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Tres minutos de color
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Tres minutos de color
Libro electrónico397 páginas5 horas

Tres minutos de color

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'Tres minutos de color' la estéril lucha contra el tiempo y la muerte cobra un significado muy distinto.

Coque Brox, el protagonista de la historia, es un inspector de policía de mediana edad, separado, parco en palabras, amante de todo aquello que conserve su esencia y acromatópsico, o lo que es lo mismo, percibe la vida en blanco y negro. Herido de por vida tras sufrir una pérdida irreparable, solo le alienta la lucha por recuperar el cariño de su hija adolescente. En una Barcelona en caída libre, cuyos locales de diseño no logran acallar la apremiante nostalgia de sus habitantes, investigará la violenta desaparición de Palma, amigo y compañero de profesión. Durante el tiempo que duren las pesquisas se las verá y deseará para mantener engañado a un suspicaz comisario que no lo quiere en la investigación, sufrirá los persistentes intentos de suicidio de su exmujer, y conocerá muy de cerca qué es una ECM (experiencia cercana a la muerte). Lejos de las clásicas novelas de procedimiento policial, el inspector Coque Brox se verá obligado a visitar un terreno verdaderamente desconocido para él y para el resto de los mortales. Lo que un descreído como él nunca imaginaría es que hay lugares sobrenaturales que albergan la verdad, aunque el camino que conduce a ellos todavía siga siendo un misterio. Y como dijo Jorge Luís Borges: "Lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador".

Tres minutos de color explora una cuestión para todos inevitable: ¿qué hay después de la muerte? No es una novela escrita solo para que te guste, sí lo es para que te estremezca, te haga dudar y reflexiones.

La densidad psicológica de los distintos personajes que la integran servirán de contrapunto a una trama policial hasta la fecha inédita.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 feb 2017
ISBN9788416328918
Tres minutos de color

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    Tres minutos de color - Pere Cervantes

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1

    Viernes 6 de agosto

    Coque Brox llevaba más de dos años sin soportarse. Su existencia, lánguida como un riachuelo condenado a desaparecer, discurría con el único objetivo de sobrevivir a las pocas ganas de seguir respirando. En esa cálida madrugada comprobó por fin que solo estando muerto podía uno ver a otros muertos, una de las reglas de aquel juego de rol on line conocido como World of Warcraft. A pesar de no haber atravesado ningún túnel ni verse deslumbrado por un destello, tuvo la certeza de haber pasado al temido otro lado. En algún momento el monitor perdió toda su riqueza cromática. Para cualquier persona constatar aquel cambio visual no significaba más que eso, darse cuenta de que todo era blanco y negro. Sin embargo, que él pudiera percibir aquella mutación de colores constituía un verdadero milagro. «Estar muerto es una urgencia, tal vez la única», se convenció. Acto seguido, agarró el teléfono móvil sin titubear y violó la primera de las normas establecidas.

    —Son las dos de la mañana, solo una explosión de gas en el edificio justificaría esta llamada —respondió Oliver Edo, áspero y con voz fatigada.

    —Soy Avenger, y creo que he muerto.

    Un suspiro condescendiente se adelantó a la respuesta.

    —Tú no eres Avenger si yo no soy Delas —recordó Oliver—. Creía que lo habíamos dejado claro. Eres Coque Brox, ¿recuerdas? Inspector del grupo de Desaparecidos del Cuerpo Nacional de Policía. Avenger solo es Avenger cuando estamos conectados los dos, salvo que sea por una urgencia, y para tu información en este justo instante estoy aserrando un hueso craneal y todavía me quedan dos cuerpos más.

    En el otro lado de la línea no se apreciaba ni tan siquiera una tenue respiración.

    —Ya sabes las reglas, Coque.

    —¿Y no te parece una urgencia que me hayan matado?

    —¡Será posible! Tengo delante de mis narices tres cuerpos, uno de ellos de cuarenta y cinco años, de tu quinta, por cierto, con la cabeza abierta como un melón. Además, mi ayudante me ha pedido media hora para tontear con una enfermera en celo, y créeme, eso sí que es una urgencia.

    —¿La del ayudante o la de la enfermera cachonda?

    A pesar de que Oliver sabía bien que no responderle era la mejor réplica, no lo pudo evitar.

    —No tienes remedio…

    —Pero ¿qué prisa va a tener un fiambre? Luego dices que soy un bicho raro y que meterme en esta mierda de juegos on line me puede ir bien para encauzar mi vida.

    —Vamos a ver —recondujo Oliver, bajando el tono—. ¿Has ampliado el tamaño de las letras? ¿Te ves en blanco y negro?

    —Cada día.

    —Perdona —se apresuró a rectificar el forense con un tenue carraspeo—. Me refería en el juego.

    —Sí. Y no me preguntes cómo lo distingo. Lo sé.

    —Coque, tienes un tutorial donde viene todo muy bien detallado.

    —Solo quiero que me digas dónde puedo encontrar al dichoso Ángel de la Resurrección. No me apetece leerme tres pantallas de instrucciones en un idioma para subnormales.

    —Eso. Para subnormales que no joden de madrugada a quienes practican una autopsia —protestó Oliver, que con la sierra en la mano y un aspaviento a punto estuvo de rebanarle una pierna al cadáver que esperaba pacientemente a su lado—. Oye, ¿sabes una cosa? Podrías aprender de ese tipo de subnormales que resultamos ser la mayoría de las personas.

    El forense había dejado la sierra sobre la mesa de necropsias, junto a un cuerpo de piel violeta y rostro inexpresivo. De aquella carne fría únicamente sobresalían dos ojos diminutos salpicados de sangre, el último vestigio que acreditaba su paso por este mundo.

    —Soy un hombre de palabra, Coque. Te dije que el World of Warcraft nunca invadiría nuestra realidad y eso es justo lo que voy a hacer. Que descanses, Gugle.

    Oliver había zanjado la conversación sin dejar posibilidad alguna a la réplica. A Coque le exasperaba casi todo en esta vida, pero que le llamaran Gugle, apelativo creado y usado en exclusiva por el comisario Paco Palomares, le asqueaba.

    El forense tomó aire al tiempo que esbozaba una sonrisa menguada, la misma que exhibiría el vencedor de una batalla en la que habría preferido no participar. Al fin y al cabo, aquel contrincante era, por encima de todo, un hombre con demasiados problemas. Unos instantes después, ya recuperada la paz, se reajustó las gafas protectoras y apagó el móvil. Apenas retomó la tarea se sobresaltó por un extraño ruido, como de tres golpes secos que sonaron al unísono. Se volvió arqueando las cejas y comprobó ante su asombro que los tres cuerpos yacían ahora sobre el suelo antideslizante de la sala de autopsias.

    Si era el único ser más o menos vivo del lugar, ¿cómo explicar entonces que los cadáveres se hubieran caído de las mesas de necropsias. «Pero si estaban bien sujetos, como siempre», pensó. Con la voz medio quebrada logró pronunciar el nombre de su ayudante:

    —¡Nacho!

    No hubo respuesta.

    Oliver deslizó la mirada hacia la única entrada de la sala. Se acercó en dos zancadas y se quedó desconcertado al ver que estaba bloqueada. A través de la ventana ovalada divisó el pasillo vacío bañado por una luz raquítica. Golpeó la puerta con obstinación para llamar la atención de alguien, pero solo logró que se le entumecieran las manos. Respiró hondo, sintió un escalofrío y fue a refugiarse en el rincón más alejado de los tres cadáveres. «El peor enemigo es el que no se ve», se dijo cruzando los brazos y bajando la cabeza. A estas alturas lo que menos podía impresionarle era el gesto inerte de tres cadáveres. No, era otra cosa. Inquieto, se le ocurrió que quizá se trataba de una presencia. Estaba notando algo invisible pero envolvente, como si alguien más lo estuviera acompañando entre aquellas cuatro paredes frías y asépticas. «Por menos que esto cualquiera pierde todo su escepticismo científico», pensó, pero rechazó la idea de un manotazo. Con el pulso algo acelerado dirigió la mirada al reloj digital que coronaba la estancia. La hora del inefable suceso, las 2.22.

    Capítulo 2

    Viernes 6 de agosto

    Después de pasar el día recluido en la habitación enviando mensajes de móvil a su hija, todos ellos sin respuesta, Coque había calculado que Oliver estaría a punto de levantarse. Si algo no le apetecía en ese momento era toparse con él. Escogió una de las cinco americanas negras que reposaban en el armario, unos vaqueros y una camisa blanca. El mismo atavío que había decidido utilizar el resto de su vida. Al inicio de la enfermedad había diseñado una estrategia consistente en otorgarle a cada color un número. El blanco tenía el uno, el amarillo el dos y el beis el cinco. Ver el mundo como si de una fórmula matemática se tratara. Pura probabilidad cromática. Pero esa equiparación numérica requería del mismo brío que aprender un nuevo idioma. Abandonó con sigilo el piso que compartía con el forense y se dirigió a la consulta del oftalmólogo. El diagnóstico resultó inalterable. Sin tratamiento. Lesión en la corteza cerebral. Abandonó la consulta abatido y pensó con tristeza que los zumos de tomate seguirían teniendo el color del alquitrán.

    Llegó a la Jefatura de Policía a las seis de la tarde, ojeroso y con la certeza de no tener un lugar donde refugiarse en toda la ciudad. El grupo de Desaparecidos tenía los días contados. A finales del 2005 los Mossos d’Esquadra tomarían el relevo en Barcelona y muchos de los despachos que integraban el viejo edificio desaparecerían. Quedaban quince meses para que ello sucediera. Prisa era la palabra que reinaba en Jefatura. Prisa por cerrar investigaciones, por dejar las calles en manos de una policía ansiosa, por saber qué significaría tener una placa y una pistola en esa ciudad a partir de entonces. Coque llevaba veinticinco años buscando a quien no quería que se le encontrara, a quien sí quería pero alguien se lo impedía, y a quienes les importaba un pimiento lo primero y lo segundo, como si no existieran para nadie. Veinticinco años de reencuentros y tormentos, y de vez en cuando el mayor de los fracasos para quien busca a personas desaparecidas: el hallazgo de un cadáver.

    Su oficina era una ratonera de doce metros cuadrados sin ventanas. El mobiliario lo integraban dos mesas cedidas por una entidad bancaria —cuyo director de Seguridad, antaño comisario de Policía, no quería desvincularse de la que fue su empresa por motivos que sustentaban su nuevo contrato laboral—, dos ordenadores incompatibles con el resto de ordenadores del edificio y cuatro sillas de escay que albergaban una colección de tufos ancestrales. De una pared colgaba, sujetado por una chincheta oxidada, el calendario de un detective privado al que nadie conocía. De otra pared, el esqueleto de una estantería metálica repleta de legajos. Una suerte de compilación de los casos en los que había dejado gran parte de su vida. Estar cerca de aquellas cajas de cartón revestidas de polvo y de olvido le hacía sentirse cómodo. «Legajos del color de la mierda», los llamaba. De entre todos ellos solo un expediente le obsesionaba más que cualquier otro.

    Desde hacía seis meses un acontecimiento había sacudido la vida de Coque. El oficial del grupo de Desaparecidos, Ramiro Palma —conocido como el Palmica en Jefatura y en toda la ciudad—, había desaparecido de manera inexplicable durante el transcurso de una investigación. Ante el fracaso de su hallazgo y la rumorología sobre la caótica vida del oficial, a Coque se le prohibió seguir investigando. Le gustara o no, para eso había otro grupo. El propio Coque tenía varias máximas en su vida profesional. Una que no solía fallarle era la de «desaparecido cuyas cuentas corrientes y tarjetas no se mueven en una semana, que se ocupe el gilipollas de Valcárcel», haciendo alusión al prepotente jefe del grupo de Homicidios. Pero a Coque se le hacía insoportable creer en lo que ya todos daban por hecho.

    A esas horas de la tarde el policía David Hurtado finalizaba su turno. La relación entre Coque y el único subordinado que le quedaba en el grupo se limitaba a las notas que ambos se dejaban pegadas en un extremo del monitor. Coque franqueó la puerta de la Jefatura, contestó con un gruñido al «a sus órdenes» que un policía imberbe y desgarrado pronunció al verlo entrar, y se dirigió al ascensor. Pulsó el botón de llamada con insistencia, pero en aquel edificio ya nada se sometía a sus deseos. Al llegar el ascensor a su planta las puertas descubrieron la redonda figura de un retaco peinado al estilo José Luis Rodríguez el Puma, ataviado con un traje y corbata adquiridos en las últimas liquidaciones del Carrefour.

    —Hombre, ¿a quién tenemos aquí? Pero si es el señorito de Jefatura —exclamó el comisario Paco Palomares, luciendo un reloj de pulsera, regalo de una entidad bancaria, a escasos centímetros del inspector—. ¿Es que hay algún horario nuevo y no me he enterado?

    —Más o menos.

    —Me está esperando el conductor en la entrada, Coque, de modo que no voy a perder el tiempo contigo. Mañana a las ocho de la mañana te quiero en mi despacho —dejó caer Paco Palomares, dándole la espalda acto seguido pero sin dejar de hablar—. Le he dejado a Hurtado un fax de Europol acerca de algo que pediste. Espero por tu bien que no sea nada relacionado con Palma. No vas bien, Gugle, no vas bien.

    Pero Coque no había reparado en el «Gugle» emitido por la boca viperina de aquel enano enfermo de poder. El tono de su móvil le acababa de robar toda la atención. Leyó en la pantalla el nombre de «Marga», el perfecto sinónimo de la palabra «problemas». Tardó unas décimas de segundo en darse cuenta de que la interlocutora era su suegra.

    Hubo un llanto reprimido y unas palabras entrecortadas.

    Un reproche directo y un «desgraciado» por parte de aquella vieja arrogante.

    Un definitivo «otra vez lo ha hecho».

    Un colgar de inmediato el aparato y una nueva carrera por los sosegados pasillos de la Jefatura.

    No faltó la mirada asesina del comisario, antes de que este se decidiera a entrar en el reluciente vehículo oficial.

    Una mano alzada de Coque en medio del trajín de la Via Laietana.

    Un vehículo amarillo y negro que acató la indicación:

    —¡Al Hospital Clínico!

    Un mismo trayecto en el que la ciudad pasaba veloz aunque seguía atrapada en un tiempo detenido.

    Coque se caló unas Ray-Ban de los setenta, entornó la mirada y recordó los tiempos felices en los que ni Marga ni él eran todavía un par de seres petrificados por la lava del dolor.

    Nadia Blasi presumía de ser una mujer identificada con su trabajo. Una cirujana cardiovascular cuyo oficio también era su pasión. Todo indicaba que ese viernes iba a transcurrir como cualquier otro. Un baipás coronario y tras ello el inicio de las vacaciones. Las primeras sin Arturo desde hacía tres años. Él fue quien decidió romper meses atrás, envalentonado por el vértigo que causan ciertas fechas señaladas, el día que ella cumplió treinta y cinco años.

    Aquella mañana víspera de su descanso estival, Nadia fue testigo, por primera vez en su carrera médica, de la muerte cerebral durante tres minutos de Antonio Carrascosa, un paciente de cincuenta y cinco años, fumador, bebedor y socio del Espanyol. «Y es que hay clubs de fútbol adheridos a los problemas cardiacos», solía lamentar el propio Carrascosa.

    Para Nadia practicar un baipás se había convertido en un hábito. Era, de su catálogo de intervenciones, una de las más comunes. Después de que Carrascosa fuera anestesiado y el técnico se hiciera cargo de la supervisión de la máquina de circulación extracorpórea, Nadia seccionó una vena de la pierna izquierda del paciente y sorteó otra de las arterias coronaria dañadas. Una simple explicación para un complejo resultado. Como ella solía anunciar a los pacientes, «construyo nuevas autopistas para que la sangre evite los atascos». Al pronunciar esas palabras se preguntaba qué tipo de autopista debía crear, próxima a su propio corazón, para no sentir el vacío que la atosigaba últimamente.

    Todo sucedió nada más terminar la intervención, en medio de una charla absurda con una de las enfermeras sobre el contrato millonario y televisivo de una analfabeta convertida en escritora. Carrascosa entró en parada cardiaca y durante tres minutos se constató por parte de los presentes su muerte cerebral. Ciento ochenta segundos en los que Nadia y su equipo extendieron una cuerda invisible a la que el paciente pudiera agarrarse. Un sustento que en forma de desfibrilador logró al final un billete de vuelta para este mundo. Todos los componentes del equipo médico se felicitaron con miradas orgullosas, conscientes de la hazaña que acababan de lograr y con el convencimiento de que no había nada más grande que prorrogar una vida. La cardiocirujana dirigió la atención a la inexpresiva cara de Carrascosa. Su mirada continuaba siendo del color de un mar revuelto, sin brillo, como el mate de algunas fotografías.

    Todavía aturdida ante lo sucedido y a las puertas del vestuario femenino, Oliver la sorprendió. El rostro desencajado de su amigo reclamó toda su atención.

    —Necesito un café, Comaneci —logró articular el forense, llamándola de ese modo que solo él solía hacer, en recuerdo de una célebre gimnasta rumana de la época del blanco y negro en la mayoría de televisores que existían en España.

    —Yo dos.

    Oliver parecía exhausto. Nadia bordeó con un brazo su cintura y dejó caer la cabeza en su hombro. Ambos se perdieron por un pasillo blanco y vacío.

    En la tercera planta, la de urgencias de Psiquiatría, Coque abandonaba furioso la habitación 301. Marga estaba sedada. Su exsuegra y María seguían siendo las eternas aliadas para hacerle la vida imposible. Una escena revivida demasiadas veces los últimos dos años. «En una de esas nos dejará para siempre», sentenció la vieja poco antes de que Coque saliera dando un portazo, mucho más dolido por la reticencia de su hija a la hora de besarle que por las palabras rencorosas de aquel fósil. Más de una vez se había preguntado si existían centros de formación en los que enseñaran cómo recuperar el cariño de una hija de doce años a un padre separado, pero volvió a desechar aquel pensamiento en cuanto recordó los días en los que regresar a su hogar significaba una sola palabra: miedo. Docenas de combinaciones que solo él sabía lo que le consumieron por dentro. Hasta la fecha todo había quedado en reiterados intentos. Volver a casa tras la jornada laboral, revisar todas las estancias y no hallarla en ninguna de ellas, gritar su nombre, el nombre de una mujer suicida, y no recibir respuesta. Eso era miedo.

    A su hija María la perdió el mismo día en que decidió abandonar a Marga. Coque fracasó en el intento de convivir con una suicida cargando sobre la espalda la responsabilidad de lo sucedido. Estuvo a las puertas de perderse en un camino sin retorno, de no saber quién era e incluso de querer imitar, con mayor éxito, la conducta tenaz de Marga. María era una niña de cuerpo escuálido, carcomida por los nervios y de mirada apagada. Una niña educada bajo el amparo de una abuela dominante, resentida y enemiga declarada de Coque. La vieja jamás digirió que su hija acabara con un policía de mala hostia con escasas habilidades sociales. Coque sabía que presentando ante su abogado un nuevo escrito y con los informes médicos de Marga, conseguiría sin problemas la guarda y custodia de su hija. Sin embargo, aquella sí era la más mortífera de las armas con las que terminar con su exmujer. Pero se trataba de Marga, su Marga. Y a ella no podía hacerle eso.

    Nadia no daba crédito, todavía con el regusto de la cafeína en la boca, a lo acontecido durante la madrugada en la sala de autopsias.

    —Seguro que tiene una explicación, no le des más vueltas. ¿Dónde está el Oliver científico?

    —Aquí no, desde luego. Pero créeme si te digo que cayeron los tres cuerpos a la vez y que sentí una extraña presencia.

    —Estarían mal apoyados. Tal vez Nacho estaría pensando en otra cosa cuando los recostó. Ese ayudante tuyo es un enfermo, solo tiene una cosa en la cabeza —dijo Nadia, trazando en el aire las curvas del cuerpo de una mujer.

    Oliver prefirió omitir que la puerta de la sala de autopsias estaba cerrada. Al menos lo estuvo hasta que Nacho regresó de sus aventuras sexuales, de eso sí estaba seguro. Sumido en aquellos pensamientos, se quedó mirando la nada.

    —¿No será… una recaída?

    El forense negó rápido con un leve cabeceo.

    —He rebajado el número de horas.

    —¿Qué entiendes por rebajar? ¿Tres horas al día?

    —Solo una. Bueno, a veces dos. Por fortuna mi compañero de piso colabora.

    Nadia apartó la taza de café que mediaba entre ambos e inclinó el cuerpo hacia delante, buscando una suerte de confesión.

    —¿Se puede saber qué le encuentras a estos juegos de rol on line?

    —No lo sé —respondió el forense, encogiéndose de hombros.

    —Deja de poner esa cara, que así no me gustas —advirtió la cardiocirujana con voz melosa—. ¿Cómo me dijiste que os llamabais? Me hacen gracias esos nombres.

    Oliver miró en derredor cómo si fuera a facilitarle una información de seguridad nacional.

    —Él se llama Avenger. Yo, Delas. —Nadia no pudo evitar dejar escapar una sonora carcajada—. Por favor, Comaneci, ni se te ocurra decirle a nadie…

    —No se preocupe, señor forense —contestó jocosa.

    El buscador de personas de la cardiocirujana vibró una y otra vez, impertinente. «Antonio Carrascosa.»

    —Te acompaño —dijo Oliver, incorporándose de la mesa.

    Nadia le despeinó en un gesto cariñoso y le dio un abrazo.

    Poco antes de llegar al ascensor, ambos se toparon de cara con Coque. Los dos compañeros de piso cruzaron las miradas y comprendieron que no era el momento para sustentar un enfado absurdo. Oliver conocía el único motivo por el que el inspector venía de visita a aquel lugar.

    —¿Marga?

    Coque asintió, abatido.

    La cardiocirujana, incómoda, hizo el ademán de dejarlos solos.

    —Ella es Nadia Blasi —les presentó Oliver con un gesto vago, señalando a la cirujana—. Y él es Coque Brox —añadió, aunque a punto estuvo de decir «Avenger».

    Nadia esbozó una sonrisa floja.

    —Tengo que marcharme —dijo señalando el buscapersonas que le colgaba de la cintura.

    Oliver y Nadia se despidieron con un par de besos. Mientras ella se alejaba, los dos amigos se recrearon en los andares felinos de la doctora.

    —¿Mentí en lo de bonita? —preguntó el forense, orgulloso.

    —Exageraste —respondió Coque sin apartar la mirada del cuerpo de la cirujana.

    —Lo que pasa es que estás acabado. ¿Te vienes a casa?

    Coque consultó el reloj de pulsera. Recordó que en el despacho le esperaba un fax de Europol y una cita con el comisario a primera hora de la mañana. «Mejor ir algo descansado ante ese inútil», pensó. Por otra parte, Europol solía responder a las peticiones con semanas de retraso. Que leyera ese fax al día siguiente no iba a alterar la paz mundial.

    —Avenger ha muerto —lanzó Coque como respuesta.

    —Veamos que puede hacer Delas por él.

    Capítulo 3

    Sábado 7 de agosto

    Nadia todavía no había decidido adónde irse de vacaciones. Disgustada con la inquina de aquel verano, empeñado en romper las estadísticas de calor, de buena gana habría visitado algún país gélido. Los días fríos y a ser posible soleados eran su devoción. Arturo era el único con quien había compartido esa atracción por el invierno y todo lo que ello suponía. Arrumacos, ropas cálidas y bebidas calientes que eran como caricias para la garganta. Se le estaba haciendo muy cuesta arriba no poder estar a su lado. Realizó un rápido sondeo con algunas de sus amigas, pero ninguna estaba libre en esa época del año. Claudicó en el intento de fuga de la ciudad y fue entonces cuando un pensamiento empezó a atosigarla. De no haber sido por los hechos acontecidos el día anterior, no habría regresado al hospital hasta haber agotado sus días libres. Pero Antonio Carrascosa era un paciente especial y a ella le carcomía la curiosidad.

    —Vivía en miércoles, eternamente en miércoles, doctora —recordó Carrascosa ante el ceño fruncido de Nadia, que llevaba un buen rato de pie frente a su paciente—. No sé explicarlo, no creo que en nuestro lenguaje tengamos suficientes palabras para describir lo que he experimentado. Era como si me acabaran de dar el masaje más intenso de mi vida. Era todo tan agradable…

    —¿Y qué lo hacía tan agradable, si puede saberse? —preguntó con los brazos cruzados, en esa postura entre altanera y respetuosa con la que solía interrogar a los pacientes antes de ser explorados.

    Carrascosa tardó en contestar y su sonrisa franca se descompuso al escuchar la pregunta. Deslizó la mirada por toda la habitación constatando que la voz de la cirujana seguía en el mismo lugar.

    —Era agradable sentir cómo abandonaba mi cuerpo y flotaba. Me había convertido en una especie de cámara volátil cuya perspectiva era de arriba abajo.

    —Ya. Y supongo que después ha venido el túnel, con los recuerdos de toda una vida y una visita de su padre o madre, ¿o tal vez un angelito del cielo? —inventarió Nadia, descreída, con un mohín en la boca que rectificó al recordar la condición del paciente—. Antonio, ha sufrido usted una muerte cerebral durante tres minutos. No está demostrado qué ocurre en nuestra cabeza en estos caso. Aún no tenemos máquinas capaces de detectar si hay vida o no durante ese tiempo, pero...

    —Contésteme a una sola cosa, doctora —le interrumpió Carrascosa—. ¿He estado muerto o no?

    —Vamos a ver, Antonio, hay un componente natural en el cerebro que actúa como la ketamina. ¿Sabe lo que es la ketamina?

    Carrascosa negó con un movimiento de cabeza.

    —Es una sustancia con propiedades analgésicas y anestésicas que provoca alucinaciones. Se utilizó en la guerra de Vietnam en soldados americanos, de modo que imagínese lo que ese componente natural puede crear en nuestro cerebro.

    —Pero doctora, usted cree en la medicina, ¿verdad?

    —Por supuesto.

    —Tengo entendido que sus máquinas indicaban que mi actividad cerebral era nula, y que eso supone la muerte cerebral, ¿cierto? —Carrascosa hablaba seguro de sí mismo—. Entonces, ¿de dónde vienen mis recuerdos si el cerebro estaba inactivo? ¿Dónde se almacena la memoria, doctora?

    Nadia cambió el peso del cuerpo sobre la otra pierna y se le escapó un suspiro tenue, de esos que no pasan inadvertidos a las personas como Antonio.

    —Bueno... —empezó a decir.

    —Doctora, yo no he visto ningún túnel, pero sí he visto algo.

    —¿El qué, Antonio?

    —A usted. A una mujer de ojos de color miel, delgada y con una gorra de cirujana con dibujos de delfines. Su bata era verde. Era como si todo lo contemplara desde ahí arriba —añadió señalando con un gesto de cabeza hacia el techo. Nadia tragó saliva y se quedó inmóvil—. No parece usted muy alta. Es poquita cosa, si me permite que se lo diga.

    Nadia arqueó las cejas.

    —No es usted el primero que me lo dice.

    —¿De qué color tiene el pelo, doctora? El gorro de los delfines me privó de ese detalle.

    —Melena rubia y rizada. Rebelde, según mi peluquera.

    Carrascosa le regaló una sonrisa sincera.

    —¿Sabe lo que más me ha impresionado? Verme las canas y lo gordo que estoy —dijo con una intensidad de voz que se fue apagando—. Me he convertido en un anciano, doctora.

    Carrascosa permaneció callado durante un instante, el mismo en el que a Nadia se le aceleraba la respiración.

    —No es esa la impresión que yo tengo de usted.

    —Pero ¿no es todo increíble? —preguntó el paciente ante el tono neutro de Nadia.

    —¿Qué más ha visto?

    —A una de mis hermanas, doctora. Andaba atareada cuidando de su suegra y de sus nietos. Ella era la que me cogía de la mano y me repetía que vivía en miércoles. En miércoles, doctora —repetía Carrascosa como una letanía—. Ha sido hermoso.

    —Antonio, ¿qué hay de hermoso en vivir eternamente en miércoles?

    —Mi hermana me decía que todo está aquí. —Se golpeó el corazón con el puño cerrado—. Que la memoria se almacena en el corazón, doctora.

    —¿Qué más, Antonio? —Nadia repitió la pregunta con cierto temor. Con sus manos trazó en el aire una secuencia de crestas frente a los ojos del paciente.

    Antonio cazó al vuelo una de las manos de la cirujana y la abrigó con las suyas.

    —No se esfuerce. Todo sigue igual.

    Y a esa expresión le siguió una somera descripción de los utensilios que integraban el quirófano incluida su exacta ubicación. Hizo referencias precisas a los colores de cada uno de las gorros que llevaban los integrantes del equipo médico. Incluso se permitió bromear sobre los generosos pechos de una de las enfermeras y lo ajustada que le iba la bata que la cubría. Nadia atendió a la narración entreverando temor y fascinación.

    La cardiocirujana abandonó la habitación confundida. La mente científica que gobernaba su existencia se desmoronaba ante los hechos. Imaginó una posible conversación con Arturo, quien además de haber sido su pareja era el jefe de Neurología. Camino de la sala de descanso sopesó los derroteros de esa charla. Él le diría que tras la muerte no hay nada. «Nacemos, los tontitos e inseguros se reproducen y todos nos morimos, nena, fin de la historia.»

    La crítica a la paternidad era una especie de bandera que él no dudaba en ondear en todas las reuniones sociales. Una reivindicación a la que Nadia llegó a sumarse sin mucho afán, pero desde hacía un tiempo sentía que en lo más profundo de su ser una vocecita empezaba a no estar tan de acuerdo. La prepotencia de Arturo fue determinante para que ella no luchara por recuperar la relación. Sin duda alguna, Arturo acabaría burlándose de ella ante la mínima mención de un atisbo de trascendencia. Terminaría subestimándola una vez más. Afirmaría que «un cardiocirujano es un jugador de segunda división, que el cerebro era la verdadera Champions League de la medicina y que, por supuesto, no siguiera alejándose de la ciencia, que eso es propio de la gente vulgar». Nadia estaba convencida de que no cambiaría la opinión de Arturo aunque le contara hechos concluyentes y tan irrefutables, como que Antonio Carrascosa era ciego desde hacía treinta años y que lo seguía siendo tras el baipás practicado.

    Horas después, ya adormecida en el salón de su apartamento, sus ojos luchaban contra el cansancio y de tanto en tanto perdían algún asalto frente al televisor. Unas estanterías medio vacías dejaban entrever el hueco de algunos discos compactos y un par de fotografías cercenadas. En una de ellas aparecía Nadia, pletórica, intentando abrazar a quien ya no formaba parte de la instantánea, y en la otra, asiendo de la mano y feliz a esa misma ausencia. El mismo fondo de una playa de Cadaqués, vacía e invernal, servía de escenario para las dos imágenes. Sobre la mesa de centro del salón, forrada de piel seca de plátano, reposaba un bol con restos de leche y algún que otro copo de cereal. Arturo era quien cocinaba en casa y, tras la ruptura, entre otras cosas, Nadia recobró la misma silueta que lucía años atrás en la

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