Como los pájaros aman el aire
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Fernando lleva una existencia solitaria. Huyendo de su vida anterior, se ha trasladado a un pequeño apartamento en el barrio de Lavapiés. Perdido, recorre las calles con una cámara de fotos y unas gafas que pertenecieron a su padre recientemente fallecido, buscándole en los rostros de las personas a las que retrata. Su deambular le llevará a conocer a Irina, una joven lituana recién llegada a Madrid. A partir de entonces, sin abandonar el fantasmal puzle de un hombre muerto, verá cómo su existencia da un giro al tratar de completar otro aún más complicado: el de la misteriosa mujer que acaba de conocer. Al fondo hay un mundo oscuro pero Fernando no puede renunciar a la luz que ha comenzado a iluminar su vida...
Como los pájaros aman el aire es un personalísimo e intenso viaje a la memoria afectiva, a la par que un emocionante canto a la creación artística y a la búsqueda del amor verdadero.
Martín Casariego Córdoba
Martín Casariego (Madrid, 1962) es autor de más de una docena de novelas. También ha publicado guiones, cuentos infantiles, ensayo, relatos y artículos de prensa. En esta última faceta ha colaborado en medios como Público, El Mundo, El País, ABC Cultural y Diario 16 o en la revista literaria Letras Libres. Entre otros galardones, ha recibido el Premio Tigre Juan del Ayuntamiento de Oviedo a la mejor primera novela publicada en español, el Premio de Novela Ateneo de Sevilla, el Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, el Premio Ciudad de Logroño de Novela o el Premio Café Gijón por El juego sigue sin mí, publicada en esta misma editorial.
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Como los pájaros aman el aire - Martín Casariego Córdoba
Edición en formato digital: octubre de 2016
En cubierta: fotografía de © Meredith Adelaide / Stocksy United
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Martín Casariego, 2016
Por mediación de MB Agencia Literaria, S. L.
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16854-90-5
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
1. El barrio
2. Transformarse en fantasmas
3. Cuánto y qué pronto olvidamos
4. Buscando
5. Un campo con velas
6. El fotógrafo y la modelo
7. Ochenta
8. Chinches y farolas
9. Por el amor de una rosa
10. Alguien a quien amar
11. Un tesoro
12. La enfermera
13. Algo a cambio
14. Pálida y con cicatrices
15. El presente es un regalo
16. Un trocito de tarta
17. Unas manos bajo la mesa
18. Como los pájaros aman el aire
19. Una vela en Madrid
20. Con los cinco sentidos
21. Irenka1
22. El centinela inmóvil
23. Una visita intempestiva
24. Su vida culminó cuando conoció a Betty
25. Una vida triste y absurda
26. Un cuaderno de tapas verdes
27. El retrato 80
28. El contacto de unos labios en una mejilla
29. Vas a un funeral y estás feliz
Enciende una vela cuando te
enamores y apágala cuando
la mujer de la que te has
enamorado se enamore de ti,
porque ya no necesitarás
otra luz que la de sus noches.
PE CAS COR
Para Mayte, que siempre me pareció un poco rusa,
o lituana.
MARTÍN CASARIEGO
1
El barrio
En el barrio algunos nos llamaban el fotógrafo y la modelo.
Es cierto que le hice bastantes fotografías, y que la mayoría fueron de la clase que imaginaban quienes apenas nos conocían más que de vista, pero las que verdaderamente me interesaron no eran así.
Escogí vivir en aquella zona deteriorada y multicolor no solo por el precio de los alquileres, sino también por cortar en seco con mi pasado. Había llevado durante mucho tiempo una vida de plástico. Ahora, de querer ser lo que parecía, había pasado a preferir parecer lo que era; de hablar a los demás, a hablarme a mí mismo. Allí no me encontraría jamás a mi antigua esposa, ni a mis antiguos amigos (por llamarlos de alguna manera), ni, desde luego, a los compañeros de mi anterior trabajo, que había cambiado por uno más tranquilo, aunque mucho peor pagado.
El apartamento tenía unos treinta metros cuadrados, más el dormitorio de la planta alta, abuhardillado. En él, cuando terminaba de subir la escalera, debía agacharme. Un ojo de buey, en la pared a la que estaba arrimada la cama, proporcionaba una amplia vista de una parte de Madrid, un Madrid sin rascacielos que semejaba un inmenso pueblo cubierto por una lluvia de tejas y vigilado por un ejército de antenas.
Lo que le daba vida a mi pequeño piso era una terracita rectangular abierta en el tejado. Si me encaramaba al borde de este, la vista de Madrid se perdía en el horizonte. Nunca había estado en Argel, pero la primera vez que me senté allí pensé, sin saber realmente por qué, en aquella ciudad. Quizá me recordara alguna imagen de La batalla de Argel, que había visto en el Griffith. Veía las tejas, la ropa tendida, una bandera pirata en el tejado de enfrente, a la que la brisa hacía flamear, las plantas y macetas, y me sentía en paz.
En el tiempo de dolor y soledad comprendido entre mi separación y la enfermedad y muerte de Gafas había aprendido a querer mi barrio. Una noche me entretuve, callejeando hacia casa, en hacer una relación de lo que iba distinguiendo en el suelo, desde vómitos y latas hasta preservativos y excrementos, y lo encontré casi arqueológicamente instructivo, en lugar de asqueroso, sin más. Me gustaban sus calles, una librería-café, atestada de libros, en la que a veces compraba una novela y tomaba algo en una mesa a la entrada, ciertos bares y cafés, como el Nuevo Café Barbieri, con sus espejos y mesas de mármol y sillas de madera y columnas de hierro fundido y canapés de terciopelo rojo, en la esquina de Primavera y Ave María. Ya ni siquiera me repugnaba tanto el hedor a orines de la calle Primavera, apreciaba tener tan a mano la Filmoteca, o encontrarme en la calle Salitre con el club de fumadores de marihuana con la hoja de marihuana de metal colgada de la fachada, a modo de reclamo o anuncio medieval. Además de español, se oía hablar chino, indio, árabe, rumano, diversas lenguas africanas que no identificaba. Había mudanzas y pequeñas obras constantemente, negocios que abrían y cerraban, y a todo lo envolvía un paño de provisionalidad. De unos años para acá los robos proliferaban, aunque últimamente habían descendido gracias, en parte, a las cámaras instaladas en muchas esquinas. Salía del metro y bajaba hacia la plaza por la calle del Ave María, donde, fantaseaba, más de uno había rezado sus últimas oraciones, o por la del Olivar, si tenía ganas de variar un poco, entre restaurantes asiáticos, tiendas de chinos, locutorios, verdulerías con especias y frutas exóticas, y a menudo me cruzaba con algún borracho que insultaba a voces a alguien, real o imaginario, o con un loco que pregonaba su suerte por haber conocido en persona a Dios. Pensaba entonces que estaba donde debía estar.
Lo cual no era, sin embargo, ni un consuelo ni una alegría.
2
Transformarse en fantasmas
Callejeaba, pues, por ese barrio lleno de cuestas, por la calle Buenavista, la más empinada, con su hermosa curva de río, o por Argumosa, a la que llamaban la Playa por sus numerosas terrazas, por lo general abarrotadas, y con frecuencia me animaba a formular a gente diversa (hombres, adolescentes, mujeres, niños, viejos, españoles, extranjeros) una insólita petición: que se dejara fotografiar con unas gafas, unas gafas llamativas por anticuadas, de pasta, grandes y oscuras, provistas de gruesos cristales de miope. Unas gafas pasadas de moda.
Los cristales tenían forma de lágrima, una lágrima enorme y torcida. Pero, curiosamente, las fotos no me parecían tristes. Tampoco alegres.
Aquella colección de fotografías no empezó bien. El primer intento lo hice con el encargado del taller al que había llevado mi coche, un Ibiza abollado de segunda mano con el que me había encariñado, quizá porque no tenía ninguna relación con mi vida anterior, o porque había viajado con él a menudo para ver a mi padre.
La semana previa había estado con mi hermana en la casa de nuestro padre, recién muerto, para vaciarla. Nos repartimos algunos de sus efectos personales. Yo me había quedado con sus gafas.
Estaba a solas con el encargado en la oficina, pequeña y nada acogedora y descuidada, esperando a que me entregaran el coche, que se había averiado al regresar precisamente de ese viaje, cuando metí la mano en el bolsillo del abrigo y me encontré con los anteojos. Obedeciendo a un repentino impulso, dije, sacándolos:
—¿Se puede poner estas gafas para que le haga una foto?
El hombre, un tipo fornido (como solemos imaginarnos a los mecánicos), que no llevaba un mono azul manchado de grasa, sino una chaqueta barata de espiguilla y de color apagado, se quedó por un segundo desconcertado. Y luego se puso en pie rojo de ira.
—Pero ¿tú eres maricón, o qué te pasa?
Ahora el desconcertado era yo. ¿Cuál había sido mi error? ¿Proponérselo a solas, en aquel cuchitril travestido de oficina, con un teléfono viejo y un ordenador y una impresora y un calendario de una chica en biquini con el culo en pompa? Una chica preciosa, todo había que decirlo, aunque un tanto ordinaria, si acaso.
¿Y a qué había venido una petición tan extraña, tan fuera de lugar?
—No —dije sin levantarme, para no incitar al otro a una pelea—. No es eso.
Sin perder la dignidad, aunque ofendido por su tono, improvisé algo sobre mi padre, sobre las gafas, la muerte, el recuerdo y la memoria, y sobre cómo nuestros seres queridos, cuando dejamos de verlos, empiezan a diluirse, a desvanecerse, a transformarse en fantasmas, hasta volverse irreconocibles. Entonces, proseguí, reprochándome el ser un cobarde y no dar un guantazo a aquel cretino que me escuchaba como si le hablara en chino mandarín, entonces, cuando se han convertido en una especie de niebla, solo nos quedan las fotos para intentar devolverles su forma. En realidad pensaba, en medio de mi confusión, que si acababa a malas con aquel hombre mi automóvil reventaría en cualquier carretera, víctima de un sabotaje.
Ambos terminamos disculpándonos. El encargado incluso se declaró dispuesto a ponerse las gafas, pero se me habían quitado las ganas de empezar mi serie (pues en medio de aquel altercado había tenido la revelación de que debía hacer toda una serie) con aquel bruto, aunque al final hubiera demostrado ser un bruto con buen corazón.
¿Era todo el mundo, en el fondo, bueno?
Por supuesto que no, aunque fuera tentador pensarlo.
De vuelta a casa, la idea de hacer retratos de gente con las gafas de mi padre fue afianzándose. Quizá expresaría así que todos vemos borrosa la realidad, que todos necesitamos lentes para corregir nuestra visión difuminada e imprecisa del mundo y de nuestra existencia. O quizá esas fotos,