La prisionera del jeque
Por Tara Pammi
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Zafir Al Masood, el nuevo rey de Behraat, no había hecho nada tan difícil como abandonar a una neoyorquina increíblemente apasionada, Lauren Hamby. Él se debía a la política de su país, y su aventura con Lauren había sido el único momento verdaderamente bello de toda su vida.
Pero, cuando descubrió que Lauren iba a tener un hijo suyo y que pretendía mantenerlo en secreto, la encerró en su palacio. A diferencia de él, su hijo no quedaría relegado a ser el hijo natural de un rey. Pero solo había una forma de impedirlo: casarse con ella.
Tara Pammi
Tara Pammi can't remember a moment when she wasn't lost in a book, especially a romance which, as a teenager, was much more exciting than mathematics textbook. Years later Tara’s wild imagination and love for the written word revealed what she really wanted to do: write! She lives in Colorado with the most co-operative man on the planet and two daughters. Tara loves to hear from readers and can be reached at [email protected] or her website www.tarapammi.com.
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La prisionera del jeque - Tara Pammi
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Tara Pammi
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La prisionera del jeque, n.º 2592 - diciembre 2017
Título original: The Sheikh’s Pregnant Prisoner
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-536-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
HABRÍA muerto? ¿Podía morir una persona tan fuerte y excepcional como Zafir? ¿Era posible que el hombre con quien había compartido dos meses de intimidad y alegría hubiera desaparecido de repente?
Lauren Hamby se llevó la mano al estómago, angustiada. Llevaba dos días así. Cuanto más miraba la bella capital de Behraat y la destrucción que había sufrido durante las recientes revueltas, más pensaba en él. La respuesta que había estado buscando se encontraba en aquellos edificios llenos de historia. Lo sentía en los huesos.
Solo tenía su nombre y su dirección, pero estaba decidida a descubrir qué había sido de aquel hombre que había llegado a ser algo más que un amante para ella.
Los suntuosos y bien cuidados jardines parecían fuera de lugar en el sombrío silencio de la ciudad. Las relucientes aguas del estanque, de bordes de mosaico, reflejaron su imagen cuando pasó entre los árboles que lo flanqueaban y el césped exquisitamente cortado, más nerviosa que nunca.
Tras subir una escalera de mármol, se encontró en un enorme y lujoso vestíbulo circular con unas macetas gigantescas donde se alzaban varias palmeras. Al verlas, Lauren no pudo evitar una sonrisa. Aquel sitio era tan bonito que adormecía parcialmente su dolor durante las horas diurnas; pero el dolor volvía de noche, implacable.
Veía a Zafir en todos los hombres altos que se cruzaban con ella, y todas las veces se acordaba del orgullo y el afecto que había en su voz cuando le enseñó una fotografía de Behraat, su ciudad natal.
–¿Vienes, Lauren?
Al oír la voz de su amigo, se giró. David había ido a Behraat para cubrir la noticia de las recientes revueltas.
–Deja de grabarme –protestó–. Dudo que mi presencia añada nada a tu reportaje.
Lauren echó un vistazo a su alrededor y avanzó hacia el mostrador de recepción. Las suelas de plástico de sus zapatos no hacían ningún ruido en el suelo de mármol. Un segundo más tarde, la puerta del ascensor se abrió y dio paso a seis hombres que llevaban la túnica tradicional del país. El más alto del grupo, que estaba de espaldas a ella, se dirigió a los demás en árabe. David los grabó con sumo interés y, justo entonces, el alto cambió de posición.
Lauren se quedó helada cuando lo vio.
Era Zafir.
No estaba muerto.
Se sintió tan aliviada que quiso correr hacia él, arrojarse a sus brazos y acariciarle la cara; tan aliviada, que habría sido capaz de hacer cualquier locura.
No había muerto. De hecho, parecía más tranquilo y relajado que nunca. Llevaba un turbante rojo y blanco que enfatizaba la dureza de sus rasgos, y hablaba con una seguridad impresionante, como si nunca hubiera estado mejor. Pero Lauren no había tenido noticias suyas en seis semanas.
Avanzó hacia el grupo, consciente de que su camiseta de manga larga y sus pantalones anchos no encajaban precisamente con las costumbres culturales de Behraat. El hombre que estaba más cerca de ella la vio y alertó a sus compañeros, que se giraron uno a uno.
Zafir la miró a los ojos, y Lauren sintió el explosivo deseo que había dominado su relación desde el principio. Pero Zafir no parecía contento de verla. No parecía ni sorprendido. Y, desde luego, tampoco parecía que se sintiera culpable.
Lauren lo maldijo para sus adentros. Había derramado mil lágrimas por él, se había preocupado hasta la desesperación, y él se comportaba como si su desaparición no tuviera la menor importancia.
Súbitamente, aparecieron dos hombres armados que se pusieron junto a Zafir. El desconcierto de Lauren fue mayúsculo. ¿Su amante tenía guardaespaldas?
Zafir caminó avanzó lentamente. La embriagadora fuerza de su masculinidad, que ella conocía en el sentido más íntimo, la mantuvo inmóvil hasta que él se detuvo a un metro de distancia, inclinó la cabeza y dijo:
–¿Qué hace en Behraat, señorita Hamby?
Ella parpadeó.
¿Señorita Hamby? ¿Le hablaba de usted y por su apellido, como si no se conocieran? ¿Después de lo que habían compartido?
–¿Eso es todo lo que tienes que decir? –replicó, dolida–. ¿Desapareces de repente y no se te ocurre nada más?
Los dorados ojos de Zafir brillaron un momento, pero mantuvo el aplomo.
–Señorita Hamby, si tiene alguna queja sobre mi persona, pida una cita –replicó–. Como los demás.
–¿Una cita? Me estás tomando el pelo, ¿no?
–No, en absoluto –él dio un paso adelante y la miró de un modo extraño que ella no supo interpretar–. No montes un espectáculo, Lauren.
Las palabras de Zafir la devolvieron brevemente a su infancia, cuando siempre le decían: «No montes una escena, Lauren». «No llores, Lauren». «Crece de una vez, Lauren». «Tienes que entender que el trabajo de tus padres es importante».
Sin darse cuenta de lo que hacía, alzó una mano y le pegó una bofetada que resonó en el vestíbulo como un trueno. Los guardaespaldas se acercaron rápidamente y gritaron algo en árabe que ella no entendió, pero eso no la dejó tan desconcertada como su propio comportamiento. ¿Qué había hecho?
Los largos dedos de Zafir se cerraron sobre sus brazos.
–Eres la mujer más…
Zafir no terminó la frase. Contuvo su ira y la soltó de inmediato, recuperando su indiferencia anterior.
–Déjenoslo a nosotros, Alteza –dijo uno de sus hombres.
¿Alteza?
Lauren tragó saliva, sin entender nada. Zafir dio una orden en árabe a los guardaespaldas, que retrocedieron al instante, y se dio la vuelta.
–Espera, por favor –dijo ella.
Zafir no le hizo caso; regresó al ascensor sin mirarla ni una sola vez. Lauren intentó seguirlo, pero los guardaespaldas se interpusieron en su camino y se lo impidieron.
¿En qué tipo de pesadilla se había metido? ¿Y dónde estaba David?
Aún se lo estaba preguntado cuando apareció un hombre de edad avanzada que habló con uno de los guardaespaldas.
–¿Qué está pasando aquí? –dijo ella, asustada.
El anciano la miró con frialdad.
–Que está detenida por atacar al soberano de Behraat –contestó.
Zafir Al Masood salió de la cámara del Consejo Real con cara de pocos amigos. Su enfado debía de ser evidente, porque hasta los miembros más audaces del Consejo se apartaron de su camino.
No podía creer que lo hubieran sometido a un interrogatorio tan indignante. Querían saber quién era la joven del vestíbulo. Querían saber cómo era posible que una estadounidense tuviera una relación tan familiar con él. Querían saber si tenía intención de occidentalizar Behraat y, sobre todo, si iba a traicionar a su país por una simple mujer, como el hombre que estaba en esos momentos en coma, su padre.
Frustrado, entró en el ascensor y pulsó el stop cuando se cerró la puerta. Los espejos de las paredes reflejaron su imagen, obligándolo a mirarse y a tragarse de nuevo su amargura, como había hecho durante seis años.
¿Aún creían que se parecía a su padre, el gran Rashid Al Masood, el hombre que solo lo había reconocido como hijo tras darse cuenta de que necesitaba otro heredero gracias al corrupto Tariq, su hermanastro? ¿No iban a permitir nunca que lo olvidara?
En otra época, habría dado cualquier cosa por oír que la sangre de Rashid corría por sus venas; pero las cosas habían cambiado. Ahora estaba viviendo la vida de su padre y pagando por sus errores.
Zafir maldijo al Consejo en voz alta. Si la elección del soberano de Behraat no hubiera dependido de sus miembros, Tariq no habría llegado al trono; y si alguno de ellos hubiera protestado durante su régimen, Behraat no habría terminado en una situación tan catastrófica. Por desgracia, estaban demasiado ocupados llenándose los bolsillos mientras Tariq destrozaba las relaciones diplomáticas con los países vecinos y rompía acuerdos de paz.
¿Cómo se atrevían a dudar de él después de lo que habían hecho? El origen del problema estaba en la estricta segregación tribal del país, y eso no era culpa suya, sino de su padre.
Zafir había entrado en la sala del Consejo con intención de ponerlos en su sitio. Nunca había querido que Rashid lo nombrara heredero, pero no podía dar la espalda a Behraat. Su sentido de la responsabilidad se lo impedía; un sentido de la responsabilidad que también había heredado de él. Y eso era todo. Su padre no le había dado ni amor ni motivos para sentirse orgulloso. Ni siquiera había sido capaz de hablarle de su madre.
Irritado, desbloqueó el ascensor y se bajó en la planta adonde habían llevado a Lauren. Momentos después, la estaba viendo en el monitor de seguridad de una antesala.
Zafir la deseó con todas sus fuerzas. Estaba sentada, con las manos sobre la mesa, mordiéndose el labio inferior. Se había quitado el pañuelo que llevaba en la cabeza, y su melena de color azabache le tapaba parcialmente la cara. Parecía más pálida que la última vez, y tenía unas ojeras que deslucían la belleza de sus ojos negros. Pero no había perdido la expresión desafiante.
Los guardias la habían encerrado y habían confiscado sus pertenencias. Atacar al soberano era un delito muy grave, y las pruebas que habían descubierto desde entonces no hablaban precisamente en su favor.
–Ha intentado tenderte una trampa –dijo