Transmutación: Técnicas chamánicas para la transformación global y personal
Por John Perkins
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Desde 1968, John Perkins ha sido entrenado por maestros chamanes de África, Asia, Oriente Medio y América para que muestre al mundo industrial las poderosas técnicas relacionadas con la transmutación . Su innovador libro nos lleva a desiertos y selvas, a montañas y mares, a centros de investigación médica y a juntas directivas corporativas, para aprender, paso a paso, los métodos de esta práctica que integra técnicas antiguas y modernas para lograr una curación profunda.
John Perkins
John Perkins has traveled and worked with South American indigenous peoples since 1968. He currently arranges expeditions into the Amazon and has developed the POLE (Pollution Offset Lease on Earth) program with the Shuar and Achuar peoples as a means of preserving their culture against the onslaught of modern civilization. He is also the author of The Stress-Free Habit, Psychonavigation, Shapeshifting, and The World Is As You Dream It.
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Transmutación - John Perkins
Introducción
Me pidieron que hablara en la Conferencia Internacional de la Mujer de 1995, en Miami, poco después de que se publicó mi tercer libro. Fueron invitados cinco escritores, cuatro éramos varones. El tema de mi conferencia fue el del impacto que podrían tener las indígenas chamanes en el futuro del mundo. Cuatro hombres de cinco conferenciantes en un evento dedicado a la mujer me parecía algo injusto, así que decidí ceder mi tiempo de exposición a una mujer.
Aunque sólo tenía doce años, mi hija Jessica estaba muy bien preparada para ello. La primera vez que visitó a los indígenas sólo tenía ocho meses; mi esposa, Winifred, todavía comenta acerca de la época en que presenciamos cómo un grupo de mujeres mayas, con las rodillas sumergidas en un lago en donde lavaban la ropa, y con sus faldas bordadas ceñidas con fajín, se pasaban a Jessica entre ellas sorprendiéndose de ver una bebé tan alta con menos de un año. Más adelante, Jessica estudió con los chamanes quechuas de los Andes, fue iniciada durante una ceremonia de fuego en las montañas de Guatemala y fue miembro del primer grupo de extranjeros que visitó a un clan remoto de cazadores de cabezas en las profundidades de la selva amazónica.
—Hay tres puntos que quiero abordar esta noche —comenzó a decir Jessica ante el público de Miami—. El primero es que pienso que mi generación ha heredado la responsabilidad más importante de la historia de la humanidad: hacer frente a la contaminación extrema del planeta. En segundo lugar, para remediarlo será necesario tomar muchas más medidas que el mero hecho de reciclar y otras, que no son más que curas provisionales para el ambiente. Y, en tercer lugar, las mujeres tenemos el papel principal en ello ya que nosotras somos las que educamos. Por encima de todo, la transición consistirá en un cambio personal hacia el respeto por la Tierra y un estilo de vida más sostenible.
Yo, como el resto del auditorio, me sentí profundamente conmovido. Sin embargo, yo sabía más que nadie que el mérito de la mentalidad abierta de Jessica, y su apasionado ruego, estaba en los transmutantes que habían influido en su joven vida.
A través de la historia, los seres humanos hemos descubierto que la transmutación es una de las maneras más eficaces de lograr una verdadera transformación, como individuos y como comunidad. Un guerrero Lakota Sioux se convirtió en búfalo con la finalidad de volverse mejor cazador y para rendir tributo al espíritu de un animal que les proporcionó alimento, vestido, cuerdas para el arco y combustible, a él y a su familia. Tribus enteras logran adaptarse a los glaciares, las corrientes y otros cambios ambientales alterando radicalmente sus percepciones y su estilo de vida.
Las culturas modernas han cambiado esas prácticas por la creencia de que el hombre puede controlar el mundo que le rodea. La caza ha sido reemplazada por granjas industriales, mataderos y fábricas de empaqueta-miento de carne. En lugar de intentar ajustarse a la corriente de los ríos, se construyen presas. Tanto individuos como comunidades semejan vivir apartados de lo que demasiado a menudo denominan el resto del mundo
, o la naturaleza
, como si fuera algo separado o independiente.
Pero hoy, a punto de comenzar un nuevo milenio, enfrentamos multitud de crisis. Dolorosamente conscientes de la contaminación del aire y el agua, nuestra incapacidad para combatir la pobreza y la creciente tendencia a recurrir a la violencia, el suicidio, las drogas y otras conductas destructivas, nos preguntamos qué viene a continuación...
¡Alto! No es momento de lamentarse por el pasado o desesperarse por el futuro. Es hora de abrir la puerta a las maravillosas posibilidades implícitas en el desarrollo de la conciencia y la tecnología que ha tenido lugar en las décadas pasadas. Es momento para el optimismo.
Somos los primeros de la historia en aprovechar los milagros de la física; habitamos en hogares con aire acondicionado o calefacción, viajamos a la Luna y contemplamos todo ello por televisión. Sabemos lo que poseemos y lo que no. Somos los primeros en reflexionar acerca de nuestras decisiones en cuanto a los inconvenientes del desarrollo, o lo que es lo mismo, que los frutos de la expansión económica no siempre valen la pena, si nos basamos en la experiencia actual. Hasta ahora, los ciudadanos del planeta no podían evaluar los beneficios (y los costos) de las plantas de energía que generan la electricidad (y los gases de invernadero), las autopistas que nos comunican (y destruyen la otrora sagrada Tierra, o los químicos que nos proporcionan una asombrosa diversidad en los estantes de los supermercados y las tiendas departamentales, y que contaminan el organismo y los ríos).
El nuestro es un momento de gran esperanza, porque hemos aprendido muchísimo acerca de nosostros mismos y de nuestra relación con nuestro hábitat. El paso de gigante para la humanidad
podría simbolizarse por la huella de Neil Armstrong en la superficie lunar, pero se necesitaron miles de años para llegar hasta ahí y, en el camino, demostramos que no somos los maestros del Universo. Aunque esa huella es un símbolo indeleble, el verdadero adelanto ocurrió en el interior de nuestra conciencia. Cuando dimos ese paso, entramos en un reino pleno de oportunidades extraordinarias para transformarnos.
Este libro trata del cambio o la transmutación en todas sus formas.
En la primera parte el lector conocerá los diferentes tipos de transformaciones, las técnicas para lograr cada una de ellas, y las teorías que explican cómo suceden esos cambios. Descubrirá que todos poseemos la capacidad de trasmutamos en el nivel celular, para convertirnos en jaguar, arbusto o cualquier otra forma con la cual uno cree una alianza. Además, cada uno puede transformarse en el ser que más respete y desee honrar, consiguiendo cambios importantes en su actitud, su percepción, su prosperidad, su salud, su apariencia y sus relaciones personales.
La segunda parte describe algunas anécdotas destacadas que tuvieron lugar dentro de los grupos de personas que viajaban conmigo a través de la selva del Amazonas, experiencias que incluyen cada uno de los diferentes tipos de transmutaciones que se describen en la primera parte. Conocerá el lector la experiencia de médicos y científicos respetados de Estados Unidos que tuvieron cambios radicales en el cuerpo y la mente, y sabrá de la profunda transmutación institucional que dio origen a una nueva organización: el tipo de transformación que Jessica solicitó en su discurso de Miami.
A través de la primera y la segunda partes, se presentarán al lector las técnicas que le capacitarán para ser un trasmutante, simplemente siguiendo las indicaciones y los ejemplos proporcionados por el Viejo Itza y los demás transmutantes.
A continuación expondré una serie de historias, todas ellas verdaderas. A mí me resulta más sencillo escribir en forma de relato, y los relatos son parte integrante de la tradición de los transmutantes.
Primera parte
Capítulo 1
El punto de vista de los mayas
La gran pirámide de piedra asomaba sobre la selva como un volcán contra el cielo de la mañana. Este monumento ha desafiado impertérrito a los dioses que envían huracanes al Golfo de México con el fin de destruirlo, y a los ladrones de tumbas que lo han mutilado durante siglos y siglos, acabando con todo el jade y el oro, dejando únicamente las piedras, las plantas que recorren sus inclinadas paredes, y una figura esculpida en la cúspide.
Parece formar parte del paisaje, como si fuera prima hermana de la vegetación; pero en realidad esta pirámide fue concebida por seres humanos que colocaron con sus propias manos piedra por piedra. Fue la creación de una civilización de magos que transformaron la enmarañada selva de Yucatán en una tierra de riqueza agrícola, ciudades espléndidas y obras maestras de la arquitectura.
Los mayas secaron los pantanos y construyeron plataformas a modo de islas monumentales sobre las marismas, con lo que permitieron florecer una cultura donde antes reinaban los cocodrilos. Elaboraron un calendario más exacto que el que usamos en la actualidad, crearon su propio lenguaje escrito, construyeron templos tan elegantes como los que se encuentran en la Acrópolis, y pirámides que superan la belleza y majestuosidad de las más destacadas de Egipto.
Estos seres mágicos efectuaron después su acto más asombroso, que ha desconcertado a arqueólogos, filósofos, antropólogos y poetas.
Fue un increíble acto de transformación. Como si un venerable hechicero hubiera agitado una varita mágica para regresar al vientre materno, todas las personas que conformaban esta cultura que durante siglos edificó su vida sobre los pantanos, regresaron a la época de su antepasados. Los mayas abandonaron sus ciudades y dejaron atrás pirámides monumentales, libros brillantemente ilustrados, sofisticados calendarios y secretos arquitectónicos a merced de la selva. Volvieron a vivir en el bosque.
—¿Desde cuándo han habitado los seres humanos en la Tierra? —me preguntó el Viejo Itza, parado en la franja soleada que había entre la sombra de los árboles que estaban detrás y la sombra de la pirámide que estaba delante de nosotros. Los dos miramos la luz de la mañana que iluminaba el pico del gran monumento pétreo que ha resistido la prueba de los dioses, los hombres y el tiempo.
Itza es un nombre maya. Hace veinte años, cuando lo conocí, le llamaban el Viejo Itza, aunque ahora me doy cuenta de que entonces no podía ser tan mayor, por lo que deduzco que lo llamaban viejo por respeto al filósofo curandero, maestro y chamán. También quizás con algo del sentido del humor maya, ya que hace referencia a su cojera y a que debe caminar con ayuda de un bastón.
Su apariencia no ha cambiado mucho a través de los años. Ahora su cabello empieza a mostrar algunas canas, pero sigue llevándolo recogido en una coleta. Si no fuera por las líneas de expresión alrededor de sus ojos color chocolate, su cara no tendría ninguna arruga. Recuerdo muy bien sus ojos que brillan de pasión por la vida, el amor, los relatos, los animales, el bosque y la gente. Antes usaba las mismas sandalias, o por lo menos del mismo estilo, igual que los pantalones holgados y la túnica. Están confeccionados con las fibras blancuzcas de una planta local. De su hombro cuelga una bolsa tejida que yo juraría que ha utilizado durante las dos últimas décadas.
Tuve que reflexionar su pregunta. Sabía que había leído la respuesta, pero cuando se trata de números, me resulta dificil recordar datos. Empuñó el bastón y lo introdujo en un hoja que se atravesó en nuestro camino.
—¿Un millón de años? —conjeturé.
—Es bastante. —Me sonrió y levantó los brazos y el bastón dirigiéndolos hacia delante. Desde donde estábamos enmarcaban la pirámide. Dio un paso hacia la sombra que ella proyectaba. Le seguí, aliviado por el frescor.
—Los números realmente no importan —continuó—. Hemos sobrevi-vido a muchas catástrofes. Según la leyenda, los seres humanos estamos en nuestra quinta creación y hemos sido destruidos cuatro veces antes. —Hizo una pausa. El aire estaba en calma, como si la naturaleza misma se hubiera callado para poderlo escuchar—. Cada una de esas veces ha sido un trasmutante, un brujo
o profeta
, el que nos ha sacado del abismo.
El Viejo Itza accedió al primer peldaño y continuó escalando. Recuerdo la historia de su cojera.
En su juventud fue contratado para trabajar con un equipo de excavadores arqueológicos. Una noche aceptó el reto de uno de sus compañeros de correr hasta la cima de la pirámide. Dio un mal paso, se resbaló y cayó; cuando lo encontraron pensaron que estaba muerto. Un curandero maya lo revivió. Después de aquello el Viejo liza ya no fue el mismo. Aprendió a leer, fue aprendiz de curandero y, según dicen, empezó a conversar con los espíritus. Empezaron a llamarlo el viejo sabio
.
Lo seguí trabajosamente, ascendiendo sobre las rocas impredecibles. Algunas de esas piedras eran escarpadas y afiladas como cuchillos, mientras que otras se desmoronaban y rodaban en cuanto las pisaba. Pensé que la pirámide estaba conspirando para impedir que yo la alcanzara. Al principio rechacé esa idea creyendo que era ridícula, mera paranoia. Pero cuando me acordé de las otras veces que ascendí sin dificultades, tuve que reflexionar más. Algo había cambiado. Traté de consolarme pensando que a veces la vida nos pone las cosas más difíciles para que alcancemos nuevas alturas. ¿Acaso la caída del viejo Itza no había transformado su vida? Me estremecí y me obligué a ir más despacio para encontrar el camino por esas paredes en terraplén con más cuidado.
Desistí de mantener el ritmo de este tipo que parecía una mosca humana. A pesar de su edad y de su pierna lesionada, se movía sin esfuerzo. Me detuve a estudiarlo. Parecía deslizarse con todo el cuerpo sobre las piedras, como una serpiente que, en vez de estar a gusto en aquella antigua pirámide, más bien formara parte de ella. Ni el peligro ni el hecho de no tener barandal ni cuerdas lo detenían. Lo miré con ojos de aprendiz decidido a emular su técnica. De vez en cuando se detenía y, a manera de culebra, se fijaba en todo lo que le rodeaba. Hice lo mismo al principio, pero inmediatamente me asaltó el vértigo al observar la pared casi perpendicular y el suelo abajo. Me invadió el miedo al imaginarme caer rodando por ese muro hasta estrellarme en el duro suelo. Miré hacia arriba y fue peor. Las nubes en forma de coliflor que habían dado un ambiente acojinado a la luz de la mañana ahora parecían poseídas por espíritus frenéticos dispuestos a confundirme y atormentarme. Giraban diabólicamente como si un poder invisible las succionara hacia un remolino. Estaban decididas a llevarme con ellas.
Desde arriba, el Viejo Itza me estaba gritando palabras que yo no entendía.
Me pegué al frío muro y alcé la cabeza lentamente; después puse la mano detrás de la oreja para hacerle saber que no había entendido lo que me había dicho. Regresó sobre sus pasos y al poco tiempo estaba junto a mí.
—Siéntate aquí —dijo dando una patadita a mi lado—. No falta mucho, vamos a descansar un rato.
Me senté, poniendo cuidado en dirigir la vista hacia él, la piedra o cualquier otra cosa que no me recordara dónde estaba.
—Su destreza es fabulosa —murmuré.
Sonriendo, contestó:
—La destreza no es nada —expresó con lentitud—. El secreto está en el espíritu. ¿Recuerdas que hace un rato te hablé del brujo que ha salvado a mi pueblo cada vez nos hemos visto amenazados de extinción?
—Sí, lo recuerdo, el trasmutante.
—Esta pirámide es un símbolo perfecto.
Miró a su alrededor, invitándome a que hiciera lo mismo. Pero yo enfoqué solamente las cosas que tenía más cerca.
—Mis antepasados crearon una civilización autodestructiva. Pirámides magníficas. Obras de arte espléndidas. Medicinas que prolongaban la vida como nunca. Esta pobre tierra estaba sobrecargada y la población estaba al borde de consumirla hasta extinguirla. Sin mencionar lo que toda aquella riqueza había provocado en el espíritu de las personas. Poseían todo lo material, aunque habían perdido el contacto con la tierra. El espíritu. Los sabios se dieron cuenta y enseñaron a la gente a cambiar de vida para que ésta fuera más permanente y satisfactoria.
Se detuvo y dibujó un círculo con el bastón alrededor mío, rascando las piedras con la punta de madera.
— Siente cómo se funde tu espíritu con el de la pirámide mientras subimos.
Entonces desapareció. Me quedé solo durante un instante, recordando su palabras. En ese momento oí su voz en mi interior; me decía algo sobre un halcón. Miré al cielo. Estaba completamente azul; no se divisaba ni una nube. Busqué algún ave, pero no había ningún movimiento por ningún lado.
El autor y su hija Jessica (a los trece años) comenzando a subir una pirámide maya en Yucatán. FOTOGRAFÍA CORTESÍA DE WINIFRED PERKINS.
Conviértete en halcón
, oí dentro de mí. Reforcé mi resolución sosteniendo la mirada en el gran espacio abierto del cielo, durante un rato que se me hizo una eternidad. Levanté el pie y lo posé sobre la pirámide; la piedra parecía sólida. Repetí el movimiento con el otro pie. Levanté los brazos hacia el cielo; miré hacia abajo viendo el saliente que estaba justo frente a mí.
Paso a paso
—me dije. Pensé en el halcón y me imaginé como sería la sensación de estar volando por encima de todo, observando la pirámide desde arriba y a dos personas ascendiendo lentamente. Sentí los rayos del sol sobre mi cabeza y supe que estaba cerca de la meta.
Cuando alcancé finalmente la cima, estaba empapado en sudor. Me hice a un lado del borde y descansé sobre el estrecho pináculo. Aunque el sol no estaba muy alto, sí hacía bastante calor. Entorné los ojos y dejé que miraran hacia lo que yo tanto había intentado evitar: hacia abajo. Allá estaba la vegetación selvática, haciendo una curva parecida a las alas de un perico. Empecé a marearme. No pude sobreponerme al vértigo hasta que no me obligué a buscar con la mirada al Viejo Itza, que estaba sentado sobre el jaguar de piedra.
—Parece como si hubiera sido esculpido en la época de nuestros antepasados —me dijo sonriendo. No le había costado ningún esfuerzo subir.
Me arrastré hasta sus pies y apoyé la espalda en la estatua labrada, colocándome con dificultad bajo una estrecha franja de sombra. Sentí que me tocaba los hombros con las manos, para luego deslizarlas por mi espalda. Con sus dedos fuertes, propios de un joven guerrero, me dio un masaje en los músculos.
—Pero —continuó—el mundo no es el mismo desde entonces. —Apuntó hacia el horizonte, bajo el sol—. La ciudad, los miles de personas, los coches y las fábricas, han envenenado el aire.
Movió el dedo a lo largo de la delgada línea verde que podría representar el borde del mundo.
—Y ahí está el río tóxico. Hemos entrado a una era de cataclismos. Como en las otras cuatro ocasiones, nuestra especie está de nuevo amenazada de extinción.
Pensé en otra selva, en otro hombre, y en otro momento del pasado en el