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La fractura: Vida y cultura en Occidente 1918-1938
La fractura: Vida y cultura en Occidente 1918-1938
La fractura: Vida y cultura en Occidente 1918-1938
Libro electrónico785 páginas14 horas

La fractura: Vida y cultura en Occidente 1918-1938

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Si en Años de vértigo Philipp Blom pintó un fresco detallado y lúcido de la próspera y floreciente década y media que precedió a la Primera Guerra Mundial, aquí, en La fractura, nos ofrece un vastísimo panorama de las dos décadas anteriores al segundo conflicto bélico internacional del siglo pasado. El autor aborda desde ángulos inesperados los problemas que marcaron el periodo de entreguerras, llamando la atención sobre una pluralidad de acontecimientos e individuos, algunos de ellos no siempre conocidos por el gran público, y analizando un amplio espectro de temas, que van de la danza y la música a la política, la economía y la técnica, sin olvidar la literatura y la arquitectura, entre otras disciplinas artísticas. Y el alcance geográfico es igualmente extenso: desde los hospitales ingleses a los que fueron a parar miles de soldados afectados por la entonces desconocida «neurosis de guerra» hasta la Italia prefascista y su Estado Libre de Fiume, gobernado por el extravagante poeta Gabriele d’Annunzio, pasando por la Norteamérica de la ley seca, la Ucrania asolada por las hambrunas artificiales, la remota Ciudad Magnética de la URSS, el Berlín de los Juegos Olímpicos de 1936 y la España de la Guerra Civil. Este nuevo ensayo de Philipp Blom podría considerarse una narración histórica –o una «historia narrada»– en la que, más que las abstracciones de la especulación historiográfica, son personas reales, anónimas unas, célebres otras, las que se convierten en protagonistas de los acontecimientos que llevaron al estallido de la guerra. ¿Consiguió el Tratado de Versalles poner fin de verdad a la Primera Guerra Mundial? ¿Fueron realmente dos las guerras mundiales del siglo XX? ¿O fue el periodo 1914-1939 una nueva Guerra de los Treinta Años con su intervalo de conflicto bélico larvado y latente? Éstas son algunas de las reflexiones a las que pueden dar lugar las páginas de este libro.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 oct 2016
ISBN9788433937384
La fractura: Vida y cultura en Occidente 1918-1938
Autor

Philipp Blom

Philipp Blom (Hamburgo, 1970) se formó como historiador en Viena y Oxford. En Anagrama ha publicado: El coleccionista apasionado. Una historia íntima, Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales, Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914, Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea, La fractura. Vida y cultura en Occidente 1918-1938 y El motín de la naturaleza.

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  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Picking up where "Vertigo" left off, Blom continues his examination of the impact of Modernity on Western civilization. The difference here with this year-by-year examination of the shocks of the Twenties & Thirties is that with "Vertigo" Blom could adopt the pose that history was an unwritten book, and that World War I was not inevitable. With this book you're dealing with an environment where the question was not whether the war would come, but when. This is also keeping in mind that Blom regards the world wars of the 20th century as being more symptom than cause. While I'm not really the person that this book is written for, I enjoy Blom's writing style and even for an experienced student of the period there are the little details that illuminate. As for Blom's final conclusions, he notes that the great political faiths of the period in question really failed to get to grips with the continuous revolution of Modernity, but the current stasis of the "end of history" seems to mostly hope to hide from the next onslaught, whereas everything suggests that the current era of the global market and the "shock economy" is likely to be as shaken by events as the eras ending in 1914 & 1939 were.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Fracture is the 5th book by Blom I have read, he is one of my favorite historians. Blom shows the interwar period was characterized by social and technological revolution that started in 1900 and continued well into the 1950s. Called modernity (or modernism) it was destructive to centuries old traditions and beliefs. The interwar period was not peaceful there were conflicts on many levels, the fighting didn't stop in 1918. Blom covers all aspects of these conflicts from the arts, philosophy, science, economics. The first and last chapters tie together the book's core which is a year by year retelling of events from 1918 to 1938.

    The period is useful for understanding our own time. The 1900-1950 conflicts were catalyzed by the second industrial revolution, which started around 1870 but didn't reach critical mass until the turn of the century. It resulted in the Second Thirty Years War (1914-1945). Today we are at the cusp of a third (4th?) revolution brought on by new high technology in computing, biology, materials science etc.. It started a few decades ago but only recently reached critical mass. Autonomous cars and machines etc.. disruptive changes are looming and people are unsure about the future. The old ways are being upended, markets are constantly crashing (or enriching the few), global warming threatens the planet and GDP growth, consumerism has become a hollow pursuit. As Blom says "Our future has become a threat. All we want is to live in a present that never ends." It's like the mood of the 1930s has returned. History doesn't repeat but it does rhyme. The ideologues today are not Communism and Fascism, rather the strongest ideologies are in Silicon Valley - the technocratic Libertarians and the Singularity. It's there where we have both the greatest hope and the most concern.

    Curious to note the book's other titles: in Dutch Alleen de wolken ("Just the Clouds"); Die zerrissenen Jahre ("The Torn Years") and it's working English title "The Wars Within" which I think is the best because the interwar period was really a continuous "inner" war - riots, culture wars, ideological disputes, labor disputes, etc..

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La fractura - Daniel Najmías Bentolila

Índice

Portada

Lista de ilustraciones

Introducción: 1.567 días

Primera parte. Después de la Primera Guerra Mundial

1918: Neurosis de guerra

1919: El golpe de Estado de un poeta

1920: Beber a escondidas

1921: Adiós a la esperanza

1922: Harlem, el renacimiento

1923: Más allá de la Vía Láctea

1924: Mala conducta

1925: El juicio del mono

1926: Metrópolis

1927: Un palacio en llamas

1928: Boop-Boop-a-Doop!

Segunda parte. Antes de la Segunda Guerra Mundial

1929: La ciudad magnética

1930: Lili Elbe y El ángel azul

1931: Italia o la anatomía del amor

1932: Golodomor

1933: El pogromo de la inteligencia

1934: Gracias, Jeeves

1935: Ruta 66

1936: Cuerpos hermosos

1937: La guerra dentro de la guerra

1938: Epílogo: «Abide with Me»

Agradecimientos

Bibliografía

Créditos

Notas

Para Manfred, Peter y Tanja,

y en memoria de Jon, poeta, profesor y amigo

Dios ha muerto. Un mundo se ha derrumbado. Soy dinamita. La historia del mundo se ha partido en dos mitades. Hay un tiempo delante de mí. Y un tiempo después de mí. Religión, ciencia, moral..., fenómenos cuyo origen es el miedo de los pueblos primitivos. Una época se derrumba. Se derrumba una cultura milenaria. [...] El mundo se revela a sí mismo como una batalla ciega de fuerzas desencadenadas.

El hombre perdió su rostro celestial, se convirtió en materia, en conglomerado, en animal, un producto demente de pensamientos que se retuercen de manera abrupta e insuficiente. [...] Y otro elemento, destructivo y amenazante, colisionó con la búsqueda desesperada de un nuevo orden en las ruinas del mundo pasado: la cultura de masas en la metrópolis moderna. Complejos son los pensamientos y las sensaciones que asaltan el cerebro; sinfónicos los sentimientos. Se crearon máquinas que ocuparon el lugar de los individuos. [...] Un mundo de demonios abstractos devoró la expresión individual, se tragó los rostros de los individuos en máscaras altas como torres, engulló la expresión personal, privó de sus nombres a las cosas, destruyó el ego y agitó océanos de sentimientos hundidos.

HUGO BALL, «Kandinsky», 1917*

LISTA DE ILUSTRACIONES

Horror sin nombre

Gabriele d’Annunzio

Los Hellfighters de Harlem

El Ku Klux Klan

Berlín

Veterano de guerra alemán

Anna Ajmátova

Escena callejera en Harlem

W. E. B. Du Bois

Josephine Baker

Franz Kafka

Ballet mécanique. Película experimental, 1924

Clarence Darrow y William Jennings Bryan

El «varón norteamericano medio»

Metrópolis, fotograma

Fritz Kahn y los mecanismos del cuerpo humano

Charlie Chaplin en Tiempos modernos

Homo sovieticus: La visión de Dziga Vértov

París. La visión de Le Corbusier

Arde el Palacio de Justicia de Viena

Karl-Marx-Hof, Viena

Betty Boop

Magnitogorsk. Altos hornos

Marlene Dietrich en El ángel azul

August Sander. Retrato de una secretaria en Colonia

Michele Schirru

Hitler y Mussolini

Iósif Stalin con su hija Svetlana

Una víctima de la hambruna provocada por Stalin

Acción contra el espíritu antialemán

Ósip Mandelstam. Fotografía del NKVD

Esquiroles en Rhondda, Gales

Tormenta de polvo acercándose a un poblado

Dakota del Sur, 1936. Después de una tormenta de polvo

Retrato de una refugiada del Dust Bowl con sus hijos

Wolfgang Fürstner

Estatuas de atletas en el complejo deportivo de Dresde

Obrero y mujer de un koljós, de Vera Mújina

El vencedor. Obra del escultor alemán Arnold Breker

Batallas callejeras en Barcelona, 1936

El Guernica de Picasso

INTRODUCCIÓN: 1.567 DÍAS

El 10 de agosto de 1920, a las nueve y media de la mañana, Mamie Smith, cantante de treinta y siete años de edad, llegó con sus músicos a un estudio de grabación próximo a la neoyorquina Times Square. Apiñados alrededor de la enorme bocina de la grabadora, empezaron a improvisar «Crazy Blues», un tema compuesto para la ocasión. Lo tocaron y lo entonaron una y otra vez mientras iban fraseando y perfeccionando los arreglos. Más tarde, Perry Bradford, el pianista, recordó: «Cuando atacamos la introducción y Mamie empezó a cantar, sentí la emoción de mi vida al oír los gemidos de la corneta de Johnny Dunn y ese blues soñador, y a Dope Andrews, que hacía unas apoyaturas dobles muy sureñas con su trombón mientras Ernest Elliott reproducía un jive de clarinete y Leroy Parker, que ese día estaba inspirado, desgarraba el violín. Vamos, que fue demasiado para mí.»¹

Como no podía ser de otra manera, ese blues hablaba de un amor no correspondido. Smith, con su potente voz de contralto, lo cantaba sin pulir, con una pena profunda, mientras, acompañándola, suspiraban y gemían clarinete, violín y trombón y los músicos se ponían a tono echándose al coleto tragos de ginebra de contrabando con zumo de zarzamora. Después de trece grabaciones y ocho horas de trabajo, los músicos se declararon satisfechos con el resultado. Estaban cansados y contentos, viviendo algo parecido a un trance colectivo. Despidieron el día comiendo carillas con arroz en el apartamento de Mamie.

Smith, que ya no vivía en el deprimido barrio de Cincinnati donde había crecido, supo hacerse un nombre en el teatro de vodevil de Harlem antes de empezar a actuar en bares y speakeasies, los famosos bares clandestinos de la época. Vivía al límite, pero tuvo su recompensa. Su voz, expresiva, oscura, dúctil, no tardó en agradar al público local, y al final hasta el gran sello Victor se interesó por grabar un disco con ella. No obstante, la productora acabó abandonando la idea; por motivos artísticos, seguramente, aunque es más probable que dejase el proyecto también por miedo. Smith era negra, y los clientes del Sur en particular habían advertido a las discográficas que boicotearían sus productos si grababan a artistas negros e incluían sus nombres en los créditos. Al final fue una compañía más modesta, la OKeh Phonograph Company, la que decidió no amilanarse ante esas amenazas y dio una oportunidad a Mamie, que había grabado su primer blues, «That Thing Called Love», el día de San Valentín de 1920 con una banda formada por músicos exclusivamente blancos; podría decirse que fue una solución de compromiso. Hasta entonces ningún afroamericano había grabado un blues.

«That Thing Called Love» reportó beneficios interesantes a la discográfica, y cuando le ofrecieron a Mamie grabar un segundo disco, le permitieron hacerlo con su banda de siempre. Cuando se enteró, la cantante se puso a bailar de alegría. Esta vez, tras un largo día en el estudio, «Crazy Blues» quedó listo para imprimir y distribuir, y vendió setenta y cinco mil copias sólo en Harlem y en apenas un mes. En todos los Estados Unidos, las ventas pronto alcanzaron el millón de copias, un hecho histórico, y no sólo para un artista negro. Ese año sólo vendieron más el célebre Enrico Caruso y Al Jolson, con su gran éxito «Swanee».

Lo que convirtió el disco de Mamie Smith en algo tan fenomenal fue que «Crazy Blues» lo compraron tanto oyentes negros como blancos. Estaba ocurriendo algo nuevo. Los cantantes clásicos como el tenor Caruso y los cantantes melódicos profesionales como Jolson ya llevaban a la gente un repertorio más popular, pero siempre en forma tan lustrosa y bien arreglada como el pelo con brillantina de Jolson. A diferencia de ellos, Smith transmitía una emoción sin barniz. Toda una cultura reconoció su voz en la de la artista, pues ésta combinaba el pregón de un vendedor ambulante con la garra de una lavandera furiosa tras siglos de humillación, y, a la vez, el puro gusto por la vida de una joven. No era la primera vez que un cantante popular destacaba por esa frescura y espontaneidad, por supuesto, pero hasta entonces no se había grabado una interpretación como la de Mamie. La voz de los de abajo llegó a los elegantes salones de las clases media y alta, y fueron los jóvenes, en particular, quienes sintieron que también hablaba por ellos.

Mientras Mamie Smith disfrutaba de su personal oleada de éxitos como «Reina del Blues», otros artistas negros empezaron a difundir el atractivo del jazz dentro y fuera de los Estados Unidos. El jazz era muchísimo más que una melodía bailable. Era el hijo de la esclavitud, de los speakeasies, la fuente de inspiración de la indecencia y la irresponsabilidad; era subversión acústica, la infiltración musical de vidas al límite, en los márgenes, hacia el centro de la sociedad. En Norteamérica, un grupo de jóvenes músicos negros –entre otros, Louis Armstrong, Jelly Roll Morton, Sidney Bechet, Bessie Smith y Duke Ellington– a menudo sólo podían actuar en clubs y bares ilegales o exclusivamente para negros. En cambio, en Europa, donde todavía coleteaba la pesadilla de la Primera Guerra Mundial, actuaban en las grandes capitales, donde los saludaban como a heraldos de una nueva época. En cierto modo, el jazz encarnaba todo lo que había cambiado y más; encarnaba el hecho de que ya nada era como antes de 1914.

Y llegó a ser la banda sonora de una época, una carga incendiaria lanzada al corazón de la sociedad, un ritmo tenso y sensual que socavaba el viejo orden. Hasta los nazis rindieron tributo a la fuerza de su mensaje, declarando una guerra cultural contra el «degenerado jazz de los negros»; asustados ante tan poderoso tirón, fueron incapaces, sin embargo, de reemplazarlo con nada que no fuese swing esterilizado, marchas militares y valses vieneses transformados en vehículos del sentimiento nacionalsocialista. Pero nunca se sintieron a salvo. Al parecer, el ritmo sincopado era una amenaza que acechaba en todas las esquinas.

En el centro de esa imagen de un mundo completamente nuevo, surgido tras la guerra, se encierra una paradoja. Como ya señalé en mi libro Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914, el gran paso hacia la modernidad no se dio en las trincheras del frente occidental; antes bien, muchos de sus elementos ya estaban presentes bastante antes de 1914. La sociedad de masas, el consumismo, los medios de comunicación, la urbanización, las grandes industrias, las finanzas, el feminismo, el psicoanálisis, la teoría de la relatividad, el arte abstracto y la música atonal estaban ahí en los inicios de la guerra. Entonces, ¿por qué de repente el mundo pareció mucho más moderno? ¿Por qué es mucho más que una sola década lo que parece separar las modas, las costumbres y la moral entre, pongamos por caso, 1913 y 1923?

Es posible que esta paradoja aparente se resuelva con otra. La Primera Guerra Mundial suele considerarse una ruptura radical seguida de un nuevo comienzo, y la suposición de esa súbita ruptura parece explicar por qué el mundo se vio de una manera distinta después de 1918; pero, si nos detenemos a estudiar la época, nos sorprenderán, y más de una vez, las grandes fuerzas de continuidad que se remontan a 1900, atraviesan los años de la guerra y se internan en el futuro.

En el epígrafe con que he encabezado este libro, el poeta alemán Hugo Ball pinta un escenario apocalíptico, un fin del mundo, la «batalla ciega de fuerzas desencadenadas». Ball escribió ese texto en 1917, y si bien su análisis poético parece corresponder al periodo de entreguerras, tras la supuesta ruptura de 1918, en realidad describía la vida de antes de 1914. Las áreas metropolitanas se habían convertido en campos de batalla de la modernidad apenas iniciado el siglo XX, y Ball pudo decir: «El mundo se transformó en un lugar monstruoso, siniestro, donde desaparecieron la relación de la razón con la convención, la vara de medir. [...] La teoría de los electrones provocó una extraña vibración en todas las superficies, líneas y formas.»²

El escenario casi bélico de la vida urbana que Ball evoca es asombrosamente similar a las descripciones que los soldados de la Gran Guerra enviaron desde el frente, un lugar infernal repleto de máquinas, de técnica, de amenazas constantes y de una individualidad aniquilada, un lugar en el que mandaban unos demonios abstractos. Ball mismo se había presentado voluntario al servicio militar, pero lo clasificaron no apto para el combate. Su única confrontación directa con la vida en el frente tuvo lugar cuando, a finales de 1914, fue a visitar a un amigo herido cerca de Lunéville. Lo que vio detrás de las líneas del frente lo impresionó hondamente, y, como queda claro en la conferencia que dio en Zúrich tres años más tarde, identificó la brecha existencial y la ruptura histórica con la «electricidad cosquilleante» de la modernidad y su más alta expresión, a saber, la fascinación y el peligro de la vida en la gran ciudad.³

Las nuevas máquinas, los inventos de la ciencia y los procesos industriales venían transformando la vida de los habitantes de las ciudades desde antes de 1914 y, en menor grado, también de los que vivían en las zonas rurales. Los habitantes de las aglomeraciones urbanas ya habían llegado a depender, para la vida cotidiana, del transporte público, de los artículos fabricados en serie, de alimentos importados de todos los rincones del mundo, del trabajo en fábricas y oficinas, de los periódicos, del cine y de los avances de la técnica (por ejemplo, los condones de caucho galvanizado, que facilitaban relaciones sexuales más rápidas y menos arriesgadas). Las posibilidades técnicas cambiaron no sólo lo cotidiano, sino también la identidad de los que vivían de esa manera.

Las consecuencias sociales y las posibilidades que abrieron los cambios de la técnica comenzaron a transformar todos los aspectos de la vida. En menos de una generación se democratizaron ámbitos como el entretenimiento, la enseñanza y los viajes; las mujeres reclamaban igualdad de derechos y luchaban por ellos, y los trabajadores estaban cada vez más organizados y dispuestos a defender sus intereses desde los sindicatos y con huelgas. Para los de más abajo, la vida en la metrópolis era miserable, pero los que ya estaban un peldaño más arriba, los que tenían suficiente para comer y pagarse un techo, se beneficiaron del acceso a artículos y alimentos más baratos y tuvieron más posibilidades de aprender sobre otras gentes, lugares, culturas y puntos de vista, y de conocerlos personalmente también, aunque sólo fuera gracias a cortos cinematográficos, a fotografías mal reproducidas en los periódicos o a una excursión familiar de fin de semana en tren y en tercera clase.

El mundo había crecido; el mundo había pisado el acelerador. Relojes, cintas transportadoras, horarios de trenes, telegramas y teléfonos hacían más rápida la vida cotidiana; coches veloces, bicicletas, aviones y también trenes y barcos eran noticia todos los días, a medida que se batían a diario nuevos récords en una especie de competición entre la naturaleza y el ingenio mecánico del ser humano. Las máquinas llevaron las capacidades del hombre a límites que superaban los sueños de la mayoría.

El avance imparable de la historia también provocó profundas angustias. A nivel filosófico, escritores de diversas tendencias políticas, desde el fanático antisemita Otto Weininger, con su odio a sí mismo, hasta el humanista de izquierdas Émile Zola, subrayaron que la modernidad devoraba a sus hijos, que la vida en la gran ciudad capitalista, sin raíces, internacionalizada y fabricada en serie se tragaba la virtud y la dignidad. Como fenómeno sociológico, cabe destacar la reciente seguridad en sí mismos que experimentaron grupos hasta entonces privados de derechos, como las mujeres, los obreros y las víctimas de discriminación racial, que se rebelaron contra la exclusión. De las colonias de todas las grandes potencias llegó una oleada de agitación en favor de los derechos civiles y del orgullo nacional, que se expresó en protestas violentas y en actos de desobediencia civil; las mujeres irrumpieron con las campañas de las sufragistas y el análisis penetrante de escritoras como Rosa Mayreder, que declararon obsoleta la masculinidad tradicional; y los trabajadores entraron en escena cada vez más comprometidos con la revolución, tanto en el plano ideológico como individual.

Ese revuelo social e intelectual dio lugar a multitud de reacciones, y las más importantes se registraron entre los hombres que veían amenazada su masculinidad por unos modelos de poder que comenzaban a cambiar y por una vida personal y profesional marcada por la velocidad y la inseguridad. A los que no podían manejar las nuevas exigencias los declaraban «neurasténicos» y los enviaban a hospitales psiquiátricos, para que se recuperasen apartados de las prisas constantes de la vida urbana. Otros buscaron refugio en los rituales de la masculinidad, como el culturismo y el culto a la salud y la buena forma física. Se pusieron de moda los uniformes y se celebraron más duelos que nunca, mientras en los periódicos, de Chicago a Berlín, unos discretos anuncios pedían a los lectores que se preguntasen si no padecían lo que dio en llamarse «debilidad masculina» secreta, o «agotamiento nervioso», y proponían tinturas y baños eléctricos que potenciaban la virilidad.

Por tanto, para muchos hombres el estallido de la guerra fue una oportunidad que saludaron como una vía que les permitiría dar la espalda a la vida urbana «afeminada» que minaba la virilidad y conquistar no sólo territorio enemigo, sino la hombría misma. Cuando los primeros entusiastas se presentaron voluntarios en Múnich y Manchester, en Linz y Lyon, resonaban en sus oídos sermones, lecciones y exhortaciones públicas que los instaban a seguir la noble llamada de la patria y a encontrar la muerte o la gloria en el campo del honor, donde se libraría un combate sagrado, bendecido por Dios, que enfrentaba al hombre contra el hombre, el sable contra el sable, el valor contra el valor. Para muchos, la guerra fue el remedio ideal contra la vida en un mundo moderno carente de alma.

El entusiasmo que caracterizó el estallido de la guerra en el verano de 1914, eso que en Alemania se llama simplemente la «experiencia de agosto», es uno de los factores que suelen citarse para retratar los años anteriores a 1914 como ingenuos y ávidos de guerra; y no cabe duda de que, en cierta medida, lo fueron, pero ésa sería solamente la mitad de la historia, una mitad contada y vuelta a contar cientos de veces hasta hace muy poco, en parte porque encajaba en el relato de un emperador alemán belicista y una casta militar fuera de control que hundió a toda Europa en la miseria.

Las investigaciones recientes permiten ver un cuadro más matizado. Hubo entusiasmo, sin duda, y hay pruebas de sobra que lo demuestran, principalmente porque los más entusiastas –a menudo jóvenes de clase media– fueron precisamente los que más pruebas aportaron en forma de cartas, diarios, poemas y memorias. No obstante, esa imagen no tiene en cuenta la oposición a la guerra por parte de obreros y campesinos de todos los bandos (los primeros porque sus familias podían pasar hambre y porque veían la guerra como una maquinación capitalista; los segundos, porque sus tierras quedarían abandonadas) y hace caso omiso de las grandes manifestaciones pacifistas, por lo general de cuño socialista, que tuvieron lugar en París, Berlín y Londres, así como de las muchas voces que se declararon escandalizadas y predijeron un final catastrófico ya en una fecha tan temprana como agosto de 1914.

El entusiasmo del verano de 1914 se ha convertido en una de esas verdades históricas «recibidas», pero es una verdad que prefiere olvidar que, en gran medida, el mito de la «experiencia de agosto» fue una creación consciente y deliberada. Cuando Hitler llegó al poder, circulaban en Alemania más de doscientos mil ejemplares de las Kriegsbriefe deutscher Studenten («Cartas de guerra de estudiantes alemanes»), una obra propagandística y muy selectiva sobre el culto retrospectivo al héroe, publicada en 1916 por Philipp Wittkop, y su popularidad sigue abonando la suposición generalizada de que tanto soldados como sociedades enteras fueron a la guerra embriagados por un entusiasmo frenético.

Si bien muchos soldados fueron a combatir desgarrados entre la preocupación por sí mismos y por sus familias, entre el resentimiento que les provocó verse forzados a luchar por una causa que no era la suya y el verdadero entusiasmo por la vida gloriosa y peligrosa del soldado, ese «baño de acero» que los convertiría en hombres de verdad, la experiencia real fue peor de lo que pudieron temer. Las más altas esperanzas de heroísmo se vieron trastocadas por la realidad de la guerra mecanizada, todos esos soldados hacinados en trincheras inundadas, viendo cómo se les pudrían los pies, rodeados de la peste de los cadáveres que se descomponían en la tierra de nadie y a la espera de que, en cualquier momento, un proyectil disparado a varios kilómetros de distancia cayera del cielo y acabara con sus vidas con una cruel indiferencia por el valor y el patriotismo.

La modernidad en guerra

La Primera Guerra Mundial tuvo muchos frentes, desde Galípoli en Turquía hasta el río Isonzo en los Alpes; fue una horrenda carnicería también en la Europa oriental, y en las colonias estallaron conflictos satélites, pero la experiencia que con más intensidad se grabó en la imaginación de los soldados y las sociedades de la Europa occidental y los Estados Unidos fue el frente occidental, que se extendía entre Francia y Bélgica. Allí fue a combatir la mayor parte de las tropas, y fue el escenario de la guerra más mecanizada y con mayor empleo de la técnica que la humanidad había visto hasta entonces. Un páramo de aspecto lunar, cráteres abiertos por miles de proyectiles y las cicatrices de trincheras a lo largo de miles de kilómetros... Ésa era la modernidad desenfrenada. Allí todo estaba fabricado en serie, estandarizado; cada ser humano llevaba un número y un uniforme. No hubo entorno más mecanizado, más industrializado, más racionalizado y, al mismo tiempo, más demencial que ese frente, y los ejércitos eran máquinas gigantescas. Hombres, caballos, víveres, munición, noticias, secretos, ideas y experiencias transportadas a lo largo de extensas y modernas redes de carreteras, ferrocarriles y comunicaciones para ser consumidos en destino. Combatir se convirtió en un proceso industrial más que en un acto de valentía personal, y mucho menos de heroísmo.

Fueron legiones los hombres, especialmente los procedentes de zonas rurales, que durante la guerra viajaron al extranjero por primera vez en la vida. Sin embargo, como soldados uniformados eran poco más que una cifra anónima, estadísticas llevadas con todo cuidado en un juego monstruoso entre generales y políticos que se encontraban muy lejos del frente. La guerra hizo modernos a esos hombres, aun cuando muchos de ellos aborrecían e incluso odiaban esa intrusión.

En el capítulo 1 analizaremos con más detalle el infierno de la vida en las trincheras y el coste psicológico de esa experiencia. En el contexto que nos ocupa, el dinamismo de los años de vértigo y de la historia cultural de la técnica, es importante que la apabullante experiencia de los soldados no se vea como una negación del mundo urbano y tecnificado que ya existía o que conocieron tras alistarse, sino como una intensificación de ese mundo. En el frente, esos hombres conocieron la distopía abrumadora de una técnica enloquecida que dejaba a su paso una estela de cadáveres.

Antes de la guerra, Occidente había conocido la energía resultante de un aumento sin precedentes del crecimiento económico, de la industrialización, la urbanización y la cultura. Esa combinación de velocidad e inestabilidad sólo había podido soportarse porque aún parecían seguir siendo válidos los cimientos culturales sobre los que se había construido el proyecto occidental: la idea de progreso, una concepción jerárquica de la sociedad, e ideales como el patriotismo, la fe, el sacrificio heroico y el honor. Sólo una minoría crítica cuestionó los pilares de esa visión burguesa del mundo. Si, como escribió Max Weber, el tren de la historia avanzaba a toda velocidad y los pasajeros no sabían adónde los llevaba, al menos los raíles parecían relativamente sólidos.

Cuando la guerra los hizo volar en pedazos, la inmensa energía que propulsaba el motor de esa dinámica se adentró en la sociedad misma, y la guerra se volvió hacia su interior. Durante el conflicto armado se concentraron las tremendas energías de la industrialización, con sus consecuencias culturales y sociales, y canalizaron el patriotismo y la necesidad de supervivencia, pero en muchos aspectos las hostilidades no se habían resuelto, ni siquiera a nivel simbólico. La guerra no se ganó con una victoria final y decisiva que rompió las líneas enemigas y allanó el camino que conducía a la capital del adversario y tras la cual los vencidos depositaron sus espadas a los pies de los vencedores. La guerra terminó por agotamiento mutuo, con un bando económicamente más débil que el otro, lo que permitió que los políticos alemanes afirmaran que el ejército de su país había salido «invicto en el campo». De hecho, en todas partes, y entre la mayoría de aquellos cuya vida se había visto alterada por la guerra, prevaleció una molesta sensación de traición. El amargo y abierto final de las hostilidades simplemente no pareció corresponderse con los sacrificios de esa gente. Al mismo tiempo, los valores de quienes los habían exhortado a tomar las armas acabaron totalmente desacreditados. Los años de posguerra se vivieron, con dolor, como un vacío moral.

Si hubo un punto de inflexión en la manera en que los europeos aprendieron a mirar no sólo la guerra y el sacrificio, sino también la racionalidad ilustrada, fue la batalla del Somme, que empezó el 1 de julio de 1916 y se prolongó hasta el 18 de noviembre. Murieron más de un millón de hombres. Sólo el primer día, tras haber disparado un millón y medio de proyectiles a las líneas enemigas durante la semana anterior, el ejército británico perdió sesenta mil soldados. Fue una batalla de proporciones desconocidas hasta entonces, inimaginables, un infierno creado por el hombre. De pronto, el progreso era un asesino, la Ilustración traicionaba a los que habían confiado en la razón. No obstante, cuando se hizo evidente la magnitud de la carnicería industrializada, también se puso de manifiesto que no había alternativas rápidas. El patriotismo y la religión también se alistaron para motivar a los soldados, pero su retórica sonaba huera después de que un sinnúmero de hombres acabaran heridos y asesinados por unas simples máquinas. ¿Qué valores quedaban para seguir viviendo por ellos? Ésa sería la cuestión fundamental de los años posteriores a 1918.

Pero no había tiempo para sentarse a pensar. Acabada la guerra, las inmensas energías de la modernidad continuaron transformando los países de Occidente a lo largo de las mismas líneas, mientras las crisis políticas y económicas agravaron, y mucho, la sensación dominante de inseguridad y angustia. Sin embargo, ya no quedaba nada del optimismo que la técnica había despertado, la idea de la marcha gloriosa e ininterrumpida del progreso era una ruina, y la fe en los valores que apuntalaban la sociedad se había visto profundamente sacudida. La gran transformación técnica prosiguió íntegra, pero el carácter de los conflictos que acarreaba cambió. Callaron los cañones, pero las batallas no cesaron, pues muchas sociedades descubrieron que estaban en guerra consigo mismas.

Si bien muchas de las pruebas visibles de la vida después de la guerra sugieren que se produjo un cambio radical, se trata de un fenómeno que en realidad se debe al efecto catalizador que conlleva acelerar una modernidad que ya estaba bien asentada. Las grandes fuerzas sociales e industriales que hicieron que en los primeros años del siglo XX la vida pareciera tan vertiginosa, siguieron ejerciendo su influencia en las sociedades y en los individuos. La Norteamérica del New Deal, la Alemania de Weimar, la Italia fascista y la emergente Unión Soviética fueron expresiones de –o reacciones contra– las sociedades de masas movidas por la industria y cada vez más tecnificadas que ya habían predominado en las áreas urbanas en los primeros años del siglo; y las preocupaciones intelectuales de la época –el Superhombre, lo irracional, las masas, la raza, la salud, la pureza– siguieron siendo el centro de acalorados debates que ya se mantenían antes de que el nacionalista serbio Gavrilo Princip disparase contra el archiduque Francisco Fernando en el verano de 1914.

Para aquellos que tenían los ojos bien abiertos, la guerra puso al descubierto los poderes y las estructuras que se habían desarrollado antes de 1914. Incluso el escritor conservador alemán Ernst Jünger puso por escrito un análisis sorprendentemente marxista de sus experiencias en el frente: «En la guerra, la batalla es una atroz competición de industrias, y la victoria es el triunfo del rival que consigue trabajar más rápido y de manera más despiadada. Aquí, la época de la que venimos enseña las cartas. El dominio de la máquina sobre el hombre, del siervo sobre el amo, se hace patente, y aflora, con aspecto mortífero, la profunda discordia que ya había comenzado a sacudir el orden económico y social en tiempos de paz. Queda así al descubierto el estilo de una generación materialista, y la técnica celebra una victoria sangrienta.»

Esa victoria no sólo era la cara de la muerte masiva en las trincheras; también señalaba otra derrota, más profunda si cabe: la del hombre vencido por la máquina. El fenómeno ya era una realidad antes de la guerra, pero sólo lo percibía así una minoría de observadores perspicaces; la edad de la máquina se había asentado con una fuerza brutal. Los jóvenes que fueron a las trincheras envejecieron años en cuestión de semanas precisamente porque comprendieron que todo aquello por lo que habían ido a luchar, todo en lo que habían creído, no era más que un mito; y el mito sólo siguió siendo real para los maestros que vivían totalmente fuera de la atroz realidad de la guerra. Pero los soldados no olvidaron la lección.

Y pareció que, a partir de ese momento, hombres y mujeres serían esclavos de máquinas hechas para crear riqueza ajena, un tema recurrente en las décadas de 1920 y 1930. Entre los mejores exponentes de esta reflexión se encuentran películas como Metrópolis (1926), de Fritz Lang, y Tiempos modernos (1936), de Charlie Chaplin. «Las ideas pertenecen a seres humanos que tienen un cuerpo», escribió en 1927 el filósofo norteamericano John Dewey, «y no hay separación alguna entre las estructuras y los procesos de la parte del cuerpo que elabora ideas y la parte que realiza acciones.»⁵ La guerra no la había ganado el valor humano, y tampoco la fuerza ni una resistencia apoyada en principios, sino la artillería impersonal, heraldos de acero que garantizaban una muerte a escala industrial y que se hallaban a kilómetros del frente y mataban con una eficiencia impersonal. Las víctimas de la neurosis de guerra, soldados reducidos a temblorosas ruinas psicológicas por los bombardeos incesantes, se convirtieron en los turbadores emblemas de la humanidad.

Ese despertar del desencanto en la edad de las máquinas, en medio de disturbios sociales y de escaladas de rivalidad política, dio lugar a una intensa sensación de nostalgia y a un deseo vehemente de volver a hacer del mundo un lugar encantado, de encontrar una nueva gran visión que pudiera reemplazar a las concepciones antiguas y desacreditadas, de superar el sufrimiento y la humillación de la guerra y señalar un camino que condujera a un futuro en que los seres humanos someterían a las máquinas y dominarían los nuevos desafíos con una mente lúcida y un cuerpo sano. Esa ideología sería la respuesta a quienes se preguntaban cómo vivir en una época destrozada, cómo seguir adelante cuando todos los valores que, repetidos en incontables discursos y ensayos, habían inculcado la familia y la escuela parecían desenmascarados y se veían como cínica manipulación de las masas.

La relación del hombre con la máquina es uno de los temas recurrentes de este libro. Desde un punto de vista cultural, hay un arco que va del trauma de los soldados que volvieron de la guerra desde el frente occidental temblando y sin poder controlar los espasmos –imagen incontestable de la impotencia humana frente a las amenazas de la edad de la máquina– a los cuerpos sobrehumanos y acerados del fascismo y el bolchevismo, especie de respuesta a los temores omnipresentes ante la posibilidad de que la carne hubiese quedada relegada a un distante segundo plano en favor del metal reluciente. No fue casual que Hitler pidiera a la juventud alemana que fuese «dura como el acero de Krupp».

Despertares

Sólo 1.567 días, los que van del comienzo de la guerra, el 20 de agosto de 1914, a la firma del armisticio el 11 de noviembre de 1918, separaron dos mundos en apariencia muy distintos entre sí. Después de que los últimos proyectiles cayeran sobre enemigos invisibles, la gente pareció salir a la superficie, parpadeando ante un sol cegador que iluminaba las ruinas que la rodeaban. Cuatro grandes imperios –Austria-Hungría, Alemania, Rusia y el otomanohabían desaparecido del mapa; economías robustas acabaron desintegradas y la estabilidad política acabó convertida en guerra civil.

Ese sombrío nuevo comienzo, especialmente en Europa, fue acompañado de un profundo sentimiento de desorientación y de rabia, cólera provocada por un pasado traicionero y un futuro dudoso. El viejo orden, los valores y las élites de antaño habían fallado, y no había nada aún que pudiera reemplazarlos. Terminada la carnicería más grande de la historia, se cuestionaba el valor de la racionalidad. En la vida personal, la experiencia de la técnica y la modernidad se vio intensificada por la guerra, pero los recuerdos traumáticos de lo ocurrido entre 1914 y 1918 se hicieron tan dominantes que cristalizaron en historias nacionales de heroísmo, en mitos de sacrificio y de traición al servicio de las necesidades de los vivos, y convirtieron a las víctimas en obstáculos psicológicos insoportables entre el presente y el pasado.

En medio de la crudeza y de las urgencias de los años de posguerra, el jazz entró abruptamente en escena como un estallido liberador. En una época en que la anarquía y la desaparición de las convenciones habían llegado a ser realidades amenazadoras, la libertad de ese género musical y su categórico desdén por la belleza nada transgresora de la música refinada fueron la respuesta ideal, pues demostraron que la expresión y la realización personales seguían siendo posibles.

El jazz ofrecía nuevas respuestas a viejas preguntas. Los ritmos contagiosos y las improvisaciones electrizantes de formas bailables como el swing liberaban el cuerpo y el alma, mientras los lamentos repetitivos, como en trance, del blues expresaban el dolor por el desencanto y la decepción del amor e incluso de la vida misma. Pisándole los talones al dolor llegó un ritmo que era veloz, divertido, furioso, una celebración de la vida, del movimiento, del sexo y de la libertad, que movía el alma y los pies de los que se sentían demasiado jóvenes para sucumbir a la desilusión y querían afirmar su derecho a vivir. La Era del Jazz, con sus flappers –las chicas modernas de los Estados Unidos, los Bright Young Things en el Reino Unido y los jóvenes andróginos de ambos sexos, tan amantes de la diversión, en los bares de Berlín y las caves de París, fueron una protesta espontánea contra una época que estaba volviéndose demasiado seria, que parecía vacía de esperanza o repleta de sueños utópicos, de derechas y de izquierdas por igual.

Ninguna dictadura aprobó jamás el jazz. Los que beben y bailan y acarician a su pareja en la pista de baile no se odian así como así. Bailar agarrado puede ser la mejor vacuna contra la ideología. Los dictadores de entonces –y durante el periodo de entreguerras hubo importantes movimientos en apoyo de las dictaduras en todos los países occidentales– quisieron canalizar las esperanzas y las energías de los que tenían valor suficiente para vivir un día más. Sus promesas fueron versiones remozadas de antiguas visiones religiosas. Stalin, que había sido seminarista, y el católico no practicante Hitler (nunca excomulgado) prometieron a sus seguidores una nueva Jerusalén. Por su parte, Mussolini evocó una nueva Roma. Todos ellos predicaban versiones del evangelio del hombre nuevo, una criatura pseudonietzscheana tan gloriosa y tan fuerte que podría vencer a todos los enemigos, e incluso a la técnica, en un mundo futuro en el que imperarían la salud y la pureza.

Esa luminosa ciudad en lo alto de la colina contrastaba crudamente con las realidades políticas de la Europa de posguerra, una época llamada de paz por los signatarios del Tratado de Versalles, pero que, de hecho, vivía en una situación más parecida a la guerra civil y la incertidumbre política. Entre 1918 y 1923, solamente en Alemania murieron más de cinco mil personas a causa de la violencia política imperante, y si bien en otros países el malestar no era tan profundo, también se vivieron momentos de descontento político a gran escala, muy peligrosos a veces, huelgas violentas, desórdenes y golpes de Estado en Italia, Austria, Inglaterra, Irlanda, Hungría, Francia y Portugal, por no hablar de la «guerra subsidiaria» en España a partir de 1936 entre fascistas y socialistas. Desde ese punto de vista, es más útil y más exacto, como han sugerido algunos historiadores, llamar Segunda Guerra de los Treinta Años a la experiencia europea entre 1914 y 1945.

Aunque los Estados Unidos parecieron quedar al margen de esas consecuencias directas de la guerra, allí los efectos fueron comparables en su fuerza, pero menos directos. No se había combatido en suelo norteamericano; el país había perdido menos soldados que otros aliados, tanto en números absolutos como en porcentaje de población, y la economía se mantuvo a flote gracias a la producción durante la guerra, la venta de materias primas y otros productos a las potencias aliadas, y también a causa del debilitamiento de sus antiguos competidores del mercado internacional.

Sin embargo, tanto en los Estados Unidos como en otros países, la modernidad de la guerra transformó las sociedades de maneras sutiles, pero profundas, influyendo en las líneas de falla sociales y culturales y convirtiendo las energías bélicas en energía social. Mamie Smith y otros artistas como ella demostraron que estaba surgiendo una nueva cultura, que no se habría consolidado, o lo habría hecho mucho más despacio, sin la guerra y los cambios que supuso para los afroamericanos. Los soldados negros, que habían destacado en Francia, eran ahora objeto de un respeto desconocido hasta entonces, y siguieron exigiendo ese respeto cuando regresaron a su país. Al mismo tiempo, los obreros afroamericanos habían realizado, en las fábricas, los trabajos de los blancos llamados a filas. Cientos de miles de negros del Sur migraron a las ciudades industriales del Norte, y allí se quedaron. Gracias a esa fuerza de trabajo, renació Harlem y surgió la floreciente cultura del jazz, pero también una época de creciente odio racial, con linchamientos en el Sur y disturbios entre blancos y negros en las ciudades del Norte.

Tendencias generales y causas y efectos

A fin de aproximarme a esa época de guerras internas y a sus corrientes paralelas, donde se superponían el miedo, la esperanza, la alienación, la fuga y los compromisos, decidí analizarla mediante episodios ejemplares concebidos para formar un cuadro a partir de distintos componentes que se entrelazan de muchas maneras, a menudo por la sensación de conflicto, de guerra que continúa no en el campo de batalla, sino en la mente de la gente. Los protagonistas aparecen en contextos diversos; movimientos culturales y realidades sociales, arte del grande y enormes atrocidades que crean un panorama de la manera en que evolucionó el modo de pensar en una época de desorientación atrapada entre la esperanza y la desesperación, entre la reconstrucción y la revolución.

En el centro de esa historia de actitudes y estrategias desplegadas a lo largo del periodo de entreguerras no encontramos políticos ni ejércitos, sino percepciones, temores y deseos, modos de hacer frente al trauma de la guerra con las energías liberadas por la industrialización, con las identidades poco claras y estimulantes que fueron posibles en una sociedad industrial de masas, sobre todo tras la desintegración de los viejos valores.

Intentando captar las distintas resonancias de pasado y presente, en este libro se analiza esa época alejándose de los grandes hitos históricos que todos conocemos. El capítulo dedicado a 1919 no trata de las negociaciones de paz que culminaron con el Tratado de Versalles; el dedicado a 1923 no se centra en la hiperinflación alemana; tampoco trata del gran crac el capítulo dedicado a 1929, ni de la llegada de Hitler al poder el que se ocupa de 1933. He escogido, en cambio, temas menos obvios y más variados que componen un mosaico de las perspectivas e identidades que crecieron y se desarrollaron en esos años, desde la conmoción inicial de la posguerra hasta la escalada de tensión posterior a 1929, que no tardó en convertirse en una época de preguerra. He preferido detenerme en las dificultades de quienes combatieron y en el ascenso del fascismo, en el mundo de los speakeasies durante la Prohibición y en una rebelión de marineros rusos, en el florecimiento de la cultura afroamericana en Harlem y el descubrimiento de galaxias más allá de la Vía Láctea, en el surrealismo parisino y los juicios a la teoría de la evolución en el Tennessee rural, en las malogradas Brigadas Internacionales que combatieron en la Guerra Civil española y en un concierto histórico en Viena.

Años de vértigo, el libro que dediqué a los años intensos y cambiantes que van de 1900 a 1914, se basó en un experimento deliberado, consistente en imaginar la posibilidad de contemplar esa época sin la sombra de la inminente Gran Guerra, es decir, sin una teleología acotada. En el retrato final aparecen unos años repletos de contradicciones, de optimismo y de fricciones, y marcados por una velocidad vertiginosa, con la vista puesta en un futuro abierto. Para el periodo de entreguerras, ese experimento no arrojaría resultados igualmente interesantes, porque siempre estaba presente la amenaza de otra guerra, o, mejor dicho, la posibilidad de que volviera a estallar el mismo catastrófico conflicto.

En 1939, la guerra no fue una gran sorpresa para muchos. Se venía prediciendo desde que el Tratado de Versalles forzó a Alemania a vivir en un estado de crisis permanente. En 1919 en París, el joven retratista español José Simont recibió el encargo de dibujar a Paul Deschanel, el presidente de la Cámara de Diputados, que había participado en las negociaciones del tratado con que se puso oficialmente fin a la guerra. El año siguiente, Deschanel resultó elegido presidente de Francia, pero en 1919 conversó con el artista español. Cuando Simont le preguntó qué opinión le merecía el Tratado de Versalles, la respuesta de Deschanel fue sucinta: «Acabamos de firmar la Segunda Guerra Mundial.»

De la visión pesimista de Deschanel se hizo eco, entre otros, el influyente economista británico John Maynard Keynes. Las exigencias de los aliados, los vencedores, desequilibraron a Europa. Fue, en particular, el presidente francés Georges Clemenceau quien insistió en imponer elevadas indemnizaciones a una Alemania que ya estaba arruinada; y si bien las exigencias pudieron parecer justas desde el punto de vista moral, no se debería haber permitido que un país que era la principal potencia y el motor económico del continente se volviera inestable y viviera tambaleándose al borde de la revolución. La fragilidad intrínseca de la joven República de Weimar encerraba peligros incalculables para el futuro de Europa.

En su gran novela El hombre sin atributos, escrita en su mayor parte en los primeros años de la década de 1920, Robert Musil describe la Viena de antes de la guerra. El argumento visible de esta recreación de la sociedad austriaca es la tentativa, por parte de un grupo de oficiales e intelectuales del imperio habsbúrgico, de resumir su tiempo y encontrar un tributo apropiado para el 70.º aniversario del reinado del emperador en 1918. Ese grandioso esfuerzo, llamado la «Acción Paralela», acaba siendo, no obstante, un fracaso estrepitoso, porque nadie sabe a ciencia cierta qué puede unificar la época, si es que hay algo capaz de hacerlo, ni qué ideología, qué visiones del mundo y conquistas científicas –y en esos días eran muchas– merecen anteponerse a todas las demás. Al cabo de mil páginas y decenas de proyectos grandiosos y sesudos planes, lo único que queda es una modesta procesión a favor de la paz mundial, con los asistentes vestidos con el traje tradicional.

La novela de Musil se desarrolla en el año anterior al inicio de la guerra, pero la confusión, componente central del argumento, también plasma el clima hostil que reinó en los años de posguerra. En medio de la constante realineación sísmica de las posiciones sociales e intelectuales, no había tierra firme que pisar, ni una elevada causa unificadora que moviera a todos por igual. La aparición de lo nuevo, la experiencia de la modernidad, contenía demasiadas posibilidades equívocas para que una de ellas consiguiera imponerse. En consecuencia, el protagonista de la novela, un hombre llamado Ulrich, no acaba de decidir qué hacer con su vida.

A medida que la «Acción Paralela» va haciendo agua y acaba convertida en una caricatura de sus ambiciones iniciales, Ulrich, racionalista precavido, toma conciencia de que todas las grandes promesas casi siempre son falsas. Musil escribió sobre 1914, pero sus comentarios giran en torno al mundo una década después, un mundo que había sufrido una experiencia colectiva que parecía haberlo cambiado todo, pero que seguía vibrando con las corrientes y energías liberadas durante la primera década del siglo XX y que hasta hoy continúan dando forma a nuestra vida.

Primera parte

Después de la Primera Guerra Mundial

Una generación que todavía había ido al colegio en tranvía de caballos se encontraba ahora a la intemperie, en un paisaje en el que nada había quedado intacto, salvo las nubes, y, debajo de ellas, en un campo de fuerza de corrientes destructivas y explosiones, el diminuto y quebradizo cuerpo humano.

WALTER BENJAMIN, «El narrador», 1936

1918: NEUROSIS DE GUERRA

Corría el rumor de que los constantes meneos y sacudidas de cabeza y los bufidos que los acompañaban tenían por causa algo denominado neurosis de guerra, pero no estábamos muy seguros de lo que era eso. Suponíamos que significaba que había estallado un artefacto muy cerca de él con una fuerza explosiva tan enorme que le había hecho saltar por los aires y no había parado de saltar desde entonces.

ROALD DAHL, Boy, 1984*

Campbell Willie Martin fue uno de los que tuvo suerte. Estaba vivo. Había escapado del infierno tras combatir durante poco más de un año y, a pesar de las heridas que recibió en dos ocasiones, conservaba todas las extremidades. Había sido un buen soldado. Nacido en Londres en 1895, hijo de un policía, en octubre de 1914, cuando tenía veintinueve años, se alistó como voluntario en el cuerpo de los Fusileros Reales; a principios de 1916 ya era soldado de primera y se encontraba en el frente occidental, donde la matanza alcanzaba dimensiones industriales.

Luego, el 16 de julio de ese año, después de horas sin poder salir de la trinchera y aguantando bombardeos sin tregua, Martin perdió el conocimiento. El día siguiente, cuando un proyectil cayó sobre su trinchera, vio morir a ocho camaradas a causa de la explosión; quedaron enterrados bajo los escombros una noche entera, hasta que vinieron a rescatarlos. De resultas de ello, y según su expediente, «el día siguiente sintió un temblor muscular muy raro[,] tuvo un ataque de llanto[,] seguido de una pérdida de conciencia que duró unas horas».

Al soldado de primera Martin se le diagnosticó «neurosis de guerra», shell shock, como los médicos llamaban ya entonces al trauma resultante de la exposición prolongada al fuego de artillería y de la visión de muertes violentas, y le concedieron una incapacidad del 25 %; lo suficiente para que lo enviaran de vuelta a Inglaterra, donde lo tratarían en un hospital especializado. Y tuvo suerte una vez más; al principio, a los hombres con síntomas como los suyos los habían tratado como si fingieran estar enfermos, y a algunos sencillamente los habían enviado de vuelta a las trincheras; otros quedaron ingresados, recibiendo un tratamiento anticuado que, según los oficiales veteranos en particular, era un remedio radical para esa nueva enfermedad:

Lo tenían todo para ser bastante duros. Recuerdo que una vez llegó un hombre, un tipo alto y fornido, de un metro ochenta de estatura, que temblaba por efecto de los proyectiles. Me sorprendió, y el coronel alzó su pesado bastón y le propinó un golpe en la cabeza, en el... –el hombre llevaba puesto el casco–, lo golpeó en la cabeza para provocarle otra conmoción mientras iba diciendo: «Eres un imbécil, ponte bien.» Pero al hombre no le sirvió para nada, y el médico se dio cuenta de que se le había ido la mano, así que, por supuesto, el enfermo recibió tratamiento. Pero sí, a veces intentaban provocarles, digamos, la conmoción inversa, ya me entiende, invertir el proceso, pero rara vez funcionaba.¹

Horror sin nombre: El artista alemán Otto Dix transformó sus experiencias de guerra en vívidas evocaciones de la vida y la muerte en las trincheras.

Bildrecht. Otto Dix, Der Krieg. «Verwundeter.» Aus dem Radierzyklus: Der Krieg von Otto Dix. 1924/© Bildrecht, Viena, 2014

Algunos de los soldados que no respondieron a ese tratamiento a la antigua, y que luego escaparon, se negaron a salir al campo, o, destrozados, sencillamente se escondieron en las trincheras fangosas y acabaron ante un consejo de guerra por cobardía. Más de tres mil «desertores», tanto de Gran Bretaña como de otras partes de ese país-imperio, murieron ejecutados en un penoso ritual que se celebraba al amanecer; en el paredón, eran muchos los que a duras penas se tenían en pie, y temblaban incluso mientras los ataban a un poste de madera para que los fusilaran sus propios compañeros.²

Sin embargo, a finales de 1916, cuando la guerra era cada vez más violenta y ya nadie podía detener las terribles armas del nuevo siglo –el gas venenoso y una artillería descomunal capaz de disparar desde distancias de hasta treinta y seis kilómetros en bombardeos que podían durar varios días–, los militares británicos y el sistema médico no tuvieron más remedio que reconsiderar su postura. Ese año, la tremenda batalla del Somme, que duró cuatro meses, provocó más de un millón de bajas, y muchos de los que salieron vivos de las trincheras inundadas lo hicieron afectados por serios daños psíquicos. Sólo entre las fuerzas británicas, treinta mil hombres presentaban síntomas de esa extraña y nueva enfermedad que los dejaba inútiles como soldados y convertidos en una carga para sus unidades. Aunque de mala gana, las autoridades empezaron a aceptar que un hombre podía quedar seriamente incapacitado aun cuando no pareciera tener daños físicos, y los incapacitados por trastornos psíquicos no tardaron en llegar por decenas de miles a los hospitales militares.

Campbell Willie Martin fue uno de ellos; estuvo hospitalizado hasta después de terminada la guerra. Se lo describe como un paciente excitable, afectado de insomnio, serios dolores de cabeza, ataques de pánico recurrentes, pérdida de memoria y un temblor persistente en las manos. Si bien los médicos observaron que estaba «físicamente bien, [...] la lengua limpia, la dentadura en buen estado», en 1920 su incapacidad seguía siendo del 20%, lo que indica que había mejorado muy poco desde el primer ingreso. Indescriptible, desesperante... y no hay Dios

La historia clínica de Martin es una de las muchas que se conservan en los Archivos Nacionales del Reino Unido; si tenemos en cuenta los casos graves de neurosis de guerra, el suyo no fue especialmente serio. Hay filmaciones de la época que permiten ver a un sinnúmero de soldados reducidos a una piltrafa temblorosa por la inhumanidad de lo que habían vivido. Las caras grotescamente distorsionadas y marcadas con una angustia indeleble; miembros que se agitan o tiemblan con fuerza sin que ellos puedan controlarlos; un soldado que, presa del pánico, retrocede al ver a otro uniformado. En la imaginación de esos hombres perdidos, los bombardeos no habían cesado.

Eran los escombros vivientes de la Gran Guerra. Sólo en Gran Bretaña, al 10 % de los oficiales y al 7 % de la tropa les acabaron diagnosticando neurosis de guerra, y a unos treinta y siete mil les concedieron una pensión de guerra por ese motivo. Los médicos militares aprendieron pronto a tratar las heridas del cuerpo –piernas y brazos arrancados o a punto para ser amputados; la vista cegada por el gas y los tímpanos reventados por las explosiones; las caras destrozadas y horrendamente desfiguradas–, pero, en los casos de neurosis de guerra, no había heridas externas visibles.

Algunos de los casos más graves recibieron tratamiento en el Netley Hospital de Londres; entre ellos estuvieron el soldado Meek, impedido y en silla de ruedas, con espasmos y convulsiones, totalmente ajeno a los hombres que intentaban relajar sus articulaciones rígidas; el soldado Preston, de diecinueve años, que había regresado de las trincheras mudo e incapaz de entender otra palabra que no fuera «bomba» y que, cada vez que la oía, se metía debajo de la cama del hospital presa del pánico; el soldado Smith, enterrado vivo por el fuego de artillería en agosto de 1917. Smith caminaba completamente tieso, como si tuviera patas de palo; se limpiaba la cara compulsivamente, como si quisiera quitarse el fango y el limo de los cuerpos en descomposición que lo habían rodeado. Por su parte, el sargento Peters, con la columna vertebral deformada y las piernas temblando, convertía en una farsa macabra cada uno de sus intentos por volver a andar. Hombres rotos todos ellos.

Habían embarcado como héroes destinados a recuperar la libertad de una nación, pero volvieron como tristes supervivientes de una realidad inhumana. En una carta de 1917 a su mujer, Margaret, el pintor inglés Paul Nash, destinado entonces en el frente occidental, cerca de Ypres, describió esta espantosa escena:

No hay pluma ni dibujo que pueda describir este paisaje. [...] La puesta y la salida del sol son una blasfemia, se burlan del hombre; sólo la lluvia negra que cae de las nubes golpeadas e hinchadas por el cruel agujero negro de la noche es la atmósfera adecuada para una tierra como ésta. La lluvia no cesa, el fango apestoso se vuelve más cruelmente amarillo, los agujeros abiertos en la tierra por los proyectiles se llenan de un agua entre blanca y verdosa, las carreteras y las pistas están cubiertas por varios centímetros de cieno, los árboles, negros, moribundos, supuran y sudan, y las bombas nunca dejan de caer. [...] Esto es indescriptible, es desesperante..., y no hay Dios.³

Los soldados que volvían a casa de permiso, cuando conseguían escapar de esa monstruosa realidad a menudo se sentían más frustrados que aliviados. Tras presenciar una carnicería ininterrumpida que había llegado a parecer absurda, tras dormir junto a cadáveres sin enterrar y haber visto morir destrozados a amigos y camaradas por culpa de la destrucción aleatoria y anónima de un proyectil disparado a varios kilómetros de distancia, tras perder la confianza en las antiguas creencias y el respeto por sus superiores, y tras haber llegado a dudar de la justicia de la causa de su nación, volvían a un mundo en el que dominaba la retórica patria y la sabiduría de los que combatían desde sus cómodos sillones y seguían considerando que se luchaba por una causa justa y que la guerra era una oportunidad para demostrar el heroísmo y para la lucha viril; de hecho, una especie de guerra de opereta, una idea que, por si fuera poco, no tomaba en cuenta la salvaje realidad del frente. Ya en 1915, un periodista del izquierdista Labour Leader, periódico de tendencia pacifista, había descrito así a un soldado recién llegado del frente: «[El soldado] llegó y se echó a reír; era la suya una risa extraña. Siguió riendo, y supe que se reía porque había sido testigo de un horror tan lejano de sus experiencias anteriores que parecía una broma.»

Los coros «chillones y dementes de esas bombas que aúllan» –las del «Himno a la juventud condenada» de Wilfred Owen– seguían resonando en los oídos de los soldados cuando disfrutaban de un permiso e incluso tras la vuelta definitiva a casa. El célebre poeta de guerra, que hasta 1915 se había desempeñado como coadjutor mientras estudiaba en el University College de Reading, también fue víctima de la neurosis de guerra después de que su trinchera quedara aniquilada durante un ataque con morteros. Tras volar por los aires, el alférez Owen aterrizó entre los cuerpos descuartizados de los compañeros muertos por la explosión, y de resultas de ese horrible incidente quedó atrapado varios días entre las dos líneas enemigas, una experiencia que transmitió así a su madre en una carta fechada en enero de 1917:

He conocido el séptimo infierno.

No he estado en el frente.

He estado frente a él.

Tenía un puesto avanzado, es decir, un refugio subterráneo en el medio de la Tierra de Nadie. [...]

En mi refugio había veinticinco hombres muy apretujados. Se llenó de unos cincuenta centímetros de agua que nos dejaron poco más de un metro de aire.

Los alemanes

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