El jugador
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"El jugador" absorbe al lector desde sus primeras líneas y es una pieza básica en el edificio de la obra de Dostoyevski. Ésta contiene absolutamente todas las características de sus novelas más famosas, esto es, morbosidad, dramatismo, tensión casi intolerable, agresividad y revelación punzante y sutil de estados anímicos vividos y superados por el genial escritor. Como se ha comentado anteriormente, dos pasiones principales campean en este libro: la del juego, que envenenó al propio autor, hasta pocos años antes de morir, y la de un amor hecho de humillaciones, equívocos, odios y abnegación quijotesca. Obra de plena madurez por la reciedumbre de la trama y el trazado de sus personajes atormentados y complejos.
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El jugador - Fiódor Mijáilovich Dostoyevski
17
EL JUGADOR
Capítulo 1
Por fin estaba de regreso, después de dos semanas de ausencia.
Los nuestros llevaban ya tres días en Ruletenburg. Yo creía que me estarían aguardando como al Mesías; pero me equivocaba. El general, que me recibió indiferente, me habló con altanería y me envió a su hermana. Era evidente que, fuese como fuese, habían conseguido algún préstamo. Hasta me pareció que el general rehuía mis miradas.
María Philippovna, muy atareada, apenas si dijo unas palabras. Sin embargo, aceptó el dinero que le traía, lo contó y escuchó mi relato hasta el fin. Estaban invitados a comer Mezontsov, un francés y también un inglés. Desde luego, aquí, cuando se tiene dinero, se ofrece un gran banquete a los amigos. Costumbre moscovita.
Paulina Alexandrovna, al verme, me preguntó en seguida porqué había tardado tanto en volver, y sin esperar mi respuesta se retiró inmediatamente. Naturalmente que aquello lo hizo adrede. Pero era indispensable, sin embargo, tener una explicación. Tengo el corazón oprimido.
Me habían destinado una pequeña habitación en el quinto piso del hotel. Aquí todo el mundo sabe que pertenezco al séquito del general. Todos se dan aires de importancia, y al general se le considera como a un aristócrata ruso, muy rico.
Antes de la comida, el general tuvo tiempo de hacerme algunos encargos, entre ellos el de cambiar varios billetes de mil francos. Los cambié en el mostrador del hotel. Ahora, durante ocho días por lo menos, van a creernos millonarios.
Quería acompañar a Miguel y a Nadina de paseo; pero cuando estábamos ya en la escalera, el general me mandó llamar. Le parecía conveniente enterarse de a dónde llevaba yo a los niños. Es evidente que este hombre no puede mirarme con franqueza, cara a cara. El de buena gana lo querría, pero a cada tentativa suya le lanzó una mirada tan fija, es decir, tan poco respetuosa, que se desconcierta. Con frases grandilocuentes, retorcidas, de las que perdía el hilo, diome a entender que nuestro paseo debía tener lugar en el parque, lo más lejos posible del casino. Por último se enfadó, y bruscamente dijo: —¿Es que va usted a llevar a los niños a la ruleta? Perdóneme —añadió inmediatamente—; tengo entendido que usted es débil y capaz de dejarse arrastrar por el juego. En todo caso yo no soy, ni deseo ser su mentor; pero al menos, eso sí, tengo derecho a velar porque no me comprometa…
—Usted olvida, sin duda —respondí tranquilamente—, que carezco de dinero. Hace falta antes tenerlo para perderlo en el juego.
—Voy a dárselo —respondió el general, sonrojándose ligeramente.
Buscó por su mesa, consultó un cuaderno, y resultó que me debía unos ciento veinte rublos.
—¿Cómo lo arreglaremos? —dijo—. Hay que cambiarlos en talers… Pero aquí tiene cien talers… Lo demás, naturalmente no lo perderá.
Tomé el dinero sin pronunciar palabra.
—Supongo que no interpretará mal mis palabras. Usted es tan susceptible… Si le hice esta observación fue sólo como una advertencia y creo tener derecho…
Al volver antes de la comida, con los niños, me encontré en el camino con toda la partida. Iban a contemplar no sé qué ruinas. Se veían dos carruajes soberbios y dos caballos magníficos. La señorita Blanche ocupaba uno de los coches con María Philippovna y Paulina; el francés, el inglés y nuestro general, les daban escolta a caballo. Los transeúntes se detenían a contemplar el lúcido cortejo.
Producía un efecto estupendo, aunque al general no le hacía ninguna gracia. Yo calculaba que con los cuatro mil francos que les había traído, y lo que ellos, por lo visto, habían pedido prestado, tendrían ahora siete u ocho mil francos. Muy poco, evidentemente, para la señorita Blanche.
La señorita Blanche se hospedaba también en nuestro hotel en compañía de su padre.
Nuestro francés igualmente. Los lacayos y camareros llamaban a éste señor conde. A la madre de la señorita Blanche, señora condesa. Bueno, después de todo, tal fueran conde y condesa.
Ya suponía yo que el señor conde no me reconocería a la hora de sentarnos a la mesa. Por supuesto, el general no pensaba en presentarnos, o al menos en nombrarme, y el señor conde, que había vivido en Rusia, sabía perfectamente cuán insignificante es la personalidad de un outchitel, como allí nos llaman.
Pero me conoce perfectamente. A decir verdad, nadie me esperaba todavía. Según parece, el general se olvidó de dar órdenes, y de buena gana me habría enviado a comer a la mesa redonda.
Debí, pues, presentarme personalmente, lo que me valió una mirada furibunda del general. La buena de María Philippovna me designó inmediatamente un sitio, La presencia de Mr. Astley favoreció mis planes, y quieras que no, resulté formando parte de aquella sociedad.
Este inglés es un hombre estrafalario. Le conocí en Prusia, en el tren, donde íbamos sentados uno frente a otro, cuando yo iba a reunirme con los nuestros. Luego le encontré en la frontera francesa y finalmente en Suiza. Nos vimos dos veces en quince días… y ahora, de pronto, volvía a encontrármelo en Ruletenburg. Nunca en la vida he visto un hombre más tímido. Lo es en grado máximo y no lo ignora, pues no tiene un pelo de tonto. Es agradable, modesto, encantador. Cuando nuestro primer encuentro en Prusia, conseguí hacerle hablar. Me contó que el pasado verano había hecho un viaje al cabo Norte y que tenía grandes deseos de visitar la feria de Nijni-Novgorod.
Ignoró cómo haría amistad con el general. Creo que está locamente enamorado de Paulina. Al entrar ésta, púsose colorado como una amapola. Manifestó gran satisfacción de tenerme como vecino de mesa, y me consideraba ya como a uno de sus más íntimos amigos.
En la mesa, el francés se puso en evidencia por sus incorrecciones. Trataba a todo el mundo con altanería. En Moscú, por el contrario, si no recuerdo mal, procuraba pasar desapercibido. Habló mucho de hacienda y de política rusa. El general se permitió algunas veces contradecirle, aunque muy poco: lo imprescindible para dejar a salvo su prestigio.
Yo estaba de mal humor. No hay ni que decir que, antes de la mitad de la comida, me había formulado ya la eterna pregunta: ¿Porqué andaré ligado a este general y por qué no le habré abandonado desde hace largo tiempo?
De cuando en cuando miraba furtivamente a Paulina Alexandrovna, la cual no me prestaba la menor atención. Finalmente la cólera se apoderó de mí y decidí estallar. Empecé por mezclarme en voz alta a la conversación. Deseaba, sobre todo, provocar una discusión con el francés. Dirigiéndome al general (creo, incluso, haberle interrumpido mientras hablaba), le hice notar que aquel verano los rusos no podían sentarse a comer en la mesa redonda. El general me asestó una mirada de asombro.
—A poco que uno se respete —continué—, se experimenta una gran molestia. En París, en el Rin, incluso en la misma Suiza, las mesas de los hoteles están hasta tal punto llenas de polacos y de sus buenos amigos los franceses que a un buen ruso no le es posible pronunciar una palabra.
Me expresaba en francés. El general me miraba fijamente, no sabiendo si debía enfadarse o sólo mostrar sorpresa por mi falta de tacto.
—Eso significa que alguien le ha dado a usted una lección —dijo el francés despectivamente.
—En París —respondile—tuve un altercado con un polaco, y luego con un oficial francés que salió en su defensa. Pero muchos de los franceses se pusieron de mi parte al oírme contar cómo casi escupí en el café de un Monseñor.
—¿Escupir? —preguntó con altivez el general y lanzó una mirada en torno de la mesa. El francés me miró con recelo.
—Así es —contesté—. Durante dos días supuse que vuestros asuntos me retendrían en Roma.
Fui a la Nunciatura para hacer visar mi pasaporte. Me recibió un cura bajito, delgado y glacial, que me rogó aguardase, en tono amable pero muy seco. Yo tenía prisa. Me senté, sin embargo, y sacando de mi bolsillo La Opinión Nacional empecé a leer un artículo insultante contra Rusia. Mientras leía pude oír cómo a través de la habitación contigua otra visita había sido introducida hasta la presencia de Monseñor.
Vi cómo el introductor se deshacía en reverencias. Repetí entonces mi petición y él me reiteró —mucho más secamente esta vez—que debía aguardar. Pasado un momento, un recién llegado, austríaco al parecer, fue igualmente conducido, sin hacerlo esperar, al primer piso. Muy molesto me dirigí al cura y le declaré, perentoriamente, que puesto que Monseñor recibía, podía perfectamente ocuparse de mi asunto. El cura retrocedió, asombrado. ¿Cómo un insignificante ruso osaba ponerse al nivel de los visitantes de Monseñor? De la manera más insolente del mundo, como si estuviese muy satisfecho de poderme humillar, me miró de cabeza a pies y exclamó: —¿Cree usted, pues, que Monseñor va a dejar su café para recibirle?
Fui entonces yo, quien, a mi vez, exclamé en voz mucho más alta que la suya: —¡Me tiene sin cuidado el café de vuestro Monseñor! ¡Escupiría en su taza! Si usted no resuelve inmediatamente el asunto de mi pasaporte, iré a verlo a él en persona.
—¡Cómo! ¡En el preciso momento que está hablando con un Cardenal! —exclamó el cura, retrocediendo asustado hacia la puerta y extendiendo los brazos como para hacerme comprender que estaba dispuesto a morir antes de dejarme pasar.
Le contesté que yo era ruso; por tanto, un bárbaro y hereje y que me tenían sin cuidado todos los arzobispos, cardenales, monseñores, etcétera. En una palabra, me mostré intratable.
El cura, con mirada llena de odio, me arrancó el pasaporte de las manos y se lo llevó. Al poco rato estaba visado. ¿Quieren ustedes verlo?
Saqué el pasaporte y mostré el visado pontificio.
—Permítame… —intentó decir el general.
—Hizo usted bien en declararse bárbaro y hereje —observó con sonrisa irónica el francés—. Fue un gran acierto suyo.
—¿Debería, pues, haber seguido el ejemplo de nuestros rusos, que no se atreven nunca a decir una palabra y están dispuestos a renegar de su nacionalidad? Les aseguro que en Paris, o por lo menos en mi hotel, me trataron con mayores miramientos desde que se enteraron de mi incidente con el cura. Un polaco gordo, el que me mostraba más hostilidad entre los huéspedes, quedó relegado a segundo plano.
Los franceses mismos incluso me dejaron relatar que hace unos dos años vi un individuo contra el cual, en 1812, había disparado un soldado francés por el simple placer de descargar su fusil. Era entonces aquel individuo un muchacho de diez años, cuya familia no había tenido tiempo de abandonar Moscú.
—¡Eso no es posible! —protestó el francés—. Los soldados franceses no disparan sobre los niños.
—Sin embargo, es la pura verdad —contesté—. Sé el hecho por un honorable capitán retirado digno de todos los respetos, y pude ver en la mejilla del niño la cicatriz de la herida.
El francés empezó a hablar con volubilidad. El general intentó defenderlo, pero yo le recomendé que leyese, por ejemplo, las Memorias del general Perovski, prisionero de los franceses en 1812. Finalmente, para cortar la discusión, María Philippovna abordó otro asunto. El general se mostró muy descontento conmigo, dado que el francés y yo habíamos llegado ya a disputar violentamente. Por el contrario, nuestra disputa pareció agradar a Mr. Astley, y al levantarse de la mesa, me invitó a beber un vaso de vino.
Por la noche, en el paseo, pude sostener con Paulina Alexandrovna una conversación de un cuarto de hora. Los otros se habían ido al casino a través del parque. Paulina se sentó en un banco, ante el surtidor, y permitió a Nadina que fuese a jugar no lejos de allí con sus amiguitas. Dejé también ir a Miguel y nos quedamos solos.
Naturalmente, en seguida hablamos de negocios. Paulina se molestó mucho al ver que no le entregaba más que setecientos florines. Estaba persuadida de que en París habría podido empeñar sus diamantes por dos mil florines o tal vez más.
—Necesito dinero a toda costa —declaró—, y he de encontrarlo; de lo contrario, estoy perdida.
Le pregunté qué había ocurrido durante mi ausencia.
—Nada absolutamente, salvo que hemos recibido dos nuevas noticias de Petersburgo. Que la abuela
estaba gravemente enferma, y luego, dos días después, que había muerto. Recibimos ese último aviso por conducto de Timoteo Petrovitch, que pasa por ser muy veraz—añadió Paulina—. Esperamos ahora la confirmación definitiva.
—Así todo el mundo espera.
—Sí, todos. Desde hace seis meses ésta es la única esperanza.
—¿Y usted, también espera? —inquirí.
—Ha de tener en cuenta que yo no soy parienta; no soy más que la nuera del general. Sin embargo, me consta que no me olvidará en su testamento. Lo sé de muy buena fuente.
—Me parece que heredará usted una bonita suma —dije con aplomo.
—Sí, la pobre abuelita me quería mucho; pero, ¿por qué se figura usted eso?
—Y dígame —repliqué, preguntándole a mi vez—, ¿el marqués está también al corriente, según creo, de todos estos secretos de familia?
—¿Por qué le interesa a usted eso? —contestó Paulina lanzándome una mirada seca y dura.
—Si no me equivoco, el general ha encontrado ya el medio de pedirle prestado dinero.
—Es usted buen adivino.
—Así, vamos a ver; ¿cree usted que si hubiese ignorado el estado de la pobre babulinka hubiese abierto su bolsa? ¿No ha notado usted que, durante la comida, al referirse a la abuela, la ha llamado por tres veces babulinka? ¡Qué conmovedora familiaridad!
—Tiene usted razón. Cuando se entere de que yo también heredo, pedirá inmediatamente mi mano. ¿Era esto lo que deseaba saber?
—¡Cómo! ¿Todavía no lo ha hecho? Yo creía que ya la había pedido.
—¡Usted sabe perfectamente que no! —exclamó Paulina con enojo—¿Dónde encontró usted a ese inglés? —añadió tras unos instantes de silencio.
—Estaba seguro de que iba usted a hacerme esta pregunta.
Le conté entonces mis anteriores encuentros con Mr. Astley.
—Es tímido y fácilmente inflamable —añadí—, y, naturalmente, ya estará enamorado de usted.
—Sí, está enamorado de mi —confesó Paulina.
—Es diez veces más rico que el francés. ¿Tiene fortuna ese francés? ¿Es cosa segura?
—Absolutamente segura. Posee un château. Ayer mismo me lo confirmó el general. ¿No le basta?
—Yo, en lugar de usted, no dudaría en casarme con el inglés.
—¿Por qué? —inquirió Paulina.
—El francés es más buen mozo, pero peor persona. Además de su honradez, el inglés es diez veces más rico —dije.
—Sí, pero en cambio, además de su marquesado, el francés es