La sociedad gaseosa
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La inmediatez, la búsqueda de la rentabilidad, la falta de exigencia y autoexigencia, el desprecio de la tradición, la obsesión innovadora, el consumismo, la educación placebo, el arrinconamiento de las humanidades y de la filosofía, la autoayuda, la mediocridad asumida y la ignorancia satisfecha hacen tambalearse aquello que pensábamos que era más consistente.
Todo surge, se propaga, se vende, se compra, se usa tan rápido como se esfuma. Más que en una sociedad líquida –como describió el pensador Zygmunt Bauman–, vivimos en una sociedad gaseosa.
Del triunfo de lo ligero, lo efímero y lo volátil, todos tenemos nuestra parte de responsabilidad –"algunos más que otros", sostiene el autor–. Este ensayo se cimenta en la esperanza de que aún podemos cambiar las cosas, y por eso propone una reflexión lúcida, e incómoda tal vez, sobre las variadas y sutiles maneras en que aquello que más sustancia debería tener –la educación, las relaciones, la cultura, el conocimiento– se vuelve gaseoso.
Retomando algunas de las ideas expuestas en "Contra la nueva educación", Alberto Royo nos invita a pensar, imaginar y construir entre todos un mundo más sólido.
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La sociedad gaseosa - Alberto Royo
humano».
1.
Los clásicos
Un clásico es un libro que nunca ha cesado de contar lo que tiene que contar.
ITALO CALVINO
El musicólogo y especialista en música antigua Gerardo Arriaga9 alertaba sobre el peligro de «quedarnos sin tiempo para guardar memoria de las cosas memorables» debido a la inmediatez de la información que nos procura internet, un «torbellino de datos» que, pese a sus beneficios, puede «llevarnos fácilmente a lo efímero, incluso a lo insustancial». Esta insustancialidad de la que habla Arriaga la encontramos en el recurrente desprecio por los clásicos. Hasta José Antonio Marina, reconocido gurú de la educación, ha llegado a sugerir (y no es el único) que leer a los clásicos en la escuela no es apropiado porque se encuentran alejados de los intereses de los alumnos. Yo prefiero quedarme con el planteamiento de Italo Calvino,10 quien decía, entre otras cosas, que los clásicos son «libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria, mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual». Y sobre todo me quedo con la que para Calvino es la razón más consistente que se puede aducir para defender la lectura de los clásicos: «Leer a los clásicos es mejor que no leer a los clásicos». Los clásicos, que por supuesto han de dosificarse (tiene poco sentido hacer escuchar a un niño la tetralogía wagneriana), siguen siendo atractivos porque han superado las modas, porque parecen haber sido escritos, compuestos o pintados para cada uno de nosotros, porque nos emocionan, porque cada vez nos dicen cosas distintas, renovando su mensaje, porque nos estimulan a saber más del contexto y el mundo que evocan para disfrutarlos más hondamente, porque, nos cuesten más o menos esfuerzo,11 siempre dejan poso, nos enriquecen, nos dan perspectiva, nos permiten fantasear y alientan nuestro gusto por vivir. «Homero, Virgilio, Platón son mucho más cercanos de lo que se pudiera imaginar. Se han salvado del gran enemigo de toda cultura: el olvido», aseguró el escritor Carlos García Gual.12 Por todas estas razones estoy seguro de que mi responsabilidad como profesor de música consiste precisamente en que mis alumnos escuchen, entre otros, a los clásicos, estén más lejos o más cerca de «sus intereses» (o precisamente por estar más lejos). La escucha atenta es, como Pedro Salinas dijo de la lectura atenta, «un arte». Y requiere tiempo, silencio y cierta disposición interior, actitudes que inexcusablemente tenemos que reivindicar.
2.
Padres modernos.
Los «expertos» contra los
cuentos de siempre
Lo políticamente correcto casi nunca es literario.
ANA MARÍA MATUTE
El cuento clásico no se salva de la caza de brujas posmoderna. El diario ABC titulaba un reportaje al respecto de la siguiente forma: «Por qué los cuentos de princesas no son aconsejables para tus hijos».13 Cuando uno lee algo así no puede evitar pararse a pensar acerca del papel de los padres en la sociedad actual. Dicen que nos preocupamos más que nunca por nuestros hijos. Puede ser. No tengo tan claro que nos ocupemos de ellos lo suficiente o que nos preocupemos de una forma sensata. Cuando se considera apropiado aleccionar a los padres sobre los hijos es porque se entiende que hay padres que necesitan encontrar fuera las respuestas que ellos no saben dar, que demandan orientación sobre algo que solo a ellos compete. ¿Tan mal lo hacemos como para necesitar que nos digan qué es y qué no es aconsejable para nuestros hijos? ¿Tanto han cambiado las cosas que lo que antes era bueno ha pasado a ser inadecuado?
Confieso haberle hablado a mi hija de princesas (con faldas y todo, aunque no a lo loco, vaya esta declaración en mi descargo), como reconozco haber permitido a mi hijo jugar con coches y hasta visitar un taller mecánico, sin ser consciente de que podía estar atentando contra la igualdad. Y lo peor del caso es que no tengo el menor remordimiento. Pero nos dicen «los expertos» que «los cuentos de princesas no son aconsejables». Parece que si mi hija ve la película Frozen, que, maldita sea, le encanta, o Blancanieves o Cenicienta (y todas le gustan), puede desarrollar el «síndrome de la princesa», un «trastorno» diagnosticado por la doctora Jennifer L. Hardstein y generado, dice ella, por el impacto «negativo y peligroso» sobre los más pequeños de «ciertos cuentos y personajes de ficción». Deduce Hardstein que las niñas que vean estas películas o lean estos cuentos podrían desarrollar una «idea estereotipada» de la mujer y pensar que «tan solo si son guapas y visten a la moda lograrán encontrar al ansiado príncipe azul». La tesis la corrobora Rebeca Cordero, directora académica de Educación y profesora de Sociología Aplicada en la privadísima Universidad Europea, quien tiene claro que estos contenidos perversos influirán «de manera decisiva en el comportamiento de nuestros hijos».
Así que el mayor riesgo de los cuentos y las películas de princesas tiene que ver con que estas son guapas y van bien vestidas y no las hay «lesbianas» o «discapacitadas» y también con que el hombre (el «príncipe azul») suele mostrarse como «el salvador» y el que «transmite seguridad a la mujer, la cuida y la protege». «Los niños —aseguran— aprenden por imitación» y «la visualización de este tipo de productos hará que los más pequeños tiendan a pensar que esos estereotipos y comportamientos son normales. Las niñas creerán que tienen que estar siempre guapas, los niños asumirán que deben proteger a la mujer».
Si hay una crisis contemporánea, es la de la confianza. No confiamos en los adultos. No confiamos en los profesores. No confiamos en los padres. No confiamos en los clásicos. No confiamos en el saber. Pero tampoco confiamos en los niños. Estos, por lo general, saben qué está bien y qué está mal. Lo que los adultos debemos hacer, opino, no es evitarles que piensen, analicen, tomen postura y decidan, sino aconsejarles, recriminarles si hacen mal y reconocerles si bien.14 ¿De verdad pensamos que si una niña lee un cuento de princesas en el que la protagonista es una muchacha poco agraciada, la pequeña lectora dejará de soñar con un príncipe azul guapo y apuesto? ¿Que si la protagonista del cuento es pobre y no puede permitirse un bonito vestido la pequeña lectora no fantaseará con asistir a un baile como las otras princesas, las de largos y hermosos vestidos? ¿Quién fantasearía con lo contrario? ¿Por qué se han de condicionar las ilusiones de los niños? ¿Por qué presuponer que estas lecturas los convertirán en seres egoístas, narcisistas y poco solidarios? ¿En serio puede alguien presagiar que si la princesa del cuento no es discapacitada la niña no será capaz de respetar y ayudar a quien lo sea, de empatizar con esa persona, de ser solidaria? ¿Debe ser lesbiana Blancanieves para evitar que las «víctimas» de su lectura se conviertan en homófobas? No hay que considerar «normal», avisan, que un hombre «proteja» o «transmita seguridad» a una mujer. No quiero ni pensar qué opinarán de que la deje pasar primero por la puerta. Porque para mí es algo natural y que no debería incomodar. También lo contrario, que conste: que una mujer transmita seguridad a un hombre, que lo proteja. Hay tantos modelos de relación como personas. Pero si esto no es malo (o no es «anormal»), no entiendo por qué lo otro sí. Ambos comportamientos, vayan en una u otra dirección, son perfectamente admisibles; es más, son positivos. Y quien quiera buscar intenciones discriminatorias o sexistas desde luego puede hacerlo, pero no debería imponer a los demás sus conclusiones. Si los niños aprenden «por imitación», basta que encuentren en su casa un ambiente de respeto, tolerancia, honradez y cultura (enseguida me extenderé sobre este último concepto) para evitar que se conviertan, por culpa de los «pérfidos» cuentos tradicionales, en malas personas.
¿Por qué incluyo, además del respeto, la tolerancia o la honradez, la cultura como uno de los valores imprescindibles que los padres debemos tratar de inculcar a nuestros hijos? Porque estoy convencido de que muchas de las espantosas amenazas que algunos quieren ver en todo lo que exceda su credo particular, en todo lo que rebase el molde políticamente correcto que defienden a capa y espada, no proceden más que de la ignorancia. Solo desde la ignorancia se puede dejar de ver cómo la Cenicienta fue capaz de rebelarse ante su tiránica madrastra y sus envidiosas hermanastras y cómo su matrimonio con el príncipe de un reino europeo representa un claro ejemplo de ascenso