Cartografía menor
Por Françoise Roy
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Mapa de órganos, guía de aparatos, censo de curiosidades a manera de bestiario interno; este libro se coloca entre la prosa poética con tintes cercanos a la divulgación científica de acceso ligero, en donde se reformula la vieja consigna de conócete a ti mismo. La autora observa, disecciona con el poder de su lápiz los rincones del engranaje de esa máquina llamada cuerpo humano. Y es que "Cartografía menor" resulta una radiografía hablada (verbalizada) de nuestro organismo, ese extraño que habitamos.
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Cartografía menor - Françoise Roy
cuerpo
Introducción
El cuerpo humano que conocemos hoy en día, sí bien físicamente no ha cambiado desde entonces, no se parece a lo que —epistemológicamente— era para un médico del Medioevo. Las teorías imperantes sobre el mundo que nos rodea, por muy científicas que sean, siempre son difíciles de poner en tela de juicio. Más difícil aun es romperlas, ya que atrás del conocimiento anatómico se habían agazapado, a través de los siglos, un sinfín de prejuicios, tabúes, dogmas religiosos, supersticiones y equivocaciones orgánicas. Pensemos en algo ahora tan banal como los espermatozoides, que fueron descubiertos por Antoni van Leeuwenhoek en 1679. Su descubrimiento a partir de un estudio microscópico del semen es consignado en comunicados a la Royal Society de Londres, pero con la siguiente advertencia: «Si Su Señoría juzgara que esas observaciones son propensas a provocar repulsiones o escándalo entre los doctos, le rogaría muy atentamente las considere privadas, para publicarlas o destruirlas según Dios le dé a entender». Así, lo que ahora es parte del conocimiento básico de la reproducción de los seres vivos era por aquellos tiempos no sólo tópico bochornoso, sino que descansaba en supuestos erróneos. Como lo apunta Daniel Boorstin en The Discoverers: «Algunos años antes, William Harvey, en su De Generatione (1651), había descrito el huevo como la única fuente de toda nueva vida. Se creía comúnmente entonces que el esperma no producía más que vapores
fertilizantes. Leeuwenhoek —para quien la movilidad era sinónimo de vida— cayó en el otro extremo, atribuyéndole el papel preponderante en la creación de vida».¹ Así, un letrado holandés que se dedicaba al llano comercio de telas descubre —por curiosidad— el mundo de las bacterias; pero al mismo tiempo, debe resguardarse de ofender la moral de la época, y abre —sin saberlo— una vía nueva en la gran carrera hacia el conocimiento.
Nada fue sencillo en el camino de las ciencias de la salud, y lo que sabemos ahora del cuerpo humano viene del derrumbe sucesivo de falacias que a menudo nos parecen, hoy en día, totalmente risibles. Nuevas ideas, nuevos métodos de experimentación y descubrimientos anatómicos dieron pie a rupturas de paradigmas que a veces supusieron el riesgo de ser excomulgado o cabalmente excluido de la comunidad médica. Los adelantos en medicina vieron la luz, a través de las edades, previo experimentos concebidos por mentes nada menos que revolucionarias. No es de sorprender, entonces, que un concepto falso haya podido tener la vida tan larga; después de todo, los conocimientos de Galeno —el padre de la medicina occidental—, cuyos supuestos dominaron la visión del cuerpo durante siglos y siglos, venían en parte de la disección de changos y puercos. Esta práctica —la de estudiar la morfología animal para compararla luego con la del ser humano—, por ejemplo, siempre fue prohibida bajo el Islam. Si bien el mundo cristiano era más tolerante hacia el saber obtenido a partir del estudio de los animales, la prohibición de abrir un cadáver humano imperó durante siglos. Esta interdicción, por razones teológicas, retrasó considerablemente la evolución de los conocimientos anatómicos. Cuando Andreas Vesalius, el célebre anatomista flamenco —autor del libro Sobre la estructura del cuerpo humano—, siguiendo las huellas de Leonardo da Vinci, revolucionó el conocimiento de la anatomía humana al basarse —al contrario de la costumbre medieval que privilegiaba los libros de texto y los escritos de Galeno— en la observación directa que le proporcionaban las disecciones de cadáveres de condenados a muerte, se abrió la puerta al interior del cuerpo, a lo que había sido vedado hasta entonces por prohibiciones de índole moral.
Es en honor a todos esos pioneros —Harvey, que desentrañó los misterios de la circulación sanguínea y de la respiración; Santorio, que descubrió los arcanos de la transpiración; Malpighi, que estudió por vez primera la estructura de la piel; Paracelso, que retó las teorías de Galeno; Crick y Watson, que descubrieron el ADN— que escribí este poemario. Espero, al reflexionar poéticamente sobre una de las máquinas más complejas y asombrosas de nuestro mundo —el cuerpo humano— rendir homenaje a esa retahíla de seres apasionados que dedicaron sus vidas al saber, a la salud y a la enfermedad.
FRANÇOISE ROY
1 Traducción libre.
El sistema circulatorio
1. La sangre
Da vueltas y vueltas, samsara de hierro y plasma, estelicio del color rojo, feria de glóbulos y agua arrebolada que transportan el planetoide del alma en su órbita —aunque lo nieguen los anatomistas, así la concebían los vejestorios del Antiguo Testamento.
El tallo principal de ese árbol invisible da al mismo corazón, arañuela que en vez de florecer en blanco, lo hace en carmín.
Dócilmente contenida en el cántaro ramificado de las venas, no desborda su lecho: cauce de vida mientras oculta, cauce de muerte mientras derramada.
¿Qué apellido prendido de vela en vela surca así el lecho interno, qué memoria de antiguas voces, qué dote de la cepa carnal devuelta por los siglos?
Sangre: lo primero en marchitarse en la flor caduca del cuerpo, lo último en quedarse quieto en la orografía de la carne.
ADÉNDUM
La sangre es el principal fluido biológico de los integrantes del reino animal superior. Tejido líquido cuya base, el plasma, es esencialmente proteico, transporta en disolución varias sustancias orgánicas, minerales y diversas células como los glóbulos y plaquetas. Su función es trasladar oxígeno y alimentar las células mediante el sistema vascular —arterias, venas y capilares—, que la distribuye en todo el cuerpo. Un cuerpo humano adulto contiene entre 4.5 y 6 litros de sangre, cuyo color rojo se debe a la presencia de los eritrocitos, encargados de llevar el oxígeno.
Hecho insólito, las moléculas de la clorofila y las de la sangre son químicamente similares, con la diferencia de que en la clorofila, el átomo principal es el magnesio, mientras que en la sangre es el hierro. Resulta casi increíble que una sola gota de ese preciado líquido contenga 5 millones de glóbulos rojos, entre 5,000 y 10,000 glóbulos blancos, y 250,000 plaquetas.
En diversas tradiciones, la sangre es sinónimo de vida, pasión o linaje.
2. La vena yugular
El nombre de una vena. Ducto que sale del corazón y da la vuelta al cuerpo. Palabra que evoca el puñal y los dramas pasionales. Busco el parentesco con el «yugo», el verbo «subyugar», y no encuentro genealogía común entre ese delicado tubo de carne de pétalos —atraviesa la garganta por fuera, como planta trepadora que fuese puro tronco— y lo que somete y pesa —bulto de Sísifo— sobre el lomo de los bueyes.
El libro de anatomía me dice que son cuatro y que ciñen el cuello.
Mano estranguladora sin palma: sólo cuatro dedos de piel tan delgada como la de una cebolla, rellenos de una savia rojo oscuro —la venal, más guinda que escarlata.
Uno pronuncia el nombre, yugular, y piensa de inmediato en un cordero tendido en el altar de un Dios seguramente refractario a los derrames de sangre.
ADÉNDUM
La yugular es una vena superficial situada en la parte lateral del cuello —de ahí su nombre—, y que va desde la mandíbula hasta la clavícula; se encarga de drenar la sangre de la cara y del cuero cabelludo. Forma parte de una extensísima red vascular, ramificada a tal punto que si pusiéramos de punta a punta todas las arterias, venas, vasos sanguíneos y capilares de un solo cuerpo adulto, cubrirían sesenta mil kilómetros lineales, es