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La caída de Berlín: Anécdotas, secretos y curiosidades de la batalla más cruel de la Segunda Guerra Mundial
La caída de Berlín: Anécdotas, secretos y curiosidades de la batalla más cruel de la Segunda Guerra Mundial
La caída de Berlín: Anécdotas, secretos y curiosidades de la batalla más cruel de la Segunda Guerra Mundial
Libro electrónico297 páginas4 horas

La caída de Berlín: Anécdotas, secretos y curiosidades de la batalla más cruel de la Segunda Guerra Mundial

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El 20 de abril de 1945 Hitler cumplía 56 años y la artillería rusa alcanzaba Berlín. El I Frente Bielorruso de Zhúkov empezó a rodear la capital alemana por el noreste y el este. Las fuerzas disponibles para la defensa de Berlín eran restos de la Wehrmacht, las Juventudes Hitlerianas, ancianos, policías, y veteranos de la Primera Guerra Mundial. La resistencia de los alemanes era encarnizada en cada casa, en cada calle, en cada barrio, impidiendo el paso a los atacantes. He aquí un conjunto de historias conocidas o ignoradas, desdeñadas, recordadas u olvidadas, que pretende reflejar tanto el fanatismo salvaje que presidió la caída de Berlín, como la capacidad de resistencia del ser humano incluso en las peores circunstancias.
• Españoles en Berlín, la leyenda Ezquerra.
• La historia de Heinrich Hoffman, fotógrafo y amigo de Hitler.
• Erich Kempka, el hombre que "quemó" a Hitler.
• Ludwig Stumpfegger, el médico siniestro.
• El general Nikolai Berzarin y una organización de "hombres lobo".
IdiomaEspañol
EditorialRobinbook
Fecha de lanzamiento23 dic 2016
ISBN9788499174181
La caída de Berlín: Anécdotas, secretos y curiosidades de la batalla más cruel de la Segunda Guerra Mundial

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    Libro estupendamente narrado con veracidad y entusiasmo, es digno de leerse.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Muchas verdades que nunca aparecen en otros libros de historia de esta epoca...muy interesante de notas en especial de Hitler....vale la pena tener este libro para referencias en conversaciones....me ha gustado mucho.

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La caída de Berlín - José Luis Caballero

Bibliografía

La batalla de Berlín fue una de las más sangrientas y despiadadas de toda la Segunda Guerra Mundial, comparable a la de Stalingrado o Iwo Jima. Desde 1941 se habían enfrentado los ejércitos de dos sistemas antagónicos, el Ejército Rojo de la URSS y la Wehrmacht del Tercer Reich, peligrosamente cercanos en sus métodos de dictadura y de represión, y Berlín fue el último acto de un drama que se inició el 16 de junio. El asalto a la capital de Reich dio la pauta de lo que iba a ser el final de la Segunda Guerra Mundial, la liquidación de Alemania como potencia hegemónica en Europa, la destrucción del poderío militar alemán que, se vería años más tarde, sentaría las bases de una nueva Europa y la reorganización del poder en el panorama mundial con el fin del imperialismo clásico, el auge de los estados socialistas y el liderazgo de Estados Unidos, aderezado todo ello por lo que se dio en llamar «la guerra fría». Para los analistas a posteriori, la guerra de 1870, la de 1914—1918 y la de 1939—1945 en realidad era una única guerra, en su evolución, enfrentando básicamente a Francia y a Alemania por el dominio de Europa y materializando la expresión del imperialismo germano, que se manifestó con la paranoica definición de lo alemán: lebendige Gemeinschaft aus Blut und Boden, ‘comunidad vital de sangre y suelo’, es decir, que allá donde viviera un alemán, era territorio alemán. De ahí las reivindicaciones agresivas de los Sudetes, Bohemia, Moravia, Austria, Memel, los países bálticos, Alsacia, Lorena, Sarre y más aún el Wohnfläche, el espacio vital en el este, expresado en Mein Kampf, necesario según ellos para colocar a su exceso de población. Todo ello aderezado por la «superioridad racial», por la existencia de una mítica «raza aria» que tenía derecho nada más y nada menos que a dominar el mundo pues en múltiples entrevistas y libros de algunos de los personajes que conocieron los enfermizos planes de Hitler hablaban sin paliativos del deseo irracional de dominar el mundo en su totalidad. Todo eso, ese nacionalismo atávico llevó adonde tenía que llevar, al corazón de Berlín al que ni rusos, ni franceses, ni británicos podían perdonar por la tragedia causada y el enfrentamiento final, cedida la capital a los más perjudicados por la soberbia alemana, a Rusia, el pueblo que más había sufrido la violencia y la barbarie. El escenario fue una magnífica ciudad, la capital de dos grandes imperios y un tercero de ficción, la ciudad del Havel y el Spree tan bien retratada por Werner Richter en su biografía de Bismarck. Por un lado las tropas soviéticas, empujadas por un deseo de venganza y de aplastar a la «bestia fascista», por el otro una variopinta fuerza nazi formada por alemanes, civiles y militares, y fascistas de toda Europa impulsados por la fanática adhesión a un líder que se escondía a 15 metros bajo tierra. Ambos regímenes eran especialistas en propaganda bélica; de un lado aquella imaginaria superioridad de la «raza» aria, identificada con Alemania y el «superhombre» de Nietszche, una imagen desarrollada por el pequeño, esmirriado y contrahecho Joseph Goebbels y del otro el mito de la «madre Rusia» acuñado por Stalin y los cuatro largos años de humillación y destrucción, por los que Ilyá Ehrenburg pedía venganza. El resultado fue una orgía de sangre y de fuego, con una resistencia violenta e inútil que despreciaba la vida de la población civil y un comportamiento de los invasores como hordas, acusadas de perpetrar violaciones y saqueos. Cientos de miles de fugitivos, heridos, ancianos, mujeres y niños, murieron masacrados porque los jerarcas nazis, en su negativa a aceptar la derrota, habían prohibido la rendición y la evacuación de civiles y consideraban traidores y reos de morir en la horca a los que simplemente hablaran de capitular.

La población civil sufrió como nadie el asedio de los aliados a la capital berlinesa.

Los relatos que componen este libro se dan en dos escenarios totalmente distintos: la tremenda lucha sin cuartel en las calles y plazas de Berlín, muchas de ellas reducidas a escombros, entre edificios derruidos por los bombardeos americanos y británicos y la artillería del Ejército Rojo; y por otro lado el invulnerable búnker subterráneo donde Hitler planeaba su boda, su victoria y su muerte, mientras los jerarcas del régimen preparaban su huida o se disputaban la herencia en un delirio sin sentido. Intentamos describir esa pesadilla de odio, estupidez, terror y muerte, por medio de la vida de protagonistas conocidos o anónimos, sucesos poco conocidos, o detalles significativos de acontecimientos importantes. En resumen, un conjunto de historias conocidas o ignoradas, desdeñadas, recordadas u olvidadas, que pretende reflejar tanto el fanatismo salvaje que presidió la caída de Berlín, como la capacidad de resistencia del ser humano incluso en las peores circunstancias.

Entre el 22 de junio y el 19 de agosto de 1944 tuvo lugar la más importante ofensiva del Ejército Rojo en toda la guerra, la Operación Bagration, que expulsó a los alemanes del territorio soviético recuperando Bielorrusia, Ucrania, los países bálticos y parte del territorio polaco. En esa operación, Alemania perdió una cuarta parte de sus fuerzas armadas, lo que suponía casi 500.000 soldados y más de 3.000 tanques y vehículos blindados. El Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht casi desapareció del mapa y dejó el camino expedito para que los rusos penetraran, por un lado en territorio alemán y por otro en los países aliados de Alemania del sureste de Europa, Bulgaria, Rumania y Hungría. Menos de un año después, en la primavera de 1945, las fuerzas de los generales Zhúkov y Kóniev estaba a las puertas de Berlín. Lo que Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Reich calificaba de «hordas asiáticas» tenía ya el camino expedito hacia la capital del Reich Milenario. No obstante, en Berlín, a pesar de los bombardeos, la vida cotidiana se intentaba seguir con la máxima normalidad posible; las tiendas se abrían, funcionaba el metro, se publicaban los periódicos (adictos al régimen, claro) y la feroz represión contra judíos o disidentes políticos era algo que no se dejaba ver en las calles. Berlín era una ciudad femenina, la mayor parte de sus hombres estaban fuera, en los frentes del Este y del Oeste. Los principios del nacionalsocialismo establecían que el lugar de la mujer estaba en el hogar y por tanto, no se las había movilizado para trabajar en las fábricas, con el consiguiente perjuicio para la producción de guerra que se ponía en manos de prisioneros y trabajadores esclavos. Mientras que en el Reino Unido más de dos millones de mujeres mantenían la producción industrial, en Alemania no llegaban ni a las 200.000 con una población semejante.

Nombre en clave de la ofensiva en masa del Ejército Rojo sobre la Bielorrusia soviética, la Operación Bagration se desarrolló durante el verano de 1944. Fue una de las derrotas más importantes de las fuerzas alemanas de tierra durante la Segunda Guerra Mundial.

A pesar de los sistemáticos bombardeos, el 15 de abril todavía funcionaban en Berlín dieciocho centralitas telefónicas y era posible mantener conversaciones a través de las líneas en servicio, aunque los berlineses sabían positivamente que las charlas eran siempre «a tres» pues la Gestapo escuchaba permanentemente todas las conversaciones a la caza de desafectos al régimen o de tibios en la resistencia. También seguían funcionando en esas fechas algunos tranvías aunque el suministro de agua era ya irregular. Desde septiembre de 1944 habían caído en Berlín más de 70.000 toneladas de bombas británicas y norteamericanas y el Ejército Rojo se acercaba peligrosamente a Berlín. Los territorios alemanes del Este, Silesia, Pomerania, los Sudetes eran ocupados por el Ejército Rojo y su población de origen alemán huía aterrorizada hacia el oeste azuzada por la violencia de la guerra y la ocupación y también por la insidiosa propaganda del régimen nazi que había considerado siempre a los rusos o a los polacos como primitivos, inferiores y carne de esclavitud. El drama berlinés estaba servido.

Considerado uno de los comandantes más destacados de la Segunda Guerra Mundial, Gueorgui Zhúkov participió decisivamente en la captura de Berlín.

Juegos de guerra

El propósito de la guerra no es morir por tu país, sino hacer que el otro bastardo muera por el suyo.

General George S. Patton

Desde el desastre de Stalingrado, las mentes más preclaras, incluso las alemanas, sabían que Alemania tenía perdida la guerra y que su derrota era solo cuestión de tiempo, pero ni Hitler ni sus fanáticos seguidores estaban dispuestos a reconocerlo, ni siquiera a principios de 1945 y a la paranoia de victoria siguió la de resistencia hasta el final. Una muestra de esta determinación criminal estaba en uno de los discursos de Goebbels, ministro de Propaganda: «Caballeros, dentro de cien años, se estará mostrando otra excelente película a color sobre los días terribles en los que estamos viviendo. ¿Queréis desempeñar un papel en esta película?, ¿volver a la vida en un centenar de años? Cada uno de vosotros tiene ahora la oportunidad de elegir qué papel desempeñará en la película dentro de cien años. Resistid ahora para que en un siglo los espectadores no os abucheen y silben cuando aparezcáis en la pantalla».

Las fuerzas aliadas desembarcadas en Normandía unas semanas antes de la Operación Bagration, comandadas por el general Eisenhower, se abrían paso hacia Alemania venciendo la resistencia del 25% de los ejércitos alemanes, pues el otro 75% intentaba contener a los rusos en el Este. El general Patton, después de sus victorias en el norte de África, había llevado sus blindados a Sicilia y avanzaba por la península italiana hacia el Norte con una fuerte resistencia alemana al mando del general Kesselring, una vez que el Ejército italiano había sido neutralizado tras el golpe de Estado del mariscal Badoglio. La propuesta de Winston Churchill de que las fuerzas aliadas desembarcaran en el sur, en las costas de Yugoslavia o de Grecia y no en Normandía había sido rechazada de plano por los estrategas militares y sobre todo por Stalin, pues Churchill lo había propuesto con la clara intención de evitar que la Unión Soviética se apoderara del Este de Europa. Triunfó la lógica militar y la postura del dictador soviético, que de ningún modo iba a permitir que el inmenso esfuerzo del Ejército Rojo y la población civil de Rusia se quedara sin recompensa. A toda costa, Stalin quería entrar en Berlín el primero y controlar a los países fronterizos con la Unión Soviética, un «colchón» que evitara en el futuro las agresiones alemanas. Si conseguía que sus tropas fueran las primeras en ocupar Berlín y apresar a Hitler, se cumpliría además su designio de obtener la hegemonía sobre los países del Este y dejar claro quién había ganado la guerra. También es posible, que en el fuero interno de Stalin y sus generales estuviera el deseo de ofrecer a sus soldados el botín de la capital del Reich milenario que tanto había hecho sufrir a Rusia. Mientras tanto, en el frente occidental, donde la resistencia también había sido muy dura, los aliados habían alcanzado las orillas del Rhin en marzo de 1945, demasiado lejos todavía de Berlín, aunque el general Eisenhower, personalmente, no abandonaba la opción de ser el primero en llegar a la capital alemana. No obstante la resistencia de la Wehrmacht en el frente occidental fue en aumento y las muchas bajas aliadas y la considerable distancia que aún lo separaba de la capital del Reich lo llevaron a aceptar que fueran los soviéticos los que se apuntaran ese simbólico y costoso honor. Esta decisión, que Ike consideró como un acto de cortesía hacia la URSS, tendría importantes consecuencias en la posterior Guerra Fría, pero en aquel momento era la opción más razonable, sobre todo teniendo en cuenta que gran parte del poder del Ejército alemán se concentraba en Baviera, al sur, al alcance de los norteamericanos.

Ante el «parón» de los Aliados occidentales en el Rhin, Josef Stalin escogió a sus dos mariscales más brillantes, Gueorgui Zhúkov e Iván Kóniev, para encomendarles la misión de tomar la capital alemana. Pero, astuto, retorcido y desconfiado, Stalin planeó la operación no como una colaboración entre ambos generales, sino como una carrera intentándolo cada cual por su cuenta y riesgo: Zhúkov avanzaría por el noreste al mando del Primer Ejército Bielorruso, asistido por el Segundo Ejército del general Rokossovsky, de origen polaco; y Kóniev con el Primer Ejército Ucraniano atacaría desde el Sudeste, apoyado por el Segundo y el Cuarto de Ucrania, al mando de los generales Malinowski y Yeremenko. Ambos mariscales inician así una competitiva carrera por Berlín, que les llevaría a sufrir retrasos y muchas más bajas de las previstas, incluido un incidente de lo que hoy en día se conoce como «fuego amigo».

Amigo personal de Stalin, Iván Kóniev tuvo el honor de recibir el título de Héroe de la Unión Soviética.

El 28 de abril el Tercer Ejército Blindado de la Guardia, comandado por el general Rybalko a las órdenes de Kóniev, recibió una andanada de las fuerzas de Zhúkov que le causaron gran número de bajas. Ese mismo día, Zhúkov envió un mensaje a Kóniev, quejándose de que los tanques de éste estaban alcanzando a sus tropas. Al día siguiente Kóniev telefoneó a su rival, para reprocharle a gritos que sus tanques y aviones estaban impidiendo el avance de los ejércitos ucranianos hacia el Reichstag. Zhúkov, menos temperamental, se disculpó educadamente, aduciendo que entre el humo y el polvo de la batalla no se distinguían claramente los blancos.

Iván Kóniev había rozado la tragedia en su carrera militar cuando, en las purgas en el Ejército de 1937, estuvo a punto de ser fusilado. Se dice que fue la presión de Zhúkov, cercano a Stalin, lo que le salvó del pelotón de fusilamiento, pero el caso es que al descabezar el Ejército Rojo, Stalin se vio obligado a promocionar a mandos más jóvenes y menos comprometidos con la política de los años treinta. Ya en la Segunda Guerra Mundial, Kóniev se había distinguido en la batalla de Moscú y su ascenso fue meteórico hasta alcanzar el grado de mariscal. Finalizada la guerra Kóniev fue nombrado alto comisionado aliado en la Austria ocupada y llegó a ser Comisario del Pueblo para defensa, pero Stalin seguía desconfiando de él y le relegó a un cargo menor como jefe militar en la zona de los Cárpatos. A la muerte de Stalin en 1953 su relevancia siguió en auge y fue nombrado en 1955 jefe militar del Pacto de Varsovia y comandante en jefe de las fuerzas soviéticas en Alemania. Falleció en 1973 y como Héroe de la Unión Soviética fue enterrado en las murallas del Kremlin.

El veredicto de Dios

En la mañana del 3 de febrero de 1945, Berlín sufrió por parte de la Fuerza Aérea norteamericana uno de los más terribles bombardeos aéreos de toda la guerra. Desde noviembre de 1943, la capital alemana había estado bombardeada, durante el día por los norteamericanos y por la noche por la RAF británica. Aquel día, todavía con el Ejército Rojo lejos de Berlín, la ciudad intentaba mantener un ritmo de vida dentro de la normalidad a pesar de los bombardeos. Una de estas señales de «vida normal» dentro de los parámetros nazis, era el funcionamiento del Volksgerichtshof, Tribunal del Pueblo, un tribunal de excepción para los delitos contra el Estado que se encargaba de mandar a la horca a todo disidente, crítico o tibio en su relación con el régimen, la mayor parte de las veces sin la más mínima garantía judicial, incluso ante las draconianas leyes de la época. Presidía el Tribunal un individuo que hubiera hecho las delicias del Tribunal de Nüremberg o de los partisanos que atraparon a Mussolini, Roland Freisler, calificado desde entonces como «el peor juez de la historia». Freisler era un nazi fanático, desesperado por hacer méritos ante la dirección del Partido, histérico y cruel hasta extremos indecibles. Ese día, 3 de febrero, la sesión del Volksgerichtshof estaba dedicada al teniente Fabian von Schlabrendorff, miembro de la resistencia alemana contra el régimen nazi y acusado de participación en el atentado contra Hitler de junio del año anterior. Sabedor de que era condenado a muerte de antemano, Von Schlabrendorff se mostró altivo ante Freisler a pesar de que, según su costumbre, el juez le hizo desprenderse del cinturón para hacerle pasar por la vergüenza de que se le cayeran los pantalones en medio del juicio. Freisler recibió a gritos, como era su costumbre, al acusado al que anunció que iba a «mandar al infierno» a lo que Von Schlabrendorff replicó que estaría feliz de que Freisler le precediera. Sin embargo, aquel día un B29 norteamericano puso punto y final a la siniestra carrera del juez. Las alarmas no llegaron a tiempo para suspender la vista y permitir que todos los presentes acudieran a los refugios; un rosario de bombas cayó sobre la sala de Justicia y otros varios edificios gubernamentales. Cuando los bomberos y el personal voluntario acudieron a rescatar a los supervivientes se encontraron con el cadáver aplastado de Freisler; una de las columnas del edificio le había caído encima y aún tenía en las manos el expediente de acusación. Von Schlabrendorff salió ileso y el nuevo juez del Tribunal del Pueblo, Harry Hafner, le absolvió por falta de pruebas. Aunque Von Schlabrendorff pasó unas semanas en diferentes campos de concentración, finalmente fue liberado por los norteamericanos el día 5 de mayo.

Como Presidente del Tribunal Popular o Corte del Pueblo (Volksgerichtshof) de la Alemania Nazi, Roland Freisler se distinguió por ser uno de los más temidos e implacables jueces del nazismo.

El juez Roland Freisler se había destacado como una auténtica bestia, en nada equiparable a un juez, por duro que fuera. De hecho, su muerte no fue lamentada por nadie, ni siquiera por sus compañeros nazis y cuando llevaron su cadáver al hospital alguien dijo al verle: «es el veredicto de Dios». Freisler había sido capturado por los rusos en 1915 en una acción de guerra cuando era teniente en el Ejército del káiser y recluido en un campo de concentración donde le acusaban sus enemigos de haber confraternizado con los bolcheviques hasta el punto de convertirse en un ferviente comunista. Tras su regreso a Alemania prosiguió sus estudios de Derecho en Jena donde se afilió al Partido Comunista Alemán y se doctoró en 1922. Ejerció de abogado en un bufete en la ciudad de Kassel y fue elegido concejal como miembro del Bloque Socialista Popular. Al parecer, de su socialismo pro soviético pasó al socialismo nazi influido por la oratoria de Hitler y en 1925, tras su paso por algunos grupos ultranacionalistas, ingresó en el NSDAP. Declarado enemigo de la República de Weimar, ascendió a funcionario del Ministerio Prusiano de Justicia y en 1934, tras la subida al poder de Hitler, fue nombrado Ministro de Justicia del Reich y en 1942 participó en la Conferencia Wannsee, presidida por Heydrich, en la que se diseñó la «solución final» para el «problema judío».

A pesar de las reticencias hacia su persona, Hitler le nombró Presidente del Volksgerichtshof en 1942 intuyendo que su ferocidad le haría un personaje útil. Freisler ejercía de juez, jurado y fiscal, todo a la vez, saltándose todas las normas del Derecho y cuando funcionaba como fiscal, acusando violentamente, a gritos, era obvio que su personalidad como juez ya había dictado la sentencia. Al mismo tiempo que presidía el Tribunal emitía decretos que él mismo redactaba, como el llamado «Criminales juveniles precoces», pensado para condenar a muerte o trabajos forzados a jóvenes que repartían panfletos pacifistas o antinazis. Freisler dirigió personalmente los juicios contra los jóvenes estudiantes de Munich militantes de la organización conocida como la «Rosa Blanca», condenando a muerte a los hermanos Sophie y Hans Scholl, así como a Alexander Schmorell, Willi Graf y Kurt Huber miembros de la organización. Por orden expresa de Freisler esas ejecuciones fueron llevadas a cabo en la guillotina. Una decena más de jóvenes fueron condenados a cadena perpetua y trabajos forzados y enviados a campos de concentración. En total pronunció a lo largo de su carrera unas 2.500 sentencias de muerte.

Las penas de muerte dictadas por Freisler se aplicaban por «delitos» de ofensa al régimen, sintonizar la BBC en la radio o criticar las decisiones del Führer en círculos privados. Todos estos «delitos» estaban incluidos en el decreto–ley llamado «Decreto contra los parásitos nacionales» redactado por el mismo Freisler donde se incluían los agravantes de «raza», lo que quería decir que ser «ario» podía ser un agravante o un eximente, según su criterio momentáneo.

Además de la horca para ejecutar la pena de muerte, a la que fueron a parar el 90 por ciento de sus acusados, Freisler introdujo la decapitación por guillotina como método de ejecución y la humillación y el insulto en sus sesiones. No obstante la «actuación estelar» de Freisler, aparte de la de su muerte, fue sin duda su represión del atentado contra Hitler en el Wolfsschanze. Freisler instruyó las causas contra algunos de los principales conjurados como el mariscal Witzleben y el político y economista, presunto Canciller, Goerdeler donde hizo gala de su bajeza insultando y humillando a los acusados con su ya famosa iniciativa de privarles de los cinturones en los pantalones mientras

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