LOS PERROS y otros asuntos del fin del mundo
Por Durgan A. Nallar
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Seis cuentos y una memoria
Los perros | Querida Mahoney | El corazón del bosque | Clásico de amor | El puño de Dios | La trastienda del Cielo | Blade Runner, culto a la vida
«Surge en la neblina roja un movimiento, un ojo de luz que parpadea y crece anegando los sentidos de Oliver. Se ha levantado el telón: en este pequeño teatro mental flota de pronto una imagen descolorida, una muchacha singular de cabello anaranjado y rostro de pintura. Permanece inmóvil, con una sonrisa muda, las puntas del frac aleteando en la lentitud infinita.
Oliver apenas se da cuenta de que está en medio de un pradal. Advierte en cambio el zumbido del viento en las orejas, ve ondular la superficie amarillenta como siguiendo los latidos de un corazón invisible. Un sol lejano se derrama en la atmósfera.
Espectral se acerca el perro, casi desvanecido entre las olas marchitas del valle. Sus ojos se encuentran de pronto, y Oliver lucha por apartarse de la mirada ciega del animal. Un terror lerdo le enciende la mente. Desvía la vista.
Entonces descubre que también él tiene patas, que está plantado con firmeza en cuatro enormes patas de perro. El pánico le enreda la garganta. Oliver se agita tratando de despertar.
El otro perro pasa junto a él, absorbido por la irrealidad del sueño, mutado en oscuridad de tumba. Por un instante siente el roce pegajoso, el calor sólido que emana del contacto.»
Así comienza Los perros, uno de los seis cuentos que conforman este pequeño libro. Allá en Salta soñaba con ser escritor. Por las noches me subía en secreto al tejado de mi casa, y me acostaba con la vista fija en el cielo estrellado. Solía perderme en ese infinito de pequeñas lucecitas temblorosas, advirtiendo hasta los menores detalles y sintiendo, como a muchos debe pasarles, que aquella inmensidad no puede estar vacía de vida. Que todo esto es sólo una partecita de aquello, del universo y de nosotros mismos.
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LOS PERROS y otros asuntos del fin del mundo - Durgan A. Nallar
LOS PERROS
Y otros asuntos
del fin del mundo
DURGAN A. NALLAR
LOS PERROS
Y otros asuntos
del fin del mundo
Seis cuentos y una memoria
LOS PERROS Y OTROS ASUNTOS DEL FIN DEL MUNDO
Diseño de cubierta: Rafael Zabala
© 1990, 2011 Durgan A. Nallar
PRIMERA EDICIÓN ELECTRÓNICA: noviembre de 2011
Segunda edición electrónica: septiembre de 2015
Tercera edición electrónica: enero de 2017
ESCUELA DE GAME DESIGN AMÉRICA LATINA
www.gamedesignla.com
A mis hijos Zoe y Jerónimo,
para que algún día lean las pavadas que hacía papá.
A mi madre,
el ser más poderoso y brillante sobre la Tierra
En memoria de Malvina.
PRÓLOGO
ALLÁ EN SALTA SOÑABA con ser escritor. Por las noches me subía en secreto al tejado de mi casa, y me acostaba con la vista fija en el cielo estrellado. Solía perderme en ese infinito de pequeñas lucecitas temblorosas, advirtiendo hasta los menores detalles y sintiendo, como a muchos debe pasarles, que aquella inmensidad no puede estar vacía de vida. Que todo esto es sólo una partecita de aquello, del universo y de nosotros mismos.
Me gustaba cazar satélites. Cuando los descubría
—diminutos puntitos de luz moviéndose raudos entre las estrellas— los seguía con la vista hasta que desaparecían en el horizonte o, mejor dicho, detrás de los cerros.
Jugaba a sentir la Tierra moviéndose, rotando, llevándonos a la espesura del cosmos como una colosal nave espacial. Juro que podía sentirlo y hasta me daba algo de vértigo. Adoraba leer ciencia-ficción. Crecí con Asimov, Lem, Ballard, Clark, Dick, Bradbury y tantos más. También me gustaba dibujar. Tenía las paredes de mi habitación empapeladas con reproducciones de páginas que copiaba laboriosamente de Skorpio, Metal Hurlant, Zona 84 y la argentina Fierro. Cuando me agarraba el ataque, me pasaba una semana inclinado sobre las cartulinas blancas, entintando con tinta china y Rotring, pintando con lápices de colores. Otros ataques me tenían tecleando historias que casi nunca terminaba en una máquina de escribir que me había regalado mi amada abuela Aurelia.
En esos años adolescentes conocí la revista pionera en publicaciones electrónicas. Axxón: Ciencia Ficción en Bits fue la causante de volver realidad en parte el sueño primordial, escribir. Vivir de hacerlo no, imposible y sobre todo en esos tiempos; pero con Axxón recibí el primer impacto. Una calurosa noche de 1992, al terminar de copiar Axxón-35 —que llegaba a mis manos en un diskette porque Internet estaba en el futuro— me di de narices contra un sumario sorprendente: ese número tenía un relato de Isaac Asimov, Cleon el Emperador, y un cuento de... ¡un cuento mío, Los perros! Casi me da un ataque. La emoción todavía me embarga al recordarlo. Ese momento me cambió la vida, hizo que sintiera que todo era posible. Siempre voy a estar muy agradecido a la gente de Axxón, en especial a su creador, Eduardo Carletti.
Años más tarde, con varios cuentos publicados en la mítica revista electrónica, y ya viviendo en La Plata, a donde llegamos escapando del pasado con mi querida vieja, Elena, nuevamente tuve la oportunidad de escribir, esta vez para una revista de juegos de video que, con el tiempo, pude dirigir. En Xtreme PC, hoy considerada una revista de culto para la cultura gamer, pude volcar toda mi pasión por la ciencia-ficción y combinar mi gusto por el dibujo con otra materia que, como buen seguidor de la literatura de anticipación, me fascinaba tanto como lo demás: la informática. Ya nunca dejé de hacer revistas. Se podría decir, al fin y al cabo, que logré vivir de lo que más adoro, de escribir. No fue como yo solía pensar pero, en definitiva, ocurrió y no puedo quejarme.
Estos son los relatos que escribí el siglo pasado para Axxón principalmente. No estoy seguro de que sean buenas historias, más bien podría aseverar lo contrario. Son bastante ingenuas a la luz del siglo XXI. Me animo porque en su momento alguien las consideró a la altura necesaria como para publicarlas. Supongo que darlas a conocer hoy de nuevo y otra vez en formato electrónico es como un cierre, como el final de un ciclo, o quizás un nuevo comienzo. Me gustaría que fuese esto último.
Los perros surgió de haber estado trabajando unos meses en un geriátrico platense. A los abuelitos les daban un calmante para que se estuvieran tranquilos, y eso me asqueó de tal manera que durante meses la idea me rondó la cabeza. Demoré dos años en escribir este relato, cosa de locos. No soy un tipo prolífico a la hora de producir lo propio, aunque me guste tanto.
Querida Mahoney fue un experimento. Se trata de un relato un poco absurdo sobre alguien que trabaja para el Estado espiando a las personas. Andábamos saliendo de los años de oscuridad de la Dictadura militar, así que el Estado se parecía mucho a un enemigo en lugar de algo en lo que confiar. El protagonista del relato está obsesionado con una mujer que adolece de frivolidad y es inmortal.
El tercer relato, El corazón del bosque, nació como una protesta ante la destrucción de la naturaleza. Supongo que hoy lo considerarían un cuento ecológico. En el relato, un niño a quien llaman El Pez toma una decisión imposible. Lo curioso es que muchos de los elementos del relato se parecen a los de la película Avatar de James Cameron. Es un mundo cubierto por una selva luminosa, con nativos de piel azul y un gran sentido de pertenencia a la tierra. El Hombre ya ha estado antes en El Arco, y ahora viene de regreso a establecer una colonia. ¡Porque se parece demasiado, quiero reiterar que el cuento es muy anterior a la película!
El siguiente relato, Clásico de amor, es un ensayo humorístico. Aquí el protagonista es forzado a contratar un robot de compañía por uno de esos típicos vendedores inescrupulosos, y las cosas no salen muy bien que digamos. Durante unos meses, yo había estado trabajando como vendedor puerta a puerta y supongo que de no escribirlo hubiera necesitado un psicólogo. Algunos me dijeron que es mi mejor cuento. Sigo prefiriendo Los perros.
Y esos son los relatos. Los restantes componentes de esta pequeña compilación son entradas de blog que escribí en la década anterior. Quise agregarlos porque creo que tienen valor intrínseco. A muchos podría servirles. El puño de Dios apareció —y sigue ahí — en la bitácora de un querido amigo mexicano, a quien nunca conocí en persona, pero a quien estimo mucho, el «Tío Joe», Jorge Tirado. El blog, Muelle 66, recibió el pequeño texto con los brazos abiertos, a pesar de que su contenido puede herir la sensibilidad de algunas personas.
La trastienda del Cielo es parte de un blog que escribí a manera de descarga luego de perder a mi querida esposa tras una larga y cruel enfermedad. No hay diversión aquí, pero sí creo que el lector podrá encontrar algo que le resulte valioso. En realidad, La trastienda del Cielo es anterior a El puño de Dios, pero ambos refieren a lo mismo. Leer este último hará comprender mejor el primero.
El libro cierra con un brevísimo artículo sobre Blade Runner que escribí para una web especializada en cine que nunca llegó a ser realidad. Quise incluirlo porque me parece un final apropiado y lleno de esperanzas.
Buenos Aires, 11 de diciembre de 2011
LOS PERROS
—ME VOY ESTA NOCHE...
—Pero, ¿a dónde? No hay dónde ir en toda la ciudad.
—Me voy, Oliver. A la bruja.
EL SUEÑO QUE NACE:
Surge en la neblina roja un movimiento, un ojo de luz que parpadea y crece anegando los sentidos de Oliver. Se ha levantado el telón: en este pequeño teatro mental flota de pronto una imagen descolorida, una muchacha singular de cabello anaranjado y rostro de pintura. Permanece inmóvil, con una sonrisa muda, las puntas del frac aleteando en la lentitud infinita.
Oliver apenas se da cuenta de que está en medio de un pradal. Advierte en cambio el zumbido del viento en las orejas, ve ondular la superficie amarillenta como siguiendo los latidos de un corazón invisible. Un sol lejano se derrama en la atmósfera.
Espectral se acerca el perro, casi desvanecido entre las olas marchitas del valle. Sus ojos se encuentran de pronto, y Oliver lucha por apartarse de la mirada ciega del animal. Un terror lerdo le enciende la mente. Desvía la vista.
Entonces descubre que también él tiene patas, que está plantado con firmeza en cuatro enormes patas de perro. El pánico le enreda la garganta. Oliver se agita tratando de despertar.
El otro perro pasa junto a él, absorbido por la irrealidad del sueño, mutado en oscuridad de tumba. Por un instante siente el roce pegajoso, el calor sólido que emana del contacto.
OLIVER ABRE LOS OJOS. Un dolor punzante le relampaguea en la cara. Los rayos del sol entran oblicuamente por la ventana abierta. Es media mañana. Se incorpora con un suspiro, todavía agitado por la pesadilla breve, de viejo. Su primer pensamiento es que alguien lo ha arropado en exceso mientras dormía; el mismo que temprano entornó los cristales para ventilar la habitación. Ahora está húmedo y el aire matutino le enfría la espalda. Molesto, vuelve a acostarse.
Ruidos apagados llegan desde abajo. A esa hora todos se han levantado en la casa. Intermitentemente las voces de los niños se alzan sobre los murmullos y el tintineo de la vajilla en movimiento. La escena es la de siempre, sabe Oliver. La familia desayuna en la bulla cotidiana del noticiero, haciendo planes para el día y ahuyentando la curiosidad de los perros atraídos por el aroma del pan tostado. Pronto esos sonidos darán lugar al silencio que se prolonga hasta el atardecer, cuando todos regresan.
Oliver es el dueño de ese silencio. El y los perros quedan en la casa como esas fotografías que se olvidan, aguardando el retorno, mecido en la comodidad inconfesable que otorga el vacío de los cuartos. Antes, apenas un año atrás, Oliver compartía el desayuno con los demás. Era el primero en levantarse y merodear por la cocina, en espera del alegre graznido de los relojes. Pero ahora duerme demasiado. Las pastillas hacen estragos con él. Le calman los dolores, es verdad; en cambio lo obligan a dormir tantas horas que en ocasiones pierde la noción del tiempo. Aunque así es mejor, piensa, porque molesta menos. Oliver trata de resignarse. Al comienzo no se negaba a tomarlas, tal como había hecho Mario, hasta que comprendió la verdadera función de las diminutas esferas de polvo.
—Se las dan a los niños en el jardín de infantes para que se estén quietos y sin hablar —le decía Mario—, y a nosotros para que no hagamos locuras. Yo lo he visto. En España le ponían bromuro al agua, durante el gobierno de Franco. Este es lo mismo, es lo mismo.
Oliver no lo creía. Ni siquiera cuando Mario le dijo, una de las últimas veces que lo viera en el parque, que su hija