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Se me va + El Cruce + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3
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Se me va + El Cruce + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3
Libro electrónico426 páginas5 horas

Se me va + El Cruce + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3

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Se me va

Elena Larreal
"Soy una persona muy sociable, aunque mis amigas no existan."

Elena, una esquizofrénica no tratada que habla con sus electrodomésticos, conoce a Román, un chico romántico capaz de hablar con los muertos. Pero también conoce a Hombre Misterioso, un joven que asegura haber absorbido durante el embarazo a su hermano gemelo y que tiene la capacidad de ponerla como una moto. Como pasa con todas las cosas buenas de la vida, Elena tendrá que elegir a uno de los dos. O quizá haya otra salida.

Un novela hilarante protagonizada por tres locos de los que te enamorarás.

+

El Cruce

El Cruce es la nueva novela de ciencia ficción de J. K. Vélez.
Si nunca has leído nada de este autor, échale un vistazo a los primeros capítulos e intenta no engancharte.
Sobre la novela
David es un niño de ocho años que ha perdido a su madre. Una noche sale de casa obligado por una poderosa atracción. Sus pies lo arrastran sin que él pueda evitarlo hacia un turbador encuentro con lo desconocido.
Sigue a David y a su padre en este viaje adrenalínico... si te atreves.
A ver dónde nos lleva todo esto...

Lo que los lectores dirían de esta novela si ya tuviera lectores
- Divertida a rabiar.
- Un viaje alucinante donde la única constante es el cambio.
- Una novela de género que toca todos los géneros sin ser para nada genérica.

Lo que han dicho los primeros lectores
- Un niño especial, situaciones extrañas, un recorrido con sorpresas inquietantes y suspense hasta el último momento. Una estupenda forma de pasar el rato.
Susana Merinero, fotógrafa.

+

El Inspirador Mejorado
J. K. Vélez

¿Qué harías si un día al salir de casa descubrieras que en la de los vecinos hay un perro mecánico de ojos encendidos?
¿Qué pasaría si no fueras capaz de recordar quién eres o si fueras consciente de que una fuerza desconocida intenta borrar tu identidad?
¿Aceptarías convivir durante un mes con cinco extraños un poco locos para hacer realidad uno de tus sueños?
¿Y si tu realidad fuera un sueño de locos un tanto extraño?
Y lo más delirante de todo... ¿Comprarías esta novela para descubrirlo?

Fragmento:

Entonces me acordé del perro metálico.
Ahora, al solete del mediodía, me parecía que debía haber sido un sueño. Aun así, cerré la puerta del coche y me aproximé a la verja con paso indeciso.
Un par de herramientas para el jardín, una piscina hinchable deshinchada, unas cuantas bolas de billar de un billar de juguete... ¿Unas redes de pescar?
Pero ni rastro del perro con ruedas. Sin embargo, al fondo, junto a la puerta de la cocina, distinguí una caseta para perros. ¿Tendría el perro androide una caseta para perros, como los perros de verdad? Los perros androides si llueve se mojan, como los demás. Una caseta sería lo propio, para evitar un cortocircuito en su cerebro positrónico canino.
Pensé en llamar a la puerta, pero de pronto me di cuenta de que no me acordaba de mis vecinos. ¿Quién vivía junto a mi casa?
Entonces tuve la espeluznante sensación de que tampoco mi casa era mi casa.
Y luego descubrí que yo no era yo.

Tres excelentes lecturas que disfrutarás de principio a fin.

IdiomaEspañol
EditorialPROMeBOOK
Fecha de lanzamiento20 ago 2017
ISBN9781370779321
Se me va + El Cruce + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3

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    Se me va + El Cruce + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3 - Elena Larreal

    EL CRUCE

    J. K. Vélez


    Sin título:Users:jkvelez:Documents:Escritor:amazon:j k velez:el cruce:el cruce portada.jpg

    I

    Lo despertó el ruido de la puerta principal al cerrarse. Antes de coger el bate de béisbol de debajo de la cama y salir disparado hacia el salón, tuvo el tiempo justo de mirar la hora en el móvil. Eran casi las cinco de la mañana.

    No encontró ningún intruso en el salón. Tampoco en la cocina. Miró hacia la puerta, preguntándose si lo habría soñado. El pestillo de seguridad estaba descorrido. No había sido un sueño. Alguien había entrado... o salido.

    Corrió hasta la habitación de David derribando un jarrón por el camino y el ruido que hizo el objeto al hacerse añicos contra el suelo coincidió con el crujido en su cerebro al descubrir que su hijo había desaparecido.

    Como Jonathan era psiquiatra y recibía a la mayoría de sus pacientes en casa, lo primero que le vino a la mente fue que alguno de ellos se había llevado a David a la fuerza. Hacía dos años se había ocupado del caso de una mujer, Clarisse Monroe, junto con dos psicólogos y el médico de familia de la paciente. A veces las características del caso obligaban a que los especialistas se coordinaran, formando un equipo multifactorial. Clarisse Monroe había sido diagnosticada en un primer momento de una depresión alucinatoria grave persistente, aparentemente sin causas físicas. Jonathan había entrado en el caso al descubrir, el psicólogo de Clarisse, que la mujer había abusado en su juventud de todo tipo de drogas y fármacos. Sin embargo, en los escáneres cerebrales no se detectaron daños vasculares por cocaína, lo que podría haber explicado las visiones de Clarisse.

    Aquella mujer afirmaba ser capaz de ver, oír y tocar a un niño de cinco años que no existía, el hijo que no vivió, aquel que su cuerpo había expulsado hacía mucho tiempo, en su juventud, cuatro meses antes de lo previsto.

    Clarisse lo había criado durante cinco años sin que nadie detectara que el carrito que paseaba estaba vacío. Hasta que, decidida a educar a su hijo en casa, había entrevistado a un par de profesores particulares. Uno de ellos había flipado lo suficiente como para llamar a la policía.

    Estaba claro que Clarisse habría sido una candidata más que lógica para ser la raptora de David... si no se hubiera suicidado unos meses atrás.

    Jonathan volvió a su habitación para coger el móvil. Se lo metió en el bolsillo del pantalón del pijama de donde seguramente saldría volando en cualquier momento, atravesó la casa aún con el bate en las manos y abrió la puerta de la calle.

    Miró hacia ambos lados esperando ver a alguno de sus pacientes subiendo a su hijo en un siniestro coche negro pero la calle aparecía desierta en ambas direcciones.

    La otra opción era que sus suegros hubieran enloquecido de dolor y hubieran decidido arrebatarle al niño, lo único que les quedaba de su Lois. Pero eran personas cabales y veían al chico a menudo. Nunca habían demostrado un comportamiento anómalo. Y Jonathan vivía de los comportamientos anómalos. Detectaba ese tipo de cosas. Sus suegros no se llevarían a David en mitad de la noche.

    Jonathan caminó hasta el centro de la calzada y miró impotente otra vez hacia ambos lados. Cogió el móvil y cuando iba a llamar a la policía pensó que quizá nadie lo hubiera raptado. Su hijo tenía ocho años y aunque nunca había sido sonámbulo, acababa de perder a su madre. Bueno, eso no era exacto. Acababa de perder a la mujer que él creía que era su madre, lo cual venía a ser lo mismo para el niño. Quizá había tenido una pesadilla y había decidido salir en busca de Lois. Quizá había olvidado por un momento que estaba muerta.

    O quizá ella había salido de la tumba para llevárselo.

    —¡David! —Gritó, deseando que su hijo saliera de detrás de unos contenedores y le evitara automedicarse de por vida.

    —¡Papá! —Le llegó la respuesta.

    —Gracias a Dios.

    La voz provenía de la calle lateral. Jonathan detectó temor. Alzó el bate y corrió a su encuentro.

    David estaba lejos, casi al final de la nueva calle. El silencio de la noche había amplificado su voz y le había hecho creer que encontraría a su hijo a dos pasos de casa.

    Al menos, el niño no estaba acompañado. Nadie intentaba llevárselo. Caminaba por el centro de la calzada, alejándose de Jonathan por su propio pie.

    —¡Papá! —Volvió a gritar el niño, cada vez más asustado.

    En unas cuantas zancadas de zapatillas de andar por casa, Jonathan alcanzó a su hijo. David le sonrió, se alegraba de verlo. Pero no detuvo sus pasos. Jonathan acomodó el suyo al del chaval, como si estuvieran paseando tranquilamente y no hubiera nada extraño en la situación.

    —Has cogido el bate —observó el chiquillo al verlo.

    —Pensaba que te habían raptado.

    —Algo así.

    —¿Se ha colado alguien en tu cuarto?

    David se rio nerviosamente.

    —No, papá. No se ha colado un chalado en mi cuarto. Pero no puedo parar.

    —¿Qué quieres decir?

    —Mis piernas. Se mueven solas. No las puedo detener.

    —Eso es raro.

    —Pero es verdad.

    —Inténtalo. Páralas.

    Juntos habían llegado a una intersección en la que, a otra hora del día, había suficiente tráfico como para preocuparse de unas piernas que desobedecían a su dueño. Pero a las cinco de la mañana, la carretera aparecía igual de desierta que lo había estado la calle residencial.

    —Lo llevo intentando desde que me han sacado de la cama, pero no me hacen caso —dijo David, con resignación.

    —Está bien, apliquemos la lógica —Jonathan se preguntó qué pensaría alguien que los viera a los dos andando por ahí en pijama a las cinco de la mañana, el más alto de los dos sosteniendo un bate de béisbol. —¿Qué pasaría si te levantara y te cambiara de sentido? ¿Volverías a casa?

    —No lo sé.

    El psiquiatra cogió al crío de las axilas y lo colocó mirando hacia el camino ya recorrido. Mientras lo sujetaba en el aire, las piernas del niño seguían a su ritmo, sus pies continuaban dando los mismos pasos que cuando tocaban suelo. Cuando lo dejó, David comenzó a caminar hacia casa, pero no lo hizo del todo en línea recta. En unos cuantos pasos se hizo evidente que el niño quería trazar una amplia semicircunferencia hasta volver a colocarse en el camino que seguían sus pies cuando Jonathan lo había abordado.

    El padre volvió a levantarlo y a encararlo hacia el camino a casa. El niño dio de nuevo un amplio círculo de pasos para reconducirse hacia dónde fuera que sus piernas quisieran llevarle. Quizá ahí estuviera la respuesta.

    —¿A dónde quieren ir tus piernas, David? —Le preguntó Jonathan.

    El niño lo miró pensativo, sin dejar de caminar.

    —Creo que van al castillo del Rey Hielo. Pero el Rey Hielo no existe.

    —¿El Rey Hielo? ¿Quién es ese?

    —Un tío raro que rapta princesas.

    —¿Lo has visto por el colegio?

    —Noooo —David lo miró como si fuera idiota. —Es el malo de Hora de Aventuras.

    —¿Cuál es esa? ¿La del perro chicle?

    —Más o menos.

    —Está bien. Recapitulemos. A ti te gustaría ir al castillo del Rey Hielo, pero no existe. Así que no vas allí. Además, tú quieres volver a la cama, ¿no?

    —Sí. Eso estaría bien.

    —Pero tus piernas tienen otros planes.

    —Eso parece.

    —Pues desde mi punto de vista sólo hay una cosa que podamos hacer.

    Jonathan se puso el bate bajo el brazo, cogió al crío en volandas y comenzó a desandar el camino, mientras las piernas del chico pataleaban en el aire.

    —¿Ese plan que has ideado incluye un somnífero, papá?

    —Creo que no vendría mal.

    —Así que mañana no voy a clase.

    —Eso parece.

    Jonathan quiso pensar que todo aquello era una invención del niño para no ir al colegio al día siguiente. Pero al llegar a casa y tumbarlo en su cama, David seguía caminando. Y cuando le hizo tomarse un vaso de leche y un somnífero y el niño cayó rendido, no ocurrió lo mismo con sus piernas.


    II

    Dos horas más tarde, cuando los primeros rayos de sol comenzaban a entrar entre las cortinas de seda natural india del cuarto de David, Jonathan, que había pasado todo el tiempo sentado en una silla observando el movimiento constante de las piernas del niño, recogió el móvil que se había deslizado del bolsillo de su pijama hasta la alfombra de yute y se quedó mirando la pantalla del aparato, ensimismado. Al contacto con sus dedos, la superficie metálica del móvil le pareció fría y desapacible.

    Reaccionó y buscó en la agenda el número de Mark. Dudó un momento antes de llamar. Finalmente lo hizo.

    Cuando escuchó la voz malhumorada y somnolienta de su amigo, dijo:

    —Mark, necesito un favor. ¿Puedes ir al hospital?

    —Poder, puedo. Lo cual no significa que me apetezca. ¿Qué pasa? Porque a menos que se te esté muriendo el mocoso...

    —Pues...

    —¿Es David? ¿Qué le pasa? —El tono de Mark cambió de forma abrupta. Seguramente se estaba dando golpes en la frente con la palma de la mano, por bocazas.

    —Necesito que prepares una batería de pruebas estándar y una TC. No sé qué le pasa pero podría acabar necesitando una palidotomía.

    —¿Vas a dejar que le abran el cerebro? ¿Qué ocurre?

    —Camina. Lleva dos horas sedado y no deja de caminar.

    —¿Síndrome de las piernas inquietas?

    —Puede ser, pero esto es más raro.

    —¿Siente dolor?

    —No. Creo que no.

    —De acuerdo. Posible RLS sin disestesias. Lo preparo todo.

    —Gracias, Mark.

    Jonathan había considerado la idea de llamar a una ambulancia pero sabía que se pelearía con cualquiera que intentara tocar a David, así que optó por coger su coche y acostar al niño en el asiento de atrás.

    Veinte minutos después, con el niño caminando entre sueños tumbado en el asiento trasero de su Citroën DS5, Jonathan intentó arrancar el motor.

    El coche había muerto.

    —No me lo puedo creer —murmuró.

    No era problema de la batería porque las puertas se habían abierto con el mando a distancia y las luces funcionaban. Salió del coche y se dirigió al garaje, donde dormía el Alfa Romeo Giulietta de Lois. Había pensado venderlo. Ahora se alegró de no haberlo hecho. Mientras la portaza del garaje se abría, Jonathan miró inquieto hacia su Citroën, aparcado en la calle. Podía ver el movimiento de los pies de David enfundados en unos calcetines verdes a través de la ventanilla. Se dio cuenta de que no había cerrado su coche. Sacó la llave del bolsillo y lo hizo.

    Doce segundos después comprobó que el coche de Lois tampoco arrancaba.

    Confundido, salió del vehículo y abrió el capó. El motor había desaparecido. Miró a su alrededor, perplejo. No había indicio alguno de que hubieran entrado en el garaje. El coche estaba aparcado en el mismo sitio donde lo había dejado Lois dos meses atrás. No había manchas de ningún tipo en el suelo. Pero el motor no estaba.

    Aquello no tenía sentido. Hasta cierto punto era normal que los coches aparcados en la acera amanecieran de vez en cuando sin los tapacubos, incluso sin alguna rueda. Pero no era tan normal que entraran en tu garaje y le extrajeran el motor entero a tu vehículo sin dejar rastro. Por mucho que los últimos modelos hubieran evolucionado en diseño, sacar un motor de un coche no era como extraer una batería a un móvil. Aquel trabajo mecánico de precisión quirúrgica debían haberlo hecho en un taller. Alguien se había llevado el coche de Lois para extirparle el corazón y lo había devuelto a su garaje usando, ¿qué? ¿Una grúa?

    No tuvo tiempo de seguir analizando la situación. Un hombre verdaderamente siniestro, con sombrero y gabardina grises, gafas de sol de cristales redondos y pinta de haberse escapado del Smooth Criminal de Michael Jackson había aparecido de la nada y estaba intentando abrir la puerta trasera de su coche para llegar hasta David.

    Jonathan buscó frenéticamente por el garaje algo con lo que defender al niño. Sólo tenía un bate de béisbol en casa y lo había vuelto a meter bajo la cama al regresar horas atrás del paseo nocturno. Sin tiempo para buscar algo más contundente cogió una sierra de cortar madera que había pertenecido a Lois, quien la usaba para crear esqueletos de dinosaurios, ahora huérfanos. Con la sierra en alto salió corriendo hacia el desconocido, gritando como un loco.

    El tipo al parecer se asustó lo suficiente como para salir huyendo a todo correr. Jonathan lo persiguió una manzana y cuando iba a darse por vencido, el desconocido de la gabardina tropezó con sus propios pies y cayó al suelo de forma aparatosa. Un maletín que Jonathan no había visto hasta entonces salió disparado de las manos del desconocido y se estrelló contra el escaparate de una tienda de electrodomésticos. El maletín rebotó como si fuera de goma y quedó tirado en el suelo.

    El del sombrero consiguió ponerse de pie antes de que Jonathan lo alcanzara, se dio la vuelta y torció el gesto cuando vio que el otro, en vez de ir a por él, había ido a por el maletín.

    Jonathan, mirando con ojos de lunático al del sombrero, pose que sabía imitar muy bien pues trataba con muchos cada día, recogió el pequeño maletín e intentó abrirlo. Aparentemente sólo estaba cerrado por dos tiras de cuero con dos botones imantados en los extremos, pero no consiguió despegarlos.

    Centró su atención en el maletín no más de cinco segundos, pero cuando levantó la mirada, el matón patoso había desaparecido.


    III

    De vuelta al coche continuó intentando abrir el maletín, sin éxito. David seguía donde lo había dejado, acostado boca arriba en el asiento de tres plazas de la parte trasera del Citroën. Sus piernas seguían en marcha.

    Jonathan no se permitió perder más tiempo preguntándose quién era el tipo del sombrero, qué había pasado con el coche de Lois o qué había dentro del maletín. Estaba sacando el móvil para llamar a una ambulancia cuando una voz de mujer le dijo casi al oído:

    —Debe haber mejores maneras de abrir un maletín.

    A Jonathan le costó un par de segundos comprender a qué se refería Vay y sólo lo consiguió porque ella señaló la sierra que él había dejado sobre el techo de su coche.  

    —No se me había ocurrido —contestó Jonathan, planteándose la posibilidad de serrar el maletín de los imanes imposibles.

    —¿Qué le pasa a David? —Preguntó su vecina, mirando con curiosidad a través de la ventanilla.

    Jonathan vio el cielo abierto.

    —Vay, ¿te importaría llevarnos al hospital? Tengo problemas con el coche.

    —Claro. ¿Es grave? Lo de David, no lo del coche —aclaró Vay.

    —Todavía no lo sé.

    Vay Hopkins era su vecina desde hacía cuatro años. Iba vestida con un chandal, por lo que Jonathan supuso que, o se iba, o venía de correr. Como su ropa de deporte olía a perfume de rosas y su pelo largo y castaño desprendía un ligero aroma a champú de melocotón comprendió que aún no había hecho sus kilómetros diarios.

    Vay y él siempre habían mantenido un ligero coqueteo, incluso mucho antes de que la vida le arrebatara a Lois, con la que había disfrutado un matrimonio de lo más satisfactorio. Aunque Jonathan y su vecina nunca habían llegado a tener una aventura, ambos sabían que se atraían mutuamente y que, tras la muerte de Lois, era cuestión de tiempo que se produjera un acercamiento entre ambos. Jonathan se sintió culpable por pensar en eso con David en peligro, pero como buen psiquiatra que había escuchado de todo y que conocía bastante bien las bajas pasiones no pudo hacer otra cosa que perdonarse por ser tan humano.

    Jonathan sabía que era un hombre atractivo y se sentía mucho más atractivo cuando se cruzaba con Vay, no porque ella no fuera hermosa, sino porque su cercanía le encendía entero como una antorcha de testosterona. Y era contradictorio, y una de las cosas que más le atraían de Vay, que a ella no le interesara él por su físico. De hecho, ella una vez le había comentado que jamás salía con hombres tan guapos como él, que ella quería un hombre de verdad, lleno de pelo por todas partes, y lorcitas cerveceras, y él era demasiado como el Ken de Toy Story 3 para resultarle atractivo. Jonathan sabía que mentía, Vay se moría por sus huesos.

    Y seguro que el hecho de ser viudo y de tener a su único hijo camino del hospital acrecentaba su atractivo.

    Vay señaló la puerta abierta del garaje. El coche de Lois permanecía con el capó levantado.

    —¿Ese tampoco funciona?

    —Hoy no funciona nada —Jonathan sacó al niño del Citroën tras pasarle a Vay la sierra y el maletín.

    —¿No piensas cerrar la puerta del garaje? —Le preguntó Vay extrañada un minuto después, cuando Jonathan, tras tumbar a David sobre el asiento trasero de la berlina de ella, se sentó delante a esperarla. —Te robarán.

    —Que lo hagan.

    —Dame las llaves —le ordenó Vay.

    —¿Para qué?

    —Para cerrar el garaje.

    Jonathan pensó que podía jugar la baza de mi hijo se muere pero comprendió que estaba siendo irracional y le pasó las llaves a Vay. No sabía quién demonios era el tipo del sombrero y las gafas redondas, ni por qué había intentado abrir la puerta de su coche, pero aquel tío no tramaba nada bueno, eso seguro, y no había necesidad de ponerle las cosas fáciles.

    Cuando Vay volvió y se sentó al volante, Jonathan se fijó en que estaba más seria que al irse.

    —¿Qué pasa?

    —Nada.

    —Vamos, qué.

    —El Alfa Romeo no tiene motor. No es asunto mío, pero me ha parecido extraño.

    —Es extraño.

    Vay arrancó su Maserati Ghibli de color blanco y salió marcha atrás a la calle mientras Jonathan le contaba que acababa de descubrir el robo del motor.

    —Tú no habrás visto a nadie sospechoso rondando mi casa, ¿verdad?

    —Pues ahora que lo mencionas —dijo Vay, encendiendo el GPS —anoche había un hombre bastante extraño justo enfrente de tu casa.

    —¿Con sombrero y gabardina?

    —Y gafas de sol, pese a que ya era de noche. ¿Es uno de tus pacientes?

    —No lo sé. Es posible. Pero no se me ocurre cómo pudo sacar el motor del coche de Lois sin moverlo del garaje. Debió ocurrir antes, hace días. O semanas.

    —A lo mejor tenía una pistola reductora —dijo David. —Lo hizo pequeñito y se lo llevó en un bolsillo.

    Jonathan se giró en el asiento. El niño se había despertado e incorporado,  pero sus piernas no se habían detenido.

    —No debería estar aún despierto —le dijo a Vay, preocupado.

    —Tranquilo, en diez minutos llegaremos al hospital —contestó su vecina.

    —¿Al hospital? —Preguntó David, mirando de uno al otro. —¿Qué os pasa?

    —A nosotros nada. Es para que te miren esas piernas. Y de paso la cabeza y el sistema nervioso.

    —Mira, ya han parado —dijo David.

    Era verdad. Por primera vez en más de dos horas y media, las piernas de David habían decidido detenerse. Jonathan no supo si sentirse aliviado.

    Cuando medio minuto después Vay giró a la derecha en un semáforo, los pies de David se pusieron de nuevo a caminar.

    —¿Ya ha empezado otra vez? —Preguntó Jonathan, intentando no mostrar el pánico que sentía.

    David señaló entonces el GPS.

    —No vamos en la dirección correcta.

    Vay, que había encendido el GPS por inercia, contestó que a lo mejor las galletas no le salían perfectas pero que llevar a la gente al hospital era algo que se le daba bastante bien.

    David adelantó el torso, metiéndose entre el asiento de Vay y el de su padre. Parecía estar dando saltitos porque sus pies seguían caminando. El niño señaló un punto en el GPS.

    —Ve hacia allí, Vay.

    —¿Por qué?

    —Porque es donde mis piernas quieren ir.


    IV

    —No me digas que no es raro —le dijo Vay a Jonathan después de cambiar de dirección tres veces, provocando intermitencia en los andares de David.

    —Esto complica un poco las cosas —admitió Jonathan. —Deja de dar vueltas y llévanos al hospital, Vay.

    —¿Por qué no vamos directamente hacia donde David quiere ir y comprobamos lo que hay allí?

    —David no quiere ir a ninguna parte. Seguramente tenga un tumor en la corteza motora primaria. Tengo un amigo esperándonos ya en el hospital. Cuanto antes lleguemos, mejor.

    Vay no se mostró muy convencida.

    —Yo sólo digo que a lo mejor hay una explicación no médica.

    —¿Como cuál?

    Dudó antes de contestar, y cuando lo hizo bajó la voz.

    —A lo mejor está en contacto con extraterrestres y lo quieren llevar a su nave. Ya ha pasado antes.

    —Claro. En las películas de Spielberg de los ochenta. Recuérdame cuando lleguemos al hospital que te miremos la cabeza también a ti.

    —Hablando de cabezas... —dijo David, y sonó preocupado.

    Jonathan lo miró primero por el espejo interior y luego se giró hacia él ahogando un grito. El niño acababa de perder todo el pelo de golpe.

    A Jonathan le vino a la mente la imagen de una mujer vestida de negro pasándose la mano por la cabeza y descubriendo que se quedaba con el cabello entre los dedos. Era la escena de una película que había visto hacía mucho tiempo aunque no recordó nada más del film. En el caso de David, el cabello no había permanecido en su cabeza hasta ser retirado con la mano. Todo el pelo del chico había abandonado su cabeza a la vez. Parecía uno de esos niños que llevan meses recibiendo quimioterapia. La única evidencia de que aquello acababa de suceder era que el cabello casi rubio del niño se había acomodado en distintas zonas de su pijama y del asiento. Las cejas y pestañas también se habían desprendido.

    Jonathan estaba en estado de shock. Todo lo que estaba pasando parecía fruto de una pesadilla, el resultado de una digestión pesada. Deseó con toda el alma, algo en lo que no creía, que todo fuera un sueño. Deseó despertar y descubrir que a David no le pasaba nada.

    Al oír el grito de Vay giró la cabeza hacia delante a tiempo de ver como embestían a un hombre. El cuerpo se estrelló contra el parabrisas y salió volando por encima del vehículo, golpeando el techo del coche dos veces antes de desaparecer por atrás. Jonathan contempló boquiabierto las gafas de sol redondas que habían abandonado a su dueño y daban vueltas en el aire a la derecha de su campo visual, en lo que se le antojó una escena a cámara lenta de una bucólica e introspectiva mala película francesa. La cámara seguía la perezosa trayectoria de las gafas, cuyas patillas metálicas reflejaban en su vuelo los rayos de un sol temprano, mientras Vay no dejaba de gritar en tiempo real.

    —¡Dios mío! —Exclamó Vay al cabo, coincidiendo con el momento en que consiguió detener el coche. Las gafas de sol tocaron el suelo y uno de sus cristales se desprendió del armazón metálico. —Creo que lo he matado.

    —Es él —dijo Jonathan. Vay lo miró, aturdida. —El tipo de la gabardina. El que viste anoche rondando mi casa. Es él.


    V

    Por fortuna, la calle en la que Vay los había metido siguiendo la ruta que detenía los pasos de David no estaba muy transitada. Aparcó junto a la acera sin que ningún coche los embistiera a ellos ni atropellara de nuevo al de la gabardina.

    —Quédate aquí con David —le pidió Jonathan a Vay.

    Ella se mostró en desacuerdo.

    —Necesitarás ayuda para traerlo al coche.

    —¿Traerlo al coche? No pienso hacer tal cosa.

    Vay podía ver el cuerpo desmadejado del hombre a través del espejo retrovisor.

    —No irás a dejarlo en medio de la calzada.

    —Lo arrastraré a la acera. Tú ve llamando a una ambulancia. Pero será todo lo que hagamos por él.

    —Papá —intervino David, que se había girado en el asiento para mirar al de la gabardina por la ventanilla trasera. —Tienes que traerlo al coche. Debe venir con nosotros.

    Jonathan contempló la nuca calva de su hijo por unos segundos y después salió corriendo del coche y vomitó.

    David se lo quedó mirando, apenado.

    —Tendrás que disculparle —le dijo a Vay. —Papá es un poco sensible.

    —Quédate aquí, calvito —dijo Vay antes de salir del coche.

    Jonathan se limpió la boca con la manga de la camisa. Después se dejó acompañar por Vay hasta el cuerpo del de la gabardina, sin ánimo para quejarse. El hombre permanecía inmóvil, en la misma posición extraña en que había quedado tirado tras el atropello. Desde un jardín cercano una vieja miraba al tipo del suelo y a los dos recién llegados con cautela. Jonathan le tomó el pulso al de la gabardina.

    —Está vivo —le dijo a Vay.

    Entre los dos lo levantaron. Vay lo cogió por los brazos y Jonathan por las piernas. Lentamente lo acercaron al coche mientras la cabeza del tipo colgaba hacia un lado y una fea herida en la frente iba dejando un rastro de sangre por el camino.

    —Quizá no debimos moverlo —se le ocurrió a Vay.

    —No te preocupes por él. No lo hemos atropellado por casualidad.

    —¿Ah, no?

    —Antes de que aparecieras intentó abrir mi coche, cuando entré en el garaje a por el de Lois. Este tío iba a por mi hijo.

    —Entonces no conviene meterlo en mi coche.

    —Eso intentaba decirte antes.

    Jonathan le hizo un gesto con la cabeza para que dejaran la carga en el suelo. Ya estaban junto al Maserati. La vieja del jardín seguía mirándolos, ceñuda. Se había sacado un iPhone de la falda y debía estar considerando llamar a la policía.

    —¿Dónde está David? —Preguntó Vay, mirando a través de la ventanilla al interior del vehículo. Sólo quedaba del niño un montón de pelo en el asiento.

    —¡Maldita sea! —Masculló Jonathan.

    Salió

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