El peor de los dragones: Antología poética 1943-1973
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La poeta Elena Medel plantea en esta antología una doble meta: la del reencuentro para aquellos lectores que ya han descubierto los versos del escritor barcelonés y, de manera esencial, la de la revelación para quienes desconozcan su obra.
Juan Eduardo Cirlot
Juan Eduardo Cirlot (Barcelona 1916-1973) fue compositor, poeta y crítico de arte. Fue formado en la composición musical por el maestro Fernando Ardévol y perteneció al círculo Manuel de Falla, aunque en 1950 abandonó definitivamente este ámbito de creación. Entre 1940-1943 vivió en Zaragoza, movilizado por los nacionales, y en esa ciudad fue acogido por el grupo intelectual, en especial, por Alfonso Buñuel, hermano del cineasta, lo que le permitió acceder a la biblioteca de éste y entrar en contacto con el surrealismo. En 1949 conoció a André Breton en la Place Blanche de París y a partir de entonces mantuvieron una estrecha amistad. Entre 1949 y 1954 conoció el musicólogo y etnólogo Marius Schneider que le formó en simbología. En 1949 entró a formar parte del grupo Dau al Set. La editorial Siruela ha publicado su obra en prosa más importante, Diccionario de los símbolos (con veinte reediciones desde 1997), así como el Diccionario de los Ismos, y su obra poética completa en tres volúmenes: Bronwyn (2001), En la llama (2005) y Del no mundo (2008).
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El peor de los dragones - Juan Eduardo Cirlot
Índice
Cubierta
Portadilla
Magia y papel vivo
El peor de los dragones
De Seis sonetos y un poema del amor celeste (1943)
De Oda a Ígor Strawinsky y otros versos (1944)
Diálogo infinito (1945)
Paisajes (1945)
De Árbol agónico (1945)
De En la llama (1945)
De Canto de la vida muerta (1946)
De Donde las lilas crecen (1946)
De Cordero del Abismo (1946)
Susan Lenox (1947)
De Elegía sumeria (1949)
De Diariamente (1949)
De Lilith (1949)
Carta sobre mis cosas (1950)
De Ontología (1950)
Confesión (1951)
De 80 sueños (1951)
De 13 poemas de amor (1951)
De Amor (1951)
De Libro de oraciones (1952)
En Dau al Set (1949-1953)
De Segundo canto de la vida muerta (1953)
De Tercer canto de la vida muerta (1954)
De El palacio de plata (1955)
De Cuarto canto de la vida muerta (1956)
De La dama de Vallcarca (1957)
No me sirve de nada creer en Dios (1961)
De Blanco (1961)
De Los espejos (1962)
De «Regina tenebrarum» (1966)
De Las oraciones oscuras (1966)
De Las hojas del fuego (1967)
De Oraciones a Mitra y a Marte (1967)
De Once poemas romanos (1967)
De Marco Antonio (1967)
Del ciclo Bronwyn (1967-1972)
De Bronwyn, V (1968)
De Bronwyn, VI (1969)
De Bronwyn, VII (1969)
De Bronwyn, VIII (1969)
De Bronwyn, n (1969)
De Bronwyn, z (1969)
De Bronwyn, x (1970)
De Bronwyn, y (1970)
De Con Bronwyn (1970)
De Bronwyn, permutaciones (1970)
De Bronwyn, w (1971)
De La quête de Bronwyn (1971)
En la tumba (1971)
Bronwyn en Barcelona (1971)
De La doncella de las cicatrices (1967)
De Dos poemas (1967)
A mis antepasados militares (1968)
De Anahit (1948-1968)
De El palacio de plata (2.ª versión)
Rojo rosa de blanco rosa rosa (1969)
De Poemas de Cartago (1969)
De El incendio ha empezado (1969)
De Hamlet (1969)
De Cosmogonía (1969)
De Del no mundo (1969)
De La sola virgen la (1969)
De Un poema del siglo VIII (2.ª versión) (1970)
De Denuncio la tortura (1970)
De Quinto canto de la vida muerta (1970)
Telas le pertenecen
De Los restos negros (1970)
De Orfeo (1970)
De Inger Stevens, «in memoriam» (1970)
De Inger, permutaciones (1971)
Momento (1971)
De 44 sonetos de amor (1971)
De Homenaje a Bécquer I y II (2.ª versión)
De «Non serviam» (1972)
De Perséfone (1973)
Un episodio de la Guerra de las Galias
Bibliografía
Notas
Créditos
Francesc Català-Roca, Retrato de Juan Eduardo Cirlot en su despacho (1954)
Magia y papel vivo
1
El hombre mira con fijeza. El hombre mira con fijeza en esa fotografía de 1954 —firma la imagen Francesc Català-Roca— en la que lo flanquean siete espadas. Late una clave, laten varias claves: el punto de equilibrio entre la atención y el asombro, la carga del número —los significados que sugieren más allá de la definición— y del propio símbolo que aúna la fuerza y la belleza. La esencia reside en la mirada: la mirada que se repite, fija y sorprendida y sabia, en las demás imágenes que le conocemos.
Muchos lugares comunes han lastrado —a mi juicio— la recepción de la poesía de Juan Eduardo Cirlot. Se trata del hombre que mira con fijeza: la misma actitud con la que después escribirá. Uno de esos tópicos lo sitúa como un poeta maldito, quizá por la permanencia de su obra en los márgenes —para sus coetáneos y para las generaciones posteriores, que relegaron sus libros a un paréntesis cuando rescataron discursos similares—, despojando con este término a su poesía de la finura que ofrece al lector. Otro dibuja la poesía de Cirlot como una escritura árida, hostil para el lector menos dispuesto; y resulta cierto que la obra cirlotiana rezuma exigencia, pero ocurre porque primero se exige en el reto del lenguaje. Ese rigor permite la revelación y permite el descubrimiento. No expulsa al lector: le desafía a replantear su vínculo con el propio entendimiento del poema, primero, y luego con los alrededores que conlleva, y que se ensanchan desde las circunstancias a la tradición.
Esa tradición —y su interpretación canónica— excluye propuestas singulares como la de Juan Eduardo Cirlot, lejos de las fotografías generacionales. Su escritura pública —aquella a la que disponemos de acceso los lectores— se inicia en el tránsito de la primera a la segunda etapa de posguerra. Un momento en el que —sopesado medio siglo más tarde— se realiza la transición de una poesía oficial, la de carácter neopopular agrupada en torno a la revista Garcilaso, a otra de espíritu más social, que —con reservas— recoge el espíritu de la revista Espadaña —en la que Cirlot publicó, no obstante— y lo depura, representada por la célebre imagen en Colliure en 1959. Un viraje temático que apenas representa, en cambio, un viraje estético: la palabra se mantiene clara, con intenciones diferentes, aunque con dejes —en cierto modo, con ciertas distancias— similares. Las excepciones —Antonio Gamoneda, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente— se forjarán y reconocerán más tarde, pero esas fotografías —figuradas o ciertas— fijarán sus nombres a la historia: al canon. Ese canon excluye las poéticas marginales —Gabino Alejandro Carriedo, Ángel Crespo, Carlos Edmundo de Ory, Francisco Pino o los poetas de Cántico, con sus universos tan distintos— y entierra con el paso de los años propuestas aclamadas en su tiempo —y lejos en ética y en estética del discurso predominante— como las de Alfonsa de la Torre. Cirlot compartía algunos intereses con estos autores, pero no tantos —y no con tanto peso— como para «forjar», en cierto modo, un grupo de resistencia en alternativa al Grupo del 50. Toca mencionar otra figura recurrente, la del poeta como verso suelto, que sí es fiel a la realidad en este caso.
Obviemos entonces el prejuicio ante Juan Eduardo Cirlot como poeta maldito y el prejuicio ante Cirlot como poeta difícil, y acerquémonos con reservas al prejuicio ante Cirlot como excepción en su época. Esforcémonos por comprender su escritura desde el tiempo en el que se escribe: un país en dictadura, cerrado no ya a lo que ocurre en ese momento en un mismo continente o en una misma lengua, sino a lo que ocurrió en ese mismo espacio y en ese mismo idioma durante los años anteriores a la guerra. Esforcémonos por comprender a un poeta que recurre como fuente de sugestión a una experiencia alejada de la intimidad, y vinculada a la literatura y al arte y a la música y al cine, disciplinas que considera tan verdaderas y tan suyas como cualquier anécdota de la realidad. Esforcémonos por comprender a un poeta que aspira —a su vez, en un ejercicio de laberintos— a comprender una realidad que siente ajena: a un poeta que mira al pasado porque lo entiende como explicación del presente y que, quizá sin conciencia, seguro que con ambición, escribe para los lectores del futuro.
2
Según apunta Victoria Cirlot, los primeros poemas de Juan Eduardo Cirlot datan de 1936¹, año —durante los meses previos al Alzamiento Nacional— en el que el poeta realizará «ciertos descubrimientos» que definirán sus inquietudes artísticas: en el plano literario, asistirá a una conferencia de Paul Éluard, el poeta surrealista francés; más tarde acudirá a varios conciertos dirigidos por Ernst Krenek o Igor Stravinsky; y en esa época se forma, de manera autodidacta, en el ámbito de la egiptología y las civilizaciones antiguas. Por su parte, Clara Janés retrasa esta fecha hasta 1937. En ambas situaciones, el impulso de la escritura coincidiría con dos fechas que atraviesan la vida del poeta: el estallido de la Guerra Civil, si atendemos a la información que Victoria Cirlot facilita en su edición de Bronwyn, o la movilización de Cirlot por la República en el frente de Guadarrama, tal y como indica Janés. En cualquier paso, la revelación de la escritura tendrá lugar cuando el poeta tenga apenas veinte años, puesto que había nacido en Barcelona el 9 de abril de 1916.
En todo caso, la escritura de Cirlot nunca depende de su biografía —jamás la tildaríamos de «confesional», o no al menos según la interpretación actual del término—, y en cambio sí resulta profundamente personal: no me refiero a esa frase hecha que subrayaría la diferencia de su propuesta, sino a que todas sus obsesiones y recurrencias se respaldan y se entienden al analizar su biografía. El peso de la imagen en su escritura se origina, de manera explícita y quizá evidente en demasía, tanto por su fascinación surrealista como por su posterior labor profesional como crítico y editor de arte; y esos descubrimientos de 1936 —mientras trabaja en el Banco Hispanoamericano y aspira a triunfar como compositor— explicarían algunas de las decisiones posteriores de su escritura.
Al finalizar la contienda, Cirlot debe cumplir el servicio militar en Zaragoza. Su estancia de tres años —entre 1940 y 1943— en la ciudad le permitirá trabar amistad con Alfonso Buñuel, hermano del cineasta. Esta relación no sólo le abre las puertas de los círculos intelectuales de la ciudad, prefigurando la integración de Juan Eduardo Cirlot en determinados grupos artísticos a su regreso a Barcelona, sino que le brinda el acceso a la biblioteca de Luis Buñuel, exiliado por aquellos años en Estados Unidos. Gran parte de los títulos que su hermano conserva en España pertenecen al movimiento surrealista, estética que ya interesó al poeta que se iniciaba en la creación, y en cuyo ideario profundiza gracias a los hermanos Buñuel. Sabemos que Cirlot escribe en esa etapa, pero no sabemos qué: destruirá todos los poemas escritos entre 1936 y 1943.
A su regreso a Barcelona, Juan Eduardo Cirlot mantiene sus intenciones artísticas. Compone una pieza para quinteto, inicia su colaboración con algunas de las revistas literarias de la ciudad —en ellas publicará sus primeros poemas, invitado por Juan Ramón Masoliver, primo de Alfonso Buñuel— e instaura una pequeña tertulia surrealista en la taberna La Leona, junto a la Plaza Real. Junto a sus compañeros de grupo, Julio Garcés y Manuel Segalá —los únicos miembros fijos: a veces reciben, entre otros, a Ramón Eugenio de Goicoechea o César González-Ruano—, practica la escritura automática; firman sus poemas como Julio-Eduardo Cirlot Garcés u otros seudónimos que combinan sus nombres y apellidos, según la