Yo también sufrí bullying
Por Nacho Guerreros y Sara Brun
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Yo también sufrí bullying muestra todas las caras del acoso escolar a través del relato de las víctimas y sus familias con la colaboración de los expertos que trabajan para combatirlo. Una obra íntima que habla del dolor y del miedo, desde la cercanía, la implicación y la intimidad de las historias contadas en primera persona, y que, por encima de todo, es una guía útil para las familias, que ofrece pautas para la prevención, la detección, el tratamiento y las vías de solución, para que el lector comprenda cómo puede implicarse en la lucha contra esta peligrosa lacra social, que afecta a uno de cada cuatro niños escolarizados en España.
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Yo también sufrí bullying - Nacho Guerreros
Introducción
El título no puede ser más explícito, yo, Nacho Guerreros, también fui víctima de bullying cuando tenía trece años, el peor año de mi vida. Pero esta obra no habla, o no solo habla, de mi experiencia personal. No es mi visión o mi opinión, racional o visceral, ni la de mi compañera en este proyecto en el que nos hemos dejado la piel, la periodista Sara Brun, sobre el acoso, sino un intento de colocar este asunto en el centro del debate social. Porque los niños acosados lo están pidiendo, en el peor de los casos, con el desgarro de una nota de suicidio.
Nuestra sociedad ya ha tomado conciencia sobre la necesidad de prevenir los accidentes laborales, de mejorar la educación vial para reducir la siniestralidad en las carreteras, de aspirar a cotas de igualdad y respeto para combatir la violencia machista, y pensamos que ha llegado el momento de dar a conocer la problemática del bullying para hacer un diagnóstico adecuado y establecer, entre todos, padres y madres, niños y adolescentes, profesores, psicólogos, pedagogos, defensores del menor, abogados, jueces, policías, agentes tutores de la policía municipal, legisladores, políticos, técnicos de la administración educativa… Entre todos, conseguir acabar con esta lacra que afecta, en España, a uno de cada cuatro menores en edad escolar.
El libro que tienes entre las manos intenta, de manera honesta, dar voz a todos los afectados por una situación de violencia como el acoso escolar: a las víctimas y a los acosadores, a las familias de unos y otros, a los profesores, tutores, psicólogos y pedagogos, a la comunidad educativa, a toda la sociedad, de hecho. Recoge el trabajo realizado en dos direcciones: por un lado, el compendio de testimonios de víctimas con las que hemos compartirdo su dolor, su indignación y su frustración. Y por otro, la recopilación de las opiniones de expertos en psicología y educación en general, y en el acoso escolar en particular. Profesionales destactados, pero también personas sensibilizadas que se han unido para reivindicar soluciones. Es este libro encontraréis pautas de detección precoz de acoso y herramientas para ponerle freno, historias personales de superación y también algunos ejemplos de cómo no hacer las cosas.
Creo que la mayor dificultad con la que nos hemos encontrado es que el bullying está lleno de tabúes, parece que en torno a él se impone una ley del silencio en cumplimiento de la cual prácticamente nadie está dispuesto a dar su testimonio, y menos si no es desde el anonimato.
Así que desde aquí queremos dar las gracias a todos los valientes que nos dejaron entrar en sus vidas y nos brindaron sus experiencias. A Victoria, a Carlos, a Lucía, a Víctor y a Miguel, quienes, entre muchos otros, algunos niños, adolescentes y otros en edad adulta, son o han sido víctimas de acoso escolar con los que hemos compartido su día a día. Todos ellos son también protagonistas de esta obra. Para entender un problema hay que vivirlo y esa fue la primera premisa a la hora de encarar este trabajo. Hemos compartido con ellos y sus familias sesiones de terapia, tristeza y esperanza, ilusiones y sueños. Hemos acompañado a algunos padres a la salida del colegio para entender desde dentro qué es esperar a tu hijo con el corazón en un puño sin saber cómo le habrá ido el día.
Por el camino nos hemos encontrado con profesionales que llevan años trabajando para dar solución a este problema y que no son suficientemente escuchados. Ellos conocen, mejor que nadie, cuál es la situación real del acoso escolar en España, y el panorama es desolador. Por lo que este libro, además de los testimonios de las víctimas, también cuenta con una importante parte «teórica» con la que esperamos que el lector entienda exactamente en qué punto estamos con respecto al acoso escolar o bullying.
Puesto que las voces no son las nuestras, las de los autores, quisiéramos agradecerles, al principio, y no al final, como suele ser habitual, su colaboración a las siguientes personas y asociaciones:
Gracias a Iñaki Piñuel, psicólogo, profesional de referencia en la investigación y el abordaje del acoso y a Araceli Oñate, directora del Informe Cisneros X, el estudio más representativo sobre acoso y violencia escolar en España por vuestra labor, por el tiempo que nos habéis concedido enseñándonos la realidad del bullying, por todas las aportaciones y por el Informe Cisneros X.
Gracias a la Fundación ANAR, Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo, por compartir con nosotros la gran labor que desarrollais desde hace casi cincuenta años, por ser la organización de referencia en materia de acoso, por el ingente esfuerzo en investigación de todas las amenazas a las que se ve sometida la infancia, y muy especialmente, por el rigor de vuestros informes y estudios sobre bullying y ciberbullying.
Gracias a la Cooperativa de Iniciativa Social Kamira, de Navarra. Vuestra relación constante con niños, niñas y adolescentes hace que las aportaciones de vuestros profesionales sean imprescindibles a la hora de entender de qué va esto del acoso escolar.
Gracias a AMACAE, Asociación Madrileña Contra el Acoso Escolar, por abrirnos las puertas de vuestra asociación y dejarnos acompañaros en el día a día. Muy especialmente gracias a M.ª José Fernández, presidenta de la asociación y a M.ª del Mar Valdeita, vicepresidenta.
Gracias a AIPIS, Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio. Vuestra presencia en esta obra era imprescindible para llamar la atención sobre algo tan preocupante como el suicidio entre menores y adolescentes. Sobre todo gracias a Javier Jiménez y a Montserrat Montes, presidente y vicesecretaria, respectivamente.
Gracias a Inés Gasca Beltrán, psicóloga y orientadora. Cuando estábamos perdidos sin saber cómo darles voz a los centros educativos, tú nos ofreciste la solución.
Gracias a Teresa Martínez-Arrieta, psicóloga infantil, por tus palabras y por dejarnos asistir a esas sesiones con Víctor que nos encogieron el alma.
Gracias a Alicia Melero-Vallejo, doctoranda en Lingüística Cognitiva y Psicolingüística por la Universidad Autónoma de Madrid, por sus aportaciones en el capítulo del acosador.
Gracias a Jero García presentador del programa Hermano Mayor en Cuatro y director de la Escuela de Boxeo, por compartir con nosotros tu experiencia y tu punto de vista.
Gracias de nuevo y un caluroso abrazo a nuestros valientes, M.ª del Mar , Victoria, A M.ª José, Miguel, Carlos Alonso, Lucía Álvarez, Vanesa y Víctor. Gracias por compartir vuestra vida, vuestras experiencias, vuestro dolor y vuestras esperanzas en un futuro mejor con nosotros.
Finalmente nos gustaría dar las gracias a todas aquellas personas que no aparecen identificadas en esta obra por respeto a su voluntad pero que han querido compartir con nosotros sus vivencias, experiencias y confesiones.
Prólogo de Jordi Sánchez
«No pasa nada. Siempre ha existido». «No es bueno vivir entre algodones». «Así también aprenden. Es la vida. Nadie se muere por esto».
Cientos de veces he escuchado decir estas frases o similares, en lo que respecta al acoso continuado, ya sea físico o psicológico, al que se somete a un miembro de la clase por parte de un grupo de amables compañeros.
Una cosa sí es cierta, y es que siempre ha existido. Todos tenemos en mente al pobre chaval de nuestra clase, si es que no éramos nosotros mismos, al que un grupo numeroso de perlas, humillaba, golpeaba y ofendía, durante días, meses, o un curso completo. Hasta que de repente, si la cosa no iba a mayores, le dejaban tranquilo e iban a por otro, y por fin el chaval volvía a respirar en paz. El niño de mi colegio al que le hacían eso se llamaba Ricardo. Que le pregunten a él si no pasaba nada.
Que te avergüencen y humillen repetidas veces no tiene nada de bueno, no se saca nada útil, no te arregla nada, ni te hace una persona mejor en el futuro. Ni siquiera más fuerte. A ciertas edades, por no decir a todas, este tipo de actitudes, lo único que hacen es daño. Un daño innecesario. Si pudiéramos evitar algo así, lo haríamos a toda costa, ¿no es cierto? No hay dudas sobre esto. Pues lo mismo sucede con el bullying.
Ricardo, el niño maltratado de mi clase, no fue un chaval feliz en absoluto. Fue un niño triste, asustadizo, solitario e inseguro. Y que le robaran la felicidad durante todo un curso fue una pena y un delito por el que nadie pagó. Ricardo siempre tenía los nervios a flor de piel y se dormía en el aula de puro agotamiento. De noche padecía una especie de insomnio intermitente por el miedo que le daba ir a clase. El sueño constante fue la terrible guinda que provocó que le acosaran todavía más. Maltrato al que se sumaron algunos profesores que no se interesaron por ir más allá, por preguntar, por investigar qué había detrás de tantos nervios, tanta irritabilidad, tanto cansancio, tanta tristeza… y se limitaban a llamarle «vago».
No comparto, en absoluto, la teoría esa de que este tipo de situaciones te ayudan a madurar, a prepararte para la vida, a curtirte. Como si fueras un pedazo de piel de vaca, o qué se yo. Un niño pequeño debe estar entre algodones, porque es entre algodones donde va a poder sentirse seguro. ¡Y punto! Y no debe pasar hambre ni miseria ni frío ni sufrir maltrato alguno. Igual que no hace falta aprender a robar pan cuando tu familia ya te alimenta, no hace falta madurar antes de tiempo. Ya se encargará la vida de darte palos, es inevitable. Evitemos todos los que podamos.
Ricardo tenía miedo de todo, tenía miedo incluso de reírse, por si alguien se metía con él. Y vivió una adolescencia llena de rencor y de desconfianza. Vivió sintiéndose triste. Y eso sí fue una putada, un pecado por el que nadie se sintió culpable, que nadie confesó y además, ya pasó, ha prescrito. ¿Qué necesidad tenía de sufrir así?
En mi colegio y en mi barrio había dos tipos de niños: los que cuando se encontraban un polluelo de gorrión le daban migas de pan y los que le metían un petardo en la boca y le volaban la cabeza para ver lo que pasaba. Entre los amigos de mi colegio y en mi barrio, no se consideraba ni mejor ni peor al del petardo que al de las migas, sencillamente diferente. Y al del petardo mucha gente le consideraba «guay» y muchos le reían las gracias. Y, por supuesto, nunca se sentía culpable. Creo que el mundo se sigue dividiendo entre estos dos tipos de personas.
Y al que no se porta bien hay que hacérselo saber: sancionarle, convencerle y conseguir que cambie. Supongo que se trata de aplicar el sentido común en una edad tan importante en que se sientan los cimientos de los valores que regirán nuestro comportamiento el resto de nuestra vida. Premiar al que lo hace bien y castigar al que lo hace mal. Tan sencillo como eso. Supongo que se trata de educar, que no es fácil.
Jordi Sánchez, actor y guionista. (Antonio Recio en La que se avecina)
-1- Nacho Guerreros: «No dejes que te ahoguen»
Tuve una infancia feliz. Soy hijo único, así que me acostumbré a jugar solo en casa y desarrollé mi imaginación creando un montón de personajes al mismo tiempo.
Mis mejores amigos eran Santi y Mariví, dos hermanos que vivían en el portal de al lado y con los que tenía una relación casi de primos, pasábamos de una casa a otra sin que se supiera nunca donde acabaríamos comiendo o durmiendo.
Supongo que de vez en cuando me portaba mal, como todos los niños, y mi madre, en esos casos, tiraba de esa frase tan presente en la memoria de toda una generación: «Como me quite la zapatilla, verás». ¿Qué tendrían las zapatillas de aquel entonces que surtían un efecto inmediato en nuestro comportamiento? Alguna vez me cayó algún que otro zapatillazo que recuerdo sin ningún tipo de trauma, pero, realmente, no hubo necesidad de emplear mucho ese castigo; yo no era desafiante, más bien me conformaba con casi todo, con la comida, con la ropa…
Era buen comedor; esto no era mérito mío, sino de la rica materia prima de la huerta riojana de mi tierra; me encantaban y me siguen encantando las alcachofas, los espárragos, las coles, los pimientos… Todos esos sabores me resultaban placenteros desde el primer bocado.
Tampoco me quejaba mucho de la ropa que elegía para mí mi madre, o quizás era que ni siquiera sabía que se podía protestar. Me vestía con lo que ella decidía y punto. Además, en invierno y en el norte, el atuendo siempre consistía en jersey grueso y anorak.
No me gustaba jugar al fútbol, pero nunca me consideré un niño raro por eso. Simplemente a mí nunca me apetecía jugar y mis amigos no me presionaban para que lo hiciera. De hecho, las dos únicas veces que metí un gol fue en mi propia portería, en 6.º de E.G.B. A día de hoy, todavía me lo recuerdan y nos echamos unas risas, pero nunca sentí que mis amigos me dejaran de lado por culpa del fútbol. Eran y son mi cuadrilla de siempre, conservo ese sentimiento de pertenencia a un grupo que permanecerá de por vida y que tan bien entendemos los que nos hemos criado en un pueblo.
Hago esta aclaración porque muchas de las víctimas a las que he conocido durante el proceso de investigación de esta obra sí que tuvieron problemas para que les aceptaran por no ser maestros del balón. En mi caso, los de mi cuadrilla nos entreteníamos también sin fútbol, con muchos otros juegos en la calle. Pertenezco a esa generación para que la palabra «calle» era sinónimo de diversión, de libertad y de jugar y charlar con tus amigos. Una generación asilvestrada, que solo cogía catarros de vez en cuando, y para la que mancharse la ropa era el pan nuestro de cada día. Si nos encontrábamos con un pájaro muerto lo enterrábamos y le hacíamos un funeral, lo mismo con una lagartija o con una mosca. Los funerales nos gustaban, metíamos al pobre animal en una caja donde cupiera y le dábamos sepultura con todos los honores. Mis amigos eran mis compañeros de colegio y algunos, además, eran mis vecinos. Vivíamos en el casco antiguo, junto a la catedral, en la parte más baja de Calahorra, un pueblo de veinticinco mil habitantes de La Rioja. El río pasaba al lado de casa, por lo que ir a jugar y a bañarnos en verano también forma parte de mis recuerdos más entrañables. A los nueve años, nos mudamos de barrio y tuve que despedirme de mis dos grandes amigos, Santi y Mariví.
Aunque no dejamos de vernos, ya no era lo mismo. Cada uno tiró por su lado; pero hasta el día de hoy nos une una especie de cordón umbilical irrompible.
No teníamos PlayStation ni videojuegos ni Internet ni falta que nos hacía, y la tele contaba solo con dos canales: la primera y la segunda. Por eso, cuando jugábamos, siempre interpretábamos a personajes reales sin ningún tipo de superpoder, policías y ladrones solían ser nuestras referencias. Este recuerdo me hace reflexionar: cuando yo era pequeño, no quería ser otra cosa que no fuera yo mismo. No quería ser un superhéroe porque no tenía contacto con ninguno y solo admiraba a personas de carne y hueso que, incluso, conocía en persona.
Yo era un niño tranquilo, al que le gustaba dibujar y jugar a hacer televisión. Me apasionaba, entre otros, el programa 1, 2, 3… responda otra vez e imitaba continuamente a Kiko Ledgard o a cualquier presentador o cantante de aquella televisión setentera. Ese es el primer recuerdo televisivo que tengo. Ese y la muerte de Franco. Por aquel entonces estaba a punto de cumplir cinco años, pero creo que a todos los que tenemos más o menos mi edad nos impactó que suspendieran toda la programación en la tele, más incluso que la propia muerte, y por eso tengo tan presente la muerte del dictador.
Desde que nací o, mejor dicho, desde que tuve uso de razón, supe que quería estar sobre un escenario ya fuera como cantante, presentador o actor —decisión que tomé firmemente a los diez años, aunque no se lo conté a nadie—. Mi pasión por la interpretación nació gracias a Estudio 1, de Televisión Española, un programa dramático que emitía representaciones teatrales. Descubrí a actores como Quique Camoiras, Julia e Irene Gutiérrez Caba, José Bódalo, José María Rodero, José Luis López Vázquez, Carlos Larrañaga, María Luisa Merlo, Pedro Osinaga, María Luisa Ponte o Gemma Cuervo. Todos ellos siguen siendo mis referentes profesionales hoy en día.
Yo sabía que quería ser actor, pero nadie de mi familia se había dedicado a nada parecido y entre mis amigos no era ni siquiera una opción, no podíamos soñar con ello. A los trece años se lo dije a mis padres. Fue como decirles que quería ser astronauta.