo desmontara, se me aclararía un misterio que llevo mucho tiempo queriendo averiguar; pues ríase de mí si así lo desea, este objeto muerto, al que únicamente yo doy vida y sonido, me habla a menudo de una forma muy extraña y, cuando lo toqué por vez primera, me sentí como si fuera el único magnetizador capaz de despertar a ese sonámbulo para que me dijera de viva voz lo que hay en su interior. No crea usted que soy tan ridículo como para creerme ni lo más mínimo semejantes fantasías, pero sí que es curioso que nunca haya conseguido decidirme a abrir este absurdo objeto muerto. Ahora me alegro de no haberlo hecho, pues, desde que Antonie está aquí, de vez en cuando toco algo para ella con este violín… A Antonie le gusta mucho escucharlo… mucho.

    El consejero pronunció estas palabras visiblemente conmovido, lo que me dio valor para decir:

    –Oh, mi estimado consejero, ¿no querría usted hacerlo en mi presencia?

    Pero Krespel hizo un gesto de disgusto y dijo con su pausado tono cantarín:

    –¡No, mi querido estudioso!

    Con esto quedó zanjado el asunto. Luego tuve que examinar con él un sinfín de objetos raros, en parte un tanto infantiles; al final cogió una cajita y sacó un papel doblado que puso en mis manos mientras decía muy solemnemente:

    –Usted es amigo del arte, coja este regalo como un preciado recuerdo que valorará eternamente por encima de cualquier otra cosa.

    Diciendo esto con gran delicadeza me empujó por los hombros hacia la puerta y me dio un abrazo en el umbral. En realidad, me estaba echando de su casa de manera simbólica. Cuando desdoblé el papelito, encontré un pedacito de cuerda de violín de unos tres milímetros de largo, y escrito en él: «De la primera cuerda que el difunto Stamitz¹¹ puso a su violín cuando tocó su último concierto».

    La forma tan brusca en que me trató el consejero cuando nombré a Antonie parecía indicarme que nunca llegaría a verla; pero no fue así, pues cuando fui a visitarlo por segunda vez encontré a Antonie en su cuarto, ayudándole a componer un violín. A primera vista el aspecto de Antonie no producía ninguna impresión fuerte, pero al poco tiempo uno ya no era capaz de desprenderse del azul de los ojos, de los dulces labios de rosa, de su figura exageradamente tierna y adorable. Estaba muy pálida pero, en cuanto se decía algo ingenioso y alegre, sobrevolaba sus mejillas con una dulce sonrisa un ardiente tono carmesí que, no obstante, pronto palidecía en un reflejo rojizo. Conversé con Antonie con total naturalidad y no noté en ningún momento que Krespel la vigilara con esos cien ojos que el profesor le había achacado; antes bien observó la actitud de costumbre, incluso parecía aplaudir mi conversación con ella. Así aconteció que empecé a visitar al consejero con más frecuencia y el hecho de ir acostumbrándonos unos a otros impregnó nuestro pequeño círculo de tres de una sensación de maravilloso bienestar que nos producía una profunda alegría. El consejero, con sus extravagancias tan sumamente raras, siguió pareciéndome muy divertido; pero sobre todo era Antonie la que me atraía con un encanto irresistible y me hacía soportar algunas cosas que yo, impaciente como era entonces, me habría negado a soportar. Porque entre las peculiaridades y rarezas del consejero se mezclaban, puede que demasiado a menudo, cosas aburridas y de mal gusto, pero lo que me resultaba desagradable por encima de todo era que, tan pronto como yo desviaba la conversación hacia la música, en especial hacia el canto, él me interrumpía con su rostro de diabólica sonrisa y su repugnante tono cantarín, trayendo a colación algo absolutamente al margen del tema, la mayoría de las veces incluso vulgar. Por la profunda aflicción que hablaba entonces por los ojos de Antonie, me di buena cuenta de que solo lo hacía para cortar de raíz cualquier invitación que yo pudiera hacerle a cantar. Pero yo no cedí. Con los obstáculos que el consejero me ponía crecía mi valor para superarlos; tenía que escuchar el canto de Antonie para no sumergirme en los ensueños y en las visiones de ese canto. Una tarde Krespel estaba de muy buen humor; había desmontado un viejo violín de Cremona¹² y había descubierto que el clavijero estaba media línea más inclinado de lo habitual. ¡Un descubrimiento muy importante y enriquecedor en la práctica!

    Conseguí que se acalorara hablando del verdadero arte de tocar el violín. El recital de los viejos maestros, en el que se había escuchado a grandes cantantes de verdad y sobre el que Krespel estaba hablando, llevó por sí solo a la observación de que justo ahora sucedía lo contrario, que el canto se hacía a imagen de los saltos y los pasos artificiales de los instrumentistas.

    –Pero ¿hay algo más absurdo? –exclamé poniéndome en pie de un brinco, dirigiéndome al pianoforte y abriéndolo a toda velocidad–. ¿Hay algo más absurdo que estos amaneramientos tan complicados que, en lugar de música, parecen el ruido de unos garbanzos esparcidos por el suelo?

    Canté algunas de las modernas fermatas que corren de acá para allá zumbando igual que una peonza soltada con gran habilidad, al tiempo que tocaba unos cuantos malos acordes aislados. Krespel se rió exageradamente y gritó:

    –¡Ja, ja! Me parece como si estuviera oyendo a nuestros italianos alemanes o a nuestros alemanes italianos cuando se exceden en un aria de Pucitta o de Portogallo¹³, o de cualquier otro maestro di capella, o mejor dicho, schiavo d’un primo uomo¹⁴.

    «Bueno –pensé–, ha llegado el momento.»

    –¿No es verdad… –dije dirigiéndome a Antonie–, no es verdad que Antonie no entiende de estos canturreos? –Y al instante entoné una canción adorable e inspiradora del viejo Leonardo Leo¹⁵. Entonces las mejillas de Antonie se encendieron, un brillo celestial relució en sus ojos, que habían cobrado nueva vida, se sentó corriendo al pianoforte y abrió los labios… Pero en ese mismo momento Krespel la echó, me agarró por los hombros y gritó con un chirriante tono de tenor:

    –¡Hijito!… ¡Hijito!… ¡Hijito!

    E inmediatamente continuó cantando muy bajo y, cogiéndome la mano con una cortés inclinación, dijo:

    –En efecto, mi apreciadísimo señor estudioso, en efecto iría contra toda forma de vida, contra toda buena costumbre, que yo manifestara en alto y con todas mis fuerzas el deseo de que en este mismo instante el infernal Satanás le partiera suavemente el gaznate con sus ardientes garras y, de esa forma, lo despachara en cierto modo sin más; pero por otro lado tendrá usted que admitir, estimado amigo, que ya se está haciendo muy de noche y, como hoy no hay ninguna farola encendida y aunque yo no lo echara escaleras abajo, podría usted sufrir algún daño en sus queridos huesos. Váyase tranquilamente a casa y recuerde con cariño a su verdadero amigo, si acaso no volviera, ¿me entiende usted?, si acaso no volviera a encontrarlo en casa.

    Diciendo esto me abrazó y, sujetándome, me llevó hacia la puerta de modo que no pude dirigir a Antonie una sola mirada más. Tenéis que admitir que en mi situación no era posible darle una buena tunda al consejero, como en realidad hubiera debido ocurrir. El profesor se rió mucho de mí y me aseguró que ya había echado a perder para siempre mi relación con Krespel. Antonie era para mí demasiado valiosa, casi podría decir que sagrada, para representar el papel del aventurero prendado, del enamorado anhelante que mira su ventana. Desgarrado en lo más profundo de mi ser me marché de H. pero, tal como suele ocurrir, los colores vivos de las imágenes de la fantasía palidecieron y Antonie… incluso el canto de Antonie, que yo no había oído jamás, iluminaba a menudo lo más profundo de mi alma, como un resplandor rosado, dulce y reconfortante.

    Dos años después estaba ya establecido en B. cuando emprendí un viaje al sur de Alemania. En el aromático crepúsculo se elevaban las torres de H.; a medida que me iba acercando, me sobrecogió una indescriptible sensación de vergonzosa angustia: se me había metido en el pecho una especie de carga pesada, no podía respirar y tuve que salir del coche. Pero mi congoja aumentó hasta convertirse en un dolor físico. Enseguida me pareció oír los acordes de una solemne coral flotando en el aire, los tonos fueron haciéndose cada vez más claros y distinguí voces masculinas que cantaban una coral religiosa.

    –¿Qué es eso? ¿Qué es eso? –exclamé mientras sentía algo así como un ardiente puñal atravesándome el pecho.

    –¿Es que no lo ve? –respondió el postillón que iba a mi lado–. ¿Es que no lo ve? ¡Allí, en el cementerio, están enterrando a alguien!

    En efecto, nos encontrábamos cerca del cementerio y vi un círculo de personas vestidas de negro en torno a una sepultura sobre la que estaban a punto de echar la tierra. Se me saltaron las lágrimas; era como si estuvieran enterrando allí toda la dicha, todas las alegrías de la vida. Avancé a toda velocidad cuesta abajo, ya no podía ver el cementerio, la coral guardó silencio y no lejos de la puerta vi a unas personas vestidas de luto que volvían del entierro. El profesor con su sobrina del brazo, ambos sumidos en un profundo duelo, pasaron muy cerca de mí sin percatarse de mi presencia. La sobrina se apretaba el pañuelo contra los ojos y sollozaba sin parar. Fui incapaz de entrar en la ciudad; envié a mi criado con el coche a la posada de costumbre y eché a andar por aquella zona que tan bien conocía para despojarme de un estado de ánimo que, probablemente, solo debía tener causas físicas: el acaloramiento del viaje, etcétera. Al llegar a la avenida que conduce a un lugar de recreo se presentó ante mis ojos un curiosísimo espectáculo. Dos hombres de luto sujetaban al consejero Krespel, que parecía querer librarse de ellos con toda suerte de extraños saltos. Como era habitual, vestía la curiosa chaqueta gris que se había confeccionado él mismo, solo que del sombrerito de tres picos, que llevaba marcialmente encajado en una oreja, colgaba un crespón de luto, largo y estrecho, que ondeaba al viento. Alrededor del cuerpo se había abrochado un talabarte de color negro, pero, en lugar de la espada, había metido en él el largo arco de un violín. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. «Está loco», pensé mientras lo seguía lentamente. Los hombres llevaron al consejero a su casa, y allí los abrazó entre sonoras carcajadas. Se despidieron de él y entonces su mirada se fijó en mí, pues estaba prácticamente a su lado. Me estuvo

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