La casa
Por María A. Garrido
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Cualquier situación puede tener un final diferente
Drama psicológico que narra la relación patológica de madre e hija a través del hilo conductor de la casa familiar.
Aunque cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, la identificación con uno u otro personaje es inevitable, dado el conocimiento de la autora de la realidad emocional de los seres humanos.
A través de situaciones a veces dramáticas, a veces cómicas, intriga y emoción, se llega a un final inesperado, pero no por ello menos impactante, que dará qué pensar al lector.
María A. Garrido
La autora, psicóloga titulada por la Universidad de Valencia, diplomada en estética, técnico superior en dietética y nutrición. Con amplia trayectoria profesional y experiencia en el conocimiento humano, da a conocer al público su primer libro. Con residencia actual en el Delta del Ebro, vive con su marido y en compañía de su gato.
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La casa - María A. Garrido
La casa
La casa
María A. Garrido
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
La casa
Primera edición: abril 2018
ISBN: 9788491126119
ISBN eBook: 9788491126126
© del texto:
María A. Garrido
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a [email protected] si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
1
Se levantó de un salto, al oír las campanadas del reloj de la plaza. Tres repiques, las ocho menos cuarto.
—¡Oh, vaya! —exclamó—. Otra vez me levanto tarde. Estoy harta de ir siempre de culo. ¡Joder! Me voy a liar con un viejo rico a ver si me cambia la vida.
Así, un día tras otro, pensaba en cómo solucionar sus problemas económicos de diferentes maneras: un día se iba a liar con un millonario; otro, a darse una hostia con el coche y acabar con todo; un tercero se iba a ir de misionera y a mandarlo todo a hacer puñetas…
Y todos los días, invariablemente, se levantaba tarde para ir a abrir su inmobiliaria.
Las ocho menos cuarto y abría a las nueve y media, o al menos ese era el horario que ella misma se había impuesto cuando, llena de ilusión y energía, había abierto su negocio. Cuarenta kilómetros por delante hasta su trabajo. Gracias a la autovía que unía el pueblo con la ciudad podía permitirse aquellas pequeñas licencias. Antes de salir rezaba para que el coche arrancara; después, durante el trayecto, continuaba pidiendo el eterno milagro de subsistir hasta el día siguiente.
No tenía derecho a quejarse, vivía como ella había decidido vivir, en el viejo caserón donde pasó la infancia y la adolescencia, con su madre primero y con su abuela después: las dos mujeres que con mayor fuerza habían perdurado en su recuerdo. A su abuelo apenas le recordaba, desapareció un buen día sin despedirse. Luego comprendió que el pobre hombre había muerto y, al parecer, la abuela decidió que era mejor no decírselo a las niñas, dejando en ella la primera sensación de abandono que sentiría a lo largo de su vida. Con el tiempo aprendió muchas cosas, tales como que la abuela decidía, en aquella familia, el destino de todo el que tuviera la osadía de nacer en ella.
De su padre apenas tenía un leve recuerdo y ni siquiera era agradable. Las abandonó un buen día sin decir ni adiós, por lo menos a ella no se lo dijo, para nunca más volver. Solo volvería a saber de él después de muerto y con él desaparecieron los «otros abuelos», a los que apenas vio durante su infancia. Y el resto de la familia fue desapareciendo uno tras otro por diferentes causas, hasta que se quedó sola con la abuela y Justina, la tata.
A la muerte de la abuela, nadie quiso quedarse con el enorme caserón familiar. A su madre le traía tristes recuerdos. Su prima no quería saber nada de la parte de la propiedad que le correspondía por herencia materna, ella prefería coger algo de dinero para el piso que se había comprado en la ciudad. Lo mismo que el tío Lorenzo, hijo ilegítimo del abuelo, luego reconocido, que ni siquiera vivía en España y al que ella recordaba vagamente, pero sin acritud. Quedaba ella, pero no era heredera directa de los abuelos. ¿Cómo, entonces, se vio en la obligación y necesidad de comprar aquel desvencijado caserón?
Por más que pensaba no hallaba causa lógica para tan desatinada decisión. El caso fue que, con apoyo de todos y ayuda de nadie, se convirtió en la flamante dueña del más vetusto, destartalado y tétrico edificio de todos los alrededores, y también el más grande. Renunció a la parte del dinero que le tocaba del que la abuela dejó para sus dos únicas nietas, pidió una hipoteca sobre la casa, avalada por su madre, y en un gesto de fe ciega hacia ella cargó con los recuerdos de toda la familia empaquetados en la enorme propiedad. Con el dinero de la hipoteca pagó las cantidades que su madre acordó que pagaría a todos los herederos, quedando así como única propietaria de un edificio al que todos tenían especial cariño, pero ningún apego. Su madre prometió ayudarla en caso de ser necesario, lo que no le dijo fue cuáles eran sus criterios de necesidad para prestarle la prometida ayuda. En lo sucesivo, nunca coincidirían en lo que era necesario para sacar adelante la casa con sus desproporcionadas exigencias de mantenimiento.
Con el tiempo, las promesas de echarle una mano, en caso de ser requerida para ello, que su madre le hiciera se desvanecieron en el aire. Así que dejó de llamarla para pedirle auxilio; en realidad dejó de llamarla para casi todo. Con su madre era mejor no tener nada que hablar. Y así comenzó lo que nunca debió de empezar: la historia de amor-odio entre la madre, la hija y la casa de la discordia.
Entremezclados, los recuerdos, envueltos estos en la bruma del pasado y nunca aclarados entre ellas, las separaban de forma que difícilmente podrían llegar a encontrarse. Mónica dejó de pensar, dejó de indagar y dejó de preguntarse qué era lo que le había llevado a estar en la situación en que se encontraba. Solo luchaba día a día por sobrevivir, que ya era mucho en sus circunstancias.
Salió echando humo escaleras abajo. Dos pisos la separaban de la calle, unidos con el gran zaguán por una ancha escalera de granito. No sabía cuántos escalones bajaba cada día a toda velocidad, derrapando en las vueltas de los descansillos, agarrada fuertemente al pasamano de la rancia escalera de hierro forjado y madera; nunca se había molestado en contarlos, para qué.
Desde la puerta gritó, como hacía cada día al alcanzar la puerta de la calle:
—¡Hasta luego, Michi! Enseguida vuelve mami, cielito. Te quiero.
Al salir, cerró la pesada puerta de madera que encajaba perfectamente en el gran portón soberbiamente trabajado, según explicaban su abuela y su madre a quien les prestara oídos. No hubo respuesta de la gata, jamás la había, pero sí la recibía con cálidos y desesperados maullidos cuando volvía por la noche, después de diez o doce horas de soledad. Su gata era el único hálito de vida que encontraba a su regreso; para Mónica, Michi era toda su familia en aquel momento. Había llegado a sus manos por pura casualidad y bendita esta, que la puso en sus brazos con apenas un mes de vida y la misma necesidad que ella tenía de encontrar una mano cálida y un pecho fuerte donde refugiarse. La gatita se cobijó en aquel pecho y se acomodó en el cálido regazo de su nueva dueña y desde aquel mismo momento lo fueron todo la una para la otra. La llamó Michi como podía haberla llamado de cualquier otra forma, pero fue la primera palabra que salió de su boca cuando llegó a casa con la frágil minina.
—Hola, Michi. Hola, chiquitina. Hola, preciosa —le dijo mirando sus lindos ojos azules. Y desde entonces fue Michi.
Hacía frío aquella mañana, pero ella no se daba cuenta; iba desgranando mentalmente un sinfín de avemarías y padrenuestros, pidiendo benevolencia al Dios imaginario que había presidido su infancia. Su eterna letanía era: «Que no se me pare el coche, que no tenga un accidente, que no se me acabe la gasolina…».
Repetía oraciones mentalmente sin cesar, durante todo el trayecto hasta llegar a su trabajo. No es que fuera muy religiosa, era más bien pura necesidad de no pensar y creer que alguien la escuchaba y se preocupaba por ella: ese alguien tal vez le echara un cable si lloraba mucho. Entretenida en rezos y lamentos, recorría el camino hasta su negocio, día tras día sin excepción desde hacía ya unos cuantos años.
Trabajo, si lo había, en su inmobiliaria de poca monta; si no lo había, se roía las uñas con una mezcla de ahínco y fruición, llegando a pasar de comer a mediodía, no por empacho de uñas, sino por falta de dinero o angustia vital. Otras veces se declaraba en una especie de huelga de hambre, pensando: «A ver si me muero y dejo de sufrir, ¡coño!». Pero la fuerza de su juventud, unida al instinto de supervivencia, conseguía que aquellos intentos se vieran boicoteados por un hambre canina que le obligaba inexorablemente a buscar algo que llevarse a la boca.
Tenía su inmobiliaria situada en una calle de la ciudad medianamente concurrida y sin estructura alguna; no se sabía dónde empezaba la calle ni dónde terminaba, ya que los portales no tenían número ni signo de identificación que indicase ni una cosa ni la otra. Alquiló, en la olvidada calle, un viejo local que arregló con poco dinero, mucho ingenio y más trabajo. El precio del alquiler fue lo que le hizo decidirse por aquel bajo, unido al singular encanto de la dueña, una anciana dulce y afable que la trató con una ternura a la que ella no estaba acostumbrada. Una vez allí afincada, se dio cuenta de que no bastaba con lavarle la cara al sitio y vio con impotencia cómo la humedad subía hasta la mitad de las paredes, los desagües hacían un ruido infernal cada vez que algún vecino tiraba de la cadena y el váter olía a urinario público por más productos que le echara para combatir el insoportable hedor. Dejó de luchar para mejorarlo, reconociendo en su fuero interno que aquella atracción fatídica que sentía por inmuebles viejos sería, a la larga, su perdición. Pensó en pedir a la dueña del bajo que contribuyese a la mejora del deteriorado local, pero la buena relación que mantenía con ella, amén de la ayuda que recibía de María Mercedes en forma de invitaciones a comer, prórrogas en el cobro del alquiler y algunos presentes alimenticios que casi todas las semanas le hacía, le hicieron desistir de aquel propósito.
Su inmobiliaria sí tenía identificación, un gran cartel que rezaba: INMO-BICOCA. In de inmobiliaria, Mo de Mónica y bicoca por aquello de: «Aquí hay una bicoca», bueno, bonito y barato, aunque el problema era siempre el mismo, lo bonito no era barato, lo barato no era bueno y lo bueno cada vez escaseaba más a buen precio con el boom de la construcción. Así que las ventas flaqueaban y cada vez eran más distantes en el tiempo.
Intentó probar con alquileres, pero eran atrozmente pesados, cargantes y poco rentables económicamente, pero… «Cuando la necesidad aprieta, hay que darle a todo», se repetía una y otra vez hasta convencerse.
Aquella mañana abrió su negocio a las diez, como casi todos los días. «Bueno —se decía día sí y día también, excusándose con magnánima benevolencia—, solo media hora de retraso sobre el horario previsto. Abro y me voy a almorzar, total aún no es muy tarde».
Levantó a pulso la pesada persiana metálica, puso el desvío del fijo al móvil y el cartel de «Enseguida vuelvo» y se fue al bar a tomar su café descafeinado con sacarina y tal vez una tostada con aceite y tomate, y en el camino de ida y vuelta se fumaba un suculento cigarrillo bajo en nicotina; todos los días se hacía el firme propósito de dejar de fumar al día siguiente y todos los días lo posponía con la misma intención. Y a cada cigarrillo no podía evitar recordar a su abuela cuando le decía en tono severo y disgustado, siendo una chiquilla: «Sí, tú como tu abuelo, después de mañana cualquier día…». Y le recordaba que era demasiado joven para hacer esto o aquello y le prohibía fumar en su presencia, aunque ella ni siquiera tenía edad de hacerlo ni ganas tampoco. Tal vez por eso había empezado a fumar, por llevar la contraria a la abuela.
A Mónica, aquella comparación con un muerto le ponía los pelos de punta y, aunque fuera con su abuelo, no alcanzó nunca a discernir si era un piropo o un insulto, aunque viniendo de quien venía…
Entró en el pequeño bar situado a espaldas de la inmobiliaria, de cara al polígono industrial, donde un chico, joven y alto, trajinaba detrás del mostrador: era Pepe, se conocían desde que ella aterrizó en aquel barrio dejado de la mano de Dios, por pura casualidad. Casualidad en la que también influyó Pili, su única amiga en aquel momento, que trabajaba en la sección de anuncios de un periódico local y colaboró en la publicidad de la inmobiliaria de la única forma en que podía ayudar, insertando anuncios por palabras que acabó por no cobrar casi nunca. De esa manera empezó su amistad, una amistad que perduraba a pesar de no poder verse muy a menudo por las obligaciones de ella con la casa y por su eterna falta de dinero.
Pepe era atractivo, muy serio, al menos con ella, pero inspiraba confianza y en su local, sentada en un taburete con los codos sobre el mostrador, se sentía como en casa. Él jamás preguntaba nada y siempre la recibía con una sonrisa amplia y un cordial saludo.
—Un cortado descafeinado, con sacarina y muy caliente, porfa.
—Buenos días, guapa —dijo él, mirando a la joven con fingido desinterés.
Mientras preparaba el café, la observaba discretamente: «Qué pena de niña, con lo mona que es, el buen polvo que tiene y lo barata que debe ser de mantener… siempre tomando porquerías, si al menos se tomara un café como Dios manda».
—Oye, Mónica, ¿dónde comes a mediodía? Porque nunca te veo por aquí —preguntó él por romper el hielo, rompiendo también su costumbre de no preguntar.
La chica era demasiado atractiva para dejarle indiferente, aunque tratara de aparentar una cierta frialdad. La curiosidad y el morbo que le inspiraba fueron superiores a su norma de dejar que fueran ellas las que echaran las redes e hizo un leve intento de acercamiento.
Mónica, que no estaba para dar cuerda a nadie y mucho menos explicaciones sobre su vida, soslayó la pregunta diciendo:
—Depende del día, a veces sí como, a veces no. A veces… —se quedó pensativa, en silencio, diciéndose a sí misma qué hacía dando explicaciones sobre su vida a un desconocido.
Pepe aprovechó su mutismo para intentar entrarle de alguna manera.
—O sea, que ¿a veces comes y a veces no? Eso no es bueno. Hay que comer todos los días, ¿no te parece?
—¡A ti qué te importa! —contestó la chica, desabridamente.
Él se dio por advertido y no continuó en su intento. Puso el café sobre el mostrador a la vez que con