La libertad de Italia - Territorios vigilados
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'La libertad de Italia' nació como un homenaje a su protagonista, Miguel Arellano, nombre real de un hombre real, que se puede encontrar en las listas oficiales de los detenidos-desaparecidos en la Argentina. Dice Horacio: "Arellano fue mi amigo y mi compañero de militancia en épocas lejanas, y en la novela se teje una fantasía a propósito de la posible pero irrealizable ruptura con los absurdos lazos impuestos por la historia a un individuo que se ha entregado por entero a su construcción".
Una novela en la que se organiza un discurso sobre las relaciones entre política y moral, historia y memoria, violencia y rebelión.
'Territorios vigilados', continuación y consumación natural de 'La libertad de Italia' e inseparable de ella, constituye una reflexión sobre distintos momentos de la historia reciente de Argentina. Se trata de una novela que se mueve constantemente en los angostos bordes en que lo real desafía a lo verosímil. Nadie puede afirmar sobre qué íntima trama se desanudan las cosas, pero nunca es el azar el que mueve los títulos de la historia. En 1974, Miguel Arellano muere asesinado en el Hotel Oriente de Barcelona. Doce años después, Joan Romeu regresa a Buenos Aires para ajustar las cuentas con su pasado. La venganza se presenta como mera excusa para relacionar dos acontecimientos que terminan conjugándose en una broma donde la violenta realidad enturbia el regocijo.
Todo parece estar hecho de la materia de los sueños. Todo parece tener el esplendor fugaz de lo imprevisible. Todo parece dibujar el ambiguo gesto de la muerte. Todo parece escapar al vigilado territorio de la realidad.
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La libertad de Italia - Territorios vigilados - Horacio Vázquez-Rial
Biblioteca Horacio Vázquez-Rial
Horacio Vázquez-Rial
LA LIBERTAD DE ITALIA
TERRITORIOS VIGILADOS
Créditos
Título original: La libertad de Italia - Territorios vigilados
© Horacio Vázquez-Rial, 1987 - 1988
y Herederos de Horacio Vázquez-Rial
© De esta edición: Pensódromo 21, 2017
Diseño de cubierta: Pensódromo
Revisión: Carmen Garrandés Asprón
Editor: Henry Odell
e–mail: [email protected]
ISBN rústica: 978-84-947050-9-0
ISBN ebook: 978-84-947520-0-1
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Prólogo del editor a esta edición
Decía Horacio en agosto del 2000: «El orden de las novelas no obedece al orden de su escritura. Se trata de una propuesta de lectura. En el caso de La libertad de Italia y Territorios vigilados —dos textos que componen, en verdad, una única novela— la disposición sucesiva, como el lector comprobará, tiene un sentido preciso, hasta el punto de que ya nunca más autorizaré su edición por separado».
Es así pues que, respetando su decisión, presentamos estas dos novelas en un mismo volumen.
«En La libertad de Italia —en palabras de Pedro Sorela— el autor novela el intento de libertad de un activista. Un relato de las últimas jornadas de un hombre en fuga, acosado por el miedo que su propia condición le inspira. La muerte no es para él un castigo, ni siquiera una interrupción de su proyecto, sino la manera más rápida, fácil y cómoda de llegar a La libertad de Italia».
La novela nació como un homenaje a su protagonista, Miguel Arellano, nombre real de un hombre real, que se puede encontrar en las listas oficiales de los detenidos-desaparecidos en la Argentina.
Decía Horacio: «Arellano fue mi amigo y mi compañero de militancia en épocas lejanas, y en la novela se teje una fantasía a propósito de la posible pero irrealizable ruptura con los absurdos lazos impuestos por la historia a un individuo que se ha entregado por entero a su construcción».
«Si escribiera de España me ocuparía de ETA», dijo Horacio en Madrid cuando presentó su novela. «La Historia no ha sido severa con los asesinos que triunfan. Fue inmisericorde, en cambio, con los perdedores. Pero la Historia la escriben siempre los otros, los que no optan ni por la fuga ni por la muerte, sino por contemplar el espectáculo desde la platea».
Y continúa Horacio: «La libertad de Italia se engarza lógicamente con mis tres primeras novelas —Segundas personas, El viaje español y Oscuras materias de la luz—, en las que había tratado, desde diferentes puntos de vista, el problema del exilio y de la condición apátrida. En todos los casos, se organiza paralelamente un discurso sobre las relaciones entre política y moral, historia y memoria, violencia y rebelión. Y lo mismo sucede en La libertad de Italia, y en la peripecia de Arellano, un vasco en Buenos Aires comprometido con las miserias locales, que viene a morir a Barcelona en una fuga vana».
Y por último, Territorios vigilados, que supone —junto a Historia del Triste— la parte final de ésta trilogía. Continuación y consumación natural de La libertad de Italia e inseparable de ella, la terminó Horacio en 1987. En esta novela nace Joan Romeu, que aparecerá más tarde en lugares destacados de Los últimos tiempos y La pérdida de la razón. También nace en este libro un narrador, una mirada, aún sin nombre: el tiempo convertiría esa mirada en la de Vero Reyles, coprotagonista con Joan Romeu de las dos obras mencionadas y narrador de Frontera Sur, El soldado de porcelana y otros relatos.
Constituye una reflexión de Horacio sobre distintos momentos de la historia reciente de Argentina. Juan José Millás, en la presentación de la novela en Madrid, destacó la capacidad de Horacio «para comunicar con todos los lectores sin renunciar a las claves tradicionales de su obra, que incluyen su gran capacidad de asimilación de las grandes líneas de la novelística europea. A pesar de que su sustento es político, la novela, gracias a la honestidad intelectual y literaria de Vázquez-Rial, no es una novela de izquierdas o de derechas, sino un libro en el que la ambigüedad moral es consecuencia de la propia historia que se describe».
Se trata de una novela que se mueve constantemente en los angostos bordes en que lo real desafía a lo verosímil. Nadie puede afirmar sobre qué íntima trama se desanudan las cosas, pero nunca es el azar el que mueve los títulos de la historia.
En 1974, Miguel Arellano muere asesinado en el Hotel Oriente de Barcelona. Doce años después, Joan Romeu regresa a Buenos Aires para ajustar las cuentas con su pasado. La venganza se presenta como mera excusa para relacionar dos acontecimientos que terminan conjugándose en una broma donde la violenta realidad enturbia el regocijo.
Todo parece estar hecho de la materia de los sueños. Todo parece tener el esplendor fugaz de lo imprevisible. Todo parece dibujar el ambiguo gesto de la muerte. Todo parece escapar al vigilado territorio de la realidad.
La libertad de Italia
Para José Agustín Goytisolo
¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para que exista también una sociedad secreta que alcance tanto poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda. Creo que no se me puede pedir más sinceridad en este momento. Vea que por ahora lo que yo pretendo hacer es un bloque donde se consoliden todas las posibles esperanzas humanas. Mi plan es dirigirnos con preferencia a los jóvenes bolcheviques, estudiantes y proletarios inteligentes. Además, acogeremos a los que tienen un plan para reformar el universo, a los empleados que aspiran a ser millonarios, a los inventores fallados…, a los cesantes de cualquier cosa, a los que acaban de sufrir un proceso y quedan en la calle sin saber para qué lado mirar…
ROBERTO ARLT,
Los siete locos, 1929
… las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado,
y de la libertad de Italia…
CERVANTES,
El licenciado Vidriera
[1 de marzo, 1984]
22.30, Marga
ya que, si bien no esperaba encontrarla aquí —sobreviviendo en un turbio cabaret de la misma Barcelona a la que, pronto hará diez años, llegó en busca del hombre en cuya compañía se había prometido sumirse en la paz del anonimato, eludir la inquisitiva mirada del mundo, apartarse de las generales desgracias, y del que sólo halló el cadáver, tendido en la morgue del grisáceo edificio de la calle Casanova, con los ojos inútilmente abiertos, negada como le estaba ya para siempre la visión del deseado sol de Italia; sobreviviendo sin siquiera un espacio en los sueños para reconstruir la imagen de un escenario que pudo alguna vez haberles pertenecido, un rincón de sombra fresca en las siestas del verano, un rincón en que las voces ajenas, las voces de fuera del amor, hubiesen sonado leves y lejanas, un rincón en que la incesante querella de la especie no se hubiese reflejado sino como ligerísima agitación de amparadoras cortinas: tal vez eso fuese la libertad—,
tampoco me sorprende verdaderamente, no acaba de salirse de lo previsto, ni siquiera de lo previsible: sobrevivientes hay por todas partes
—no es menos extraño el que yo haya entrado a un local como éste, un reducto por completo distante de las rutas de la costumbre, que el que sea ella quien se me acerque, profesional, con una sonrisa dura, ciega de indiferencia, reiterándose en el texto gastado de su personaje, y que tarde inacabables minutos en darse cuenta de que ante ella hay alguien que conoce: yo, diez años después, es cierto, con el pelo más blanco, es cierto, pero yo en última instancia, otro sobreviviente: el dueño, posiblemente, de una parte de su biografía que ella ignora: un hombre que ha estado cerca de él en sus últimos tiempos, aunque no en sus últimos días, pero, eso sí, alguien con algo que decirle acerca de horas que ella no presenció—,
y más aún sobrevivientes ansiosos, gente para la que su propia vida es del todo misteriosa, gente que ha pagado por sobrevivir, precisamente, el precio del silencio, de la oscuridad, del olvido: no saber y no preguntar
—porque quién sabe a quién se pregunta en torno de cosas tan inconvenientes como las que desde entonces, y aun antes de aquellos días, se han venido sucediendo en ese hacer sin objetivo aparente, sangriento, doloroso, incomprensible, que los más optimistas llaman historia: ella no sabe bien cómo, ni por qué razón, ha llegado hasta aquí: creyó conocer su rumbo hasta que la muerte del otro, el súbito perecimiento de la explicación de sus actos, la echó sobre una realidad sin respuestas, una realidad sorda, amnésica, transformada por una ausencia en ausencia, una realidad que nada revelaba a su voz interrogativa, un presente pétreo, inconmovible, infinitamente quieto bajo los golpes insistentes, irritantes, inagotables, de los puños de los derrotados—,
no
confesar a nadie que lo único que necesitan para alcanzar cierta calma, para mejor tolerarse a la hora del espejo, es el relato de los pasos dados por este o aquel sujeto, en el curso de dos, tres, quizá siete días remotos: días previos a una muerte o a un tránsito, a otra nada igualmente irreversible: el relato, las más veces, de pasos propios no recordados, o de pasos de un íntimo callado: un relato con exactitudes, fechas, horas, movimientos, pensamientos, decisiones
no aquí, tal vez, pero era inevitable que nos encontráramos, que nos reconociéramos, que nos miráramos, que empezáramos a hablar con larguísimos rodeos, alusiones llenas de miedo, eufemismos, piruetas, para terminar hablando de todo, de cómo eran las cosas cuando eran, de cómo eran los sueños cuando eran, cuando se vivía en ellos; de modo que voy a decirle a alguien lo que hasta aquí he venido guardando: voy a contarle a Marga cosas que vi, y cosas que me confiaron, y cosas que me dejaron oír para que también las tuviera en cuenta, por si las moscas: aunque me dé miedo contarlo, aunque no tenga más motivo para contarlo que una inquietud en ella que ya es parte de su persona, aunque en realidad no sepa nada exactamente y no ponga sobre la mesa, entre nosotros, más que una suposición, mi suposición, el conjunto de los hechos que me parece recordar y que quizá tan sólo imagine, para que Marga lo despiece y adapte minuciosamente cada trozo, cada luz y cada sombra, a los huecos de su pasado, que nadie más conoce, rellenándolos, haciendo finalmente sostenible la trama de su memoria, el retrato de él que, como todos, fue elaborando con el paso del tiempo: un retrato más o menos piadoso, más o menos heroico, más o menos triste de Arellano, que murió tan distinto: borrado, eso sí, sin remedio, el primer retrato, el del Arellano que ella viera en su adolescencia, el que todavía no había pisado una prisión ni proyectado un viaje: aquel retrato está ya deshecho, no aparece jamás por ningún resquicio del discurso, se ha hecho otra cosa, algo diferente de un retrato: la presencia constante de lo que fue una posibilidad, el fijo perfil en negro de un hombre que no llegó a ser, extraviado su plan entre los extraviados planes de todos, sometido a un curso de acontecimientos que fue como una ingloriosa colectiva desviación de lo esencial, una historia que la revolución que venga, niña pródiga en busca de su casa paterna, tendrá que desmentir y suplantar para otorgarse antecedentes, orígenes en alguna conciencia: el retrato inicial, la posibilidad, el momento irrepetible que precede a un porvenir individual, todo ello estaba ya perdido cuando se inclinó por la actitud del común, la rebelión sin medida contra un estado de cosas llamado a conservarse hasta más allá de toda violencia, un estado de cosas que se perpetuaría, agravándose, hasta mucho más allá de la aniquilación de su último enemigo: los rostros posteriores, los que Marga presenció mes tras mes, año tras año, en el lustro que duró la doble transición de Arellano, de jovencísimo a hombre sin edad, y de hombre sin edad a hombre con alguna esperanza, con algún propósito, con alguna decisión a ejercer: los rostros sucesivos que, al cabo, se desleyeron en la inexpresión del yacente, serán los que acudan a su mirar, completando lo que de mí escuche,
[agosto, 1974]
En la guerra, a los hombres no se les mata por
su personalidad, sino por el lugar que ocupan.
GABRIEL VERALDI,
L’affaire
Arellano
por qué si en el principio, en el plan sin plan de su existencia, todo había sido viaje, todo estaba llamado a ser viaje, él se había detenido, había hecho tan larga escala en aquella guerra; más aún: había regresado al lugar de su partida para entrar en aquella guerra. Arellano ya no se preguntaba si sería posible hundirse en el olvido, marchar llevándose el rostro, los detalles acumulados por los años en la memoria de los otros, así como tampoco se preguntaba ya cuándo había caído en la red, ni cuándo su perezosa conciencia le había revelado la comisión, en algún instante pasado del que no quedaba huella, de un error esencial que ahora venía a viciar los actos y los gestos de cada día, a ponerlo todo —proyecto, movimiento, sentido último— en tela de juicio: perdido primero entre los nombres y las voces de aquellos que encarnaban una política de apariencia fluyente e inmóvil realidad —repetición, perpetuación—, la violencia había tenido en sus comienzos todo el feliz aspecto de una verdadera solución en la angustiosa continuidad de los acuerdos que, hacía tanto, mantenían idénticas relaciones entre los hombres, prolongaban un dominio igual; pero, para el caso, convenía aún la muy citada máxima del estratego prusiano: aquella guerra, en la que había entrado tomándola por suya, prolongaba en su sordo, miserable curso, los pactos, las concesiones, las sonrisas que servían de fondo a las mutuas entregas de chivos expiatorios y camaradas molestos —de uno a otro pugnante, y viceversa—, y que facilitaban la indefinición, la elusión de una aclaradora batalla: aquella guerra prolongaba según sus medios la política a la que correspondía, la política que la había engendrado: en una y en otra, los fines de cada maniobra quedaban fuera del alcance de la vista, y el poder —no el ejercicio más o menos conspicuo de cargos y direcciones, sino el poder real— permanecía en las sombras, muy por encima, seguramente, de las partes en declarado conflicto
sabía —lo había sabido siempre— que, desde que tomara una decisión —y la había tomado hacía seis, quizá siete meses— en adelante, no podría permitirse un solo paso en falso, un solo descuido, hasta encontrarse muy lejos, y que aún entonces debería perseverar en su vigilancia, acordar su régimen de vida a normas cuyo aprendizaje le había resultado extraordinariamente difícil, normas para la supervivencia, irremediables y definitivas pautas rectoras de lo cotidiano: su salida del país de la guerra, cierto destino que ensoñaba, la final libertad, dependían de su capacidad para permanecer invisible, olvidado, fuera del alcance del rencor de amigos y enemigos
—rencor, en última instancia, de todos, por cuanto, una vez fuera de la contienda, a los enemigos eternos, los verdugos, los jefes visibles y los soplones invisibles de los servicios de información, vendrían a añadirse aquellos a los que debía seguir llamando compañeros en tanto permaneciera entre ellos—:
su salida del país de la guerra, cierto destino que ensoñaba, la final libertad, dependían de su capacidad para hacer de la clandestinidad absoluta y sin regreso, si no un ideal, al menos una forma de estar en el mundo considerablemente más tolerable, considerablemente más
ya que Italia era la fantasía perseverante, la constancia de ciertas imágenes: Italia, donde era tan sencillo, o tan complicado, perderse, esfumarse, pasar a formar parte de la niebla, de los muros, de la luz, como en cualquier otra parte, pero donde alguna vez había sido feliz, o casi feliz, cuando todavía los viajes no eran sino viajes, cuando todavía no había lugar alguno que fuese de simple tránsito, cuando sus compromisos con lo que él prefería seguir llamando —no sin cierta amargura— la militancia armada no eran más que esbozos de lo que darían en ser, cuando aún no habían excedido el terreno de las conversaciones, de las propuestas, de las medias palabras, cuando aún no había entrado en el ámbito de los hechos irreversibles: y después de Italia, había regresado a Buenos Aires sin saber por qué, puesto que le tenían sin cuidado los burdos tópicos del nacionalismo, la torcida visión de Europa que lo que en la Argentina se suponía izquierda había elegido adoptar; seguramente, no había sido del todo ajena al retorno una concepción desfigurada o poco precisa de la dignidad, la misma que, sumada a una intolerancia que le inducía a creer que cualquier cosa era preferible a la mediocridad sustancial y autosuficiente de la vida porteña, le había llevado a ingresar en el juego de los héroes, de los esclarecidos, de los escogidos y señalados por el dudoso dedo de Dios: una idea de la dignidad y una idea de lo cotidiano en los fundamentos del cambio de una existencia gris por una existencia gris y sangrienta: la misma falta de razones y la misma pasión idiota que ahora imponían una identificación del nombre de Italia con una confusa visión de la libertad: cierta afinidad inexplicada, cierto amor literario por unos nombres, unos rincones, unos colores, asociados quién sabe por qué a la ausencia de responsabilidades extremas, a la exención de agobiantes obligaciones que no pertenecían en rigor a persona alguna individual, sino a una función prevista en vasto plan de superior y desconocido origen: Italia, la vida libre de Italia, a la vuelta de dos, a lo sumo tres meses: a la vuelta de dos, tres meses, Arellano alejándose, desvaneciéndose en el recuerdo, en los comentarios de los otros, gente habituada a una noción del tiempo en que sesenta días, o nueve semanas, constituían un largo período, la duración de una vida, la distancia que podía separar a alguien del final, la ceniza, la nada: dos, tres meses,
[27 de octubre, 1974]
Tienes que verte morir
Para saber que aún vives
PAUL ÉLUARD,
Chanson complète
20.00, Arellano
que ese día que se deslizaba con odiosa parsimonia era el 27 de octubre, que, en una semana, tal vez poco más, se reuniría con Marga en un hotel de Barcelona, y que, en consecuencia, el dado había empezado a rodar: Otálora no tardaría en llegar
—probablemente estuviese haciendo tiempo en algún bodegón cercano, esperando la hora en que debía entregar el dinero: las órdenes eran estrictas y, por la seguridad y el bien de todos, repetía incansablemente el compañero Armando, tenían que cumplirse rigurosamente: Otálora era un convencido: escuchaba y asimilaba sin asomo de rubor cuanta estupidez ritual barbotara un cuadro, un jefe: escuchaba, sin salir de su palidez de iluminado ni moverse en el interior de su traje demasiado grande, sentencias acerca de la moral individual, el hombre nuevo, el sacrificio imprescindible: ignoraba de plano la vergüenza ajena: iría hasta el final: era un muerto—,
no tardaría en llegar a la