Relatos tempranos
Por Truman Capote
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Una chica que espera la llegada de su amor en una pequeña población sureña, dos señoras de mediana edad que elucubran sobre el arte de asesinar maridos, un condenado en fuga, dos chicos perdidos en una zona pantanosa, un niño que recibe como ansiado regalo un perro, una anciana solitaria e incomprendida, una mujer negra del Sur que viaja a Nueva York para trabajar como cocinera, una muchacha que parece tenerlo todo y a la que un gesto motivado por los celos le transformará la vida... Éstos son algunos de los personajes que pueblan los cuentos tempranos de Truman Capote reunidos en este volumen. Son las primeras tentativas literarias de quien se convertiría poco después en uno de los grandes narradores del siglo XX. Textos de su adolescencia y primera juventud, desde los relatos que vieron la luz en la revista del instituto en el que estudiaba hasta los ya ambientados en Nueva York, donde se instaló con la determinación de triunfar como escritor. Los manuscritos de las catorce piezas recogidas en el libro se han rescatado de entre los documentos del Archivo Truman Capote depositado en la Biblioteca Pública de Nueva York. Los originales, con las correcciones manuscritas del autor, muestran ya su obsesión por conseguir ese estilo tan característico, esa prosa limpia y precisa, vigorosa y liviana al mismo tiempo. Además, permiten descubrir la construcción de un universo literario propio –entre el gótico sureño y el cosmopolitismo de Nueva York–, y una empatía precoz hacia personajes de un modo u otro marginales, en cualquier caso distintos, según los cánones de la época. Y así, aparecen en estas páginas niños solitarios, hombres sin raíces y sobre todo varios retratos femeninos espléndidamente matizados. Estos cuentos primerizos, incluso con sus titubeos, muestran ya de forma rotunda el talento de un jovencísimo Truman Capote empeñado en convertirse en escritor, en plasmar el mundo a través de las palabras, en contar historias que nos emocionen.
Truman Capote
Truman Capote (1924-1984) es uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX. Anagrama le ha dedicado una Biblioteca Truman Capote: Otras voces, otros ámbitos, Un árbol de noche, Desayuno en Tiffany’s, A sangre fría, Música para camaleones, Plegarias atendidas, El arpa de hierba, Retratos, Tres cuentos, Los perros ladran, Cuentos completos y Crucero de verano.
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Relatos tempranos - Jesús Zulaika Goicoechea
Índice
Portada
Prólogo
Los caminos se separan
La tienda del molino
Hilda
La señorita Belle Rankin
Si yo te olvidara
La polilla en la llama
Terror en el pantano
El desconocido familiar
Louise
Esto es para Jamie
Lucy
Tráfico Oeste
Almas gemelas
Donde el mundo comienza
Epílogo
Notas
Créditos
PRÓLOGO
Truman Capote está de pie en medio de la habitación del motel viendo la televisión. El motel está en el centro del país, en Kansas. Es 1963. La alfombra de mala muerte que hay debajo de sus pies es rígida y firme, pero esa firmeza contribuye a mantenerlo en pie –sobre todo si ha bebido demasiado–. Fuera sopla el viento del Oeste, y Truman Capote, con un vaso de whisky escocés en la mano, ve la televisión. Es su forma de relajarse después de un largo día en Garden City o sus alrededores indagando en busca de material para A sangre fría, la novela-reportaje que está escribiendo sobre un asesinato múltiple y sus consecuencias. Capote empezó el libro en 1959, pero al principio no era un libro; era un artículo para The New Yorker. Su autor lo había concebido originalmente como una pieza encaminada a describir una pequeña comunidad y su respuesta ante la matanza. Pero para cuando llegó a Garden City –los asesinatos se habían cometido en el cercano Holcomb–, Perry Smith y Richard Hickock ya habían sido detenidos y acusados de asesinar al propietario de una granja y su mujer, el señor Herbert Clutter y su mujer, y a sus hijos Nancy y Kenyon. Como consecuencia de estas detenciones, el proyecto inicial cambió de enfoque, y Capote se implicó más en el caso. Pero en aquel instante concreto, al final de la tarde, a Capote le faltaban aún dos años para poner punto final a A sangre fría. Estamos en 1963, y Truman Capote está delante del televisor. Tiene cerca de cuarenta años y lleva escribiendo toda su vida. Palabras, historias, cuentos... Se ha dedicado a ello desde niño, cuando crecía en Luisiana y en la Alabama rural, y luego en Connecticut y en Nueva York; es un ciudadano formado por un mundo dividido y culturas opuestas: en el Sur natal había segregación, y arriba, en el Norte, al menos se habla de integración. En ambos lugares se da su condición inquebrantablemente «rara». Amén de la «rareza» de ser escritor. «Empecé a escribir a los ocho años», dijo Capote una vez. «Así, sin más, sin inspirarme en ningún ejemplo. No había conocido a nadie que escribiera; y, ciertamente, conocía a muy pocos que leyeran.» La escritura, por lo tanto, era un rasgo inherente a él, lo mismo que su condición de gay –o, más precisamente, su sensibilidad homosexual observadora, crítica, divertida–. Una serviría a la otra. «Lo más interesante que escribí durante aquellos días, escribiría Capote sobre su etapa de niño prodigio, «eran las observaciones cotidianas y sencillas que registraba en mi diario. Descripciones de un vecino..., cotilleo local. Una especie de informe
, un modo de ver
y oír
que andando el tiempo me influiría en gran medida, aunque entonces no me daba cuenta de ello, ya que toda mi escritura formal
, el material que tecleaba y publicaba con esmero, era más o menos de ficción.» Y sin embargo es la voz de reportero en los relatos tempranos de Capote –recogidos aquí por vez primera– lo que ha quedado entre sus rasgos más incisivos, junto a su descripción minuciosa de la diferencia. Desde «La señorita Belle Rankin», una historia de inadaptados en una pequeña localidad sureña, escrita cuando Capote tenía diecisiete años:
Cuando vi por primera vez a la señorita Belle Rankin yo tenía ocho años. Fue un día caluroso de agosto. El sol declinaba ya en el cielo veteado de escarlata, y el calor se alzaba seco y vibrante de la tierra.
Yo estaba sentado en los escalones del porche delantero, viendo acercarse a una mujer negra, y preguntándome cómo podía llevar un bulto de la colada tan enorme encima de la cabeza. Se detuvo y, en respuesta a mi saludo, se echó a reír, con aquella oscura, arrastrada risa de negro. Fue entonces cuando vi que la señorita Belle venía despacio por la otra acera. [...]
A partir de entonces la vi muchas veces, pero aquella primera visión, casi de ensueño, será siempre la más clara: la señorita Belle caminando sin hacer ruido por la acera de enfrente, levantando pequeñas nubes de polvo rojo mientras desaparece en el crepúsculo.
Volveremos en un momento a esta mujer negra y a la relación de Capote con la raza negra a lo largo de la primera parte de su carrera. De momento, consideremos a esta negra un producto imaginario del tiempo y el lugar de origen del autor, una especie de doloroso artefacto literario o «sombra» negra, como Toni Morrison ha escrito, que adoptó muchas formas en novelas de grandes pesos pesados blancos de la época de la Depresión como Hemingway, Faulkner y la muy admirada por Capote Willa Cather. Cuando aparece en «La señorita Belle Rankin», el narrador Capote –claramente diferenciado– se distancia de ella llamando la atención hacia su «arrastrada risa de negro», y asustándose fácilmente: al menos su condición de blanco lo salva de eso. Capote, en «Lucy» (1941), adopta el punto de vista de otro joven protagonista masculino. Esta vez, sin embargo, pretende identificarse con una mujer negra a quien se trata como a una propiedad. Capote escribe:
Lucy era sin duda el resultado del amor de mi madre por la cocina sureña. Yo estaba veraneando en el Sur cuando mi madre escribió a mi tía y le pidió que encontrara una mujer de color que cocinara bien y que estuviera dispuesta a trabajar en Nueva York.
Tras rastrear toda la comarca, dio con Lucy.
Lucy es animosa, y adora tanto como su joven compañero blanco el mundo del espectáculo. En realidad le encanta imitar a aquellos cantantes –Ethel Waters, entre otros– que tanto les deleitan a los dos. Pero ¿interpreta Lucy –y quizá Ethel– una especie de comportamiento femenino negro que resulta delicioso porque es familiar? Lucy no es nunca ella misma porque Capote no le otorga un ser. Sin embargo, hay un anhelo de cierto tipo de personaje, un alma y un cuerpo que casen con lo que el joven escritor está examinando en realidad, que resulta que es uno de sus grandes temas: la marginalidad. Más que la raza, en Lucy está su condición de sureña en un clima frío –clima con el que el narrador, un chico solitario (como lo era Capote, hijo único de una madre alcohólica), se identifica–. Sin embargo, el creador de Lucy no puede hacerla real porque sus propios sentimientos de diferencia no son reales para él mismo –lo que desea es entenderlos–. (En su relato «Deslumbramiento», de 1979, Capote escribe sobre él mismo en 1932: «Yo tenía un secreto, algo que me molestaba, que realmente me preocupaba mucho y que tenía miedo de contárselo a nadie, a nadie; no me imaginaba qué reacción podría provocar, era una cosa tan extraña que me inquietaba, que me venía atormentando desde hacía casi dos años».¹ Capote quería ser chica. Y, después de confesárselo a alguien que cree que podría ayudarle a conseguirlo, ese alguien –ella– se ríe.) En «Lucy» –y en muchos otros retazos de sus textos–, el sentimiento tapa las grietas de su visión original y acerada; Lucy está en la dimensión del deseo de Capote de pertenecer a una comunidad literaria y real al mismo tiempo: cuando escribió este relato aún no podía renunciar al mundo blanco; no podía abandonar la mayoría y recluirse en el aislamiento que lleva aparejado ser un artista. Pero «Tráfico Oeste» fue un paso más en la dirección correcta, o un anticipo de su estilo maduro. Compuesto por una serie de escenas cortas, el relato es una especie de historia de misterio sobre la fe y la ley. Comienza:
Cuatro sillas y una mesa. Encima de la mesa, papel; en las sillas, unos hombres. Ventanas que dan a la calle. En la calle, gente; contra la ventana, lluvia. Se trataba, quizá, de una abstracción, de una mera imagen pintada, pero la gente, inocente, confiada, se movía allí abajo, y la lluvia mojaba la ventana.
Porque los hombres no se inmutaban; el documento legal, preciso, que había sobre la mesa no se movía.
El ojo cinematográfico de Capote –las películas ejercieron en él tanta influencia como los libros y las conversaciones– se aguzaba más y más al ir escribiendo estos textos tempranos, cuyo valor, sobre todo, reside en que nos permite ver adónde habrían de conducirle –técnicamente hablando– textos como «Tráfico Oeste». Este relato supuso sin duda un aprendizaje para llegar a escribir «Miriam», una historia asombrosa sobre una mujer madura y enajenada que vive en una alienante Nueva York cubierta de nieve. (Capote publicó «Miriam» cuando apenas tenía veinte años.) Y, por supuesto, las historias como «Miriam» conducían a otras narraciones de inspiración cinematográfica como «Una guitarra de diamantes» (1950), que, a su vez, prefiguraban las tramas que Capote exploró tan brillantemente en A sangre fría, y en «Y luego ocurrió todo» (1979), sobre Bobby Beausoleil, miembro del grupo de Charles Manson. Y así sucesivamente. Truman Capote, el espiritual niño desvalido sin domicilio fijo digno de ese nombre, encuentra su punto de enfoque, o acaso su misión: articular todo aquello que su sociedad y circunstancia no habían