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La moral como anomalía
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Libro electrónico381 páginas9 horas

La moral como anomalía

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Nuestra época padece sobredosis de moral. La cultura contemporánea ha creído de manera tan precipitada como pueril en que a los males de este mundo se opone toda una robusta batería de normas, valores, criterios y principios, llamados morales, que son los que tendrían vigencia si la humanidad fuera racional, benéfica, atenta y cuidadosa. Aunque abundan las disputas sobre cómo describir todo lo anterior y sobre qué hacer para perfeccionarlo, no suele haber dudas sobre su existencia o, por lo menos, sobre la conveniencia de que exista. Pero quizá esté llegando la hora de desintoxicarse de tantp exceso.
En este libro, provocativo y audaz, se sostiene que la moral no es un sistema de normas sino un laberinto de anomalías.

Comprende cuatro ensayos sobre otros tantos aspectos del funcionamiento de la moral y, usando como hilo conductor la noción de responsabilidad, muestra que lo esencial de esta idea (y de los demás conceptos morales) son sus excepciones y sus quiebras.
La moral que merece la pena no proporciona valores seguros ni orientaciones útiles. No le arregla la vida a nadie: más bien se inventó para complicarla irremediablemente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2010
ISBN9788425427169
La moral como anomalía

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    La moral como anomalía - Antonio Valdecantos

    LA MORAL COMO ANOMALÍA

    Diseño de la cubierta: Claudio Bado

    Edición digital: Grammata.es

    © 2007, Antonio Valdecantos

    © 2007, Herder Editorial, S.L., Barcelona

    La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

    I.S.B.N. digital: 978-84-254-2716-9

    Más información: sitio del libro

    Herder

    www.herdereditorial.com

    PRÓLOGO

    Este libro no propone una contribución más o menos original o ecléctica al progreso de la filosofía moral, sino una revisión de varios de los supuestos esenciales de dicha disciplina y de algunas de las creencias más arraigadas entre sus cultivadores. No se ubica, de hecho, en ninguna corriente o escuela particular ni es fruto de la preocupación por tomar partido en lo que suele llamarse la discusión contemporánea. En realidad trata sobre asuntos muy viejos y nada actuales, que no interesarán mucho a quien se apasione por estar al día y presuma de ser un hombre o una mujer de su tiempo. La relación de la filosofía con el presente es demasiado tormentosa e incierta para que quepa confiar demasiado en el trillado tópico de que el pensamiento tiene como fin iluminar la autoconciencia de la propia época. En caso de que la filosofía sirva para entender lo que nos ocurre o para aclararlo, semejante hallazgo habrá de ser el efecto no intencionado de haber buscado otro fin, porque la comprensión adecuada del presente no es un logro que quepa obtener a base de proponérselo. Entender medianamente cualquier cosa implica sobre todo verla como algo que no tiene nada que ver con lo que se suponía que la cosa era cuando no se la entendía, y de esa condición no está claro que haya de librarse el presente. Quien quiera comprender el propio tiempo hará bien, por tanto, en intentar otro propósito.Aquí no nos ocuparemos del estado presente de las cuestiones habitualmente tenidas por morales, sino más bien de algunas de las creencias tácitas gracias a las cuales esas cuestiones son objeto de discusión seria y hasta de disputa apasionada. Para entender el tiempo en que uno vive, el primer paso es extrañarse de él y acostumbrarse a no reconocerlo como propio, ni en materia de moral ni en ninguna otra.

    Aquello a lo que llamamos moral tiene doble faz, y está engañado quien se olvide de alguna de sus caras. Hay un rostro oficial de la moral ­o si se quiere una máscara­ y otro secreto y apenas reconocido. En su versión oficial la moral es un conjunto sistemático de mandatos universales que responsabiliza a todos de su cumplimiento, obligando a tomar la propia persona como intercambiable por la de cualquiera y la de cualquiera por la propia, y esto sin constricción exterior: como una obligación libremente surgida de uno en su fuero interno, en una interioridad que, aun siendo propia, es imparcial e impersonal.Tan prestigiosa institución puede resultar, según gustos y doctrinas, sublime, antipática, imprescindible, ominosa o estúpida, pero lo cierto es que, con aprobación o sin ella, por moral se entiende algo muy parecido a lo anterior. El conjunto de obligaciones llamado moral adopta la forma de un orden sistemático e inexorable, de una naturaleza duplicada, una segunda naturaleza que puede concebirse como opuesta a la ordinaria (al mundo constituido por aquello a lo que se llama hechos) o como la propia naturaleza ordinaria llevada a su plenitud. La forma oficial de la moral es la de un mundo distinto del dado y en el que el mundo dado está obligado a transformarse o, si se prefiere, la forma íntima y genuina del mundo, la que este muestra cuando se lo depura de sus vicios y se lo completa debidamente. La moral oficial manda concebir un mundo bien ordenado, un todo en el que cada parte esté en su sitio y cada momento en su tiempo, un mundo bien hecho, digno de ser aceptado y de ser reconocido como propio. La historia oficial de lo que llamamos moral es la sucesión de diversas maneras de concebir o imaginar ese mundo bien hecho o esa naturaleza mejorada y reconciliada consigo misma, maneras ambiciosas y arrogantes, moderadas y cautas o humildes y temblorosas.

    Pero esa no es toda la historia, porque la moral tiene otro rostro. Por entre el mundo bien hecho y la naturaleza moralizada de filósofos, sacerdotes, mandarines, revolucionarios y reformadores, surgen a veces rarezas y anomalías, excepciones que carecen de sitio en el orden normal de las cosas, irrupciones inopinadas que trastornan el curso del tiempo, portentos que asombran, monstruos que repelen, maravillas que fascinan, episodios o seres que parecen cargados de un valor inconmensurable, desproporcionadamente superior al de cualquier otro bien, o tan saturados de maldad que se llevan por delante cualquier estimación pasada de los bienes y los males. Los bienes anómalos no forman parte del mundo bien hecho de la moral oficial y los males descomunales tampoco tienen un lugar en el mundo todavía imperfecto que esa moral se esfuerza por enderezar. En realidad no son de ningún mundo y se distinguen precisamente por salirse de cualquier orden y estructura: al experimentarlos como bienes o como males, las condiciones normales de la experiencia quedan en suspenso. A estas anomalías de la moral (lo anómalo es lo que no es homalós, lo que no es llano y recto, lo que es oblicuo o torcido o presenta relieve) no se las puede hacer encajar con el sistema de los males o de los bienes. Propiamente no pertenecen a ningún sistema y lo que hacen es más bien romper los sistemas habidos o declararlos desprovistos de valor. No encajan con el resto porque no dejan ningún resto: después de ellas ya no queda nada como estaba. Los bienes y los males anómalos son rarezas en la estructura normal de la moral, pero no por ello son infrecuentes; el mundo está lleno de anomalías, aunque esas anomalías vayan a contrapelo del mundo y se salgan de su plan.

    Si se habla de anomalías de la moral conviene detenerse en la preposición y en sus dos valores superpuestos, uno de ablativo y el otro de genitivo. Que las anomalías lo sean de la moral quiere decir, conforme al primer sentido, que lo son con respecto a ella y por oposición a ella, y entonces la moral se distinguirá por rehuir todas las excepciones aherrojándolas fuera de sí, sin ocuparse de si van al cielo de los milagros o al infierno de los monstruos. Si la moral tiene vigencia, la tendrá de manera sistemática y sujeta a control racional, y precisamente por haberse librado de todo tipo de anomalías. Pero en un segundo sentido las anomalías lo son de la moral porque, al suscitarse y al subvertir el orden normal de los bienes y de los males, no dejan inalterado lo que antes de ellas era la moral, sino que esta tiene que volver a definirse en función de ellas, tratando infructuosamente de adueñárselas y teniendo que definirse como lo que ellas no son.Al igual que uno habla con toda propiedad de sus enemigos ­unos enemigos que ciertamente son suyos­, la moral no sería lo que es sin sus anomalías, y estas no serían lo que son si no fueran anomalías de la moral.

    Suele decirse que el mal descomunal, desmesurado y casi absoluto, tal como se experimentó en algunos hechos de mediados del siglo XX que se designan con la sinécdoque «Auschwitz», debe su desmesura a carecer de precedentes. No es necesario entrar en tan procelosa discusión para afirmar que esa experiencia del mal trivializa la tabla de males conocida hasta entonces; introduce la desmesura y el exceso insoportable como ingredientes del mal y convierte al mal en algo inclasificable, que no es miembro de ningún género y que no puede comprenderse como la mera infracción o quebrantamiento de una norma o de un sistema de normas. Esto, que es casi un lugar común de la cultura contemporánea, estuvo quizá igual de claro desde que se inventó el mal, aunque faltasen conceptos con que expresarlo. Raro es que alguien no haya tropezado por lo menos una vez con males descomunales que exceden toda medida. Quien es ajeno a esa experiencia y conoce sólo los males normales sabe muy poco de la naturaleza del mal; sabrá, si acaso, de los males que tienen una naturaleza o que apuntan a un lugar defectuoso o vacío del orden natural, pero el mal descomunal se distingue por su enormidad y por carecer de género en el que incluirlo y de naturaleza a la que corresponder. Esto pertenece a la sabiduría humana ancestral, y solo el optimismo de la teodicea ilustrada hizo creer lo contrario en ciertos ambientes durante cierto número de décadas. Algo semejante debe decirse del bien cuando se presenta fuera de medida, de serie y de expectativa; tomarlo como un caso o muestra de cierta especie de bienes, explicarlo distinguiendo sus predicados y mostrando a qué otros bienes puede reducirse, dar razón de por qué ha de apreciarse y de cuánto se perdería si se lo desatendiese son operaciones desvalorizadoras cercanas a lo blasfemo; solo el incapaz de apreciar algo lo normalizará de ese modo, y seguramente lo hará para privar a otros de su disfrute. Lo que es bueno de verdad sobresale por todas partes y no se ciñe al molde en el que está metido, sino que lo revienta y lo hace pedazos.A aquellos bienes que lo dejan todo igual que estaba se los llama bienes solo por cortesía; son como los amores en los que no hay locura, algo a lo que se llama amores más que nada por educación. Una moral de la que estuvieran excluidos el espanto del mal descomunal y el hechizo del bien extraordinario sería una moral considerablemente disminuida, apta tan solo para circunstancias normales y ordenadas, que son las que menos necesitan de moral alguna. Pero esa es precisamente la moral que la historia de la filosofía ha producido, y con tanto éxito que el producto pasa por ser casi natural: al igual que nos hemos acostumbrado a alternar el sueño y la vigilia conforme a un orden regular, así también aquellas partes de nuestra conducta que se refieren a la limitación del propio interés han acabado acostumbradas a cierta forma de derecho que usa como policía a los argumentos y como juez a la conciencia. Eso es la moral y todos lo sabemos.

    Pero la teoría consiste en dejar de saber lo que todos sabemos. Este libro sostiene la tesis de que en la moral lo que verdaderamente importa son las anomalías. Si la moral se redujera a su rostro oficial no sería un objeto de estudio demasiado interesante, y los filósofos se lo podrían ceder de buen grado a los ideólogos, los propagandistas, los censores y las organizaciones de beneficencia. La moral no importa por lo que contiene, sino por lo que se le escapa, y la filosofía moral haría muy bien en dejar de ser una disciplina edificante para ocuparse más bien de las rarezas que anidan en todo sistema de valores, de lo que rompe, violenta o resquebraja los sistemas valorativos vigentes, deseables o imaginables. Sin embargo, este libro se ocupará de la moral oficial, y más en particular de lo que quizá sea su pieza básica, la piedra angular sin la cual ese edificio tan virtuosamente levantado se vendría abajo en seguida. La moral oficial, normativa y deuterofisita, [1] gira, en efecto, alrededor de un único concepto central, que es la responsabilidad. Y no es que la moral, entendida como una segunda naturaleza de deberes universales, altruistas e interiorizados, exija para funcionar cierto concepto de la responsabilidad; lo que ocurre más bien es que consiste en un sistema de responsabilidades. La obligación de ser responsable es la obligación de las obligaciones, es como el deber que uno tiene de tener deberes. Estar sujeto a normas morales significa ser responsable ante uno mismo de los incumplimientos que ha cometido en el pasado y de los cumplimientos que debe realizar en el futuro, y responder de los unos y de los otros ante cierta comunidad humana que nunca dejará de pedir cuentas, recordando lo que no se hizo o se hizo mal y lo que falta por hacer o por completar. Describir ese sistema de responsabilidades es lo mismo que describir la moral. Uno puede ser desprendido, filántropo, valiente, juicioso, moderado, compasivo, cuidadoso y sobrio y ser sin embargo un inmoral, pero sería incorrecto calificar de inmoral a alguien de quien se dice que es una persona responsable, porque actuar con responsabilidad es lo mismo que actuar de manera moralmente correcta. La moral deuterofisita es un sistema de responsabilidades porque es una naturaleza paralela que tiene la forma de lo obligado y exigido, de aquello que a la naturaleza física le falta: estamos en deuda con el mundo moral por no haberlo traído aún a la tierra y por todo lo que llevamos hecho en contra de su advenimiento. Pero la responsabilidad deuterofisita se distingue además por no tener fin. Es una máquina en perpetuo funcionamiento, porque nada más solventarse un caso de responsabilidad tiene que aparecer otro. Cuando la máquina de la responsabilidad deja una exigencia sin responder, se entrega vertiginosamente a otra, y lo mismo cuando da una demanda por respondida. Lo que resultaría inconcebible es un estado en el que todas las responsabilidades se hubieran satisfecho ya; eso sería como declarar que la segunda naturaleza moral se ha instalado en el mundo y ha hecho desaparecer a la primera, cosa que no forma parte, salvo como ideal, de la moral deutero-fisita.

    Sin embargo, en este libro se sostendrá que el concepto de responsabilidad cumple muy defectuosamente las obligaciones que le están asignadas. La responsabilidad debería ser la virtud de las virtudes, una noción pétrea, diamantina e inexorable, una palabra cuya sola pronunciación debería aplacar las como anomalía pasiones y elevar los espíritus. Pero en cuanto la responsabilidad se examina sin intención edificante no tarda en advertirse que, más que un concepto claro, es una colección de anomalías. Se supone que sin responsabilidad no habría orden público, moral ni civilización, pero la responsabilidad apenas se mueve nunca a la altura de sus exigencias. Las prácticas en las que interviene este concepto están llenas de excepciones, de suspensiones, de cancelaciones, de ironías, de convenios ficticios, de autoengaños, de inconsistencias, de efectos perversos, de astucias y de opacidades. Están llenas de episodios de los que no cabe responder y que hay que pasar por alto para seguir creyendo que la responsabilidad ­y con ella la moral oficial­ funciona adecuadamente. En los cuatro ensayos de este libro se muestran otros tantos episodios de ese tipo. Si lo que exponen es acertado, habrá que concluir que las anomalías no están solo en los márgenes de la moral oficial o en sus afueras, sino también en sus interioridades más profundas.

    Si bien se mira, la idea misma del responder, el supuesto de que las personas responden a fines, a intereses, a pasiones o a principios, que los acontecimientos responden a causas y a veces a razones, que la historia responde a un plan o a un disparate, que la realidad en su conjunto responde ­o no responde­ a cierta racionalidad, proporciona un modo de pensar vigente en los registros más variados. Cualquier actividad humana y cualquier ausencia de actividad se puede ver como un dar respuesta, y quizás también la naturaleza no humana es inteligible solo en la medida en que se le atribuye la sospechosa capacidad de contestar a las preguntas que se le hacen. La responsabilidad llamada moral es una de las muchas formas que puede adoptar el responder, de modo que las anomalías de la moral muy bien podrían ser un caso particular de la condición anómala de que adolecen en general las respuestas.Alguien que perdiese toda idea de lo que significa dar respuesta habría perdido seguramente cualquier orientación en el mundo, pero conviene no engañarse sobre la claridad de que goza esa idea y tampoco sobre su robustez.

    La idea de respuesta se empareja, antes que con ninguna otra, con la de pregunta, aunque sería erróneo creer que son las preguntas lo único que permite responder o que lo exige. Se responde ­o se deja de responder­ a preguntas, pero también a conflictos y a problemas, y también a órdenes y mandatos, y desde luego se responde a afirmaciones y se responde de ellas (con otras afirmaciones o con preguntas, conflictos, problemas y mandatos); se responde a las provocaciones, a las ofensas y a los desafíos, pero también a los elogios, los regalos y los favores. En realidad toda virtud, de las personas y de las cosas, podría reducirse al arte de saber dar respuesta en un ámbito determinado, y quien tuviera interés en conocer los atributos del ser perfecto podría quedar razonablemente satisfecho con la idea de que ese ser es apto para proporcionar siempre la respuesta correcta en cualquier ámbito y circunstancia, mientras que cualquier respuesta que se le diese a él sería siempre defectuosa. La respuesta correcta se distingue por ajustarse del todo a lo que se preguntaba o a lo que estaba en litigio o a lo que se necesitaba resolver o a lo que se había mandado, por corresponder debidamente a lo que motivó la respuesta, por satisfacer algo que se pedía o demandaba, de manera semejante a lo que se entiende por satisfacción en los duelos y desafíos. En torno al responder se reúne la mayor parte de las ideas y creencias vulgares y doctas acerca del orden último y definitivo de las cosas. Para la ortodoxia de la filosofía y la cultura occidentales lo real es concebible porque responde, porque tiene forma de respuesta o de correspondencia y porque se ajusta a lo que pensamos sobre ello cuando nuestros conceptos se usan con responsabilidad. Lo verdadero, lo bueno y lo justo son aquello que corresponde pensar, decir o hacer, y toda falta es una falta de correspondencia con algo: con el mundo tal como es o tal como se concibe que debería ser.

    Importa mucho advertir la estructura común que tienen problemas, preguntas y conflictos, tres tipos de episodios unidos por su carácter suspenso y su necesidad de algo que al mismo tiempo los complete y los cancele. El convencimiento de que toda pregunta que esté bien expresada y no sea fraudulenta tiene una respuesta correcta y solo una es análogo a la idea de que todo problema que no sea ficticio tiene una sola solución y a la de que siempre hay un modo de reducir los conflictos a acuerdos. Resulta tentador afirmar que se trata de tres variantes o modos de un solo principio, el principium grande enunciado por Leibniz y más conocido por su otra denominación de principium rationis sufficientis.Tal principio se distingue porque a la hora de la verdad todo el mundo lo admite en alguna versión o variante, incluidas las personas a quienes disgusta, las que le profesan antipatía o aquellas a las que parece falso; sin él se vendría abajo la inteligibilidad de los hechos y la racionalidad de las acciones. Quien lo rechace en términos absolutos está condenado a ver el mundo como un torpe y destemplado disparate y sus propias acciones y las ajenas como los palos de ciego de una horda intoxicada y estúpida, pero aun para cumplir esa condena tendrá que echar mano del principio mismo que pretende negar, de manera que la condena será doble. Haría falta rebelarse contra una tradición muy poderosa y ubicua para sacudirse la obediencia a ese principio, un principio al que la mayor parte de los filósofos ha profesado altísima estima pero al que muy pocos han prestado obediencia ­más bien al contrario: apenas puede contarse la historia de algo tan perpetuamente conflictivo como la filosofía misma.

    La veta de la tradición filosófica que guarda una relación más o menos estrecha con lo que llamamos moral se distingue por prestar atención a aquellas variantes del Gran Principio que hacen hincapié, por un lado, en los mandatos y sus cumplimientos y, por otro, en los conflictos y sus arreglos. Cualquier episodio llevado a cabo por animales humanos que sea digno de elogio o de una estimación favorable se considerará que es el resultado de haber cumplido cierto mandato, de haber completado algo que faltaba y que ahora puede darse por satisfecho, es decir, por llevado a cabo y logrado. Y se juzgará también que cualquier acción merecedora de aprobación o cualquier objeto digno de estima se distinguirán por no entrar en conflicto con ninguna otra acción u objeto correctos o estimables. Las normas obedecidas y los conflictos desaparecidos proporcionan la forma del bien, y a esa forma se la llama moral. Siempre habrá, desde luego, una cantidad ingente de conflictos sin resolver y de casos en donde no se sabe qué norma ha de obedecerse, pero cancelar todos estos casos es precisamente la heroica carga que la moral echa sobre sus hombros, una tarea ardua y prolongada, aunque ineludible.

    Que la responsabilidad esté infestada de anomalías tiene consecuencias, como se ha sugerido, más allá de lo que suele llamarse moral. Porque si el responder mismo está lleno de inadecuaciones, puede que la forma del ser y del bien no sea el ajuste y la concordancia, sino más bien el desquiciamiento, la dislocación y la falta de forma. Si las cosas están desquiciadas las unas respecto de las otras, el conocimiento y la acción memorables no consistirán en encontrar su quicio, sino la medida exacta de su desajuste, ni tampoco en restaurar cierto orden perdido u olvidado, sino en producir desórdenes dignos de recuerdo. Se nos ha enseñado durante siglos que la teoría es la contemplación del orden, y eso es lo que seguramente tiene que creer cualquier persona responsable. Por lo que toca a la teoría moral, se acostumbra a representarla como una preparación de la práctica, como algo que tiene que medirse con la práctica y responder ante ella. A la teoría moral no se le exige que contemple, sino que conciba aquello que merecería la pena contemplar; es la teoría de lo que debe contemplarse, de lo que se contemplará con aprobación, de lo que corresponde contemplar. Sin embargo, las anomalías son desórdenes y el desorden no se contempla, porque la contemplación exige permanencia en lo que se mira y el desorden es inconstante y tornadizo. Los desórdenes se entrevén o se vislumbran, y cuando se los quiere empezar a contemplar ya han desaparecido de la vista. Si la anomalía está en el corazón de la moral, entonces la teoría moral tampoco tendrá ningún objeto de contemplación. Pero quizá la mejor teoría ­moral y de cualquier otro tipo­ consiste en mirar la falta de forma sin verla como una falta, en ver las cosas escapándose del contexto en que están, despojándose de familiaridad y perdiendo sus alrededores. La teoría moral consistirá en poner en suspenso los supuestos oficiales de la moral, en ver a la moral fuera del lugar que le ha correspondido, como algo de lo que nunca nos extrañaremos lo bastante, como se mira el propio país cuando ya nadie sabe quién es uno. La enseñanza oficial dice que el teórico es un buscador de ajustes, pero lo mejor que puede hacer el teórico es tratar de describir ciertos desajustes memorables que acertó fugazmente a vislumbrar. Entre ellos y en primer lugar, la visión de lo normal como algo desajustado.

    El teórico moral no tiene como misión enseñar a sus contemporáneos a ser responsables, sino explicar por qué la responsabilidad no da de sí lo que de ella se espera. La teoría se ocupa de conceptos, pero su misión no es repararlos y sacarles lustre para que puedan usarse a plena satisfacción del usuario. No arregla el mundo ni resuelve los problemas, y ni siquiera es el primer paso (o un paso necesario) para ese arreglo y esa resolución; más bien lo desordena todo y crea problemas donde no los había. La teoría no sirve a nadie ni sirve para nada. Puede que tenga efectos prácticos, pero sería muy poco sensato tratar de predecirlos, y además no todos ellos serán beneficiosos ni deseables. No siempre que la verdad es atrapada por la teoría se sigue un resultado de felicidad, provecho o mejora moral; a menudo la teoría es amarga y corrosiva y echa a perder las intenciones más elevadas. La teoría de la responsabilidad que se propone en este libro muestra que no hay un orden en el que los animales racionales y las palabras y cosas que manejan se correspondan adecuadamente entre sí, que la idea misma del corresponder excluye un orden como ese y que lo más digno de aprecio adopta por lo general la forma (aunque ni es forma ni es general) de una falta de correspondencia. Respecto de la utilidad o perjuicio de estas consideraciones para la vida, al autor sólo le cabe hacer profesión de ignorancia, aunque se atreve a suponer que ni la utilidad será muy grande ni el perjuicio muy irreparable.

    Los cuatro ensayos de que se compone este libro muestran sendas anomalías de la moral y sendas quiebras o suspensiones de la responsabilidad, y expresan de distintos modos la intención que acaba de exponerse. Obedecen a un propósito (o a un despropósito) común, pero pueden leerse de manera independiente, y también con un orden distinto del que aquí tienen. Escribir un libro de filosofía implica entrar en un complicado sistema de responsabilidades, en el que cada afirmación puede ser respondida de múltiples maneras y es a su vez la respuesta a una enorme colección de estímulos, la mayor parte de ellos inadvertidos por el autor. Los libros de filosofía se escriben pensando en un lector implacable, atento, inquisitivo y torvo, que pedirá cuentas de todo lo que uno dice y también de lo que calla. En realidad, la idea que de nuestros lectores tenemos los autores de libros de filosofía suele ser un tanto siniestra, además de injusta. De ordinario ese lector no existe, como tampoco suelen existir los lectores imaginados de todos los demás géneros de escritura, aunque tal cosa no convierte a los libros de filosofía en una muestra de irresponsabilidad, o por lo menos no de manera necesaria. La lectura también tiene sus responsabilidades y estas sus anomalías (a la más aparatosa de todas se la llama relectura), y hasta es posible que si los animales humanos no hubieran inventado la escritura tampoco habrían concebido la responsabilidad. La escritura se inventó para estar uno siempre atado a lo que ha dicho, pero quizá lo mejor que pueda pasarle a un libro es que se le pidan cuentas con las que el libro no contaba y que el lector y el autor saben imposibles de saldar. [2]

    Madrid, 28 de junio de 2006

    Ensayo 1.º

    La Naturaleza por duplicado

    1. Las esposas del entendimiento

    En el libro VI de lingua Latina, de Marco Terencio Varrón, se encuentra el primer estudio atento de la idea de responsabilidad de que se tiene noticia. O, por lo menos, cierto tipo especial de estudio, el conveniente a una de las dos naturalezas que a toda palabra tocan según el propio Varrón. Porque no solo a las cosas corresponden, como se verá, dos maneras de ser: también las palabras miran siempre hacia dos lados, aunque el uno y el otro puedan confundirse a veces. En el libro V de la misma obra se había dicho, en efecto, que las palabras poseen una condición doble, definida por la cosa a partir de la cual se imponen (lo que los griegos habían llamado etimología) y por aquella en la cual quedan impuestas (algo muy semejante a lo que hoy suele llamarse referencia). [3] Conforme a esta doctrina, todo vocablo se impone o aplica a determinadas cosas y se toma también de ciertas entidades, pero las primeras y las segundas no son siempre las mismas. Averiguar de dónde proviene el uocabulum admite, según Varrón, cuatro grados de dificultad. El primero y más elemental corresponde, por ejemplo, al conocimiento de que argentifodinae quiere decir «minas de plata» o de que el uiocurus es el inspector de caminos; se trata de palabras cuya condición compuesta salta a la vista y cuyo origen es transparente del todo para cualquier hablante del latín. El segundo grado conviene a palabras nuevas acuñadas de manera artificiosa por los poetas, [4] como cuando Pacuvio llama incuruiceruicum pecus, es decir, «rebaño de corvada cerviz» a un banco de delfines. Por su parte, el origen de las palabras del tercer grado, a causa de su dificultad, solo está al alcance de los filósofos. Se trata de términos de uso corriente y que no son compuestos ni muestran huella de otras palabras, como oppidum (ciudad), uicus (aldea) o uia (camino), palabras cuyo origen resulta francamente opaco, incierto y confuso para quien no posea saberes muy poco comunes. Y el cuarto grado, en fin, corresponde a vocablos impenetrables cuyos orígenes radican ubi est adytum et initia regis, es decir, allí donde se hallan «lo sagrado y los secretos iniciáticos regios»: ciertas palabras de condición genuinamente esotérica y cuyo verdadero sentido parece vedado a todos o a casi todos. Por lo que toca a sí mismo,Varrón declara carecer de méritos bastantes para ascender con plenitud a los dos últimos escalones, aunque confía en poder sobrepasar alguna vez el segundo.

    De lo que sí está convencido el gramático romano es de que al proclamar cuál es la cosa a la que se aplica la palabra se enuncia tan solo la mitad de lo que interesa saber sobre esta; la otra mitad no siempre es fácil de conocer y a menudo no podrá desentrañarla nadie. Si la palabra es un compuesto artificioso o se debe a la invención de un poeta, entonces sí será sencillo, por regla general, descubrir a partir de qué cosa se impone y «por qué y de dónde» se da. Por ejemplo, alguien que no acierte a ver que incuruiceruicum se aplica al delfín a causa de la curvatura de la cabeza de este animal no solo ignorará la etimología de la palabra, sino que su conocimiento de la referencia se producirá en cierto modo a ciegas, sin saber cuál es la causa de que se usen tales sonidos y no otros cualesquiera. [5] Pero eso es precisamente lo que ocurre cada vez que el hombre ordinario usa la palabra «aldea» o la palabra «vía»; sabe muy bien a qué objetos se les impone el nombre correspondiente aunque ignora del todo por qué se usa precisamente una palabra que

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