¡Viven!: El triunfo del espíritu humano
Por Piers Paul Read
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Reinaba el buen ánimo cuando el Fairchild F-227 despegó desde Mendoza, Argentina, con rumbo a Santiago, Chile. Había cuarenta y cinco pasajeros a bordo, entre ellos un equipo de rugby amateur uruguayo y los amigos y parientes de los jugadores. El cielo estaba despejado ese viernes 13 de octubre de 1972 y, a las 15:30 de la tarde, el piloto del Fairchild anunció que se encontraban a 15.000 pies de altura. Sin embargo, un minuto después, la torre de control de Santiago perdió todo contacto con la aeronave. Chilenos, uruguayos y argentinos buscaron el avión durante ocho días pero había nevado con intensidad sobre los Andes y las posibilidades de encontrar los restos eran escasas.
Diez semanas más tarde, un campesino vio a dos hombres con aspecto harapiento haciendo señas, desesperados, desde el otro lado de un río. Les tiró un pedazo de papel y un bolígrafo envueltos en un pañuelo y los hombres enseguida le devolvieron una nota que leía: “Venimos de un avión que cayó en las montañas”.
Dieciséis pasajeros sobrevivieron. Acamparon en el fuselaje del avión en medio de la naturaleza gélida de los Andes, donde soportaron temperaturas heladas, peligrosas lesiones, una avalancha, y hambre extrema. Cuando comenzaron a acabarse las escasas provisiones de alimento y, luego de oír en la radio que habían logrado armar, que los equipos de rescate habían cesado su búsqueda, las esperanzas de los pasajeros se empezaron a desvanecer. Con el fin de salvar sus propias vidas, estos tuvieron que no sólo mantener la fe, sino que también debieron tomar una imposible decisión: comer o no la carne de sus amigos que habían muerto.
Una historia de resiliencia, determinación, y el espíritu humano, ¡Viven! es un relato conmovedor de una historia de supervivencia desgarradora.
Piers Paul Read
Piers Paul Read, third son of poet and art critic Sir Herbert Read, was born in 1941, raised in North Yorkshire, and educated by Benedictine monks at Ampleforth College. After studying history at Cambridge University, he spent two years in Germany, and on his return to London, worked as a subeditor on the Times Literary Supplement. His first novel, Game in Heaven with Tussy Marx, was published in 1966. His fiction has won the Hawthornden Prize, the Geoffrey Faber Memorial Prize, the Somerset Maugham Award, and the James Tait Black Memorial Prize. Two of his novels, A Married Man and The Free Frenchman, have been adapted for television and a third, Monk Dawson, as a feature film. In 1974, Read wrote his first work of reportage, Alive: The Story of the Andes Survivors, which has since sold five million copies worldwide. A film of Alive was released in 1993, directed by Frank Marshall and starring Ethan Hawke. His other works of nonfiction include Ablaze, an account of the nuclear accident at Chernobyl; The Templars, a history of the crusading military order; Alec Guinness: The Authorised Biography, and The Dreyfus Affair. Read is a fellow and member of the Council of the Royal Society of Literature and a member of the Council of the Society of Authors. He lives in London.
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¡Viven! - Piers Paul Read
PRIMERA PARTE
1
Uruguay, uno de los países más pequeños de Sudamérica, fue fundado a orillas del Río de la Plata entre los incipientes colosos de Brasil y Argentina. Geográficamente era una tierra agradable. El ganado corría libre por sus inmensas praderas, y su población se componía de comerciantes, médicos y abogados que vivían modestamente en la ciudad de Montevideo, y de orgullosos e infatigables gauchos en el campo.
La historia de los uruguayos en el siglo XIX está repleta, al principio, de feroces batallas por su independencia contra Brasil y Argentina y más tarde de guerras civiles igualmente crueles entre los partidos Blanco y Colorado, los conservadores del interior y los liberales de Montevideo. En 1904, la última rebelión del partido Blanco fue aplastada por el presidente del Colorado, José Batlle y Ordóñez, que instauró un estado laico y democrático considerado durante muchas décadas como el más avanzado e ilustrado de Sudamérica.
La economía de este próspero estado dependía de los productos agropecuarios que Uruguay exportaba a Europa; mientras los precios mundiales de la lana, la carne y el cuero se mantuvieron altos, Uruguay prosperó, pero en los años cincuenta los precios de estos artículos bajaron y el país empezó a decaer. Entonces hicieron su aparición el desempleo y la inflación que, a su vez, provocaron un gran malestar social. Había exceso de profesionales y estaban mal retribuidos; los abogados, arquitectos e ingenieros—que antes constituían la aristocracia del país—tenían muy poco trabajo y unos sueldos muy bajos. Muchos de ellos se vieron obligados a dedicarse a otras actividades. Sólo los terratenientes del interior tenían asegurada su prosperidad. Los demás trabajaban en lo que podían, en una atmósfera de economía colapsada y corrupción administrativa.
Como resultado de todo esto nació el primer y más conocido movimiento de guerrilla urbana revolucionaria, el de los tupamaros, cuyo objetivo era derrocar la oligarquía que gobernaba en Uruguay por medio de los partidos Blanco y Colorado. Los tupamaros secuestraban a diplomáticos y altos funcionarios del gobierno exigiendo rescate por ellos, y se infiltraron en la policía cuando ésta empezó a combatirlos. Entonces el gobierno recurrió al ejército, que extirpó a estos guerrilleros urbanos de sus hogares de la clase media. El movimiento fue aplastado y los tupamaros encarcelados.
A comienzos de los años cincuenta, un grupo de padres católicos, alarmados por la decantación atea de los profesores de las escuelas públicas—e insatisfechos con la enseñanza del inglés por parte de los jesuitas—invitaron al provincial de los Hermanos Cristianos irlandeses a fundar un colegio en Montevideo. La invitación fue acogida y cinco Hermanos seglares irlandeses acudieron desde Irlanda, vía Buenos Aires, para fundar el Colegio Stella Maris—un colegio para chicos entre nueve y dieciséis años de edad—en el barrio de Carrasco. Las clases comenzaron en mayo de 1955 en una casa del paseo Marítimo o Rambla, bajo el inmenso cielo del Atlántico Sur.
Aunque su español era muy poco ortodoxo, estos Hermanos irlandeses resultaron muy apropiados para las finalidades propuestas. Uruguay estaba muy lejos de Irlanda, pero también era un país pequeño con una economía agraria. La carne para los uruguayos era lo que las patatas para los irlandeses; y la vida allí, como en Irlanda, transcurría pacíficamente. Tampoco la estructura del estrato social uruguayo del que procedían los alumnos les resultaba extraña a los Hermanos. Las familias, que vivían en modernas y confortables casas construidas entre los pinos de Carrasco—el barrio más caro de Montevideo—, eran en su gran mayoría numerosas y mantenían fuertes lazos de unión entre padres e hijos, que persistían hasta la madurez. El afecto y respeto que los chicos profesaban a sus padres se hizo extensivo enseguida a sus maestros. Esto constituyó una buena prueba de lo que habría de ser su buena conducta y, a petición de los padres de los alumnos, los Hermanos Cristianos abandonaron el uso de la tradicional vara disciplinaria.
También pervivía en Uruguay la costumbre de que los jóvenes de ambos sexos siguieran viviendo con sus padres después de acabar los estudios, no abandonando el hogar paterno hasta que contraían matrimonio. Los Hermanos Cristianos se preguntaban a veces cómo en un mundo donde el enfrentamiento generacional parecía ser el espíritu dominante de la época, los ciudadanos uruguayos—o, al menos, los que vivían en Carrasco—habían resuelto ese conflicto. Era como si la tórrida inmensidad de Brasil por el norte y las aguas fangosas del Río de la Plata por el sur y por el oeste, hubieran actuado no sólo como barreras naturales, sino como una concha protectora en un túnel del tiempo.
Los tupamaros no molestaron al Colegio Stella Maris. Los alumnos, provenientes de familias católicas con tendencias conservadoras, habían sido entregados a la custodia de los Hermanos Cristianos, que actuaban con sus métodos tradicionales y conseguían sus fines al viejo estilo. Los idealismos políticos tenían un terreno más abonado entre los jesuitas, que cultivaban el intelecto, que entre los Hermanos Cristianos, cuyo objetivo se centraba en la formación del carácter de sus chicos; el uso generoso del castigo corporal, abandonado a petición de los padres, no era el único medio de que disponían para lograr este fin. El otro era el rugby.
El juego que se practicaba en el Colegio Stella Maris, era, y sigue siendo, el mismo que se practicaba en Europa. Dos equipos de quince hombres cada uno se enfrentan en el campo. No usan cascos ni protecciones y no existen sustitutos. La meta de cada equipo es colocar el balón ovalado en la línea de ensayo defendida por el contrario o dar una patada al balón haciéndolo pasar por encima de la barra y entre los dos postes verticales de la portería en forma de H. Se puede dar patadas al balón, llevarlo agarrado entre las manos o pasarlo a un compañero, pero siempre hacia atrás. El jugador que lleva el balón puede ser «placado» por un contrario que lo derriba de un salto, agarrándolo por el cuello, la cintura o las piernas. El único modo de defenderse es el manotazo en la cara o en el cuerpo del otro jugador.
Si se detiene el juego—como, por ejemplo, cuando un jugador pasa el balón hacia delante—el árbitro toca su silbato y se forma una mêlée. Los delanteros de cada equipo se unen abrazándose y formando algo así como un enorme cangrejo de mar. En la primera línea de esta mêlée se sitúan un hooker—jugador que intenta adueñarse del balón cuando lo introducen por una abertura de la mêlée—y dos jugadores que le apoyan y que ponen la cabeza y los hombros contra los de sus contrarios. Detrás de éstos hay una segunda línea de jugadores, que, para reforzar la primera, colocan la cabeza entre las piernas de los de ésta, empujándoles y sirviéndoles de apoyo. Una tercera fila al final y en los extremos laterales apoya a este frente de choque. El equipo que tiene la ventaja lanza el balón al interior de la mêlée, y entonces el hooker le da una patada sacándolo de ella o los equipos se empujan recíprocamente sin tocar el balón hasta que éste sale a campo abierto. Entonces, los jugadores que refuerzan la mêlée le dan una patada hacia atrás, normalmente hasta donde la pueden recoger los medios, echando el balón a cualquiera de sus jugadores e intentando llegar a la línea de ensayo y marcar un tanto.
Es un deporte muy duro, elegante si se juega con habilidad y brutal si se juega con tosquedad. La fractura de una pierna o de la nariz son frecuentes. Cada mêlée significa un esguince y cada «placado» un jugador sin respiración. No sólo hay que estar en plena forma para correr velozmente durante una hora y media—excepto los diez minutos de descanso—, sino que hay que poder controlarse a sí mismo y tener espíritu de equipo. El jugador que llega a marcar un punto no es por fuerza el mejor, sino el último de la línea que se forma en el ataque al pasar el balón hacia atrás.
Cuando llegaron los Hermanos Cristianos, en Uruguay casi no se jugaba al rugby. En realidad el fútbol era no sólo el deporte nacional, sino una verdadera pasión. Junto al mayor índice de consumo de carne por cabeza, el fútbol era lo único en lo que los uruguayos habían triunfado sobre los demás países del mundo (ganaron los mundiales de 1930 y 1950), y pretender que los uruguayos practicaran otra clase de deporte era como pedir peras al olmo.
Después de haber sacrificado una de las bases de su sistema educativo prescindiendo de la vara, los Hermanos Cristianos no estaban dispuestos a renunciar a la única que les quedaba. Para ellos el fútbol era un deporte de divos, así que pensaron que el rugby podría enseñar a sus muchachos a sufrir en silencio y a trabajar en equipo. Al principio los padres no se mostraron de acuerdo, pero luego acabaron por dar la razón a los Hermanos Cristianos y por reconocer las cualidades del juego.
En cuanto a los hijos, éstos lo practicaron con verdadero entusiasmo, y cuando la primera promoción terminó sus estudios, muchos de los antiguos alumnos no quisieron abandonar el juego ni olvidarse del Stella Maris. Un grupo de ex alumnos pensó fundar una asociación, y en 1965, diez años después de la inauguración del colegio, esta idea se convirtió en realidad. La asociación se llamó Club Old Christians y su principal actividad consistía en jugar al rugby los domingos por la tarde.
En unos pocos años este juego se hizo muy popular—e incluso llegó a estar de moda—y cada verano se inscribían nuevos socios en el Club aumentando así la posibilidad de elegir a los titulares del equipo entre un mayor número de personas. El rugby llegó a alcanzar gran popularidad en Uruguay, y el primer equipo del Old Christians, se convirtió en uno de los mejores del país. En 1968 ganó el campeonato nacional de Uruguay y volvió a repetir la hazaña en 1970. Con el éxito la ambición creció. El equipo atravesó el estuario del Río de la Plata para jugar contra los equipos argentinos, y en 1971 decidió ir más lejos y enfrentarse a los equipos de Chile. Para conseguir su objetivo y que el viaje no saliera excesivamente caro, alquilaron un avión de las Fuerzas Aéreas Uruguayas para volar desde Montevideo hasta Santiago de Chile, y las plazas sobrantes las vendieron entre sus familiares y los hinchas del equipo. El viaje fue un éxito. El primer equipo de los Old Christians se enfrentó a la selección nacional chilena, ganando un partido y perdiendo otro. Al mismo tiempo, habían pasado unas vacaciones en el extranjero. Para muchos, aquélla era la primera vez que salían de su país de origen y que veían también los picos cubiertos de nieve y los glaciares de los Andes. El éxito fue tal que, en cuanto llegaron a Montevideo, empezaron a planear otro viaje para el año siguiente.
2
Cuando acabó el curso siguiente, se presentaron varios obstáculos que hicieron peligrar sus planes. Por excesiva confianza en sí mismo, el primer equipo de los Old Christians había perdido el Campeonato Nacional Uruguayo frente a un equipo considerado inferior. A raíz de ello algunos dirigentes del club decidieron que no merecían hacer otro viaje a Chile. Otro problema era cómo cubrir las cuarenta plazas del Fairchild F-227 que habría que contratar a las Fuerzas Aéreas. El precio era de 1.600 dólares. Si se cubrían las cuarenta plazas, el precio de ida y vuelta a Santiago hubiera sido de unos cuarenta dólares, menos de un tercio de lo que costaba un viaje normal en cualquier compañía aérea. Cuantos más asientos quedaran libres, más caro resultaría el viaje y, además, tenían que afrontar los gastos de cinco días de estancia en Chile.
Empezó a difundirse la voz de que el viaje podría ser anulado, pero, a pesar de todo, los que querían ir empezaron a reclutar pasajeros entre sus familiares, amigos y compañeros de colegio. Respecto al viaje a Chile había opiniones a favor y en contra. Para los estudiantes concienciados de Ciencias Económicas se trataba de experimentar la democracia marxista bajo el régimen de Allende. Para los que no estaban tan interesados en ello, era la posibilidad de vivir bien por poco dinero. El escudo chileno era débil y el dólar alcanzaba cotas muy altas en el mercado negro. Naturalmente, los Old Christians no estaban obligados a cambiar moneda al precio oficial. Los miembros del equipo tentaban a sus amigos aludiendo a las liberales chicas de las playas de Viña del Mar o a las oportunidades de esquiar en Portillo. La red se fue ensanchando y atrapando a la madre y hermana de un joven aquí o a los primos lejanos de otro allí. Cuando llegó el momento de pagar el alquiler del avión, ya se había reunido el dinero suficiente para cubrir los gastos.
A las seis de la mañana del jueves 12 de octubre de 1972, pequeños grupos de pasajeros empezaron a llegar en automóviles propios o conducidos por sus padres y novias al aeropuerto de Carrasco para iniciar el segundo viaje de los Old Christians a Chile. Aparcaban los coches bajo las palmeras de la zona circundante, un gran espacio cubierto de césped que daba al lugar el aspecto de un club de golf en vez del de un aeropuerto internacional. A pesar de lo temprano de la hora y de los rostros somnolientos, los jóvenes vestían elegantes chaquetas deportivas y se saludaban con entusiasmo. También los padres parecían conocerse entre sí. Con aquellas cincuenta o sesenta personas riendo y conversando parecía que alguien había elegido la sala de estar del aeropuerto para dar una fiesta.
Las únicas personas que, al parecer, conservaban la calma en aquella confusión eran Marcelo Pérez, el capitán del equipo, y Daniel Juan, el presidente de los Old Christians, que había ido a despedirlos. Sin lugar a dudas, Pérez parecía muy contento. Era quien había puesto el mayor entusiasmo en la organización del viaje a Chile y el que más decepcionado se había sentido cuando habían circulado las voces de su anulación. Incluso ahora, cuando ya el viaje era una realidad, se le arrugaba la frente al percatarse de que aún no estaban resueltos todos los problemas. Uno de ellos era la ausencia de Gilberto Regules. El joven no había acudido a la cita con sus amigos, no había llegado al aeropuerto, y cuando le llamaron a su casa nadie contestó a la llamada.
Marcelo sabía que no podían esperar demasiado. Tenían que salir por la mañana temprano, porque era peligroso sobrevolar los Andes por la tarde, cuando el aire cálido procedente de las llanuras argentinas se encontraba con el aire frío de las montañas. El avión ya había salido de los hangares de la base militar y estaba preparado en la pista del aeropuerto civil contiguo a aquélla.
Los chicos recordaban una colmena revoloteando de un lado a otro. Sus edades estaban comprendidas entre los dieciocho y los veintiséis años, pero tenían en común más de lo que parecía. Casi todos pertenecían a la plantilla del Old Christians, y algunos de sus miembros procedían de los colegios de los jesuítas o del Sagrado Corazón situados en pleno centro de Montevideo. Junto al equipo y sus hinchas, viajarían sus amigos y parientes, y otros compañeros de las facultades de Derecho, Agronomía, Ciencias Económicas y Arquitectura, en las que estudiaban los miembros del Old Christians. Tres de los chicos eran estudiantes de Medicina, y dos de ellos pertenecían al equipo. Algunos vivían en los alrededores; otros muchos eran vecinos de Carrasco, por lo que estudiaban en el mismo colegio y profesaban incluso la misma religión. Prácticamente sin excepción pertenecían a la clase más próspera de la comunidad y todos eran católicos.
No todos los pasajeros que presentaron sus billetes en la oficina de Transportes Militares eran miembros del Old Christians o jóvenes. Entre ellos estaba una mujer de mediana edad y algo gruesa, la señora Mariani, que viajaba para asistir a la boda de su hija con un exiliado político en Chile. Había, además, dos matrimonios, también de mediana edad, y una chica muy alta y bien parecida, de unos veinte años, llamada Susana Parrado, que hacía cola con su madre, su hermano Nando y su padre, que sólo había ido a despedirlos.
Una vez facturado el equipaje, los Parrado subieron al restaurante del aeropuerto, desde donde se veía la pista de aterrizaje y pidieron el desayuno. Cerca de la de los Parrado, pero en otra mesa, se sentaban dos estudiantes de Ciencias Económicas, que, como si quisieran hacer notar que eran socialistas, iban vestidos más modestamente que los demás, contrastando sobre todo con Susana Parrado, que llevaba un hermoso abrigo de piel de antílope comprado el día anterior.
Eugenia Parrado, la madre, era natural de Ucrania, y Susana y su hermano eran excepcionalmente altos, de pelo castaño y suave, ojos azules y delicados rostros eslavos. Pero a ninguno de los dos se les podía considerar atractivos. Nando era desgarbado, corto de vista y algo tímido. Aunque joven, y de buen tipo, pero no especialmente atractiva, Susana tenía una expresión seria y poco agraciada.
Llamaron a los pasajeros por los altavoces mientras tomaban café. Los Parrado, los dos socialistas y el resto de los que estaban en el restaurante se dirigieron a la sala de embarque, pasaron el control de pasaportes y la aduana y salieron a la pista. Allí vieron el brillante avión blanco que los llevaría a Chile. Subieron por una escalera de aluminio hasta la puerta delantera del aparato, por la que entraron, y se dispusieron a ocupar sus plazas en los asientos situados de dos en dos a ambos lados del interior del avión.
El Fairchild n.° 571 de las Fuerzas Aéreas Uruguayas despegó a las ocho y cinco de la mañana del aeropuerto de Carrasco en dirección a Santiago de Chile con cuarenta pasajeros y cinco tripulantes, además del equipaje. El coronel Julio César Ferradas era el piloto y comandante del avión. Prestaba servicio en las Fuerzas Armadas desde hacía más de veinte años, llevaba 5.117 horas de vuelo y había sobrevolado veintinueve veces la traicionera cordillera de los Andes. El copiloto, el teniente Dante Héctor Lagurara, era de mayor edad que Ferradas pero no tenía tanta experiencia. En una ocasión había tenido que saltar en paracaídas desde un reactor T-33 y volaba ahora en el Fairchild para entrenarse bajo la supervisión de Ferradas, según la costumbre de las Fuerzas Armadas Uruguayas.
El Fairchild F-227 en el que volaban era un turborreactor de dos motores gemelos, fabricado en Estados Unidos y comprado por las Fuerzas Aéreas Uruguayas dos años antes. El mismo Ferradas lo había pilotado desde Maryland. Desde entonces, solamente había realizado 792 horas de vuelo, por lo que, según los haremos de la aeronáutica, se le podía considerar como nuevo. En la mente de los pilotos, si existía alguna duda, no era sobre la seguridad del avión, sino sobre las extremadamente traicioneras corrientes de aire de los Andes. Un avión de transporte de mercancías con seis tripulantes, de los que la mitad eran uruguayos, había desaparecido en las montañas hacía doce o trece semanas.
El plan de vuelo establecido por Lagurara era dirigirse directamente desde Montevideo a Santiago, sobrevolar Buenos Aires y Mendoza, y cubrir en total una distancia de 1.500 kilómetros aproximadamente. La velocidad de crucero del Fairchild era de unos 400 kilómetros por hora. El viaje duraría unas cuatro horas, de las cuales la última media hora transcurriría sobre los Andes. Con la partida programada para las ocho, los pilotos esperaban evitar las peligrosas turbulencias que se originan en la zona después del mediodía. Aun así estaban preocupados por la travesía, ya que en los Andes, pese a que su anchura es inferior a los 170 kilómetros, las alturas oscilan entre los 2.000 y 6.000 metros, lo que supone una media de 4.000 metros. El Aconcagua, entre Mendoza y Santiago, de unos 7.600 metros, es la montaña más alta del hemisferio sur y solamente unos 1.200 metros más baja que el Monte Everest.
La mayor altura que podía alcanzar el Fairchild era de 7.000 metros. Por lo tanto, tendría que volar a través de un paso andino donde las alturas fueran menores.
Las posibilidades se reducían a cuatro cuando la visibilidad era buena: Juncal, en la ruta más directa desde Mendoza a Santiago, Nieves, Alvarado o Planchón. Si la mala visibilidad obligaba a los pilotos a guiarse por los instrumentos, era conveniente ir por el paso de Planchón, a unos 160 kilómetros al sur de Mendoza, ya que la altura mínima del Juncal es de 6.180 metros y en los de Nieves y Alvarado no había control por radio. El peligro no radicaba únicamente en que el avión pudiera chocar contra una montaña, sino que el tiempo atmosférico en los Andes está sujeto a toda clase de inconvenientes. Procedentes del este se levantan corrientes de aire caliente que se encuentran, entre los 4.500 y 5.500 metros, con la helada atmósfera donde comienzan las nieves. Además, los vientos ciclónicos procedentes del Pacífico penetran en los valles por el oeste, y se juntan con las corrientes frías y calientes del otro lado. Lagurara se encontró haciendo todas estas consideraciones cuando se puso en contacto con la torre de control de Mendoza.
En el departamento de los pasajeros no había señales de inquietud. Los chicos hablaban, reían, leían revistas cómicas y jugaban a las cartas. Marcelo Pérez conversaba sobre rugby con otros miembros del equipo; Susana Parrado estaba sentada al lado de su madre, que repartía caramelos a los chicos. Detrás de ellas estaban Nando Parrado y su mejor amigo, Panchito Abal.
Estos dos muchachos eran conocidos por su inseparable amistad. Los dos eran hijos de famosos hombres de negocios y trabajaban con sus padres. Parrado vendía tuercas y tornillos, y Abal, tabaco. Su amistad se percibía a primera vista. Abal—apuesto, atractivo y rico—era uno de los mejores jugadores de rugby de Uruguay y actuaba como puntero en el Old Christians; en cambio, Parrado era desmañado, tímido y, aunque no mal parecido, tampoco era especialmente atractivo. Jugaba en la segunda línea de mêlée. Compartían el interés por los coches y las chicas, razón por la que se habían ganado su reputación de playboys. Los coches eran caros en Uruguay, pero los dos tenían uno: Parrado, un Renault 4, y Abal un Mini Cooper. También tenían motocicletas con las que recorrían las playas de Punta del Este llevando alguna chica en el asiento posterior.
En este aspecto parecía que había una pequeña diferencia entre ambos, porque mientras casi a ninguna chica le importaba que la vieran con Abal, salir con Parrado no era tan popular. Éste no tenía el atractivo de Abal ni su simpatía, incluso daba la impresión de ser tan superficial como aparentaba. Por el contrario, Abal parecía esconder detrás de su jovialidad y cordialidad una profunda y misteriosa melancolía que, unida en ocasiones a una expresión de simple aburrimiento, lo hacía aún más interesante. Abal correspondía a la admiración que despertaba en las mujeres dedicándoles su tiempo. Su complexión, fuerza y habilidad le permitían no asistir a todos los entrenamientos que requerían los otros miembros del equipo para mantenerse en forma. Así pues, las energías que no utilizaba en el rugby las dedicaba a las chicas guapas, a los automóviles y a las motos, a los trajes elegantes y a su amistad con Parrado.
La única ventaja de Parrado sobre Abal, por la que éste hubiera cambiado todas las otras, era que pertenecía a una familia unida y feliz. Los padres de Abal, sin embargo, estaban divorciados. Ambos habían estado casados con anterioridad y tenían hijos de sus anteriores matrimonios. La madre era mucho más joven que el padre, que pasaba ya de los setenta, pero Abal había decidido vivir con su padre. En cualquier caso, el divorcio le había afectado mucho, por lo que su melancolía byroniana no se debía a una pose.
El avión sobrevoló la interminable pampa argentina. Los que estaban al lado de las ventanillas podían ver las verdes figuras geométricas que hacían las plantaciones en la llanura y, de vez en cuando, bosques o pequeñas casas con árboles plantados a su alrededor. Lentamente, el suelo comenzó a transformar su verde apariencia por otra más árida, en la medida en que se iban acercando a las estribaciones de la sierra que se alzaba a la derecha. Los pastos dieron paso a la maleza y el terreno cultivado se fue reduciendo a pequeñas parcelas regadas por medio de pozos artesianos.
De pronto vieron cómo los Andes se alzaban frente a ellos, una dramática y aparentemente intransitable barrera, con picos cubiertos de nieve, como los dientes de una sierra gigantesca. La visión de esta cordillera hubiera sido suficiente para asombrar al viajero más experimentado, pero aún más a estos jóvenes uruguayos, la mayoría de los cuales las montañas más altas que conocían eran las pequeñas colinas que hay entre Montevideo y Punta del Este.
Cuando comenzaban a ponerse tensos ante la extraordinaria vista de algunas de las montañas más altas del mundo, el auxiliar de vuelo, Ramírez, salió inesperadamente de la cabina y anunció por los altavoces que debido a las malas condiciones atmosféricas era imposible atravesar la cordillera. Aterrizarían en Mendoza y esperarían a que mejorase el tiempo.
Los chicos no ocultaron su desilusión en el compartimiento de los pasajeros, pues sólo disponían de cinco días para pasarlos en Chile y no querían desperdiciar uno de ellos—o sus preciados dólares norteamericanos—en Argentina. Como es imposible rodear los Andes, ya que se extienden de un extremo a otro de Sudamérica, no había otro remedio, así que se ajustaron los cinturones de seguridad y esperaron hasta que el Fairchild aterrizó de forma bastante brusca en el aeropuerto de Mendoza. Cuando se detuvieron frente al edificio del aeropuerto y Ferradas salió de la cabina de los pilotos, Roberto Canessa, un puntero del equipo, lo felicitó burlonamente por el aterrizaje.
—No me felicites a mí—dijo Ferradas—, es Lagurara quien merece las alabanzas.
—¿Cuándo salimos para Chile?—preguntó otro chico.
El coronel le respondió encogiéndose de hombros:
—No lo sé. Depende de lo que pueda pasar con el tiempo.
3
Los chicos salieron tras los pilotos y el resto de la tripulación y caminaron por la pista hasta el control de aduanas. Las montañas, que proyectaban su sombra sobre ellos, parecían la fachada de un inmenso acantilado. Todo lo demás, comparado con su magnitud, quedaba empequeñecido: los edificios, los tanques de combustible y los árboles. Los jóvenes permanecieron impertérritos. Ni la cordillera o la desagradable perspectiva de cambiar dólares por pesos argentinos alteraban su ánimo. Abandonaron el aeropuerto divididos en grupos, unos en autobús, otros en taxi, y algunos hicieron autostop a los camiones que pasaban por allí.
Los chicos tenían hambre, pues ya era hora de comer. Además, habían desayunado temprano, algunos ni siquiera lo habían hecho, y en el avión no había nada que comer. Un grupo de los más jóvenes se dirigió a un restaurante, cuyo dueño, un uruguayo expatriado, no les permitió que pagaran la cuenta.
Otros buscaron un hotel barato y, una vez reservadas las habitaciones, salieron a la calle para ver la ciudad, pero, impacientes como estaban por llegar a Chile, no disfrutaron mucho en Mendoza. Ésta es una de las ciudades más antiguas de Argentina. Fundada por los españoles en 1561, conserva gran parte del encanto y la gracia de la época colonial, con calles anchas, bordeadas de árboles. El ambiente, a pesar de que estaban en el comienzo de la primavera, despedía el perfume de las flores que ya brotaban en los jardines públicos.
En las calles se alineaban agradables tiendas, cafés y restaurantes, mientras que en las afueras de la ciudad se veían los viñedos, productores de uno de los vinos más exquisitos de América.
Los Parrado, Abal, la señora Mariani y los otros dos matrimonios de mediana edad reservaron habitaciones en los mejores hoteles, pero después de comer se marcharon en distintas direcciones. Parrado y Abal se dirigieron a presenciar una carrera de automóviles que se celebraba fuera de la ciudad y, más tarde, en compañía de Marcelo Pérez, a ver a Barbra Streisand en ¿Qué me pasa, doctor? Los más jóvenes se unieron a un grupo de chicas argentinas que estaban pasando unas vacaciones en la ciudad y se fueron a bailar con ellas. Algunos componentes de este grupo no volvieron al hotel hasta las cuatro de la madrugada.
Al día siguiente se levantaron muy tarde, pero como la tripulación no había dado aún la orden de regresar al aeropuerto, continuaron paseando por las calles de Mendoza. Uno de los más jóvenes, Carlitos Páez, que era algo aprensivo, compró una buena cantidad de aspirinas y alka-seltzer. Otros se gastaron el último dinero argentino en chocolatinas, frutas secas y cargaron de gas los encendedores. Nando Parrado compró un par de zapatos rojos para su hermana menor, y su madre botellas de ron y licor para sus amistades en Chile, que entregó a Nando para que se las guardara, lo que éste hizo metiéndolas en una bolsa junto con su ropa de rugby.
Dos de los estudiantes de medicina, Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, fueron a un café que tenía sillas y mesas en la terraza de la avenida, donde tomaron un desayuno compuesto por zumo de melocotón, cruasans y café con leche.
Un poco después, mientras tomaban el café, vieron que su capitán, Marcelo Pérez, se dirigía hacia ellos en compañía de los dos pilotos.
—¡Eh!—le gritaron al coronel Ferradas—. ¿Nos podemos marchar ya?
—Aún no—respondió Ferradas.
—¿Es que son ustedes unos cobardes, o qué?—preguntó Canessa, al que apodaban «Músculos» por su carácter agresivo.
Ferradas, que reconoció el tono agudo de la voz de quien lo había «felicitado» por el aterrizaje el día anterior, pareció molestarse un poco.
—¿Queréis que vuestros padres lean en los periódicos de mañana que cuarenta y cinco uruguayos se han perdido en la cordillera de los Andes?—preguntó.
—No—contestó Zerbino—. Quiero que lean que cuarenta y cinco uruguayos cruzaron la cordillera a toda costa.
Ferradas y Lagurara se marcharon riendo. Estaban ante una difícil situación, no por el descaro de los chicos sino por el dilema al que tenían que enfrentarse. Los partes meteorológicos anunciaron una mejora del tiempo en los Andes. El paso de Juncal todavía estaba cerrado, pero había muchas probabilidades de que a primera hora de la tarde el paso de Planchón se despejara. Esto significaba que habrían de cruzar los Andes a una hora considerada peligrosa, pero confiaban en poder sobrevolar las turbulencias. La otra alternativa era regresar a Montevideo (porque era ilegal que un avión militar extranjero permaneciese en suelo argentino más de veinticuatro horas), lo cual no sólo perjudicaría al Old Christians, sino que supondría una pérdida económica para las Fuerzas Aéreas Uruguayas. Por estos motivos informaron a los pasajeros, por intermedio de Marcelo Páez, que deberían personarse en el aeropuerto a las trece horas.
Los pasajeros así lo hicieron, pero, a su llegada, no encontraron ni a la tripulación ni a los oficiales argentinos que debían revisar el equipaje. Los chicos se entretuvieron haciendo fotografías, pesándose, asustándose entre sí dada la coincidencia de que era viernes y trece, y gastando bromas a la señora Parrado por llevar a Chile una manta en primavera. Entonces se oyó un grito. Ferradas y Lagurara entraron en la terminal del aeropuerto llevando una gran cantidad de botellas de vino de Mendoza. Los chicos les increparon con bromas. «¡Borrachos!», gritó uno, «¡Contrabandistas!», dijo otro y, por último, el osado Canessa exclamó con evidente desdén: «Mira qué clase de pilotos llevamos.»
Ferradas y Lagurara parecían un poco desconcertados por las burlas del grupo