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Recuerdos de niñez y de mocedad
Recuerdos de niñez y de mocedad
Recuerdos de niñez y de mocedad
Libro electrónico137 páginas1 hora

Recuerdos de niñez y de mocedad

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Unamuno rememora en estos Recuerdos de niñez y de mocedad los primeros años de su vida, los transcurridos en Bilbao hasta su partida a Madrid para estudiar en la Universidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 feb 2017
ISBN9788826020549
Recuerdos de niñez y de mocedad
Autor

Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno y Jugo nació el 29 de septiembre de 1864 en Bilbao, España. Fue un destacado escritor, poeta, ensayista y filósofo que se convirtió en una de las figuras más influyentes de la Generación del 98, un grupo de intelectuales españoles que reflexionaron profundamente sobre la crisis moral, política y social que afectó a España a fines del siglo XIX y principios del XX. Unamuno creció en un ambiente culturalmente rico, lo que le permitió desarrollar su amor por la literatura desde una edad temprana. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, donde más tarde se convirtió en profesor. Como escritor, Unamuno fue prolífico y versátil. Su obra abarcó una amplia variedad de géneros, desde poesía y novelas hasta ensayos y teatro. A lo largo de su vida, mostró una fuerte inclinación hacia la filosofía existencialista, lo que se refleja en su interés por las cuestiones de la vida y la muerte, la fe y la inmortalidad, temas que se entrelazan en muchas de sus obras. Unamuno fue una figura polémica en su tiempo debido a sus opiniones políticas y su enfrentamiento con el régimen dictatorial del general Miguel Primo de Rivera. Su defensa apasionada de la libertad de expresión y sus críticas al autoritarismo le llevaron al exilio en varias ocasiones. Sin embargo, su influencia intelectual no se detuvo, y continuó escribiendo y publicando hasta su muerte.

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    Recuerdos de niñez y de mocedad - Miguel de Unamuno

    MOCEDAD

    PRIMERA PARTE

    I

    O no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera —y el nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro—, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo porvenir noticia intuitiva y directa de mi muerte.

    Aunque no me acuerdo de haber nacido, sé, sin embargo, por tradición y documentos fehacientes que nací en Bilbao, el 29 de setiembre de 1864.

    Murió mi padre en 1870, antes de haber yo cumplido los seis años. Apenas me acuerdo de él y no sé si la imagen que de su figura conservo no se debe a sus retratos que animaban las paredes de mi casa. Le recuerdo, sin embargo, en un momento preciso, aflorando su borrosa memoria de las nieblas de mi pasado. Era la sala en casa un lugar casi sagrado, a donde no podíamos entrar siempre que se nos antojara, los niños; era un lugar donde había sofá, butacas y bola de espejo en que se veía uno chiquitico, cabezudo y grotesco. Un día en que mi padre conversaba en francés, con un francés, me colé yo a la sala, y de no recordarle si no en aquel momento, sentado en su butaca, frente a monsieur Legorgeu, hablando con él en un idioma para mí misterioso, deduzco cuán honda debió de ser en mí la revelación del misterio del lenguaje. ¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros! Ya desde antes de mis seis años me hería la atención el misterio del lenguaje; ¡vocación de filólogo!

    Tal es mi más antiguo recuerdo de familia. El de historia no lo recibí directamente de ella, sino a través del arte. En setiembre de 1868, cuando cumplía yo mis cuatro años, estalló la Revolución de Setiembre, y de su repercusión en Bilbao nada recuerdo directamente. Pero no debió de ser mucho después cuando en una galería de figuras de cera llevaron a mi pueblo la representación del fusilamiento de Maximiliano y sus dos generales Miramón y Mejía, ya que el suceso ocurrió en 1867. Hirió mi imaginación la tragedia de Querétaro representada en figuras de cera, en la forma menos artística del arte pero en la más infantil, y aún me parece ver al pobre emperador de Méjico de rodillas, con sus largas barbas y vendados los ojos. Lo he recordado varias veces al leer el Miramare de Carducci, que me le sé de memoria y lo he traducido en verso castellano.

    Mis recuerdos empiezan con los de colegio, como es forzoso en niño de villa, nacido y criado entre calles.

    II

    El colegio a que me llevaron no bien había dejado las sayas, era uno de los más famosos de la villa. Era colegio y no escuela —no vale confundirlos— porque las escuelas eran las de de balde, las de la villa, por ejemplo, a donde concurrían los chicos de la calle, los que se escapaban a nadar en los Caños, los que nos motejaban de farolines y llamaban padre y madre a los suyos, y no como nosotros papá y mamá.

    Fue mi primer maestro, mi maestro de primeras letras, un viejecillo que olía a incienso y alcanfor, cubierto con gorrilla de borla que le colgaba a un lado de la cabeza, narigudo, con largo levitón de grandes bolsillos —el tamaño de los bolsillos de autoridad—, algodón en los oídos, y armado de una larga caña que le valió el sobrenombre de el pavero. Los pavos éramos nosotros, naturalmente; ¡y tan pavos!...

    Repartía cañazos, en sus momentos de justicia, que era una bendición. En un rinconcito de un cuarto oscuro, donde no les diera la luz, tenía la gran colección de cañas, bien secas, curadas y mondas. Cuando se atufaba, cerraba los ojos para ser más justiciero, y cañazo por acá, cañazo por allá, a frente, a diestro y a siniestro, al que le cojía le cojía y luego la paz con todos. Y era ello una verdadera fiesta, porque entonces nos apresurábamos todos a refugiarnos del cañazo metiéndonos debajo de los bancos.

    Esto era para el juicio general o colectivo; mas para el juicio individual, para las grandes faltas y para los grandullones, tenía guardado un junquillo de Indias, no huero como la caña, sino bien macizo y que se cimbreaba de lo lindo cuando sacudía el polvo a un delincuente.

    ¡Qué cosa más augusta era un castigo público! Nunca me olvidaré del que sufrió Ene.

    Ello fue que una mañana llegó acongojada su madre diciéndole al maestro que el chico era de la mismísima piel del diablo, incorregible, completamente incorregible; que todo se le volvía hacer rabietas, tomar corajinas y pegar a la criada; que ella, su madre, estaba harta de mandarle a la cama sin cenar; que no cedía ni por ésas, y finalmente, que la noche anterior le había tirado a ella, a su madre, un plato. Y aunque de esto otro que voy a decir no me acuerdo, supongo que añadiría que con el padre no había que contar, pues con eso de tener que ir a su oficina se sacudía del cuidado de corregir al chico, y luego era un padrazo y lo encontraba todo bien y más de una vez había dado la razón al muchacho. Esto no lo recuerdo, repito, sino que lo añado; pero a todo historiador debe serle permitido colmar las lagunas de la tradición histórica con suposiciones legítimas, fundadas en las leyes de la verosimilitud.

    Y la madre acabaría con unas palabras por el estilo de éstas: «Yo no sé, no sé a dónde va a ir a parar, pero de seguro no a buen sitio... Este chico, si no se corrige, acabará en presidio». Esto dicho delante del chico y para que éste lo oyera. Y el chico en tanto mirando al suelo y con las manos en los bolsillos para tenerlas más calientes y más seguras.

    El maestro se encargó del escarmiento.

    Me acuerdo de esto como si fuese de cosa de ayer mañana. Se dio fin a las tareas un poco antes, se rezó el rosario a carga cerrada, porque todos barruntábamos desusada solemnidad, y muy pronto nos hallamos en la clase de los chiquitos y sentados en largos bancos. El maestro se sentó bajo las bolas ensartadas en varillas de alambre que sirven para aprender a contar. No se oía una mosca. Cuando llamó el maestro al delincuente, teníamos todos el alma colgando de un hilo. Ene se adelantó hosco, pero sin derramar una lágrima, atravesando el flecheo de las miradas todas. El maestro nos le mostró y pronunció, más que dijo, unas palabras que nos llegaron al corazón, porque en estos momentos solemnes en la vida de los hombres y de los pueblos las palabras se pronuncian, no se dicen. Ahí era nada ¡faltar así a su madre! ¡Y a su propia madre!, ¡tirarle un plato! Algunos lloraban con un nudo a la garganta; a otros el nudo les impedía llorar. Enseguida le hizo inclinarse y reclinar la cabeza en su regazo, el del maestro; mandó traer una alpargata y nos ordenó que uno por uno fuéramos desfilando y dándole un alpargatazo en el trasero. Y fuimos desfilando los verdugos y cumpliendo el mandato. Algunos ¡oh lijereza! se reían, pero los más graves como reclutas que se ven obligados a fusilar a un compañero. Era al fin, un semejante y todos sentíamos que aunque se debe odiar el pecado, el pecador no merece sino compasión. Hubo amigo del condenado que, pretextando una necesidad urgente e ineludible, huyó a refugiarse, como en un asilo, en el escusado, por no llenar la cruel consigna, y hubo también un tal Ese que le dio el alpargatazo con toda su alma y cerrando bien la boca al dárselo. Y esto nos indignó, porque era una venganza, una cochina venganza, y es infame convertir en venganza el castigo. El supliciado se diría, de seguro, viéndole por entre las piernas: ¡ya caerás! Y así fue, que bien lo pagó más tarde, pues no hay plazo que no llegue ni deuda que no se cumpla. Cuando el castigado levantó la cara, colorada de haber estado donde estuvo, exclamó el maestro compungido: ¿Veis?, ¡ni una lágrima!, ¡ni una señal de pesar! Este chico es de estuco. Y Ene se fue como había venido, con los ojos secos.

    Decididamente, los castigos ejemplares son los que menos sirven de ejemplo por lo que tienen de teatro.

    El colegio estaba en un antiguo caserón, hoy derruido para edificar una nueva casa sobre su solar, al concluir una vieja escalera, que daba a un patio pequeño, escalera de tramos desgastados y carcomidos y de anchas barandas lustrosas y renegridas por el roce de las manos y de las piernas. Porque era una delicia bajar la escalera, no a pie y escalón tras escalón, sino montado en la baranda, dejándose deslizar, sin pisar los escalones.

    Era el tal colegio una gran bohardilla, con salidas a los tejados y una ancha estancia atravesada, a modo de columna cuadrada, por una chimenea. Había una campanilla de cordel para que llamaran los sirvientes y criados al ir a buscarnos y para que arrancáramos o cortáramos el cordel de vez en cuando.

    Aprendíamos allí muchas cosas, pero muchas... Entre ellas urbanidad. Al entrar, lo primero era detenerse en la puerta y, agarrando a sus dos bordes con sendas manos, soltar el saludo: «Buenos días tenga usté, ¿cómo está usté?»,

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