Confesiones del corazón
Por Amanda Stevens
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Amanda Stevens
Amanda Stevens is an award-winning author of over fifty novels. Born and raised in the rural south, she now resides in Houston, Texas.
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Confesiones del corazón - Amanda Stevens
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Marilyn Medlock Amann.
Todos los derechos reservados.
CONFESIONES DEL CORAZÓN, Nº 54 - abril 2017
Título original: Confessions of the Heart
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2003.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-9812-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 17
Si te ha gustado este libro…
1
—Alguien sabe lo de mi trasplante.
Al pie de la cama, el doctor English dejó de examinar los resultados de su análisis y la miró.
—Mi esposa no, desde luego.
—Tú no estás casado —le recordó Anna. A pesar de lo que pudiera haber sugerido el tono del médico, no había tenido ni tendría jamás una aventura amorosa con él.
Y no porque eso no hubiera sido posible. Con su pelo oscuro, sus ojos brillantes y su sonrisa sensual, se había sentido inevitablemente atraída desde la primera vez que lo vio.
Pero eso fue antes de que le abriera el pecho… y literalmente le arrancara el corazón. Desde entonces, había sido inmune a aquella sonrisa. Lo que valoraba ahora era su pericia como cirujano especialista en trasplantes, mucho más que sus supuestas habilidades como amante. Que, según sospechaba, serían ciertamente notables.
—¿Acaso no sientes la menor curiosidad por lo que acabo de decirte? —insistió Anna.
—Lo primero es lo primero —recogió los resultados—. ¿Cómo te sientes?
—En este preciso momento, como si acabara de vérmelas con un vampiro —se llevó una mano al cuello, donde un vendaje cubría la incisión que le habían hecho varias horas antes, para la biopsia cardíaca.
Michael garabateó algo en su informe.
—¿Han mejorado los cambios de humor desde que eliminamos la prednisona?
—¿Qué cambios de humor?
—Laurel dijo…
—Laurel se preocupa demasiado —replicó Anna—. Si me ve un poquito cansada, o malhumorada, o si me da un ataque de tos, ya se imagina que estoy sufriendo un rechazo.
El médico le lanzó una severa mirada.
—¿Has experimentado alguno de esos síntomas?
—No —se encogió de hombros.
—¿Fiebre, diarreas?
—No.
—¿Te quedas a veces sin aliento, sufres mareos, latido cardíaco irregular?
—No, no y no —suspiró—. Después de un año sin sufrir grandes complicaciones, Laurel podría relajarse un poco. Y tú también.
—Anna —pronunció con tono paciente, el mismo que utilizaba siempre que se disponía a echarle un sermón—. No puedes bajar la guardia solo porque hayas sufrido un episodio menor de rechazo. Sigues corriendo riesgos. Tienes que revisarte cotidianamente. Eso no ha cambiado. Y lo mismo vale para la medicación. Dejar de seguirla es la tercera causa más extendida de rechazos, según las estadísticas.
—Tomo puntualmente mis medicinas… —insistió.
—¿Nunca te olvidas?
—Ni una sola vez —afortunadamente, el número de medicamentos había descendido notablemente desde que salió del hospital, cuando tomaba quince por la mañana y otros tantos por la noche. Aun así, a veces tenía la sensación de que tenía una verdadera farmacia en casa. Jamás se olvidaba de tomarlos. Era perfectamente consciente de que saltarse una sola toma podría precipitar un rechazo.
Demasiado bien lo sabía. Anna y el resto del equipo de trasplantes no habían hecho otra cosa que repetírselo antes y después de la operación. Había tenido que memorizar todas las medicaciones, aprender a reconocerlas y estudiar sus efectos, antes de que le permitieran abandonar el hospital.
—Incorpórate un poco —Michael le aplicó el estetoscopio en la espalda, y luego en el pecho. Minutos después le tomó el pulso, frunciendo el ceño con gesto concentrado.
Realmente era muy guapo. Anna tenía que admitir que le habría resultado terriblemente fácil atravesar la barrera que separaba el nivel profesional del personal. Era un hombre divertido y encantador. Le gustaba hacerle reír. Y hacía mucho tiempo que nadie le había hecho reír, al menos desde que su madre murió de un ataque cardíaco cuando ella apenas contaba trece años.
De su madre había heredado su corazón débil, pero no su sentido del humor. Siempre seria y taciturna, Anna se había vuelto aún más reconcentrada durante su adolescencia, sobre todo cuando su padre volvió a casarse. Coincidiendo con el período de sus estudios de Derecho, se había distanciado mucho de su familia. Hasta que, cuando descubrió que su padre tenía cáncer, se animó a dar el primer paso hacia la reconciliación.
Afortunadamente había logrado hacer las paces con él antes de su muerte, pero sabía que no le había concedido lo que más había deseado en el mundo: su aceptación de Laurel. Ni siquiera en medio de su dolor compartido, Anna se había sentido capaz de querer a su madrastra. Irónicamente, fue Laurel quien la convenció de que acudiera al médico cuando empezó a sentir unos ligeros mareos. Y quien insistió en que viera a otro cardiólogo, cuando el primero la mandó a casa tras diagnosticarle un simple problema de estrés.
Y fue también Laurel quien se trasladó a su casa para cuidarla cuando, varios meses después, los mareos se convirtieron en síntomas de agotamiento. Estuvo en todo momento a su lado, apoyándola cuando tuvo que darse temporalmente de baja en el bufete de Matthews, Conley y Hart. Y cuando recibió la gran noticia, un año después de su primer diagnóstico: su corazón estaba gravemente enfermo. Un trasplante era su única esperanza.
Laurel, por último, fue quien la llevó al hospital cuando les avisaron de que habían recibido un corazón para ella. Un nuevo corazón. Una nueva vida. Una nueva Anna.
La perspectiva de la muerte le había hecho reflexionar, mirarse a sí misma con otros ojos. Durante toda su vida adulta había estado concentrada únicamente en una cosa: su propia carrera, con exclusión de todo lo demás, incluyendo familia y amistades. Había sido dolorosamente consciente de ello durante su estancia en el hospital, cuando Laurel fue la única persona que se quedó a hacerle compañía, entregándole las pocas cartas que llegaban a su apartamento. Y se había visto obligada a aceptar la desagradable conclusión de que, excepto a su madrastra, a la que tan mal había tratado durante años, a nadie le había importado que viviera o que dejara de vivir.
Por supuesto, sus socios en Matthews, Conley y Hart tenían un interés… financiero en que viviera. Y ni siquiera su pérdida les habría afectado demasiado. Su ex marido la había acusado una vez de ser una persona fría y sin sentimientos. Y, al parecer, había tenido razón.
—¿Y bien? —le preguntó Michael cuando dejó de auscultarla—. ¿Qué es eso de que alguien sabe lo tuyo? Explícamelo.
—Creo que alguien de la familia del donante sabe quién soy.
—Eso es imposible. Tanto la identificación del donante como del receptor permanecen en el más absoluto anonimato. Ni siquiera lo saben los cirujanos. Esas son las reglas.
—Eso ya lo sé. Pero no se me ocurre otra manera de explicar todas las cosas raras que últimamente me han venido sucediendo.
—¿Qué tipo de cosas raras? —frunció el ceño.
Anna permaneció pensativa por unos segundos.
—Te va a parecer que estoy completamente paranoica, pero he recibido unas llamadas de teléfono muy extrañas. Siempre por la noche, una vez que ya me he acostado. Generalmente me despiertan. Nadie dice nada al otro lado de la línea, pero puedo escuchar una música sonando al fondo… Y reconozco la melodía. ¿Conoces la balada Alma y corazón? Ya sé que pensarás que estoy loca, pero…
—¿Dices que recibes esas llamadas por la noche y que siempre te despiertan? Anna, acabas de pasar por una prueba muy dura. Tanto física como mentalmente. Tu vida entera ha cambiado en unos pocos meses y…
—Lo sé —lo interrumpió—. Pero no es eso. No estoy soñando despierta. Creo que esas llamadas tienen que ver con mi trasplante.
—Pero aunque ese fuera el caso, no significa que tuvieran que ver con la familia del donante —replicó Michael—. Podrían ser de alguien que te conoce. Alguien resentido, que intenta asustarte un poco.
Ya había pensado en ello. Su estilo agresivo como abogada especialista en divorcios no le había hecho ganar muchas amistades entre sus clientes, o entre sus propios colegas. Aun así, había algo profundamente inquietante y simbólico en aquellas llamadas.
—Mira —le dijo Michael—, no quiero que te preocupes por eso. Lo último que necesitas es que te estreses.
—No estoy estresada. Dios sabe que a veces me siento casi como si estuviera en coma, de la vida tan tranquila que llevo —Anna no echaba precisamente de menos la presión laboral de su antiguo trabajo, pero transcurrido un año desde la operación, sabía que había llegado el momento de hacer algo. O dedicarle al bufete algunas horas al día o encontrar alguna otra cosa en la que ocupar su tiempo. No podía pasarse el resto de su vida tomando medicinas, durmiendo la siesta y saliendo a pasear. Sabía que otras personas que habían recibido trasplantes habían llegado incluso a escalar montañas. Y ella necesitaba una montaña que escalar.
—Tienes razón. Probablemente no sea nada —se sentó en la cama y bajó las piernas—. Pensé que debía decírtelo, por si acaso se había producido alguna filtración de datos en la sociedad Don de Vida…
—Eso es algo altamente improbable.
—Es verdad —pero Anna sabía que los hackers podían entrar en los archivos informáticos más secretos. En las manos adecuadas, dudaba que el sistema de la sociedad especializada en trasplantes ofreciera mucha resistencia.
Michael se guardó el bolígrafo en el bolsillo de la bata y cerró su informe.
—Vas muy bien, Anna. Tus análisis y tu presión sanguínea son excelentes. Sigue así, y no necesitaré volver a verte hasta dentro de otros tres meses —se dirigió hacia la puerta, pero en el último momento se volvió para lanzarle una severa mirada—. Pero insisto en lo del estrés. No te preocupes por esas llamadas. Desconecta el teléfono por la noche, si es necesario. Espera unos cuantos días. Sea quien sea el bromista, terminará cansándose para dedicarse a otras cosas.
—Siento haberte hecho esperar tanto —le dijo poco después Anna a Laurel, que al volante de su coche acababa de salir del inmenso aparcamiento del Centro Médico de Texas.
—No lo sientas —sonrió Laurel—. Sé que parece extraño, pero siempre me gusta venir al instituto. Este lugar es tan asombroso. ¿Has visto la exposición del museo?
El edificio Denton A. Cooley, que albergaba el Instituto del Corazón de Texas, era indudablemente una maravilla tecnológica del siglo XXI. El centro de investigación, formación y asistencia médica había sido bautizado con el nombre de uno de los pioneros de la cirugía de trasplantes. Anna, sin embargo, solamente estaba familiarizada con el octavo piso.
—La verdad, nunca he bajado al museo.
—Pues deberías hacerle una visita. Tiene una impresionante colección de arte. Y una gran cantidad de curiosos objetos personales del doctor Cooley —se volvió hacia Anna, con sus ojos verdes brillando de excitación—. Cada vez que vengo aquí, encuentro siempre algo nuevo y fascinante.
—Me alegro de que no te hayas aburrido.
El entusiasmo por todas las facetas de la vida que desplegaba su madrastra nunca dejaba de sorprenderla. Probablemente esa era una de las cosas que más habrían atraído a su padre de ella. Después de todo ese tiempo, Anna no podía menos que reconocer lo mucho que se parecía Laurel a su madre. Ojalá hubiera llegado antes, años atrás, a esa misma conclusión.
Se había distanciado de una manera tan absurda e innecesariamente de la gente que la había querido… Solo cuando el ángel de la muerte había llamado a su puerta, se había dado cuenta de que lo había hecho por miedo. No por ambición, ni por avaricia, ni siquiera por resentimiento hacia Laurel, sino por miedo a que, si llegaba a querer demasiado a alguien… pudiera terminar perdiéndolo también.
La muerte de su madre la había afectado mucho más de lo que había estado dispuesta a reconocer, y su padre, al igual que ella, se había guardado su propio dolor. Se había negado a hablar de la muerte de su esposa, y también a que su hija hablara sobre ello. Ambos habían tenido un gran éxito a la hora de simular y esconderse mutuamente su dolor. Por eso, cuando de repente un día llevó a Laurel a casa, sin previo aviso… Anna lo consideró una especie de traición.
No había sido capaz de perdonarlo, no había querido compartir la más mínima porción de su felicidad, porque para entonces ya había encontrado algo mucho más seguro y menos complicado que el amor. El éxito. Su vida profesional era algo sobre lo que había ejercido un perfecto control… o al menos eso era lo que había creído ella.
Miraba por la ventanilla del coche con gesto ausente, abismada en sus reflexiones. Estaba lloviendo, y el rítmico movimiento del limpiaparabrisas la estaba adormilando. Menos mal que Laurel estaba al volante, pensó mientras apoyaba la cabeza en el respaldo del asiento. Seis meses después de abandonar el hospital, Michael le había permitido conducir de nuevo, pero cuando tenía que hacerse las biopsias, seguía dependiendo de su madrastra para ir y venir del hospital.
Laurel hizo varias paradas, una de ellas en la farmacia para reponer algunos de los medicamentos de Anna. Eran más de las tres y el tráfico estaba absolutamente congestionado. Cuando ya se dirigían hacia Main Street, atravesando el centro de la ciudad, Anna, en un impulso, le señaló la entrada de un aparcamiento.
—Métete allí, por favor.
Laurel hizo lo que le decía y se volvió hacia ella, extrañada.
—Espero que no estés pensando en ir a la oficina.
Matthews, Conley y Hart ocupaban varios pisos de la Torre J.P. Morgan, el rascacielos más alto de Houston. El despacho de Anna se encontraba en la decimoctava planta. En un día claro, se podía divisar el Golfo de México. Aunque los días claros eran una excepción en aquella ciudad.
—Anna —insistió Laurel—. Deberías volver a casa y descansar.
—No tardaré mucho. Déjame cerca de la entrada, y luego vete a casa sin mí. Ya me has esperado bastante.
—¿Cómo volverás a casa?
—Caminando. Ya sabes que me viene bien.
—Pero todavía sigue lloviendo.
—Tengo un paraguas —le señaló el que llevaba—. Y si arrecia, tomaré un