Los gatos negros de Londres
Por Lucía ZigZag
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Tenía un cuadro de veinte millones de libras frente a él, un robo legendario con su firma, una cadena de asesinos provenientes de la Deep Web y a toda la policía londinense y francesa investigando tras sus pasos.
Y, aun así, Hayden se sentía la criatura más insignificante del mundo.
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Comentarios para Los gatos negros de Londres
1 clasificación1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Muy buen libro, me encantó ❤ el desarrollo de los personajes es genial
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Los gatos negros de Londres - Lucía ZigZag
Capítulo 1
Los rincones para los gatos y las esquinas para los guapos
«Joder, qué belleza. Qué pulcritud. Qué perezosas y azarosas pinceladas, que parecen ser hechas por una mano meciéndose al son de una música caprichosa y que, sin embargo, no pueden producir un mejor resultado que este. Algunos trazos son más gruesos, más potentes, como si Velázquez hubiera sangrado aquella porción de pintura y la hubiera extendido allí precisamente para que yo me fijara en ella, cuatro siglos después.
Con razón La Venus del espejo es la mayor joya del museo. ¡Qué innegable perfección! ¡Qué irrepetibles plumazos de sensaciones! ¡Qué ganas de ponerme a sangrar yo también sobre un lienzo!
Una amiga me dijo una vez que la inspiración es como un orgasmo: entra, lo devasta todo a su paso y sale por la puerta de atrás, dejándote tembloroso y vulnerable como un cordero. Creo que tiene razón. Creo que en este instante podría derribarme hasta la más minúscula gota de lluvia.
Y es tan real, tan expresiva, cada línea. Incluso aquellas fugaces que indican que el pintor se ha equivocado y que lo ha intentado corregir, que no le ha importado que el resultado sea visible a ojos de otro artista… Me veo reflejado en él, en el espejo de la Venus, en los pliegues de la cama, en los brillos de la cadera del ángel. Y siento que la admiración que le profeso es tan celosa que solo se la quiero profesar yo. Que lo quiero para mí y que nadie más lo vea».
—Eh, muchacho. Vamos a cerrar el museo. Diríjete hacia la salida, por favor.
El guardia interrumpió mi ensoñación con voz cansada; la de un trabajador que no deja de mirar el reloj en los últimos cinco minutos de jornada.
Pero yo no tenía prisa. Ni ganas de cambiar este paraíso pictórico por una habitación con las paredes llenas de manchas. Así que paseé hacia la salida por el camino más largo, intentando prolongar esta muerte tan viva que me llevaba por los entramados de la National Gallery y que me honraba con la presencia de obras como Los girasoles de Van Gogh. Al pasar a su lado me asaltó un irremediable deseo de tocarlos y comprobar si eran tan rugosos como querían parecer, pero el guardia me seguía de cerca y me vi obligado a contenerme.
Y es que el arte no se puede palpar. Los bien-vestidos con dinero creen que la belleza solo se admira detrás de un cordel de terciopelo, que no hay modo de disfrutar un cuadro utilizando solo las yemas de los dedos.
De repente, algo perturbó la secuencia mental a la que estaba acostumbrado: un horrible espacio en blanco allí donde siempre había estado el Santa Margarita de Zurbarán. Fue tal la fuerza del interrogante que no pude evitar detener mis pasos para ver por qué habían trasladado el cuadro. En el centro del marco vacío había una pequeña inscripción provisional: Napoleón cruzando los Alpes, de Jacques-Louis David, colección del Palacio de Versailles. Exposición temporal: 13 de noviembre.
¿Qué era eso que retumbaba como unos altavoces conectados a unas vías de tren? Palpé con cuidado, como hubiera hecho con los girasoles, pero por encima de mi camiseta, y sentí las vibraciones del corazón al pensar que dentro de unos días tendría a mi merced una joya más que atesorar. Un cuadro único e insólito procedente del gran David y que yo, por mi baja posición económica, solo podría ver en Londres gracias a los intercambios que hacía la National Gallery con otros museos. A veces pensaba que tenía síndrome de Stendhal, esa extraña afección de la que no ha oído hablar nadie en su puta vida y que consiste en sentir vértigos y taquicardia cuando te rodeas de obras de arte. Pero al final llegaba a la conclusión de que no, de que lo que realmente quería era tenerla.
Para que luego digan que los jóvenes de veinte años no tenemos cultura, que solo pensamos en beber y follar. Yo, que en ese instante debería estar moviendo mis hilos para conseguir unas libras y que, en lugar de eso, me había vuelto a pasar el día encerrado en ese paraíso personal. Menos mal que era gratis; había escuchado que en otros países existían buitres que cobraban por entrar a los museos. No sé ni cómo se las arreglaban para ponerle precio al arte.
¿Pero cómo no caer en sus redes? Los paraísos están ahí para ser ansiados, amados en silencio. Y cuando nos damos cuenta de que a veces no quedan tan lejos como pensamos, podemos volvernos locos.
Finalmente llegué al exterior grisáceo de Londres, cuyo aire fresco y cargado indicaba que había llovido hacía algunos minutos. Trafalgar Square pretendía confundirme con su suelo espejado y su viento descolorido. Nelson se encaramaba a su columna de piedra como un felino, viéndome marchar hacia el metro que me llevaba a casa.
No pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que un coche me estaba siguiendo. Mantuve la calma con indiferencia. «Tranquilízate, chico, que seguro que son imaginaciones tuyas y el coche lleva esa ridícula velocidad porque va a frenar en el semáforo». Pero no, era absurdamente obvio que me estaba siguiendo. De hecho, no tardó en pararse a mi lado después de dos patéticos minutos en los que el conductor y yo sabíamos que nos estábamos vigilando el uno al otro.
—Eh… ¡Yo te conozco! —exclamó un hombre de cuarenta años bajando la ventanilla. Tenía los ojos ocultos por unas gafas negras, lo que me impidió olisquear sus intenciones, como solía hacer cuando me relacionaba con desconocidos.
—Lo dudo.
—¡Vaya que no! Tú eres Hayden Rothem, el ciervo que trabaja para el Leviathan. He robado a un borracho tu nombre verdadero; lo reconozco.
Desvié la vista con resignación, aunque sin dar a aquel cerdo alguna pista de tener razón. No lo recordaba, pero si lo había conocido en las entrañas del Leviathan casi prefería no acordarme.
El Leviathan era un pub nocturno del Soho, el barrio más sórdido y polémico de Londres por sus tendencias eróticas y homosexuales. Famoso para los turistas por alojar el Chinatown inglés; famoso para los paisanos por proveerles de largas noches de juerga. Con su inocente fachada, atraía a todos los canijos que acababan de cumplir dieciocho a un precio que no les hiciera ir a lloriquear a sus padres demasiado a menudo, ofreciendo discoteca y frenesí de roces hasta altas horas de la madrugada. En su cara oscura y para los más atrevidos, aquel local era un hervidero de sexo y drogas de todo tipo; un enorme perro sujeto bajo la correa de una mujer con carácter llamada Leona Walker. Leona tenía un olfato experto en negocios y un talento natural para alquilar reservados, poniendo a merced del cliente una amplia gama de botellas, cuatro horas de olvido y una mascota que le calentara la cama. Si además querían alguna sustancia que les alterase el cerebro tendrían que buscársela por su cuenta, aunque no era una tarea muy difícil sabiendo que el propio local cobijaba a camellos de todos los pelajes.
—¿Qué hacías a estas horas en el museo? ¿Algún trabajito para los guardias en el cuarto de la limpieza?
El denigrante tono de voz y su posterior carcajada me produjeron ganas de meterle una patada en la boca, pero pensándolo bien, su idea no era tan descabellada como sonaba. Y eso me dolía. «Tranquilízate, Hayden. Reúne los trozos de dignidad que te quedan y dile fríamente que...»:
—No es de su incumbencia. ¿Quería algo o me marcho?
—Hasta hace un momento no, pero me has puesto como un caballo en cuanto te he reconocido. Eres uno de los underdogs de Leona, ¿verdad?
—Soy Gato Negro —confirmé, sin saber por qué lo había dicho con trazas de orgullo.
—¡Estaba seguro de ello! Dime, ciervo… ¿cuánto cuesta un completo?
—Noventa libras —indiqué, con una expresión neutral que maquillaba mi derrota—. Y no lo hago en coches.
—Espera. ¿No eres más que un crío y cobras más que tres putas de mi barrio?
—Tengo un seguro y un lugar para hacerlo. Leona proporciona a los clientes profesionalidad, privacidad y un protocolo impecable de higiene con sus trabajadores… pero, sobre todo, un servicio en el que confiar. Con nosotros no se encontrará chinches en el colchón ni una oreja debajo de la cama. Y eso tiene un precio. Sé que el mercado lo marca, pero cuando el mercado es tan amplio como este, el precio se lo pone uno mismo. Lo toma o lo deja. —Omití la parte en la que aclaraba que un muchacho rozando la mayoría de edad valía más que todas las viejas putas de una calle, y más si ese muchacho sabía hacer las mismas peripecias que ellas. Calidad atestiguada por decenas de hombres y mujeres; la única prueba del algodón en la que te alegrabas si el algodón salía sucio.
Y como el tiempo sí que vale más de noventa libras, giré sobre mis talones para proseguir mi camino. Pero el tío dio un acelerón para ponerse a mi lado de nuevo; apestaba a desesperación.
—Eh, espera, espera, ciervo. No puedes dejarme como estoy ahora.
—Técnicamente sí puedo, si no hay dinero de por medio —contesté con desdén.
—¡Ah! Pero sí lo hay, sí lo hay. Venga, solo alíviame este problemilla, solo eso. Tampoco puedo quedarme más. Mi mujer… —pareció envenenarse con la verdad de sus propias palabras—, mi mujer me espera en casa haciendo la cena. Se preocupará si tardo mucho.
—Entonces son treinta libras, y repito que no lo hago en coches. En el Leviathan hay habitaciones para…
—¡No tengo tiempo para ir allí, joder! Venga, ciervo, sé bueno. Te doy cuarenta y lo acabas aquí y ahora. —Al ver mi expresión dubitativa añadió—: Que no voy a raptarte, hombre… Ya tengo cuatro bocas que alimentar. ¿Para qué quiero otra?
Hipnotizado por los billetes que me mostraba por la ventanilla, terminé por suspirar y entré en el coche por el asiento del copiloto.
Entonces pude observar mejor al hombre: era robusto, atufaba a alcohol barato y la barba le crecía como un jardín de ortigas. Sus grandes ojeras indicaban que probablemente venía de una vida bastante sacrificada por culpa del trabajo, pero aparte de eso no había nada más que pudiera deducir. En parte, porque seguía sin quitarse las gafas.
Su erección saltaba a la vista en todos los sentidos, apretada por los pantalones y luchando por ser liberada cuanto antes. Y como los buenos perros obedecen a sus amos, seguí la dirección que marcaba con su mano, empujándome la nuca hacia su bragueta y obligándome a bajarle la cremallera con los dientes. Tuve que hacer un gran esfuerzo por retener las arcadas que encogían mi garganta, ahora en contacto con el pedazo de carne. Era caliente y palpitante como una cría de rata.
Jamás superaría el hecho de ser usado como un trapo viejo, y ningún humano que habite en este orondo planeta debería hacerlo. ¿Quién no odiaría los trapos viejos después de esto? Decidí proyectar mi mente hacia la hermosa Venus de Velázquez para no vomitarle allí mismo.
Qué hermosa era la musa, repantingada en su cama de lino y haciendo gala de una desnudez digna de la observación de un ángel. Así, mirándose en el espejo con expresión coqueta y disfrutando de una inocencia y una pulcritud que tanto diferían de la erótica que yo conocía; tan distinta a mi mundo. Quizás por eso la admiraba. Esa habilidad que tiene el ser humano de querer aquello que no posee.
Y tras unos gruñidos más propios de un cerdo que de un hombre, el desconocido exprimió la rata antes de permitirme respirar, mientras los girasoles de Van Gogh y el autorretrato de Rembrandt me mantenían cuerdo y ausente de esta putrefacta realidad. No podía escaparme de un acto que había sido tan bien pagado, así que hice lo mejor que sabía hacer: darle un hachazo a la realidad y evadirme con semblante indiferente. Ojalá me pudiera comportar como un trapo viejo en ese momento. ¡Privilegiados trapos viejos, que no pueden sentir nada!
Después tuve que aguantar los elogios y groserías durante el tiempo que escupía en la acera y me enjuagaba la boca con agua, apresurándome a coger los billetes para irme a casa. Cuando el hombre se inclinó sobre mí para darme un beso de despedida, aparté la cara con frivolidad, dejando claro que el dinero había quebrantado la distancia por unos minutos y solo por esos minutos.
—¿Dónde puedo encontrarte la próxima vez, ciervo? —inquirió el desconocido, con expresión depravada, desde la ventanilla.
Así eran siempre mis relaciones: yo un famoso por el que todos preguntaban, perteneciendo temporalmente a personas sin rostro de las que no había oído hablar en mi vida. Al final no era muy distinto de un cuadro que admirar en un museo, aunque algún pobre resquicio de pensamiento todavía me intentaba convencer de que… ¡eh, Hayden! ¡Aquí nadie es mercancía! Pero casi era mejor serlo y dejar de martirizarme con la pregunta, que la mercancía no tiene por qué preguntarse nada.
Sin decir palabra, le tendí una tarjeta con un gato negro dibujado y un par de números de teléfono. Acto seguido me largué de allí.
Aquel había sido un día de suerte, aunque mi expresión vacía reflejara todo lo contrario. Tenía cuarenta libras más en el bolsillo y solo me quedaba decidir a qué destinarlas.
Cada libra ganada bajo el apodo de Gato Negro debía ser declarada a Leona, la cual se quedaba un ochenta por ciento de las ganancias y a cambio, te proporcionaba un lugar donde dormir y comida caliente. Esto había convertido a Leona en una importante rescatadora de jóvenes gatos callejeros, a los que llamaba underdogs, siempre que fueran menores de veinticinco años y estuvieran sanos. No aceptaba otro tipo de categoría, y esta exigencia había convertido al Leviathan en uno de los pubs preferidos por personas que buscaban compañía. ¿Proxenetismo? No. Ella prefería llamarlo «golpe de Estado al amor». Lo único que debías hacer para permanecer en su barco era aportarle unas ganancias mínimas mensuales y fingir un carácter dócil.
Gato Negro no tenía ningún problema en alcanzar esos factores cada mes, y aunque podías obtener ciertos privilegios en el Leviathan si eras más rentable que el resto, la mayoría de sus trabajadores preferían quedarse los excedentes a escondidas de Leona. Eso se traducía en más droga, comida y alcohol de la que te ofrecía normalmente el pub.
Pero yo no solo vivía del Leviathan: lo que me diferenciaba del resto era el talento que tenía para pintar y, aún más importante, para sacar dinero de ello. Era un maestro. No es por echarme flores, pero mi habilidad variaba desde hacer falsificaciones de cuadros medianamente famosos a dibujar retratos para vendérselos a los guiris. Así que trabajaba a dos niveles: en el primero luchando porque nadie supiera mi nombre y en el segundo luchando porque todo el mundo lograra aprendérselo. Desde hacía tres años, viejos historiadores corruptos y ratoneadores de piezas de arte venían a preguntar por mí, me enseñaban una foto de la pintura que querían copiar y volvían a buscarme al cabo de un tiempo. Yo les entregaba la falsificación y ellos me pagaban un dinero que no equivalía, ni por asomo, a la obra original que supuestamente vendían. Yo era el eslabón menor de la cadena, el niño tailandés que cose zapatillas en el sótano de una multinacional. Así cubrían el riesgo de que la falsificación se topara con un comprador demasiado entendido en el tema y les pillaran. Si eso sucedía yo no quería saber nada. Eran tratos esporádicos que solo sucedían un par de veces al año, pero sabía que hacía un buen trabajo, porque alguno de mis contactos había llegado a repetir.
Hacer obras callejeras y encargos temporales consumía mi dinero igual que me lo daba, pero por desgracia no siempre ocurría al mismo tiempo. Los materiales para falsificar no eran precisamente baratos. Evitando este tipo de altibajos, me consideraba orgullosamente dueño del suelo de Trafalgar Square y demás grandes lienzos, aunque no siempre merecía la pena el esfuerzo por la recompensa. Y, además, mendigar se me daba bastante bien. ¿Quién no le daría dinero a un chico de veinte años que se había visto en la necesidad de prostituirse cuando sus padres le habían echado de casa? Lo más triste era que pudiera mendigar con mi historia verdadera, pero ya estaba acostumbrado a sacar provecho de una situación tan deprimente como la mía. Era el único lado positivo, porque hay que recordar que todas las mierdas tienen una zona con menos moscas.
Así que Gato Negro era nocturno, eficaz, silencioso, frío con cualquiera y fogoso con quien pagara, todo un superviviente de los ambientes subidos de tono y llenos de humo. Hayden Rothem, por el contrario, era diurno, dormilón, inteligente y seducido por la pintura. Un tipo distante y atrevido que descansaba de día para poder dar la talla durante la noche.
Bajé las escaleras que conducían al Underground de Westminster, pasando el bono obedientemente y topándome con la marabunta de gente que venía de la National Gallery. Aquí no se lleva eso de saltarse el control de billetes, porque las multas salen a cien libras y un juicio. El tren llegó enseguida. «Mind the gap between the train and the platform», vociferaba un megáfono muy femenino. El vagón apestaba a sobaco de negro; me asqueaba ser consciente de que estaba respirando sudor. El ambiente de silencio y pesadez me dio la idea de ponerme a pedir dinero allí mismo, a todos esos trabajadores y ancianos que volvían a casa con los monederos llenos después de un duro viernes.
—Señores, por favor… Soy huérfano desde los seis años, vivo en la calle, mi abuela está muy enferma y no puedo pagar un billete de avión para Gales. Si fueran tan amables de ayudarme… —gimoteé con voz lastimosa e hipócrita, paseándome por el vagón con cara de cachorro al que acaban de pisarle una pata.
Tantos años de práctica me habían enseñado que algunas historias para mendigar funcionaban mejor que otras, que dependían del aspecto que llevara en ese momento y del tipo de gente que me estuviera escuchando. No era aconsejable pedir en el mismo sitio demasiadas veces, porque siempre había algún tocahuevos que te reconocía y acababa por llamarte farsante o gandul a voz en grito.
—Toma, cariño. Que tengas mucha suerte —me susurró una mujer al tiempo que me tendía un billete de cinco libras.
Algunos hombres y ancianas cayeron en la treta también, proporcionándome unas diez libras en monedas sueltas, pero se me acabó el chollo en cuanto uno de los guardias de la estación de Victoria subió al tren.
—¡Mira, tú! Conque vives en la calle desde los seis años pero tienes dinero para pagarte la Travelcard que tienes en la mano, ¿eh? —vociferó el guardia, acercándose a mí y haciendo ademán de cogerme del brazo. Por suerte logré escabullirme del vagón antes de que se cerraran las puertas, dejando al policía dentro agitando las manos tras el cristal.
—¡Maldito yonqui de mierda! ¡Que no vuelva a verte por aquí pidiendo! —La voz desapareció por el túnel. Metí las manos en los bolsillos y salí de la estación con tranquilidad, pero tenía la mirada de la señora que me dio el billete clavada en mi subconsciente.
Últimamente Londres estaba a rebosar de guardias, pues formaba parte de la política pro-turismo ideada por el Ministerio. Si fuera por ellos nos dejarían seguir campando a nuestras anchas mientras les sacábamos el dinero a los viajeros, pero aquel nuevo modelo de pulcritud que se había puesto tan de moda en la Unión Europea les obligaba a vigilar las zonas más famosas de la ciudad con el fin de limpiar su imagen. Y eso se traducía en esconder a todos los mendigos y prostitutas de los ojos extranjeros. Vamos, era como meter la suciedad debajo de la alfombra.
Repentinamente desviado de mi destino y sin poder aparecer en Victoria por un tiempo, modifiqué mi ruta y cogí un segundo tren en esa misma línea para ir a Highbury & Islington. El viaje transcurrió tranquilo y sin altercados, teniendo la opción de mendigar otra vez a aquella gente distinta, pero sin hacerlo por pura pereza y decaimiento. Al llegar a la estación volví a cambiarme de tren hacia mi meta final: Hackney.
Hackney era uno de los barrios interiores más conflictivos de Londres. Mezclaba lo antiguo y lo moderno en un crisol multiétnico, donde los prejuicios culturales quedaban olvidados en el cajón junto con el prototipo de inglés estirado tomando el té a las cuatro de la tarde. Pero esto no siempre resultaba tan sublime como parecía. Los hispanos tenían disputas con los indios; los indios tenían disputas con los musulmanes; los musulmanes con los chinos y, por último, todos con todos. El fenómeno open-mind acogía cualquier estilo igual que refugiaba cualquier tipo de atrocidad en las zonas más oscuras de Londres. Lugares como esos solo eran frecuentados por ratas, y si un ratón blanco se atrevía a internarse allí podían pasarle dos cosas: que fuera devorado o que se convirtiera en otra rata más.
No me malinterpretéis. Londres es de las ciudades más seguras que hay, pero toda habitación blanca tiene rincones de polvo. Puede decirse que incluso los crímenes que se cometen aquí son más elegantes y limpios que los de otras ciudades del mundo, casi igual que las palomas. Las palomas londinenses, ahí donde las veías comiendo mierda del suelo, parecían tener más modales que los pajarracos que hay en otros lugares. O al menos no les faltaban tantos dedos.
El resto del camino pasó casi sin darme cuenta, como si alguna fuerza divina me extrapolara de la existencia y guiara mis pasos automáticamente. Y aun así me encontré frente a la puerta desgastada del portal, con la sensación de haberme teletransportado y un vago recuerdo de las aceras llenas de chicles que demostraban que no era así. Tan distinto al suelo impoluto que había bajo la London Eye.
—¿Sí? —espetó una voz enlatada desde el telefonillo.
—Abre, River. No tengo llaves —contesté por la rejilla.
La puerta se abrió con un sonido metálico, poniendo todo mi empeño en empujarla para vencer las bisagras oxidadas. Como el ascensor no funcionaba, me tocó subir por las escaleras de aquel destartalado y grisáceo apartamento de alquiler. Nueve pisos. Tan distinto a los pisos victorianos que había en el centro de Londres.
Todos los underdogs teníamos un hueco para vivir dentro del Leviathan, y esa era una de las cosas que llevaba a los jóvenes sin hogar a aceptar la proposición de Leona. Pero durábamos poco, porque en cuanto acumulábamos un poco de dinero y estatus dentro del pub, podíamos permitirnos vivir de alquiler con más underdogs. Y en realidad lo preferíamos. Estar alejado del Leviathan durante unas cuantas horas era, a la larga, bastante liberador psicológicamente. Y si no tenías pasta suficiente para alquilar una habitación, siempre podías hacer como otros underdogs y largarte a vivir a un local okupado. Todo con tal de tener tu propio espacio, y tenerlo lejos del Leviathan.
La vivienda no estaba mal dentro de lo que cabía: el suelo de madera estaba renegrido por la humedad y se quejaba a cada paso que dábamos, pero evitaba que se te congelaran los pies en invierno. La silicona sucia del fregadero competía con la mugre del frigorífico, runruneante a todas horas del día, y una bombilla escuchimizada salía de un agujero del techo igual que un topo ingenioso. También había unas buenas ventanas que nos ayudaban a respirar. Porque eso era lo que nos hacía falta: respirar. Incluso el bajo estaba ocupado por más underdogs.
Con la lengua fuera llegué al noveno piso, mientras River salía a recibirme. Era de baja estatura y tenía el pelo revuelto, con el cuerpo desgarbado y los pies descalzos y negros. Se sostenía sobre una pierna mientras se rascaba la pantorrilla con la otra. Lo único que le salvaba un poco eran sus ojos profundamente azules. Tan distinto a los jóvenes ingleses que estudiaban en la Universidad de Oxford. Pero por aquellos ojos azules uno podía olvidarse de todo lo demás, y esa era la ventaja que tenía como underdog de Leona.
—¡Hayden! La próxima vez haz el favor de llevarte las llaves, joder, que casi me mato por el pasillo. Y eso que soy el que mejor va de los cinco.
Sus ojos de zafiro estaban impregnados de un enfermizo color rojo, pero realmente fue el golpe de olor que recibí nada más entrar el que me confirmó que todos en la casa estaban colocados.
—Qué pronto habéis empezado esta vez. No son ni las diez.
—Buah, buah. No veas qué buen ojo tiene Cherry para el género. Creo que vamos a mandarle a él todas las veces.
Un enorme chucho de pelo desgreñado llegó hasta mí, con aquella alegría perpetua que tenía cosida a sus entrañas. Kaiser emitió un único ladrido como intento de comunicación y se balanceó entre mis piernas hasta que le saludé con una caricia. Tan distinto a aquellos perros de pelaje lustroso y correa corta que paseaban junto al Big Ben.
Agarrando a River del brazo para que no se marease, le dirigí por el pasillo hacia la habitación de la cual se estaba escapando una nube de humo blanquecina. La visión de aquellas personas tiradas por el suelo y sumidas en un profundo trance me provocó una sensación de desagrado que no supe exteriorizar por estar demasiado acostumbrado a ella.
Los presentes tenían edades de dieciséis a treinta años y todos eran underdogs de Leona: segundones, perdedores, fracasados y derrotados de la vida; bellezas echadas a perder por circunstancias demasiado violentas. Al más alejado le llamaban Bengala, un gigantesco nigeriano de piel tostada que permanecía encogido con claros síntomas de mareo. Dean estaba apoyado en una esquina y con la vista perdida hacia la ventana; todo un veterano en el Leviathan bajo el apodo de Tigre y uno de los pocos treintañeros que Leona había conservado. A la derecha estaba el propio Cherry, el extraordinario sexópata de dieciséis años que había cogido tanto cariño a su apodo que se había olvidado de su nombre verdadero. Liu moría bocabajo, pegado a la puerta, pero el pelo negro y el brazo cubierto de tatuajes le hacían inconfundible. El muchacho de origen asiático había llegado al Leviathan con veintiún años y se había ganado el nombre de Dragón debido a su calidez. Cuando quería, claro.
Y por último estaba Eileen, una joven bajita y dulce que tenía un inquietante parecido a Audrey Hepburn y que se apodaba Colibrí en el Leviathan. Se había venido a vivir con nosotros cuando se hizo novia de un underdog llamado Perro Mojado, al que aquí todos llamábamos River. Nuestro River.
El olor a marihuana se había vuelto insostenible, por lo que me vi obligado a abrir las ventanas para que se disipara el submarino que habían montado.
—Prueba, Hayden. Mira qué bueno —intervino Eileen, despertando de su letargo y tendiéndome el porro que se asfixiaba entre sus dedos.
Le di un par de caladas, sintiendo el humo inflar mis pulmones y rascar mi garganta de manera agradable. Cuando los músculos empezaron a pesarme como piedras, se lo confirmé y me lo quedé, acercándome a la ventana sin ninguna prisa. El cielo se había oscurecido, borroso, tristón. Tan típico de Londres estuvieras en el lugar en el que estuvieras. Algunas veces el cielo era lo único que podía recordarte que vivías en la misma ciudad que todos esos señores de frac, aunque había cosas que a mí no me daba la gana compartir. Que se quedaran con sus fracs, que yo me quedaba con mi cielo.
El enorme perro entró en la habitación y se dejó caer junto a Liu, apagado y dócil como una oveja. Parecía dispuesto a tragarse el humo con tal de acompañarnos en nuestra velada.
—¿Dónde has estado hoy, Gato? No te hemos visto en el Leviathan.
La voz aniñada solo podía pertenecer a Cherry, el gazapo del grupo.
—Lo siento, tenía una cita.
—¿Con quién? —preguntó sorprendido.
—Con Velázquez. —De repente estallé en carcajadas, como si acabara de decir la cosa más ingeniosa del mundo. Pero Cherry se mantenía serio, así que llegué a la conclusión de que el porro me había vuelto idiota.
—Leona te echará si sigues sin cumplir en el Leviathan. Hoy han preguntado por ti.
—¿Quiénes?
—Clientes.
—Pues que vuelvan otro día.
La principal ventaja de un underdog era que si gustabas a los clientes siempre podían guardarse tu nombre y preguntar por ti otras veces, así que si trabajabas bien podías ganarte tus propios fans. Incluso había hombres y mujeres que vivían locamente enamorados de sus jóvenes amantes, repitiendo todas las semanas para hacer realidad alguna fantasía de plástico o para calmar la ansiedad en caso de estar casados. ¡Pobres cautivos emocionales, cuánto dinero se dejaban a final de mes en el pub! Por supuesto, Leona no facilitaba el nombre real de sus trabajadores a fin de protegerlos, ya que algunos eran menores, así que siempre usaba apodos... y apodos era lo único que los desconocidos sabían de sus amores platónicos. Tratar de perseguirnos era como buscar a tu media naranja sabiendo solo su color favorito.
Luego había leyendas de altos ejecutivos que se enamoraban de algún underdog y lo rescataban de aquel antro para llevárselo a vivir bajo el sol de Cincinnati. Esta utopía se terminaba cuando solamente veíamos entrar cerdos al Leviathan, porque, aunque la mayoría jugaran a vestirse con corbata, ninguno era ejecutivo.
—Yo necesito mi dosis de inspiración para trabajar bien —añadí.
—Tú lo único que necesitas es una dosis de esto.
Cherry me mostró una bolsita llena de pastillas y esbozó una sonrisa traviesa; la sonrisa de Cherry era su marca personal. Como por arte de magia, todos los presentes levantaron la cabeza con curiosidad e identificaron las pastillas gracias a los iconos que tenían dibujados. ¡Joder con el canijo de dieciséis veranos!
—Qué callado te lo tenías, cabrón… —rio River, bajando del sillón y arrastrándose hacia el chico para ratonear una pastilla.
Al principio, Cherry se hizo de rogar y se negó en rotundo a abrir la bolsita de éxtasis, pero finalmente acabó repartiendo el contenido con alegría e incluso perdiendo algunas pastillas bajo la tele. Y es que cuando vas colocado de marihuana, tampoco eres capaz de decir que no a algo demasiado tiempo. Todos nos repantingamos a gusto en nuestro espacio, en nuestro territorio, con la clave de la dominación en la palma de la mano y una noche densa y aborregada por delante. Tiré el porro al suelo con desdén y me tragué la pastilla, esperando echar rayos por los ojos de un momento a otro. Estaba amarguísima. Pero… ¿No? ¿Nada?
Tras un rato de expectación, el efecto relajante del cannabis y el estimulante del éxtasis nos provocó un pelotazo a la cabeza que nos dejó paralíticos durante varios minutos. Las voces de los vecinos seguían colándose por la ventana rota del baño.
—Oh, Dios. Qué buena está… —comentó Dean súbitamente.
—Creo que quiero echar la raba, pero el vómito no tiene ni idea de por dónde salir —informó Bengala tras un extraño silencio en el que nadie era consciente de quiénes éramos ni de qué hacíamos allí.
Los underdogs se movían de un lado a otro como si quisieran hacer más de lo que estaban haciendo. La luz parpadeante del techo levantaba sombras terribles sobre los rostros y las paredes. Por un momento nos encontramos todos quietos, mirándonos ávidos como lobos y con los dientes apretados por la tensión. Las mandíbulas nos temblaban del esfuerzo. Eileen comentó el calor que hacía y fue a buscar alguna cerveza al frigorífico; de repente sentíamos la necesidad de bebernos una piscina entera.
Y sin saber cómo, Charles Chaplin dio las doce.
Charles Chaplin era un reloj normal y corriente que había colgado en la pared, tan horriblemente soso que yo había dibujado al actor en la esfera y había cambiado las manecillas por brazos. De manera que ahora era Chaplin quien medía nuestras horas cuando el tiempo se esfumaba, y el tiempo se esfumaba cuando los underdogs fumaban.
De repente, me entraron unas ganas irrefrenables de...
—Necesito dibujar.
De la mano del éxtasis acudieron a mi mente las imágenes de Rembrandt, de los girasoles, de la insuperable Venus de Velázquez. Y literalmente sentí que necesitaba hacer lo mismo, que necesitaba crear arte en ese momento como quien necesita oxígeno. Se trataba de una ansiedad que dolía y arañaba pero que resultaba muy útil, porque después de estos arrebatos era cuando los pintores dejaban sus prodigios de la creación.
—¿Qué…? —empezó a decir Dean, estresado por mi paseo revolviendo cajones y estantes.
—Necesito… dibujar…
Kaiser alzó la cabeza y comenzó a seguirme como un estúpido mosquito detrás de la luz, balanceando la cola de un lado a otro y custodiando cada movimiento. Su intromisión a cada paso que daba y la percepción de gato de Cheshire que llevaba encima no me ayudaron a conseguir mis objetivos fácilmente.
Tropezando con todas las cosas que había sacado de su lugar y que había olvidado recoger, rescaté un papel enorme del fondo de un armario. No recordaba lo que había dibujado en él hasta que no lo lancé al aire para extenderlo.
—¿Qué es eso? —preguntó River, con la filosófica mirada de estar desvelando la verdad de la existencia humana—. Un burro.
—Tú sí que eres un burro —espeté, admirando el enorme dibujo a lápiz de casi dos metros cuadrados—. Es la cabeza de una cebra, ¿no lo ves? Tiene rayas.
—Nosotros también tenemos rayas y no somos cebras. —River señaló un envoltorio con polvos blancos que había encima de la mesa.
—Es precioso —intervino Eileen con los ojillos brillantes. Pero desde su posición apenas podía verse el trazado del lápiz, así que supuse que se había emocionado solo por las dimensiones del papel.
—Es arte —repuse sin modestia alguna. No era prepotencia; sentía el dibujo de una manera tan ajena y novedosa que, hostia, si me hubieran preguntado en ese momento, jamás habría dicho que yo era el autor. Seguidamente encendí la radio del equipo de música a todo volumen, que emitió un sonido metálico y rasposo en el que pudimos distinguir a Green Day.
—Tenemos que cambiar ese cacharro. El microondas suena mejor que él —resopló Liu mientras alzaba el dedo hacia el equipo de música, como para intentar avergonzarlo. Pero el aparato se rio de él con un sonido más turbio, si cabía.
La contestación llegó al instante desde Cherry, de la mano de la letra de la canción.
—«Lay down your arms. Give up the fight».[1]
Liu no tuvo ganas de seguir insistiendo, aunque había captado la connotación.
De inmediato el suelo se llenó de botes de pintura abiertos. Rojos, amarillos, azules, morados. Resecos. Jugosos. Todos invadiendo nuestro espacio con una innegable advertencia de desastre. Y sin acordarme de que algún genio inventó los pinceles tiempo atrás, introduje los dedos en el bote más cercano y me lancé a la complicada tarea de rellenar la cabeza de la cebra.
Poco a poco fui perdiendo el cuidado y acabé haciendo trazos más desiguales, mezclando la pintura de unos botes a otros por error. Los colores se unieron sin sentido alguno, pero con innata combinación, como una buena rima que te sale sin pensarlo. El éxtasis se llevó toda razón y siguió dirigiendo mis dedos. Lejos de querer pararlo, mis sentidos acentuados quisieron girar también alrededor de aquella explosión de colores mientras escalofríos agradables me erizaban los pelos de los brazos.
—No… Hayden, deja de moverte. Me estás mareando.
—Déjale al chico. Imagínate que falsifica a uno de los grandes. O mejor aún, imagínate que pinta un cuadro fascinante. Imagínate que se hace famoso y nosotros ricos —murmuró Dean con aire soñador.
Había dos cosas de las que estaba seguro. La primera era que estaba muerto por dentro. Que había perdido toda capacidad de sentir y que cuanto más perdía, menos me importaba. La segunda era que lo único que podía rescatarme un poco de este abismo era la inspiración, y que esta solo podía proporcionármela la droga y las obras de arte. Una combinación bellamente letal.
—El arte se valora según quien lo mire, no según quien lo pinte. No voy a conseguir nunca un reconocimiento suficiente como para darme de comer —contesté con los ojos fijos en el dibujo.
—Bueno, pues imagínate que robamos un cuadro. Uno de otra persona que ya sea famosa, como esos que vas a ver a la National Gallery.
—Sí… imagínate.
Sorbí la nariz y me froté el rostro con la mano. Me encontré sonriendo como un iluso, como