Familias de cereal
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Familias salvajes, en proceso de disolución. Infancias rotas y el tránsito feroz a la adolescencia. Adultos con crisis existenciales y ancianos combatiendo en la recta final. En este libro pareciera haber un cuento para cada etapa de la vida. Son los temas de siempre (la identidad, el amor, los otros, la muerte...) revirados a la luz de fenómenos contemporáneos. ¿Cómo se narra la irrupción de Internet o la publicidad en nuestra historia? ¿Cómo se le da voz a los conflictos de género? ¿Con qué metáforas se puede aludir a la crisis argentina de 2001?
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Familias de cereal - Tomás Sánchez Bellocchio
Candaya Narrativa, 37
FAMILIAS DE CEREAL
© Tomás Sánchez Bellocchio
Primera edición impresa: noviembre de 2015
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
www.candaya.com
facebook.com/edcandaya
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Francesc Fernández
Retrato del autor:
© Delfina Sánchez Novas
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-24-0
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
A Javier Adúriz, que supo
que yo era escritor antes de serlo
"Ése era el problema con las familias.
Como los médicos abominables, sólo sabían dónde duele."
Arundhati Roy
Índice
Familias de Cereal
Historia de la caca
Animales del imperio
Disco rígido
Interrupción del servicio
Hacedor de dinero
Cuatro lunas
Mitad de un hermano
Fidelidad de los perros
Ciudad de cartón
La chica del norte
La nube y las muertas
FAMILIAS DE CEREAL
Sonará extraño, pero a su manera, fue la época más feliz de mi vida. Duró poco, no más de cinco o seis meses. Tenía trece años recién cumplidos y mis padres se estaban separando. Me habían regalado una cámara, quizá con el fin de distraerme, pero entonces ellos no sabían que ni el cine ni la televisión me interesaban. Lo que había empezado a obsesionarme era el mundo de la publicidad. No sabía cómo, por qué, ni desde cuándo, pero ahora me gustaba intercalar slogans en medio de una frase, y me salían tan naturales que sólo las personas atentas y que veían muchas horas de televisión al día se daban cuenta del truco. En las clases aburridas, que para mí eran la mayoría, me ponía a escribir mi nombre con la tipografía de logos célebres. Marcos con la M en arbotantes de Mc Donald’s. Marcos con los firuletes de Coca Cola o la pipa de Nike encima. Cuando mis padres estaban fuera de casa y me sentía amo y señor del control remoto, practicaba un zapping invertido: los programas eran sólo el intermedio largo y necesario entre las pausas. Al cine iba sólo por esos diez minutos previos a las películas, única oportunidad para acceder en pantalla grande a detalles que de otro modo hubieran pasado desapercibidos. A veces, por las noches, soñaba con jingles, melodías sencillas y pegadizas, que cada mañana durante el desayuno, hacía un esfuerzo por recordar y bajar a papel.
Con la llegada de la cámara, esa obsesión encontró un cauce más productivo, mis tics disminuyeron, y en pocas semanas ya tenía unos cuarenta comerciales filmados. Papá me dijo una vez: Parecés japonés con esa cámara en la mano. Yo le respondí: Qué japonés, bien argentino. Y le espeté el largo currículum de nuestro país, con premios y festivales incluidos, en la consideración mundial de la publicidad. Quedó impresionado con mi respuesta y quiso saber dónde lo había aprendido. No me acordaba o no lo sabía. Pero es cierto que había noches en que no soltaba la cámara ni para comer y tenía que alternar cuchillo y tenedor en una misma mano. Y muchas de esas veces, por tardar tanto, me quedaba comiendo solo, en la mesa larga y a oscuras.
Todavía era hijo único, faltaban años para que mis hermanos existieran como sueño, plan o accidente. Yo no creía reunir las cualidades típicas del hijo único. Marta y Ernesto no eran padres sobreprotectores. Al contrario, solían ser personas lógicas, conversadoras, incluso distantes. No buscaban imponer su visión del mundo, sino discutirla conmigo. Ellos nunca hubieran admitido un capricho o rebeldía de mi parte. Me hacían saber que no era necesario.
Eso antes de que empezaran a llevarse mal.
La mitad de mis compañeros de colegio vivía, por así decirlo, en hogares normales. Padre, madre, hermanos. Alguna mascota. La otra mitad, oscura y creciente, eran hijos de padres separados o viudos. Había huérfanos, adoptados y más tragedias familiares de las que me atrevía a admitir. Era consciente de que mi historia no era más triste que las otras. Sólo quería que terminara de una vez, estar en uno u otro lado, y no en esa zona indefinible que significaba una casa partida en dos, ser mensajero en el silencio hostil, o custodio de secretos que no corresponden a un chico de trece años.
Una noche, Marta se apareció en camisón junto a mi cama. Prendió el velador y mi corazón se detuvo al ver sus rasgos iluminados desde abajo.
–Tu padre la tiene así de cortita –dijo–. ¿Lo sabías? –entre su índice y su pulgar no cabían tres centímetros–. Me sorprende que haya quedado embarazada.
Unos días después, fue Ernesto el que me pidió que lo acompañara a la cocina. Bajamos sin hacer ruido. Abrió la heladera y empezó a mostrarme tuppers y bowls que llevaban semanas ahí. El olor hizo que tiráramos las cabezas hacia atrás.
–Un día vamos a amanecer muertos. Vos y yo.
Entonces me consideraba un optimista, trataba de poner las cosas en perspectiva. Esto no es una tragedia, me decía por las noches, acostado en mi cama, mientras oía los gritos y las recriminaciones. Y aunque me creía capaz de atravesar el final de mi familia en una paz relativa, los efectos se manifestaban en el cuerpo. Caía enfermo constantemente. Gripe, anemia, paperas, mononucleosis… Las tuve todas. Escuché una vez al médico de la familia decir que mi sistema inmunológico era tan delicado como el de un paciente con sida, y durante varias semanas, hasta que no me demostraron lo contrario, temí que fuera cierto. La vicedirectora llamaba cada viernes para averiguar por mis faltas, por el declive de mi rendimiento.
–Estaremos más alerta –decía Marta, guiñándome un ojo, como si entre nosotros hubiera un pacto secreto.
Puedo evocar mi mente a esa edad, recordar exactamente lo que pensaba, sin el filtro de los años: la conciencia en bruto. Me creía alguna clase de genio que no necesitaba asistir a clases y que sólo tenía que sentarse a esperar que el mundo entero se diera cuenta. La publicidad era mi lenguaje, mi medio de salvación. Experimentaba sus límites y posibilidades, desconociendo olímpicamente sus casi cien años de historia. Y cuando me enteraba de que una de mis ideas ya se le había ocurrido a alguien, y había sido filmada, premiada, incluso revisitada por distintas generaciones de creativos, me encerraba en mi cuarto durante días, en plan de deprimirme.
Preocupado por estos episodios, Ernesto invitó una noche a cenar a un antiguo amigo suyo, que trabajaba en una agencia. Arturo Hein tenía la cara flaca como un palo, una especie de continuación del cuello, sin una mandíbula distinguible, lo que le daba un aspecto de gusano o lombriz. Admitió que dentro de la profesión, su rol era por lejos el más tedioso y monótono, pero no por eso menos importante. Como planificador de medios, su trabajo consistía en decidir en qué programas de radio y televisión y en qué diarios y revistas publicarían las campañas de sus clientes. Lo imaginé en su oficina de subsuelo o con ventana a una pared de ladrillos, rodeado por torres de planillas y estudios de mercado. Al terminar la cena, sacó un paquete con varios libros para mí. Los barajó delante de mis ojos leyéndome los títulos y después se los entregó a Marta que los puso en un estante alto para que no me distrajera. Con el café, Arturo Hein siguió contando anécdotas plomizas, intrincadas, que terminaban antes o mucho después de lo que se suponía era el final. Por gratitud o quizá por piedad, traté toda la noche de quitarme la sensación de que estaba frente al hombre más aburrido de la Tierra.
Además de cámara, yo tenía una claqueta de pizarrón, un micrófono corbatero, lámparas de distintas alturas y papel celofán de colores con el que creaba atmósferas. Eran los regalos que mis padres me hacían en sus súbitos arranques de culpa.
–¿Otro más? –preguntaba con una voz muy aguda, impostada.
Y no era mi cumpleaños. Ni siquiera estábamos cerca de Navidad.
–Abrilo.
El último fue una silla Director, de lona blanca y con estrella en el respaldo. Pero montar el detrás de escena de mis comerciales era apenas un juego. La mayoría de las veces tenía que hacerme cargo de la cámara, no podía mover las luces, hacer sonar la claqueta, ni sentarme en la silla a dirigir. Las otras veces, con dos de mis vecinos formábamos equipo.
Nati Hirsch era una chica estrábica de once años, que había sido concebida para salvar a su hermano mayor de una rara enfermedad genética. Le extrajeron parte del cordón umbilical en el séptimo mes de gestación. Al final, sus células no fueron compatibles y su hermano murió antes de que pudieran conocerse. Ella creía que sus padres la culpaban por eso. En las paredes de su casa, sólo colgaban fotos de la vida anterior de la familia, como si después ya no tuviera sentido registrar ningún recuerdo.
–¿Cuál es mi lugar ahí ahora? –me preguntó una tarde, mirando su casa desde mi ventana.
El otro era Mariano Ortiz Medus: Mom. Un gigante tímido que se había desarrollado mucho antes que el resto de nosotros. Al verlo era evidente que las hormonas habían hecho el trabajo mal o por partes. Tenía unos antebrazos peludos y enormes, pero los hombros estrechos, casi de mujer. Era el hijo menor de una familia bien, venida a menos, pero la decadencia económica llevaba tantos años instalada, que se habían perdido los indicios de ese pasado. Su padre había muerto de un infarto el año anterior y se había mudado con su madre y tres hermanas a una casa semiderruida a dos cuadras de la nuestra. El vocabulario de Mom era tan exiguo que el mundo entero podía designarse con veinticinco palabras como: cosa, coso, boludo, tipo, nada. Con Nati teníamos la sospecha de que en algún lugar de esa casa escondían una lista de palabras prohibidas.
En las tardes, los dos trabajaban para mí con un fervor que jamás volví a ver en chicos de su misma edad. Hacían al pie de la letra lo que les ordenaba, sin cuestionarme. Estábamos convencidos de que lo que hacíamos era nuevo y revolucionario. Yo creía y les había hecho creer que todas las cosas, hasta las más simples y ordinarias, incluso cosas viejas o abstractas, tenían un precio y eran dignas de ser deseadas, si una historia potente o un slogan preciso lo descubrían para el mundo. Lo que quiero decir es que poníamos el mismo empeño en promocionar una gaseosa nueva que un triciclo sin manubrio, con costras de óxido, abandonado en el baldío de la esquina. Para nosotros era igual de valioso un frasco con pis para picaduras de aguaviva que un vestido al que ni siquiera le habían sacado la etiqueta.
Los domingos eran los días elegidos para exhibir nuestros comerciales a familiares y amigos. En el living, poníamos las sillas en semicírculo alrededor de la pantalla y antes de empezar la función colocábamos sobre la mesa los productos que serían vendidos. En un mismo día, podíamos ofrecer una colección de relojes antiguos (todos detenidos a la misma hora) junto a piedras veteadas, manuales de autoayuda y bailarinas de cerámica sin cabeza. En ese momento apagábamos las luces, como en un cine, y estirábamos el tiempo hasta que se volvía incómodo y se oían toses y murmullos.
–Hay algo acerca de la publicidad que nunca sabré qué es –dijo mi tía en una ocasión–. Pero hace a las cosas tan…
Nos quedamos esperando que completara la frase, pero no lo hizo. Aquella tarde compró todo lo que había sobre la mesa.
El primer comercial que hicimos para un cliente de verdad, con guión, presupuesto y hasta cronograma de rodaje, fue para la verdulería de Jonkovic, un bosnio refugiado a principios de los ochenta que había sido médico en el ejército yugoslavo. Aunque tuviera fotos y medallas para demostrarlo, poca gente en el barrio creía en su pasado heroico. Uno podía encontrarlo en las tardes hablándole a las frutas y verduras de su local como si se tratara de soldados enfermos. Al principio, Jonkovic se resistió, decía que el pizarrón de la vereda y los volantes que repartía eran publicidad suficiente para una verdulería. Pero nosotros aparecíamos día por medio con propuestas nuevas y terminamos convenciéndolo por cansancio.
En los tres minutos y medio que duraba el comercial, las naranjas y las manzanas entraban en guerra, las bananas y los kiwis firmaban un acuerdo de paz, que luego olvidaban. En un rapto casi místico, los tomates decidían cambiar su identidad y dejar de ser frutas para siempre. Utilizamos la técnica del stop motion, fotogramas muy espaciados, que junto con la música creaban un efecto único. Hacia el final, un plano secuencia mostraba un campo de guerra sembrado de frutas abiertas, ordenadas por colores. Al fondo, en letras grandes, se leía: Conozca la historia secreta detrás de las ensaladas.
Como de costumbre en nuestros proyectos, la idea fue superior a su ejecución. Aunque pagó lo convenido, Jonkovic no quedó satisfecho con el resultado y después de la proyección en el living de su casa, estuvo callado casi una hora. Había una nota melancólica en su expresión, que Nati interpretó después como un llanto seco y silencioso. Los hombres a veces lloran así.
Al despedirnos, Jonkovic dijo que la guerra no debía usarse nunca como metáfora de nada y que en todo caso otras cosas se usaban como metáfora de la guerra, y después me imploró que destruyera el video. A cambio, él nos recomendaría con los comerciantes del barrio. Asentí, sin entender del todo qué era lo que habíamos hecho mal. Volvimos los tres en silencio, arrastrando la suela de las zapatillas todo el camino.
Ese fracaso inicial sirvió para que empezáramos a tomar más en cuenta los gustos y las expectativas de nuestros clientes. Hacíamos preguntas acerca de colores, tipografías, géneros musicales. Sondeábamos el tipo de humor que iba con ellos. O si preferían un tono más épico, emotivo. Los dejábamos participar de ciertas decisiones estéticas, mínimas, pero las suficientes como para crear la ilusión de que cada comercial era el resultado de un trabajo en equipo.
Rápidamente se extendió el rumor de que un grupo de chicos del barrio hacía un tipo de publicidad no tradicional. Los dueños de los locales, que hasta entonces no nos habían recibido, sintieron una curiosidad repentina por nuestros servicios. Una farmacia o una carnicería no hubieran podido soñar nunca con un comercial de televisión. Era algo absurdo y prohibitivo. Pero nosotros funcionábamos como una versión posible de esos sueños. Lo increíble, en realidad, era que llevaran décadas al frente de sus negocios y se sintieran cautivados por los conceptos más elementales de la publicidad. Gracias a los libros de Arturo Hein, nuestro discurso había ido cobrando cierto espesor o verosimilitud. Decíamos brief y ellos decían ahhhhhh. Decíamos branding o posicionamiento y abrían enormes sus bocas, golosas de conocimiento.
En apenas un mes, filmamos comerciales para el panadero, el almacén de los chinos, un tío soltero de Mom que era escribano, el local de bijouterie de la avenida y una peluquería unisex que sobrevivió pocas semanas en el barrio. Aunque estaba claro que no habíamos tenido ninguna responsabilidad en su cierre, nos decepcionó un poco que nuestro trabajo no alcanzara para hacerle mella a Gerardo Coiffeur, peluquero con veinte años de experiencia y una clientela fiel.
Los más orgullosos dispusieron televisores y videocaseteras en sus locales. Dependiendo del espacio