Por qué no voy a misa
Por Josep Gil
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Por qué no voy a misa - Josep Gil
La colección Emaús ofrece libros de lectura
asequible para ayudar a vivir el camino cristiano
en el momento actual.
Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia
la que se dirigían dos discípulos desesperanzados
cuando se encontraron con Jesús,
que se puso a caminar junto a ellos,
y les hizo entender y vivir
la novedad de su Evangelio.
Josep Gil
Por qué no voy a misa
Colección Emaús 117
Centre de Pastoral Litúrgica
Director de la colección Emaús: Josep Lligadas
Diseño de la cubierta: Mercè Solé
© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA
Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona
Tel. (+34) 933 022 235 – Fax (+34) 933 184 218
[email protected] – www.cpl.es
Edición digital febrero de 2017
ISBN: 978-84-9805-982-3
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Presentación
Lo que el lector encontrará en este libro es el resultado de un buen número de conversaciones mantenidas con muchas personas que, por lo que yo sabía, no iban a misa regularmente los domingos. Algunas las conocía bastante, otras menos y otras casi nada, si bien todas pertenecen a mi ámbito territorial más cercano. En cualquier caso, me pareció interesante saber por qué no iban, si bien debo decir que esperaba mucho más de sus respuestas. La lectora y el lector verán si el intento valía la pena y si la manera como lo he llevado a cabo ha sido suficientemente acertada.
En este libro no están todas las respuestas que obtuve. La gente más joven que no va regularmente a misa respondía normalmente que no sabía por qué no iba, y esta respuesta no me interesa, aunque refleja probablemente un estado de opinión generalizado y, a mi entender, preocupante. También he eliminado las respuestas demasiado repetitivas.
En las respuestas que figuran en el libro está la mano redaccional de su autor, como es fácil observar. Las respuestas son de ficción, aunque corresponden fielmente a la opinión de las personas entrevistadas o simplemente consultadas: los nombres son ficticios, como también lo son algunos detalles relacionados con los lugares y las circunstancias personales. En algún caso, una respuesta, tal como figura en el libro, comprende más de una respuesta real. Finalmente he añadido algunas consideraciones, basadas en los puntos de vista de las personas sobre posibles caminos de salida de la crisis religiosa de nuestros días.
El abanico de opiniones que presenta el libro es incompleto, y seguramente más de un sociólogo considerará que se trata de un trabajo nada satisfactorio. El lector se dará cuenta de que el texto tiene un cariz más teológico que sociológico: supongo que responde a una deformación profesional. Espero que se me disculpe.
Los destinatarios de este libro son, básicamente, los cristianos y cristianas, especialmente los que están preocupados por el descenso más que evidente de los asistentes regulares a la misa dominical; y también me parece que una persona no practicante e incluso no creyente lo podría leer con provecho. De hecho, en el libro flota la idea de que la crisis religiosa de hoy no es una crisis de práctica religiosa sino una crisis de fe, una crisis que sufre mucha gente y no solo las generaciones más jóvenes; la sufren muchas personas, aunque cada vez son más las que ya no la sufren.
El libro, por otro lado, bien que indirectamente, plantea la cuestión de si es o no tan importante la misa del domingo. El domingo, para mucha gente, ha cambiado de signo y quizá se puede adivinar en las respuestas consignadas una tendencia que se esfuerza por situar en el centro de la vida comunitaria de la fe no tanto la Eucaristía sino la Palabra, una tendencia que podría asustar a algunos, pero que en realidad responde a la convicción de la necesidad urgente y radical de un cambio de estructura, por decirlo así, de la misma Iglesia. No para minimizar el papel de la Eucaristía, aunque sí para pensar cómo ha de ser ahora este papel.
Los que ya somos mayores, y por tanto tenemos memoria –si no la hemos perdido– no podemos olvidar la intensidad con que se instaló en el tejido eclesial la espiritualidad de los movimientos especializados de Acción Católica, unos movimientos que rescataban a los laicos y laicas de su minoría de edad y los catapultaban para que, en medio del mundo, buscasen el Reino de Dios por la vía del «compromiso temporal» (acción política, social, cultural, etc.) y, para que no perdiesen la orientación evangélica de este compromiso, se habían dotado de uno de los instrumentos más eficaces que nunca se han conocido: la revisión de vida. Y todo junto parecía que había conseguido un nivel de recepción eclesial lo bastante madura, como demostraban los textos del Concilio Vaticano II que, al hablar de los laicos, subrayaban su papel en la misión de toda la Iglesia en el mundo, aunque no dejaban de decir que los laicos y laicas tenían suficiente capacidad teológica para ejercer tareas dentro de la Iglesia como prolongación de la misión de la jerarquía eclesiástica.
Pero todos recordamos de qué manera, en nuestro país, todo se fue al traste. La condena de los jerarcas eclesiásticos del «temporalismo» de estos movimientos los dejó sin aliento. Simultáneamente fue creciendo la tendencia a centrar la atención en la «espiritualidad» de las comunidades cristianas, comunidades que, como entidades «menores» fueron absorbidas por las entidades «mayores», las parroquias, con una clara dedicación a una pastoral «general», eso sí, con un aumento considerable de la catequización de los feligreses, catequización que contrastaba con la disminución del esfuerzo de evangelización de los que están fuera.
Sé que estoy simplificando. Por otro lado, las parroquias misioneras –fueron muchas las que no se resignaban a ofrecer servicios religiosos a la gente y pretendían llegar a los alejados con la mejor buena voluntad– señalaban una vía de evangelización que anulaba los peligros del temporalismo de los movimientos especializados. Mas los hechos demuestran que esta vía no ha llegado demasiado lejos.
Me dan pánico las comunidades cristianas satisfechas, pero aún más una Iglesia que, en nombre de la fidelidad a la espiritualidad del Evangelio, considera que su tarea es la evangelización del mundo, olvidando que Dios ama este mundo y que, porque lo ama, le ha otorgado un conjunto de bienes que ella, la Iglesia, tendría que ser capaz de recibir para fecundar su acción evangelizadora. Quién sabe si ha llegado el momento de pensar que, en lugar de construir un mundo desde la Iglesia, deberíamos buscar la manera de construir la Iglesia desde el mundo.
Josep Gil Ribas
Josefina Vidal Amorós, 66 años
Yo, de pequeña, fui lo que se dice una buena niña, en todos los sentidos de la expresión. Unos padres ejemplares, sin ninguna duda, me educaron de forma no menos ejemplar, aunque, ahora que lo pienso, un poco diferente de la manera como eran educadas otras niñas como yo: mis padres eran profundamente religiosos, cristianos convencidos y comprometidos, y un poco liberales. Además, realicé los estudios de primaria y de secundaria en un colegio de monjas, de las que conservo un buen recuerdo. Al margen de la escuela y de la familia, el tercer círculo de influencia que marcó mi infancia y mi adolescencia fue la parroquia: allí fue la catequesis de mi primera comunión y de mi confirmación, e hice muy buenos amigos y amigas. De niña y de adolescente fui una persona muy risueña y muy participativa: me parece que, en general, todos me tenían como una persona responsable y simpática.
Yo me lo pasaba muy bien. Me gustaba estudiar y, sobre todo, leer. Me gustaba escuchar música (en casa se respiraba música por doquier: mis padres eran unos auténticos melómanos) y, un poco a escondidas, escribía versos. Me gustaba jugar y sobre todo saltar y botar (cuántas veces me habían dicho: niña, ¡estate quieta!). Pero esto lo hacia en su momento; después, en la hora de la seriedad, lo era mucho.
Hasta los catorce o quince años fui muy piadosa. Naturalmente iba a misa cada domingo, y algún otro día entre semana. También rezaba y, sobre todo, leía la Biblia, aunque había cosas del Antiguo Testamento que no era capaz de entender ni de aceptar. A Jesús lo consideraba un amigo y no me costaba nada rezarle: le hablaba como se hace con un amigo un poco mayor. También rezaba a la Virgen, aunque no tanto. De niña, en el colegio, me confesaba cada semana, y mis pecados eran normalitos; después, de jovencita, fui espaciando mis confesiones y me parece que este hecho está directamente relacionado, como causa y como efecto, con mi alejamiento de la fe cristiana. De un Dios que se consideraba «ofendido» por un «pecado», es decir, por una falta cometida por un ser humano enormemente frágil y totalmente vulnerable contra una disposición supuestamente emanada de su voluntad y que, como consecuencia, quería y se veía obligado a castigar al culpable con un infierno eterno. De un Dios así creí que podía prescindir perfectamente.
Ya sé que, actualmente, la mayoría de sacerdotes han suavizado este discurso, y me alegro. De hecho, sin embargo, en el origen de mi crisis religiosa había una crisis afectiva. Yo me estaba haciendo mujer, y me hacía mujer con el cuerpo y con el espíritu. Empecé a sentir, dentro de mí, el grito de la carne y de la sangre que reclamaba el derecho a amar, a amar de forma concreta, a amar a quien quisiera, sin que nada ni nadie me lo pudieran impedir. Necesitaba ahogar las voces que se habían instalado en mi interior y que parecían exigirme que amara a Dios por encima de todo, que le amase a él, solo a él. Y me imaginaba un Dios celoso, estremecido porque en un momento dado tuviese que competir con el amor de un hombre, en definitiva una criatura suya, que me viniese a encontrar. Y empecé, o así me lo parece, a dejar de amar a este Dios, incluso antes de que me viniera a encontrar el amor humano. Y, naturalmente, dejé de ir a misa.
El amor