Mitos, Leyendas y Dioses Chibchas
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La etnia muisca más conocida como los chibchas, fue una agrupación de tribus aborígenes colombianas que alcanzó importante nivel cultural en el entorno, con énfasis en técnicas de orfebrería con oro, agricultura, comercio de esmeraldas y medicina.
Además de estos adelantos científicos derivados de su organización social y mentalidad pacifista, los musicas dejaron para la historia una serie de mitos, leyendas y cultos a diferentes dioses, que los cronistas españoles reseñaron para la posteridad y han sido fuente de inspiración para diversos escritores, guinistas de televisión y poetas.
En la obra Mitos, Leyendas y Dioses Chibchas, el escritor colombiano José Arango Cano, reconstruye con descripicones ricas en figuras literarias las más resaltantes, crónicas y rasgos culturales de la fantástica concepción sociocultural e imaginativas creaciones sicosociales de los chamanes y asesores espiritules de los zipas y los zaques, encargados de someter las tribus al arbitrio de los caciques, presentados por sus asesores como seres divinos.
Es un gratísimo placer leer y degustar línea esta obra, para navegar por los senderos de la fantasía y las suposiciones fantásticas de nuestros antepasados.
Jesús Arango Cano
José Arango Cano, fue un brillante intelectual manizaleño, escritor e historiador regional distinguido como uno de los mejores escritores dentro del selecto grupo de autores del Departamento de Caldas, cuya prolífica obra literaria dejó para la posteridad varios obras y escritos costumbristas que ya hacen parte de la historia cultural regional del Viejo Caldas y la colombiana.
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Mitos, Leyendas y Dioses Chibchas - Jesús Arango Cano
INDICE
Introducción
Bachué
Mito sobre la creación del sol y la luna
El mito de Chiminigagua
Nemqueteba
Bochica
Leyenda de la cacica de Guatavita
La leyenda de "Eldorado'
Tomagata
Goranchacha
A manera de epílogo
INTRODUCCIÓN
De todas las grandes culturas del pasado, quizá las menos estudiadas, las más poco conocidas y divulgadas, han sido aquellas que se desenvolvieron y proliferaron en nuestros valles, altiplanos y montañas, en épocas precolombinas.
Esto es particularmente cierto en lo que respecta a nuestras pretéritas civilizaciones aborígenes, al comparárselas con otras de diversas regiones de América.
Es cierto que en nuestra tierra, los nativos que la poblaron en tiempos prehispánicos, no dejaron, como testimonio de su grandeza, pirámides como las egipcias, que desafían el tiempo y se levantan altaneras hacia el cosmos.
Ni conocemos nada como sus colosales esfinges del Nilo, recordatorias de poderosas divinidades humanas faraónicas; no tenemos una Acrópolis, ni recuerdos de un excelso Praxiteles que haya cantado, en mármol, las bellezas del magnífico panteón de dioses helenos; no dejaron nuestros aborígenes los tesoros murales de una Pompeya, las ruinas de una Vía Apia o un Coliseo Romano; nuestros guerreros no legaron al mundo del mañana, una muralla, como la china, que ensalzara las glorias de sus armas.
No existen ruinas indígenas como las de Tiahuanaco, o las pirámides del sol de Teotihuacas y Cholula.
Tampoco nos legaron nuestros aborígenes un Chichen-Itza, ni los esplendorosos templos mayas, con su majestuosa arquitectura, símbolo de la grandeza de un pueblo amante del arte y todo lo bello, o sus asombrosos observatorios astronómicos, que, por su exactitud, desconciertan y pasman a los más notables científicos de hoy. No tenemos, tampoco, un Machu-Picchu o un Cuzco, o las soberbias estatuas líticas polinesias de la Isla de Pascua.
No, nada tenemos de ésto. Tal vez por esta razón es por lo que no hayamos tenido un Schliemann, un Champollión, un Cárter, un Carnarvon o un Thompson, que profundizara sobre nuestro pasado indígena.
Quizá por idénticos motivos, los grandes museos e instituciones arqueológicas del mundo, no se hayan entusiasmado por descorrer el velo de nuestras civilizaciones pretéritas.
Empero, si no tenemos esos vistosos tesoros de tiempos idos y que deslumbran nuestras culturas de hoy, y, quizá, también las de siglos venideros, sí poseemos una orfebrería que maravilla, desconcierta y emociona, a científicos, por el arcano de sus magistrales confecciones; a artistas, por la magnificencia incomparable de su estética; a profanos, por la delicadeza de las formas, por los motivos de gama tan variada, que recorre la naturaleza desde una humilde libélula, hasta un sol y una luna; que copia a seres humanos, igual que a dioses de su olimpo majestuoso.
Se ha dicho que los barrocos y espléndidos templos hindúes, son como oraciones petrificadas. Así, nuestros tunjos, a los que algunos les niegan belleza y arte, llevan, sin embargo, el sello inconfundible de una plegaria.
Utilizados éstos, casi siempre, como exvotos, como representantes de quienes suplicaban ante los dioses, tienen, en sus formas humildes, el mensaje de una ilusión, de un ensueño.
En ellos, los delicados orfebres tejían anhelos de perdón y bienaventuranza. En la rica y fastuosa orfebrería Quimbaya y calima, luce, esplendente, una raza de artistas y de soñadores; en ella, es los plasmaron, en áureas figuras, toda la magnificencia de un genio, como símbolo de un pueblo que adoraba la belleza como a un dios tutelar.
Y qué de aquella afiligranada orfebrería de los sinúes, que hoy hacen verter estremecidas lágrimas de emoción a los más delicados artistas. En los pectorales de filigrana incomparable, tejieron nuestros aborígenes sus ensueños, sus ilusiones, cual sutiles encajes modelados por un dios, en momentos estelares de una sublime inspiración divina.
Ambiciosos guaqueros fueron extrayendo, una a una, suntuosas joyas, de los violados sepulcros indígenas. Regias máscaras de oro, majestuosas coronas, cetros magníficos, pecheras ricamente dibujadas, pectorales, pulseras, cinturones, narigueras, zarcillos de oro enmarcando espléndidas esmeraldas; alfileres, cascabeles, cántaros de oro, figuras humanas, animales en toda la escala de la naturaleza, figurillas antropo-zoomorfas, platos, totumas de oro, anzuelos; en fin, qué de tesoros de nuestra hermosa e inigualable orfebrería, fueron saliendo de las tumbas aborígenes, donde habían sido depositadas con cariño familiar para ayudar al desaparecido en el camino hacia el más allá, hacia el arcano insondable.
Acumuláronse una y otra alhaja, hasta dejar exhaustas muchas regiones, pero tan rico joyel indígena, ha ido a enriquecer los museos de las grandes capitales del mundo y, en especial, nuestros propios museos que, hoy, son como santuarios de nuestras gloriosas civilizaciones del ayer prehispánico.
Quizá movidos por uno como remordimiento recóndito, quienes auspiciaron la profanación de los sepulcros nativos, han hecho posible que las más hermosas alhajas de nuestra fabulosa orfebrería indígena, triunfantes, recorran, ahora, las cultas y populosas ciudades de Norte América y Europa.
Nuestras culturas aborígenes del pasado, conquistan la admiración del Viejo Continente, dejando, en sus pueblos, la angustia que siempre nos invade al contemplar las civilizaciones idas, ya en una ruina, en un monumento, o en un modesto idolillo, ante
el cual los hombres se postraban de hinojos para invocar la gracia divina. Qué potentado de Wall Street, qué elegante dama de Park Avenue o de la Quinta Avenida, habráse extasiado al contemplar nuestros tesoros indígenas y cuánto habrán deseado éstas llevar un collar de esmeraldas para lucirlo en las ricas veladas del fabuloso Nueva York!
Qué ojos azules de rubia descendiente de vikingos habrá mirado con emoción inefable un rutilante broche para lucir en sus trenzas de oro. Qué morena princesa, de las que, destronadas, pasean sus nostalgias por la romántica Europa, soñará con una corona indígena, con zarcillos de esmeralda para deslumbrar las opulentas cortesanas en noches de gala, tal como, quizá, lo hiciera nuestra hermosa princesa de Guatavita en su esplendoroso bohío real! Qué lord inglés quisiera aderezar el pecho de su amada con una hermosa filigrana de nuestros sinúes!
O, tal vez, algún religioso, con alma pagana, al mirar embelesado nuestro ayer aborigen, quisiera ser un dios para que le arrojasen ricas preseas en una límpida laguna de Suiza, o en un brumoso fiord noruego, o en un lago finés, rodeado de seculares pinos y añosos abedules.
Qué guerrero de la vieja Germania no soñaría con llevar en su frente altiva una corona, orlada de rico penacho de vistosas plumas multicolores, extraídas de aves sagradas; adornándose sus muñecas con regias pulseras de oro; su pecho cubierto con esplendorosos pectorales, y un cinturón magnífico, completando su majestuoso e imponente atavío! Marte no hubiera ambicionado más suntuoso aderezo para conducir a la victoria las columnas interminables de sus fieros guerreros.
Qué regio espectáculo de emociones humanas desfila frente a nuestros tesoros aborígenes! Cuánta ensoñación dejará en los nostálgicos corazones de las elegantes de Europa, al sentirse en presencia de un pasado luminoso, de civilizaciones que nunca siquiera llegaron a su mente.
Cuántas ambiciones despertará este nuevo Eldorado
, que se pasca airoso y triunfante por todos los rincones del mundo! Cuántos aventureros querrán, ahora, perderse en nuestras junglas en busca de tesoros que, como éstos, hoy deslumbran las pupilas de artistas y mercaderes!
Nuestro museo del oro recorre, con paso victorioso, las capi-tales de Europa, y, con él, todo nuestro pasado de esplendor, des-cubriendo la grandeza de nuestras civilizaciones del lejano ayer. Y al paso de nuestra historia, va quedando una nostalgia, una tristeza infinita en todos los corazones.
Poco tiempo hace que Norteamérica se asombraba al con-templar nuestra cultura aborigen de remoto pasado; hoy Europa galante se sobrecoge emocionado ante nuestra civilización prehispánica; mañana el resto del mundo tendrá, en sus labios, mieles para ensalzar la magnificencia de nuestros orfebres de tiempos idos. La bruma se ha despejado y nuestras civilizaciones pretéritas, brillan con esplendidez por todos los ámbitos de la tierra.
Pero todavía espesas nubes ocultan nuestro pasado indígena. Allí están los regios tesoros agustinianos, silenciosos, mudos, en actitud expectante, en espera de que descifren su mensaje para las civilizaciones de hoy y del devenir.
Qué artista modeló esos como dioses pétreos, que hoy se yerguen majestuosos por los vastos campos de lo que fuera ayer esplendor y magnificencia? De dónde vino esa civilización? Qué cultura construyó esos monumentos líticos? No lo sabemos.