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Ómnibus Jeeves II: De acuerdo, Jeeves, Júbilo matinal, Adelante Jeeves.
Ómnibus Jeeves II: De acuerdo, Jeeves, Júbilo matinal, Adelante Jeeves.
Ómnibus Jeeves II: De acuerdo, Jeeves, Júbilo matinal, Adelante Jeeves.
Libro electrónico890 páginas11 horas

Ómnibus Jeeves II: De acuerdo, Jeeves, Júbilo matinal, Adelante Jeeves.

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En De acuerdo, Jeeves, los conocimientos del tímido Gussie Fink-Nottle sobre las salamandras son tan vastos como su ignorancia sobre las mujeres. Y precisamente una de ellas, Madeline Bassett, es el origen de todos los problemas de Gussie. El joven intenta declararle su amor, sin éxito, pero acude a su amigo Bertie Wooster en busca de consejo. Los consejos de Bertie siempre acaban complicándolo todo y es entonces cuando Jeeves debe solventar el lío. La historia de Júbilo matinal comienza cuando Bertie acepta pasar unos días lejos del mundanal ruido, en Steeple Bumpleigh, sin saber que le aguardan muchas dificultades. Porque en la residencia de la tía Agatha se encuentran a Florence, una antigua novia de Bertie; a Stilton Cheesewright, el novio actual, que odia a Bertie, y a lord Worplesdon, que le odia aún más. Menos mal que también está allí Jeeves, capaz de convertir una posible catástrofe en un enredo de lo más regocijante.

Cierra este volumen Adelante, Jeeves, donde, una vez más, el imperturbable mayordomo se convierte en pieza imprescindible para arreglar las embarazosas situaciones en que su señor se enreda obsti­nadamente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 nov 2011
ISBN9788433933317
Ómnibus Jeeves II: De acuerdo, Jeeves, Júbilo matinal, Adelante Jeeves.
Autor

P. G. Wodehouse

P. G. Wodehouse was an English author and one of the most widely read humorists of the twentieth century.

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    5/5
    The Jeeves "Omnibus" editions are unusual in that the publishers chose not to include the books in the 'right' order. It's not essential, but certainly adds to the humour to read them consecutively!

    Nevertheless, this is a bumper collection with two of the most satisfying novels - Right Ho, Jeeves and Joy in the Morning - along with the amusing-enough short story collection Carry On, Jeeves.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    The three books in this omnibus are: ‘Right Ho, Jeeves’, ‘Joy in the Morning’, and ‘Carry On, Jeeves’.

    The first of these takes place at Bertie Wooster’s Aunt Dahlia’s country home. As ever there are complex relationships and quite a few people. Bertie determines to sort out his friends and their romantic entanglements, only to make things worse before his valet Jeeves, as ever, solves the problems.

    ‘Joy in the Morning’ mostly takes place in Steeple Bumpleigh, where Bertie’s least favourite aunt Agatha lives. This daunting lady doesn’t come into the story, but her second husband Percy does, as does his ward, whose nickname is Nobby. To add a bit of variety, Bertie is also plagued by the young teenager Edwin, who is in the Boy Scouts and determined to do ‘acts of kindness’ every day, whether or not the recipient wants him to…

    All familiar stuff to those brought up on these stories, though perhaps bewildering to anyone unfamiliar with them. The humour is dry; I love it, but it won't appeal to everyone.

    The final book of the three, ‘Carry On, Jeeves’, is a collection of short stories. Many describe incidents which were referred to in passing in one of the others. We discover, for instance, how Bertie was persuaded to give a speech (of sorts) at a girls’ school, how his Aunt Dahlia acquired the gifted cook Anatole, and how Bertie came to write an article for his aunt’s magazine.

    I wondered if I would get a bit tired of the Wodehouse style reading three books in a row, but it didn’t happen at all. They make excellent bedtime reading, taking me back to a society that no longer exists. The plots are clever, if tending towards the ridiculous, and the dialogue between Jeeves and Wooster very enjoyable.

    Highly recommended to anyone who likes this kind of satire.

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Ómnibus Jeeves II - Emilia Bertel

De acuerdo, Jeeves

A Raymond Needham, K. C.,

con afecto y admiración

1

–Jeeves –dije–. ¿Puedo hablarle con franqueza?

–Desde luego, señor.

–Lo que he de decirle puede ofenderle.

–En absoluto, señor.

–Bien, en tal caso...

No, esperen..., el diálogo queda interrumpido.

No sé si a ustedes les sucede lo mismo que a mí. Cuando quiero contar una historia, choco, infaliblemente, contra el obstáculo de no saber cómo comenzar. Un paso en falso basta para echarlo todo a perder. Me explicaré: si al principio contemporizan demasiado, intentando crear lo que suele llamarse atmósfera, y se entretienen en excesivas sutilezas, corren el riesgo de no producir el efecto deseado, fatigando la atención de los oyentes.

Si, por otra parte, superan el límite impuesto con un salto digno de un gato escaldado, el auditorio se desconcierta.

Por ejemplo, al empezar, con el breve diálogo anterior, la narración de las complicadas aventuras de Gussie Fink-Nottle, de Madeline Bassett, de mi prima Angela, de mi tía Dahlia, de mi tío Thomas, del joven Tuppy Glossop y del cocinero, Anatole, comprendo que he cometido el segundo de estos errores.

Es necesario, por tanto, dar un paso atrás. Y, después de observar todos los detalles y de sopesar los pros y los contras, me parece poder asegurar que este asunto tuvo su comienzo –ésta es la palabra justa– con mi excursión a Cannes. Si no hubiese ido yo a Cannes, no habría encontrado a los Bassett, ni adquirido aquella famosa americana blanca. Angela no habría visto el tiburón y la tía Dahlia no habría jugado al bacarrá.

No cabe duda de que Cannes fue el point d’appui.

Y establecido esto, déjenme reconstruir los hechos.

Me fui a Cannes a primeros de junio, dejando en casa a Jeeves, que no quería perderse las carreras de Ascot, según había confesado. Conmigo partieron: mi tía Dahlia y su hija Angela. El novio de Angela, Tuppy Glossop, debía formar parte del grupo, pero, en el último momento, no pudo venir. El tío Tom, el marido de la tía Dahlia, no nos acompañó porque detestaba la Riviera francesa.

He aquí, pues, puntualizada la situación: la tía Dahlia, la prima Angela y yo en viaje para Cannes a primeros de junio.

Por ahora todo está muy claro, ¿verdad?

Nos quedamos en Cannes un par de meses y, aunque la tía Dahlia perdió hasta la camisa jugando al bacarrá y Angela estuvo a punto de ser engullida por un tiburón mientras practicaba esquí acuático, todos lo pasamos la mar de bien.

El veinticinco de julio, bronceado y radiante de salud, emprendí el viaje de regreso a Londres con mi tía y su hija. A las siete de la tarde del día veintiséis de julio llegábamos a la estación Victoria. A las siete y veinte más o menos, nos despedíamos cordialmente. Mi tía y mi prima se fueron en su coche a Brinkley Court, su residencia en Worcestershire, adonde Tuppy debía llegar al día siguiente, y yo me dirigí a mi piso para dejar las maletas, asearme un poco y prepararme para ir a cenar al Club Los Zánganos.

Y me hallaba precisamente en casa, ocupado en frotarme con vigor la espalda después de un baño realmente necesario, cuando Jeeves, que para reintegrarme con mayor facilidad al ambiente me estaba contando todos los chismes de la vecindad, introdujo en la conversación el nombre de Gussie Fink-Nottle.

El diálogo se desarrolló así:

YO: Bien, Jeeves, heme aquí.

JEEVES: Sí, señor.

YO: Quiero decir: heme otra vez en casa.

JEEVES: Eso es, señor.

YO: Me da la sensación de que ha pasado muchísimo tiempo desde que me fui.

JEEVES: Sí, señor.

YO: ¿Se ha divertido en Ascot?

JEEVES: Mucho, señor.

YO: ¿Ganó usted?

JEEVES: Una suma bastante satisfactoria, gracias, señor.

YO: Bien, Jeeves. Y ¿qué hay de nuevo en Rialto? ¿Ha venido o telefoneado alguien durante mi ausencia?

JEEVES: Ha venido a menudo míster Fink-Nottle.

Abriendo mucho los ojos, casi puedo decir que me quedé boquiabierto.

–¿Míster Fink-Nottle?

–Sí, señor.

–Pero ¿se refiere a míster Fink-Nottle?

–Sí, señor.

–Pero ¿está en Londres míster Fink-Nottle?

–Sí, señor.

–Bueno, realmente me extraña.

Y ahora explicaré por qué me extrañaba. Me resistía a creer en la afirmación de Jeeves. Verán, Fink-Nottle es uno de esos extraños ejemplares que encontramos de cuando en cuando y que no pueden sufrir Londres. Desde hacía años, habitaba en una remota aldea de Lincolnshire, dejándose enmohecer. Jamás se movía de allí, sin que le animaran a venir a la ciudad ni siquiera los encuentros de Eton y Harrow. Una vez le pregunté si los días no se le antojaban un poco largos y me contestó que no, porque en el estanque de su jardín estudiaba las costumbres de las salamandras acuáticas.

Por consiguiente, no podía imaginar qué habría inducido a aquel individuo a visitar la capital. Hubiera apostado a que, mientras existieran salamandras, nada le haría salir de su aldea.

–¿Está seguro?

–Sí, señor.

–¿Recuerda bien el nombre? ¿Se trata realmente de Fink-Nottle?

–Sí, señor.

–Pero ¿sabe que es increíble? No ha venido a Londres desde hace cinco años. Afirma que la ciudad le pone los nervios de punta. Hasta ahora permanecía pegado al campo, con la única distracción de las salamandras.

–¿Señor?

–Salamandras, Jeeves. Míster Fink-Nottle tiene una gran colección de salamandras. Debe de haber oído usted hablar de las salamandras, una especie de lagartijas que chapotean en los estanques.

–¡Oh, sí, señor! Los miembros acuáticos de la familia de los salamándridos, que forman el género Molge.

–Eso es. Ahora bien, ha de saber que Gussie siempre fue su esclavo; ya en la escuela las llevaba consigo.

–Creo que muchos colegiales hacen lo mismo, señor.

–Las guardaba en su estudio, en una especie de acuario. Recuerdo que era bastante desagradable. Supongo que, desde entonces, se pudo prever lo que le depararía el porvenir. Pero ya sabe usted cómo son los muchachos: descuidados, indiferentes; nosotros, ocupados sólo en lo que nos atañía, apenas notábamos aquella extravagancia del carácter de Gussie. A lo sumo, habíamos observado que en el mundo hay tipos de las más diversas especies. Pero, desde luego, no fuimos más lejos... Ya puede figurarse lo demás. El problema creció...

–¿De veras, señor?

–Sí, Jeeves. Aquella manía se apoderó de él. Llegado a la edad viril, se retiró a un recóndito rincón del campo, dedicando su existencia a esos mudos compañeros. Me figuro que al principio creyó que podría tomarlo o dejarlo a su antojo. Y después hubo de convencerse de que, desgraciadamente, no era así.

–Es un hecho que sucede a menudo, señor.

–Desdichadamente es cierto, Jeeves. Sea como fuere, ha vivido durante estos últimos cinco años en sus tierras de Lincolnshire como un ermitaño, absolutamente aislado de todos, cambiando el agua del estanque de las salamandras cada dos días y absteniéndose de acercarse a ningún ser humano. Por eso me extrañó tanto cuando me anunció usted que, repentinamente, había vuelto a flote. Me cuesta creerlo. Me inclino a pensar que en este asunto ha habido una equivocación y que el ser que usted vio aquí era otro muy parecido a Fink-Nottle. El individuo que conozco lleva gafas de concha y tiene cara de pescado. ¿Cree, Jeeves, que estos detalles coinciden?

–El señor que vino aquí llevaba gafas de concha, señor.

–¿Y parecía un pescado?

–Es posible que hiciera pensar un poco en el estanque de los peces, señor.

–En tal caso ha de ser Gussie. Pero ¿qué diablos puede haberle traído a Londres?

–Estoy en condiciones de explicárselo, señor. Míster Fink-Nottle me ha confiado la razón de su visita a la metrópoli. Ha venido por la señorita.

–¿La señorita?

–Sí, señor.

–No querrá decir que está enamorado, ¿verdad?

–Lo está, señor.

–Pues bien, ¡estoy desconcertado, realmente desconcertado, absolutamente desconcertado, Jeeves!

Y lo estaba de veras. Me parecía que las bromas deben tener un límite.

Luego, mi mente comenzó a considerar otro aspecto de aquel asombroso asunto. Admitiendo que Gussie Fink-Nottle, en contra de todas las reglas, se hubiera enamorado, ¿por qué había venido a rondar de aquel modo mi morada? Era evidente que el caso debía de ser de los que requieren la asistencia de un amigo, sin embargo, no lograba comprender por qué me había elegido precisamente a mí.

Nunca habíamos sido amigos íntimos. En otros tiempos nos habíamos visto bastante a menudo, pero hacía por lo menos un par de años que no recibía ni siquiera una postal suya.

Se lo dije a Jeeves.

–Es raro que haya venido a verme precisamente a mí. Pero, en fin, si ha venido, ha venido y no cabe discusión posible. El pobrecillo se llevaría un disgusto al no encontrarme.

–A decir verdad, señor, míster Fink-Nottle no vino a verle a usted.

–¡Pero, Jeeves, si acaba de decirme que ha venido a mi casa repetidas veces!

–En realidad, era conmigo con quien deseaba ponerse en contacto, señor.

–¿Con usted? No sabía que le conociera.

–En efecto, señor, no tuve ese gusto hasta que se presentó aquí. Me parece que míster Sipperley, un compañero de universidad de míster Fink-Nottle, le aconsejó que pusiera el asunto en mis manos.

¡El misterio había sido revelado! Ahora todo se manifestaba claramente ante mis ojos. Me atrevo a creer que conocen ustedes la reputación de Jeeves entre mis amigos como consejero. La primera decisión de cualquier conocido mío en una situación embarazosa era procurar explicarle el asunto a él. Y si él había logrado ayudar a A en un percance difícil, A le enviaba a B. Y si había hecho salir del paso a B, B le enviaba a C. Y así sucesivamente, hasta el infinito.

De tal manera, iba aumentando el número de las personas que consultaban a Jeeves. Sabía yo que el viejo Sippy había quedado sobremanera impresionado por los esfuerzos hechos por Jeeves cuando él intentaba prometerse con Elizabeth Moon. No era de extrañar, pues, el consejo dado a Gussie de que se dirigiera a él. Puede decirse que se trataba de pura rutina, ni más ni menos.

–¡Ah! Entonces, ¿trabaja usted para él?

–Sí, señor.

–¡Ahora lo comprendo! ¡Ahora me lo explico! Pero ¿en qué tipo de embrollo se halla metido Gussie?

–Aunque parezca extraño, señor, se encuentra en idéntico caso que míster Sipperley cuando se me presentó la ocasión de ayudarle. Profundamente enamorado de miss Moon, estaba aquejado de una innata timidez que le impedía expresar sus propios sentimientos.

Asentí.

–Recuerdo perfectamente los apuros de míster Sipperley. No lograba salvar el obstáculo. Recuerdo que decía usted que él dejaba..., ¿cómo era?, dejaba que algo hiciese algo. Los gatos tenían también que ver, si no me equivoco.

–Dejaba que la indecisión prevaleciese sobre la voluntad.

–Exactamente..., pero ¿qué tenían que ver los gatos?

–Como el pobre gato del refrán, señor.

–¡En efecto!... ¿Y dice que Gussie se encuentra en las mismas condiciones?

–Sí, señor. Cada vez que intenta formular una petición de matrimonio le falta el valor para hacerlo.

–Sin embargo, si quiere que esa mujer sea su esposa, tendrá que decírselo, ¿no? Quiero decir que es un caso de educación el hacérselo saber.

–Exactamente, señor.

Reflexioné un momento.

–Bien, supongo que era inevitable, Jeeves. Admitiendo que Gussie haya sido víctima del divino infante, lo cual jamás hubiera creído posible, debe de hallarse en una posición difícil.

–Sí, señor.

–Mire la vida que ha llevado.

–Sí, señor.

–No creo que haya hablado con una chica desde hace años. Eso nos enseña, Jeeves, a no encerrarnos en el campo contemplando estanques; si uno obra así, debe renunciar a ser, cuando la ocasión se presenta, el macho dominante. En esta vida hay que elegir entre dos caminos: o encerrarse en el campo estudiando estanques, o ser hombres de mundo. No se pueden hacer las dos cosas a un tiempo.

–No, señor.

Reflexioné un rato más. Gussie y yo, como he dicho, nos habíamos perdido de vista; sin embargo, no podía dejar de interesarme por aquel pobre, inerme pececillo, como también me habría interesado por cualquiera de mis compañeros de escuela si le hubiera visto caminar sobre un pavimento salpicado de pieles de plátano.

Pensé en la última vez que le vi, aproximadamente dos años antes. Durante un viaje en automóvil pasé por su casa y me detuve para hacerle una visita. Mientras almorzábamos, me había literalmente trastornado al poner sobre la mesa un par de objetos verdes dotados de patas, que él contemplaba como haría una madre joven con su recién nacido. Además, hubo un momento en que se perdió uno en la ensalada. Este cuadro, que mi memoria reproducía, no era el más adecuado para inspirarme una excesiva confianza en las capacidades de aquel desgraciado muchacho como luchador y dominante; y más si el objeto de sus anhelos era una de esas mujercitas modernas de rojos labios encendidos y de fríos ojos sarcásticos y duros.

–Dígame, Jeeves –dije, dispuesto a oír lo peor–. ¿Qué tipo de chica es la novia de Gussie?

–No la he visto nunca. Míster Fink-Nottle habla con mucho entusiasmo de sus atractivos.

–¿Tiene el aspecto de estar enamorado de veras?

–Sí, señor.

–¿Ha dicho cómo se llama? Puede que yo la conozca.

–Es una tal miss Bassett, señor: miss Madeline Bassett.

–¿Cómo?

–Sí, señor.

Me quedé completamente pasmado.

–¡Dios mío, Jeeves! ¡Qué pequeño es el mundo!

–¿Conoce usted a la señorita, señor?

–La conozco muchísimo. Su información me ha aliviado bastante, Jeeves. Siendo así, el asunto toma un cariz más práctico.

–¿De veras, señor?

–Desde luego. Confieso que, antes de que pronunciara ese nombre, tenía muchas dudas acerca de las posibilidades que podían ofrecérsele al pobre Gussie para convencer a cualquier soltera, de cualquier parroquia, de que le acompañara al altar. Reconocerá, Jeeves, que no todas le aceptarían como moneda buena.

–Hay algo de verdad en lo que dice, señor.

–Por ejemplo, a Cleopatra no le habría gustado.

–Probablemente no, señor.

–Y tengo mis dudas de que pudiese tener alguna probabilidad de ponerse de acuerdo con Tallulah Bankhead.

–También yo, señor.

–Pero como usted dice que el objeto de su cariño es miss Bassett, siento renacer en mí tímidamente la esperanza. En realidad, es el tipo a quien una muchacha como Madeline Bassett puede confiarse con tranquilidad.

Debo explicar aquí que Madeline Bassett había pasado una temporada en Cannes con nosotros, y que, como entre ella y Angela surgió una de esas amistades efervescentes que a menudo nacen entre muchachas, yo la vi con frecuencia. Además, cuando estaba irritado, tenía la impresión de que no podía dar un paso sin toparme con ella.

Y era más lamentable y embarazoso el hecho de que, cuanto más a menudo me la encontraba, menos se me ocurría qué podía decirle.

Ya saben ustedes lo que sucede con algunas muchachas. En un santiamén consiguen reducirnos a un estado lastimoso. Hay algo en su personalidad que obra sobre nuestras cuerdas vocales, paralizándolas, y sobre nuestro cerebro, transformando su contenido en una coliflor. Esto me sucedía a mí en presencia de Madeline Bassett. Sí, Bertram Wooster, delante de ella, se tocaba nerviosamente la corbata varios minutos seguidos, arrastraba los pies por el suelo, se portaba en todo y por todo como un necio y un tonto. Por esta razón, cuando ella partió, dos semanas antes que nosotros, pueden tener la seguridad de que, según la opinión de Bertram Wooster, no se marchaba demasiado pronto.

Y adviertan que no hacía enmudecer por su belleza. Era una muchacha bastante bonita, de tipo lánguido y rubio y de grandes ojos, pero no era de esas que quitan el hipo.

No; la disposición mental era lo que causaba este fenómeno en un individuo por lo general locuaz con el sexo opuesto. No quiero cometer una injusticia con nadie y, por lo tanto, no llegaré a aseverar que escribiese poesías, pero su conversación era de tal índole que, a mi modo de ver, podía infundir las peores sospechas. Por ejemplo: si una muchacha nos pregunta a bocajarro, bajo un cielo azul, si tenemos alguna vez la sensación de que las estrellas son guirnaldas de diminutas margaritas del Señor, nos proporciona sobrados motivos para olernos algo.

Por lo que atañe, pues, a un acuerdo entre nuestras almas, no había nada que hacer. ¡Mas para Gussie la cosa era muy diferente! Lo que a mí tanto me molestaba, es decir, que la muchacha diese la impresión de estar henchida de ideales, de sentimentalismo y de otras fantasías semejantes, era, en cambio, un atractivo para él.

Gussie siempre había pertenecido a la categoría de los soñadores, de los entusiastas del alma. Si no, hubiera sido imposible aislarse en el campo y vivir en la compañía única de las salamandras. Y no lograba ver ninguna razón que les impidiese a ambos llegar a un acuerdo, en cuanto él hubiese sabido sacar del pecho y murmurar unas palabras apasionadas. Miss Bassett y Fink-Nottle se complementaban como el jamón y los huevos.

–Ella está hecha a medida para él.

–Me alegro mucho, señor.

–Y él está hecho a medida para ella. Bien, veo que el asunto merece ser defendido y estimulado con la máxima energía. Esfuércese cuanto pueda, Jeeves.

–Muy bien, señor –replicó aquel hombre honrado–. Me ocuparé enseguida de ello.

Hasta aquel momento, como han podido observar también ustedes, había existido entre Jeeves y yo un admirable buen acuerdo. Entre amo y criado se había desarrollado una amistosa conversación en la mayor armonía. Pero, al llegar a este punto, lo anoto con pesar, se manifestó en nuestras recíprocas relaciones un cambio repentino. La atmósfera cambió súbitamente, nubarrones amenazadores comenzaron a condensarse en el horizonte y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, la nota discordante había sonado sobre la escena. Esto había acaecido otras veces en el hogar de Wooster.

El primer indicio de que las cosas no marchaban bien me lo dio una tosecilla que subía desde el suelo y que revelaba no sólo cierta preocupación, sino también cierto disentimiento. Mientras yo, después de haberme secado, me estaba vistiendo tranquilamente, embutiéndome en calcetines y zapatos, poniéndome camisa y cuello, Jeeves, doblado ante mí, vaciaba mis maletas.

En aquel momento se enderezó con una prenda blanca en la mano. Al verla comprendí que habíamos llegado a una de nuestras múltiples crisis domésticas, a una de esas desgraciadas colisiones en las que Bertram tenía que acordarse de sus belicosos antepasados y hacer valer sus derechos, si no quería correr el riesgo de salir con la peor parte.

No sé si ustedes han estado este verano en Cannes. Los que hayan estado sabrán que para tener la más mínima pretensión de representar a la buena sociedad y la elegancia, era obligatorio ir al Casino por la noche, con los habituales pantalones del traje de etiqueta y con una chaqueta blanca de botones dorados. Desde el momento en que, al dejar Cannes, subí al tren azul, comencé a preocuparme por la acogida que Jeeves dispensaría a mi chaqueta.

En cuestión de trajes de etiqueta, Jeeves es intratable y reaccionario; ya había tenido que sostener con él duras luchas por las camisas de pechera floja. Y mientras aquella chaqueta había representado en la Costa Azul la más alta nota de elegancia, tout ce qu’il y a de chic, jamás intenté ocultarme a mí mismo –ni siquiera cuando, después de haberme apresurado a comprarla, me la ponía para ir al Palm Beach Casino– que la chaqueta habría de provocar, a mi regreso a casa, una especie de erupción volcánica.

Me dispuse a mostrarme firme.

–¿Qué pasa, Jeeves? –dije.

Si mi voz era suave, un atento observador, sin embargo, habría visto brillar en mis ojos un relámpago de acero. Nadie respeta más que yo la inteligencia de Jeeves, pero, a mi modo de ver, su disposición a dirigir la mano que le alimenta ha de ser refrenada. Aquella chaqueta me era muy cara, y yo estaba decidido a luchar por ella con toda la energía del gran Sieur de Wooster en la batalla de Agincourt.

–Bueno, Jeeves, ¿qué está pensando?

–Me temo, señor, que se haya marchado de Cannes llevando consigo, por inadvertencia, una prenda perteneciente a otra persona.

El relámpago de acero se acentuó.

–No, Jeeves –dije en tono indiferente–, la prenda es mía. La compré allí.

–¿Y se la puso el señor?

–Todas las noches.

–Pero, a buen seguro, no pensará usted llevarla en Inglaterra.

Vi que habíamos llegado al meollo de la cuestión.

–Eso pienso hacer, Jeeves.

–Pero, señor...

–¿Qué decía, Jeeves?

–Que no es, en absoluto, conveniente.

–No soy de su opinión, Jeeves. Preveo, en cambio, para esta chaqueta un gran éxito popular. Albergo la intención de ponérmela mañana para la fiesta de Pongo Twistleton, y estoy convencido de que provocará un unánime grito de admiración. No replique, Jeeves. Nada de discusiones. Cualquiera que sea la fantástica objeción que quiera hacer acerca de esta chaqueta, le prevengo que me la pondré.

–Muy bien, señor.

Continuó deshaciendo el equipaje; no añadí siquiera una palabra sobre la cuestión. Había logrado una victoria y nosotros, los Wooster, no nos ensañamos con el enemigo vencido. Terminado mi aseo, saludé magnánimamente a Jeeves y le sugerí que pasara la velada en algún cine que pudiese interesarle o donde mejor le pluguiese, porque yo no pensaba cenar en casa. En suma, le ofrecí una especie de ramita de olivo.

Pero él no pareció percatarse de ello.

–Gracias, señor, pero no saldré.

Le escruté atentamente.

–¿Está resentido, Jeeves?

–No, señor. He de quedarme en casa porque míster Fink-Nottle me ha anunciado que vendrá a verme esta noche.

–¡Oh! ¿Vendrá Gussie? Bien, dele recuerdos de mi parte.

–Muy bien, señor.

–Y un whisky con soda, y lo que sea.

–Muy bien, señor.

–De acuerdo, Jeeves.

Y me fui al Club Los Zánganos.

Allí encontré a Pongo Twistleton, y charló tanto acerca de la próxima fiesta, que prometía ser extraordinariamente alegre y de la que, por lo demás, yo ya había recibido noticias, aunque lejanas, de mis corresponsales, que cuando regresé a casa eran aproximadamente las once.

Acababa de abrir la puerta de la entrada cuando oí unas voces que llegaban del salón, y apenas hube transpuesto el umbral de dicha habitación descubrí que aquellos sonidos procedían de Jeeves y de un ser que, de momento, confundí con el diablo.

Un examen más atento me informó de que se trataba de Gussie Fink-Nottle, vestido de Mefistófeles.

2

–¿Qué tal, Gussie? –dije.

Nadie hubiera dicho, por mi modo de obrar, que yo estaba bastante desconcertado. Por otra parte, el espectáculo que se presentaba a mis ojos habría desconcertado a cualquiera. Mi memoria evocaba a un FinkNottle tímido, cobarde, que hubiera temblado como una hoja al ser invitado a algo tan anodino como una reunión en casa del pastor un domingo por la tarde. Y ahora, si debía dar crédito a mis ojos, me parecía dispuesto a tomar parte en un baile de máscaras, que es una de las formas de diversión más notoriamente audaces.

Y eso no era todo. Para ir a tal baile, no estaba disfrazado de Pierrot como cualquier inglés de buena familia; no..., llevaba un disfraz de Mefistófeles y, por lo tanto –es inútil que lo diga–, un traje escarlata y una espantosa barba postiza.

¡Muy extraño! Sin embargo, no se deben revelar las propias impresiones. No demostré, pues, ningún asombro vulgar y, como he dicho, le saludé con amable desenfado.

Él, a través de un espeso boscaje, sonrió de un modo, a mi parecer, bastante tonto.

–¡Ah, hola, Bertie!

–Hace mucho que no nos veíamos. ¿Puedo ofrecerte algo?

–No, gracias. He de irme enseguida. He venido un momento para pedirle a Jeeves su parecer sobre mi traje. ¿Qué te parece, Bertie?

Habría tenido que contestar «horroroso»; pero nosotros, los Wooster, tenemos mucho tacto y un evidente sentido de la hospitalidad. Nosotros no podemos decirle nunca a un amigo, bajo nuestro techo, que constituye una ofensa para la vista. Evité contestar.

–He oído que estabas en Londres –dije de manera despreocupada.

–¡Oh, sí!

–Creo que no venías desde hace años.

–Así es.

–Y ahora te dispones a divertirte.

Se estremeció ligeramente. Parecía atormentado.

–¿A divertirme?

–¿Acaso no te preparas alegremente para un baile de máscaras?

–¡Oh, espero que todo salga bien! –contestó con una extraña voz sin timbre–. De todos modos, tengo que marcharme. El asunto empieza hacia las once. He pedido al taxista que me espere. Jeeves, ¿quiere mirar si sigue ahí?

–Muy bien, señor.

En cuanto nos hallamos a solas, hubo una pausa y cierta sensación de desasosiego. Me escancié un poco de whisky mientras Gussie se contemplaba en el espejo. Finalmente me pareció lo mejor hacerle saber que estaba al corriente de sus asuntos. Quizá le agradaría confiarse a un buen amigo, de conocida experiencia y bien dispuesto hacia él. He observado que generalmente los que están sufriendo el influjo del amor necesitan de modo especial oídos complacientes.

–Bueno, Gussie, viejo amigo –dije–, me he enterado de tu asunto.

–¿Eh?

–Sí, de tu pequeño contratiempo. Jeeves me lo ha contado todo.

Observé que le intranquilizaba un poco este preámbulo. A mí me pareció, aunque es muy difícil juzgar a un individuo con el rostro hundido en unas barbas mefistofélicas, que se había sonrojado ligeramente.

–Hubiera preferido que Jeeves no hubiese aireado a los cuatro vientos los asuntos que me atañen. Creí que quedarían entre nosotros.

No podía admitir yo un tono semejante.

–Contar unas frivolidades a un joven amo no significa airear los asuntos a los cuatro vientos –dije en tono de reproche–. Sea como fuere, lo cierto es que lo sé todo. Y comenzaré por decirte –añadí, callándome mi opinión personal de que la mujer en cuestión era una verdadera peste, a fin de mostrarme amable y alentador– que Madeline Bassett es una muchacha graciosa, atractiva y que te conviene en todos los aspectos.

–¿La conoces?

–Desde luego. Pero no adivino cómo has llegado a conocerla. ¿Dónde ocurrió?

–Hace dos semanas estuvo en Lincolnshire, en una finca cerca de la mía.

–Sigo sin comprender. No sabía que tuvieses la costumbre de visitar a tus vecinos.

–No la tengo. Encontré a la señorita mientras se paseaba con su perro. Al animal se le había clavado una espina en una pata. Cuando intentó quitársela, el animal se revolvió contra ella. Yo acudí en su ayuda.

–¿Sacaste la espina?

–Sí.

–¿Y te enamoraste a primera vista?

–Sí.

–Bueno, ¡que Dios te bendiga! Con una base tan sólida como ésa, ¿por qué no seguiste adelante?

–No tuve valor.

–¿Qué hiciste, pues?

–Charlamos durante un ratito.

–¿De qué?

–¡Oh, de los pájaros!

–¿Pájaros? ¿Qué pájaros?

–De los que volaban a nuestro alrededor. Y del paisaje... y de otras cosas por el estilo. Me dijo que venía a Londres y me invitó a que fuese a visitarla cuando viniera también yo.

–Y después de eso, ¿ni siquiera le apretaste un poco fuerte la mano?

–¡Por supuesto que no!

Bien. Tenía la sensación de que no había nada más que decir. Cuando un individuo es tímido hasta el punto de ser incapaz de comer, aunque le pongan delante la sopa ya servida, su caso es realmente desesperado. Sin embargo, recordé que aquel medroso había sido compañero mío de escuela. Es necesario hacer algún esfuerzo por un antiguo compañero de escuela.

–¡Ah, bueno! –dije–. Veremos lo que se puede hacer. Creo, de todos modos, que te alegrará contar con mi apoyo absoluto en esta empresa. Tienes a Bertram Wooster a tu lado, Gussie.

–Gracias, amigo. Y también a Jeeves, lo cual es más importante.

No les niego que me sobresalté. Él, claro está, no quería ofenderme, pero confieso que aquella frase, tan falta de tacto, me hirió un poco. Todos parecen inclinados a hacerme comprender que, según su opinión, Bertram Wooster es un fantoche sin importancia y que el verdadero amo, el hombre de inteligencia y de recursos, es Jeeves.

Eso es algo que siempre me ofende y me ataca los nervios.

Y aquella noche me irritó más de lo habitual porque Jeeves ya me había molestado ligeramente con la historia de la americana. No cabe duda de que yo le había obligado a ceder, dominándole con la tranquila fuerza de mi personalidad, pero, en fin, el solo hecho de haber suscitado aquella cuestión ya me desagradaba. Pensé que Jeeves iba a necesitar una mano de hierro.

–Y ¿qué te aconseja hacer? –pregunté algo despechado.

–Está estudiando la cuestión. El asunto merece una profunda reflexión.

–¿Ah, sí?

–Me aconsejó que fuera al baile.

–¿Por qué?

–Ella estará allí... Me envió la invitación. Y Jeeves piensa...

–Y ¿por qué no te has disfrazado de Pierrot? –pregunté, manifestando por fin el asombro que había experimentado desde el primer momento–. ¿Por qué has faltado a la gran tradición antigua?

–Insistió en que me vistiera de Mefistófeles.

Di un respingo.

–¿Cómo? ¿De veras te ha aconsejado ese disfraz?

–Sí.

–¡Ah!

–¿Eh?

–Nada. Sólo he dicho: ¡Ah!

Y explicaré por qué dije «¡Ah!». Jeeves armaba un belén porque quería ponerme una sencilla chaqueta blanca, una prenda que era no sólo tout ce qu’il y a de chic, sino también absolutamente de rigueur, y al mismo tiempo alentaba a Gussie Fink-Nottle para que, en Londres, hiciera una desconcertante aparición en traje escarlata. ¿No era una ironía? Convendrán conmigo en que son cosas que molestan.

–Y ¿qué podía objetar contra el traje de Pierrot?

–No creo que tuviese objeciones contra Pierrot, como tal Pierrot, pero pensaba que en mi caso no era un disfraz adecuado.

–No te comprendo.

–Dice que el traje de Pierrot, aunque es agradable a la vista, no da el tono autoritario, como el de Mefistófeles.

–Sigo sin comprenderlo.

–Bueno, dice que es cuestión de psicología.

Hubo un tiempo en que esta observación me habría desconcertado, pero una larga convivencia con Jeeves ha enriquecido bastante el vocabulario de los Wooster. Jeeves siempre ha sido un as de la psicología del individuo, y ahora le sigo como un perro de caza, cuando sale de su boca esta palabra.

–¡Oh! ¿Psicología?

–Sí, Jeeves tiene mucha confianza en el efecto moral del atuendo. Es del parecer de que un disfraz impresionante como éste me dará ánimos. Según él, también el de pirata mayor habría estado bien, pero le hice unas objeciones a propósito de las botas.

Capté su idea. La vida ya es de por sí bastante miserable para que encima un pobre diablo como Fink-Nottle tenga que ir por ahí llevando botas.

–Y ¿te sientes más audaz?

–Para serte sincero, Bertie, amigo mío, no.

Me sacudió una ola de compasión. Al fin y al cabo, aunque hacía años que no nos veíamos, aquel hombre y yo, en un tiempo lejano, nos habíamos disparado mutuamente unas flechas de papel embebidas en tinta.

–Gussie –dije–, escucha el consejo de un viejo amigo: no te alejes de aquí.

–Pero entonces pierdo la última esperanza de verla. Mañana parte para el campo con unos amigos. Además, tú no puedes saber...

–¿Qué?

–Si esta idea de Jeeves es buena. Reconozco que en este momento debo de tener un aspecto espantoso. Pero todo cambiará cuando me encuentre entre una muchedumbre de personas disfrazadas. Experimenté lo mismo, cuando niño, durante las fiestas de Navidad. Me habían disfrazado de conejo y yo sentía una vergüenza indescriptible. Sin embargo, cuando fui a la fiesta y me hallé rodeado de otros niños en trajes aún más horribles que el mío, me sentí enseguida aliviado. Me junté alegremente con los demás y comí tan a gusto durante la cena que en el coche, al volver a casa, me encontré mal. En suma: no se puede juzgar nada fríamente.

Sopesé sus argumentaciones; era innegable que contenían algunas verdades.

–No puedo afirmar que, básicamente, el consejo de Jeeves no sea justo. Así, ataviado de Mefistófeles, me acudirán fácilmente a los labios palabras impresionantes. El color es un factor importante. Piensa en las salamandras. Durante la época de celo, la salamandra macho tiene unos colores muy brillantes. Y eso le ayuda mucho.

–Pero tú no eres una salamandra macho.

–Quisiera serlo. ¿Sabes cómo hace la corte la salamandra, Bertie? Se detiene ante la hembra meneando la cola y doblando el cuerpo en semicírculo. Sabría hacerlo magníficamente. ¡Oh, si fuera una salamandra no hubiera titubeado!

–Pero si tú fueras una salamandra, Madeline Bassett no te miraría... o, por lo menos, evidentemente, no lo haría con ojos de enamorada.

–Sí, si ella fuese una salamandra hembra...

–Pero no lo es.

–No, pero suponte que lo fuera.

–Está bien; pero, si lo fuese, tú no te habrías enamorado de ella.

–Si yo fuera una salamandra macho, sí me habría enamorado.

Una ligera palpitación en las sienes me advirtió que la disputa había alcanzado el punto de saturación.

–De todos modos –dije–, volviendo a los hechos concretos, y dejando a un lado todos esos devaneos de colas vibrantes y zarandajas parecidas, el punto culminante de la cuestión es que tú estás preparado para ir a un baile de máscaras. Y te anticipo, con la seguridad de mi larga experiencia en este género de diversiones, que no te divertirás.

–La diversión no tiene importancia.

–Si yo fuera tú, no iría.

–Tengo que ir. ¡Te repito que se marcha mañana!

Me rendí.

–Haz lo que quieras... ¿Qué hay, Jeeves?

–El coche del señor Fink-Nottle, señor.

–Ah, el coche, ¿eh?... Tu coche, Gussie.

–¡Ah! ¿El coche? ¡Oh! ¡Ya! ¡Sí, sí! Gracias, Jeeves... Adiós, Bertie.

Y, dirigiéndome una pálida sonrisa semejante a la que los gladiadores romanos dedicaban al emperador al entrar en la arena, Gussie se fue. Entonces me volví hacia Jeeves. Había llegado el momento de ponerlo en su sitio. Y yo estaba preparado para hacerlo.

Naturalmente, era un poco difícil comenzar. Quiero decir que, aunque estaba decidido a ponerlo en su sitio, no quería herir demasiado profundamente su susceptibilidad. Obligados a veces a usar el puño de hierro, nosotros, los Wooster, queremos hacerlo siempre con discreción.

Sin embargo, en definitiva, vi que no ganaría nada tratando de mostrar demasiada delicadeza. No se consigue nada con andarse por las ramas.

–Jeeves –dije–. ¿Puedo hablarle con franqueza?

–Desde luego, señor.

–Lo que he de decirle puede ofenderle.

–En absoluto, señor.

–Bueno, en tal caso... Se trata de lo siguiente: he hablado con míster Fink-Nottle, y me ha dicho que usted le ha aconsejado el disfraz de Mefistófeles.

–Sí, señor.

–A ver si lo he entendido bien. Si sigo correctamente el hilo de su razonamiento, usted cree que, estimulado por ese tono escarlata, FinkNottle, al encontrar el objeto de su adoración, hará vibrar la cola y lanzará un grito.

–Y perderá mucho de su timidez habitual, señor.

–No estoy de acuerdo con usted, Jeeves.

–¿No, señor?

–No. Y, para concluir, le diré que, de todas sus ideas necias y absurdas, ésta me parece la más tonta e inútil. No tendrá éxito; no tiene posibilidad alguna de tenerlo. Y sólo habrá conseguido someter a FinkNottle a los indecibles horrores de un baile de máscaras. Y debo añadir, Jeeves, que esto no me ha extrañado; con franqueza le diré que he notado, en anteriores ocasiones, cierta predisposición por su parte a volverse..., ¿cómo se dice?

–No lo adivino, señor.

–¿Elocuente? No, no es elocuente. ¿Escurridizo? No, no es escurridizo. Tengo la palabra en la punta de la lengua. Comienza por «e» y quiere decir inteligente con exceso.

–¿Enrevesado, señor?

–Eso es, ésa es la palabra. ¡Excesivamente enrevesado, Jeeves! Tiene usted tendencia a volverse así. Sus métodos no son sencillos, no son directos. Oculta el fin bajo un montón de fantásticos detalles que no son necesarios. A Gussie le hace falta el apoyo fraternal de un hombre de mundo. Por tanto, le aconsejo que en adelante me lo deje a mí.

–Muy bien, señor.

–Debe usted despreocuparse de todo y dedicarse al cuidado de la casa.

–Muy bien, señor.

–Encontraré algo que sea sencillo, claro y, al mismo tiempo, eficaz. Mañana haré todo lo posible por ver a Gussie.

–Muy bien, señor.

–De acuerdo, Jeeves.

En realidad, al día siguiente comenzó a lloverme encima un verdadero diluvio de telegramas y confieso que, durante veinticuatro horas, no pensé en absoluto en aquel pobrecillo, porque tenía que resolver unos problemas demasiado graves.

3

El primer telegrama me llegó inmediatamente después de mediodía y Jeeves me lo trajo con el combinado de antes del almuerzo. Era de mi tía Dahlia y venía de Market Snodsbury, un pueblo situado a dos o tres kilómetros de la carretera que conduce a su casa de campo.

Decía:

Ven enseguida. Travers.

Si les digo que me asombró sobremanera, me quedaré corto. La juzgué como la más misteriosa comunicación confiada jamás a los hilos telegráficos. Lo estudié con profunda atención durante dos dry martinis. Lo leí del derecho y del revés, y me parece recordar que incluso lo olí. No me reponía de la sorpresa.

Examinen los hechos conmigo. Hacía pocas horas que nos habíamos separado mi tía y yo, después de dos meses de estar continuamente juntos. Y he aquí que ella, todavía bajo la impresión de mi beso de despedida en la mejilla, invocaba un nuevo encuentro. Bertram Wooster no está acostumbrado a ese deseo exagerado de su presencia. Pregunten a todos los que me conocen y ellos les dirán que, después de dos meses en mi compañía, la gente normal comprende que les basta y les sobra por el momento. Incluso he conocido personas que han tenido bastante con algunos días.

Antes de sentarme a la mesa para mi suculento almuerzo, envié el siguiente telegrama:

Perplejo. Explica. Bertie.

Y la respuesta llegó durante la hora de la siesta.

¿Por qué perplejo, burro? Ven inmediatamente. Travers.

Tres cigarrillos, un par de vueltas por la habitación y he aquí mi réplica:

¿Qué entiendes tú por venir inmediatamente? Recuerdos. Bertie.

Les transmito la contestación:

Entiendo: ven inmediatamente, insoportable criatura. ¿Qué quieres que entienda? Ven inmediatamente o espera la maldición de tu tía con el primer correo de mañana. Con cariño. Travers.

Entonces envié el siguiente mensaje, deseando aclararlo todo lo más posible.

Cuando escribes «Ven», ¿quieres decir «Ven a Brinkley Court»? Y cuando escribes «inmediatamente», ¿quieres decir «inmediatamente»? Confuso. Perdido. Cariñosos recuerdos. Bertie.

Envié este mensaje mientras transcurría una tarde tranquila en el Club Los Zánganos, echando las cartas en un sombrero de copa con los mejores elementos de la sociedad del lugar. Volviendo a casa, en el crepúsculo vespertino, me esperaba esta respuesta:

Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí. No importa que comprendas o no. Ven inmediatamente como te digo y, por el amor de Dios, acaba ya con tanta pregunta. ¿Crees que me sobra el dinero para enviarte un telegrama cada diez minutos? Deja de hacer el tonto y ven enseguida. Con cariño. Travers.

Entonces sentí necesidad de la opinión ajena. Toqué el timbre.

–Jeeves –dije–, sucede un caso embarazoso por los parajes de Worcestershire. ¡Lea! –Y le tendí los papeles.

Los examinó.

–¿Qué piensa de eso, Jeeves?

–Pienso que mistress Travers desea que el señor vaya enseguida.

–¿También usted llega, pues, a esa conclusión?

–Sí, señor.

–Es la misma a la que he llegado yo. Pero ¿por qué, Jeeves? ¡Que Dios la bendiga! ¡Si acaba de pasar dos meses conmigo!

–Sí, señor.

–Y mucha gente juzga que ha tenido una abundante dosis de mi compañía después de cuarenta y ocho horas.

–Sí, señor. Comprendo perfectamente su punto de vista. Sin embargo, me parece que mistress Travers se muestra muy insistente. Creo que debería acatar su deseo.

–¿Ir allá abajo?

–Sí, señor.

–Bien. De todos modos no puedo ir enseguida. Tengo un compromiso importante para esta noche. Se celebra en el Club Los Zánganos el cumpleaños de Pongo Twistleton, como debe recordar.

–Sí, señor.

Hubo una breve pausa. Ambos pensábamos en la desavenencia insignificante que había surgido entre nosotros, y me sentí obligado a hacer una alusión.

–Por lo que atañe a la americana blanca, no tiene usted razón.

–Es cuestión de opiniones, señor.

–Cuando la llevaba en el Casino de Cannes, todas las mujeres hermosas se hacían señales entre sí y se preguntaban: «¿Quién es?»

–Es sabida la relajación de las costumbres en los casinos continentales, señor.

–Y cuando la describí anoche Pongo quedó entusiasmado.

–¿De veras, señor?

–Y todos los presentes admitieron que había tenido mucha suerte de hacer una adquisición extraordinaria. No ha habido ni una sola persona de parecer contrario.

–¿De veras, señor?

–Estoy convencido de que acabará por apreciar esa chaqueta, Jeeves.

–Me temo que no, señor.

Renuncié. En estos casos es perfectamente inútil hablar con Jeeves. «¡Mula terca!» es lo único que se le podría decir. Más vale suspirar y prescindir de él.

–Bueno, volviendo a lo de antes, queda absolutamente decidido que en este momento no puedo ir a Brinkley Court, ni a ningún otro sitio. Le expondré mi idea, Jeeves. Deme una hoja de papel y un lápiz y redactaré un telegrama diciéndole que iré a verla la semana próxima o la siguiente. ¡Qué diantre! Que prescinda de mí algún tiempo. Basta con tener un poco de fuerza de voluntad.

–Sí, señor.

–De acuerdo, pues. Telegrafiaré: «Espérame dentro de quince días», o algo semejante. Creo que estará bien. Luego llevará inmediatamente el telegrama a la estafeta más próxima. Y así sea.

–Muy bien, señor.

Y así transcurrió el día hasta que llegó la hora de vestirme para la fiesta de Pongo.

Pongo me había asegurado, la noche anterior mientras charlábamos, que su fiesta de cumpleaños adquiriría unas proporciones sorprendentes, y, en realidad, debo decir que he tomado parte en fiestas de mucha menor importancia. Pasaba bastante de las cuatro de la madrugada cuando regresé a casa, y me parecía que ya era hora de irse a descansar. Recuerdo que llegué a tientas hasta la cama y trepé a ella con dificultad, y tenía la sensación de que mi pobre cabeza acababa de apoyarse en la almohada, cuando me despertó el ruido de la puerta que se abría.

Aunque estaba muy adormecido, logré levantar un párpado.

–¿El té, Jeeves?

–No, señor. Es mistress Travers.

Y un momento después me pareció que entraba un huracán. Era mi querida pariente que, a las cinco de la mañana, transponía a todo vapor el umbral de mi habitación.

4

Se ha dicho con justicia de Bertram Wooster que, aunque considerase con ojos muy agudos y críticos incluso a los de su misma carne y sangre, sabía atribuir a cada uno su justo valor. Y si han seguido ustedes atentamente estas memorias mías, recordarán que a menudo se me ha presentado la ocasión de afirmar enérgicamente que la tía Dahlia es, en realidad, una buena persona.

Recordarán que se casó con el viejo Tom Travers en secondes noces, me parece que se dice así, el año en que Bluebottle ganó el Cambridgeshire, y que me indujo a escribir en el periódico que ella dirige, Milady’s Boudoir, un artículo sobre «Lo que lleva el hombre bien vestido». Es una persona genial, de espíritu amplio, con quien se charla de buena gana. En su conformación espiritual no hay huella alguna de la violencia que, por ejemplo, hace temible a la tía Agatha, la cual constituye una pesadilla para las casas de campo y una amenaza para toda la humanidad. Experimento la máxima estimación hacia la tía Dahlia, y jamás ha vacilado mi cordial aprecio por su bondad, por su carácter, por su amabilidad en general.

Establecido esto, pueden ustedes imaginarse cuán atónito me quedé al verla a mi cabecera en aquella hora desacostumbrada, tanto más cuanto que, habiendo sido huésped suyo varias veces en su casa, sospechaba que debía de conocer perfectamente mis costumbres y saber, entre otras cosas, que no recibo a nadie antes de tomar mi taza de té por la mañana. Esta irrupción en mi alcoba, precisamente cuando se sabe que descanso y soledad son necesarios, convendrán conmigo en que no es una acción propia de una persona educada.

Además, ¿qué había venido a hacer a Londres? Yo me lo preguntaba. Nadie puede esperar que una mujer concienzuda, de regreso bajo el techo conyugal después de una ausencia de siete semanas, lo abandone enseguida, a toda prisa, al día siguiente de su llegada. Todos han de imaginársela atareada en su casa, atenta con el marido, ocupada en hablar con el cocinero, en darle de comer al gato y en cepillar a su pomerano..., en suma, en ponerlo de nuevo todo en orden. Aunque tenía los ojos muy turbios, logré, hasta el límite que me lo permitían mis párpados pegados entre sí, lanzarle una mirada severa y desaprobatoria.

No pareció darse cuenta.

–¡Despierta, Bertie, bobalicón! –gritó con una voz que me traspasó de la frente a la nuca.

La tía Dahlia tiene el defecto de dirigirse a la persona que tiene enfrente como si estuviese a un kilómetro de distancia galopando en pos de los galgos. Naturalmente, es un resabio de los tiempos en que consideraban perdidas las jornadas que no hubiesen transcurrido persiguiendo algún desventurado zorro en campo abierto.

Le lancé otra mirada llena de reproche y severidad, y esta vez la notó. Mas produjo el efecto de iniciar una discusión de índole personal.

–No me guiñes los ojos de ese modo indecente, Bertie –dijo–. No sé si tienes la más mínima idea de tu aspecto; verdaderamente despreciable. Pareces algo entre una orgía cinematográfica y una ínfima criatura de charca. ¡Quién sabe dónde te habrás metido esta noche!

–He ido a una recepción oficial –contesté fríamente–. A la fiesta de Pongo Twistleton. No podía faltar. Noblesse oblige.

Está bien. ¡Levántate y vístete!

Pensé que no había oído bien.

–¿Que me levante y me vista?

–Sí.

Di media vuelta sobre la almohada con un leve gemido y en esta contingencia entró Jeeves con la bebida vivificadora. La agarré como un hombre que se está ahogando agarra un sombrero de paja. Bebí un sorbo largo... y me sentí, no diré aliviado, porque no es un sorbo de té lo que puede entonar a un individuo que ha ido a una fiesta como la del cumpleaños de Pongo Twistleton, pero, por lo menos, bastante semejante al Bertram habitual, para poder tomar en consideración la bomba que me caía encima.

Y cuanto más cavilaba, más se me escapaba la clave de la cuestión.

–Pero ¿qué es esto, tía Dahlia? –pregunté.

–A mí me parece té –fue la respuesta–. Pero tú debes saberlo mejor que yo ya que lo estás bebiendo.

Si no hubiese temido derramar la saludable bebida, habría hecho, sin duda, un ademán de impaciencia. Lo notaba.

–No hablo del contenido de esta taza –dije–. Hablo de todo esto, es decir, de tu irrupción, de tu orden de levantarme y de vestirme, y de todo lo demás.

–He hecho irrupción, como tú dices, porque mis telegramas no han surtido, según parece, efecto ninguno. Te he dicho que te levantes y te vistas, porque quiero que te levantes y te vistas. He venido a buscarte. ¡Vaya cara tan dura, decirme en un telegrama que vendrías el año próximo o algo semejante! Vendrás enseguida. He encontrado un trabajo para ti.

–Pero ¡si no lo quiero!

–Lo que tú quieres y lo que vas a tener, mi querido muchacho, son dos cosas muy diferentes. Hay en Brinkley Court un trabajo para el que hace falta un hombre. Estate preparado, hasta el último botón, dentro de veinte minutos.

–Pero no es posible que esté listo dentro de veinte minutos. No me encuentro bien.

Pareció reflexionar.

–Sí –dijo–, creo conveniente concederte un día o dos para que te repongas. Te espero el día treinta, a lo más tardar.

–Pero ¡que Dios te ampare! ¿De qué se trata? ¿Qué entiendes por trabajo? ¿Qué clase de trabajo?

–Te lo diré si te callas un minuto. Se trata de un trabajo fácil y agradable que seguramente te gustará. ¿Nunca has oído hablar del instituto Market Snodsbury?

–Nunca.

–Es un instituto en Market Snodsbury.

Le hice observar fríamente que ya lo había adivinado.

–¿Y cómo podía imaginar que un hombre de tu mentalidad lo comprendería tan rápidamente? –protestó ella–. Está bien. Pues el instituto Market Snodsbury es el instituto de Market Snodsbury, como has adivinado. Yo soy uno de los directores.

–Querrás decir una de las directoras.

–No, no me gusta decir una de las directoras. Escúchame bien, so zopenco. Había un consejo de directores en Eton, ¿verdad? Pues bien, también lo hay en el instituto de Market Snodsbury, y yo soy uno de sus miembros. Me han sido confiados los preparativos para la entrega de premios de fin de curso. Este reparto tendrá lugar el último día de clase, es decir, el treinta y uno de este mes. ¿Está claro?

Bebí un sorbo de mi vivificador elixir y bajé la cabeza en señal de asentimiento. Incluso después de la fiesta de Pongo Twistleton me hallaba en condiciones de captar una cosa sencilla como ésa.

–Te comprendo perfectamente. Veo con claridad de qué se trata. Market... Snodsbury... Instituto... Consejo de directores... Entrega de premios... Está bien. Pero ¿qué tengo que ver yo con todo eso?

–Tú tendrás que entregar los premios.

Bizqueé. Aquellas palabras me parecían desprovistas de sentido. Me parecían el inconexo y delirante discurso de una persona que hubiese permanecido demasiado tiempo bajo el sol sin llevar sombrero.

–¿Yo?

–Tú.

De nuevo bizqueé.

–Pero ¿hablas de mí?

–De ti en persona.

Por tercera vez bizqueé.

–Estás bromeando.

–No bromeo en lo más mínimo. Debía encargarse de ello el pastor, pero al regresar de mi viaje encontré una carta en la que me comunicaba que se había dislocado un tobillo y entonces tuve que renunciar a él. Puedes suponer lo desconcertada que me quedé. Telefoneé a todo el mundo, pero nadie quiso aceptar. Y repentinamente me acordé de ti.

Decidí cortar por lo sano. Nadie está más dispuesto que Bertram Wooster a hacer favores a tías dignas de estimación, pero todo tiene un límite.

–Así pues, ¿imaginas que debería entregar unos premios en tu viejo Dotheboys Hall?

–Exacto.

–¿Y echar un discurso?

–Eso es.

Reí irónicamente.

–¡Por el amor de Dios! No empieces a hacer gargarismos ahora. Se trata de una cosa seria.

–Me reía.

–¡Oh! ¿De veras? Me encanta ver que te tomas las cosas alegremente.

Rectifiqué en el acto.

–Irónicamente. No lo haré. Decididamente, no quiero hacerlo.

–Lo harás, joven Bertie, o no volverás a cruzar el umbral de mi casa. Y ¿sabes qué significa eso? Se acabaron para ti las comidas de Anatole.

Un gran escalofrío me recorrió de arriba abajo. Ella aludía a su chef, un artista. Un rey en su profesión, insuperable, tendría que decir inigualable, especialista en elaborar los víveres de un modo que se deshacían en la boca del consumidor. Siempre había ejercido sobre mí el efecto de un imán, haciéndome correr a Brinkley Court con la lengua colgando. Muchos de los momentos más felices de mi vida habían transcurrido degustando los asados y los picadillos de aquel hombre, y la perspectiva de verme privado de ellos para siempre era realmente aterradora.

–¡Oh, no!

–Ya me imaginaba que eso te sacudiría, cerdito glotón.

–No comprendo qué relación pueden tener los cerditos glotones con el modo de apreciar los guisos de un genio.

–Confieso que a mí también me gusta –admitió mi parienta–. Pero si te niegas a hacer un sencillo, fácil y agradable trabajo, no volverás a probar ni un solo bocado de sus guisos. No volverás a sentir siquiera su olor.

Me veía convertido en una fiera presa en la trampa.

–Pero ¿por qué me quieres precisamente a mí? ¿Qué soy yo? Pregúntatelo un momento.

–Me lo he preguntado a menudo.

–En fin, no soy el tipo adecuado. Para entregar premios hace falta una persona de aspecto imponente. Me parece recordar que cuando yo estaba en la escuela lo hacía, por lo general, un primer ministro o algo por el estilo.

–¡Ah, pero se trataba de Eton! En Market Snodsbury no somos tan exigentes. Basta llevar botines para impresionar a la gente.

–¿Por qué no se lo dices al tío Tom?

–¡Al tío Tom!

–¿Por qué no? Lleva botines.

–Bertie –dijo ella–, te explicaré por qué no puedo decírselo al tío Tom. ¿Recuerdas que perdí todo aquel dinero jugando al bacarrá, en Cannes? Pues bien: es necesario que le haga un poco la corte a tu tío Tom, antes de darle la noticia. Si inmediatamente después le pido que se ponga los guantes color lavanda, la chistera y que venga a entregar los premios al instituto de Market Snodsbury, habrá un divorcio en la familia. Huirá como un conejo, dejándome una carta clavada con un alfiler sobre la almohada. No, querido, te toca a ti. Vale más que te resignes.

–Pero, tía Dahlia, escucha la voz de la razón. No has escogido al hombre conveniente. En estos casos soy completamente incapaz de nada. Que Jeeves te explique lo que pasó cuando me arrastraron a pronunciar un discurso en una escuela de muchachas. Hice un papel colosal de asno.

–Y estoy convencida de que lo harás también el treinta y uno de este mes. Por eso te he elegido. Creo que como el acto será un chasco, más vale que el chasco haga reír. Me divertiré viéndote entregar los premios, Bertie. Bien, basta por ahora: supongo que querrás hacer tu gimnasia sueca. Te espero dentro de un día o dos.

Y con estas despiadadas palabras, se eclipsó dejándome presa de las más tristes emociones. Era la natural reacción a la fiesta de Pongo. No exagero si digo que tenía el alma completamente deshecha.

Y estaba sumido en la más negra desesperación, cuando se abrió la puerta y compareció Jeeves.

–Míster Fink-Nottle desea verle, señor –anunció.

5

Acogí esta comunicación con una de mis famosas miradas.

–Jeeves –dije–. ¡No esperaba esto de usted! Sabe que esta noche me he acostado tarde y que acabo de tomar el té, conoce perfectamente el efecto que puede producir la sonora voz de la tía Dahlia en un individuo que tiene dolor de cabeza y ¡viene usted a anunciarme a Fink-Nottle! ¿Le parece que es momento para un Fink-Nottle?

–El señor me dijo que quería ver a míster Fink-Nottle para aconsejarle sobre sus asuntos.

He de admitir que esta observación dio nuevo rumbo a mis pensamientos. En la intensidad de mis sensaciones me había olvidado totalmente de que la suerte de Gussie estaba en mis manos, lo cual cambiaba por completo el aspecto del asunto. ¿Cómo es posible condenar al ostracismo a un cliente? ¿Se imaginan a Sherlock Holmes rehusando conceder audiencia por haber participado la noche anterior en una fiesta con ocasión del cumpleaños del doctor Watson? Habría preferido que aquel individuo hubiera elegido otra hora para venir a consultarme, pero ya que él, como los pájaros, abandonaba el nido de madrugada, decidí recibirle.

–Está bien –dije–. Hágale pasar.

–Muy bien, señor.

–Pero, antes, tráigame una de sus bebidas especiales.

–Muy bien, señor.

Y al poco rato volvió con la saludable bebida.

Creo haber tenido ocasión, antes de ahora, de hablar de esos brebajes especiales de Jeeves y del efecto que producen, a la mañana siguiente de una juerga, sobre quien se siente colgado de la vida por un hilo. No puedo decir en qué consisten. Él dice que contienen una salsa determinada, una yema de huevo cruda y pimentón, pero yo estoy convencido de que tiene que estar mezclada también alguna otra sustancia más misteriosa. De todos modos, el efecto que producen, apenas trasegados, resulta extraordinario.

Durante un segundo te quedas en suspenso reteniendo el aliento, como si toda la creación dependiese de ti. Luego, súbitamente, te sobresaltas como si hubiese sonado la última Trompeta y el Juicio Final hubiese tenido principio con extrema severidad.

Todas las partes del cuerpo parecen pasto de las llamas. El abdomen te pesa como si estuviese repleto de lava fundida. Te quedas aturdido como si un viento huracanado soplase sobre la tierra y un martillo candente te golpeara la nuca. Durante esta fase, los oídos retumban con violencia, los globos oculares giran y la frente experimenta una sensación de hormigueo.

Y entonces, cuando uno se cree obligado a llamar al notario para arreglar los asuntos antes de que sea demasiado tarde, la situación comienza a esclarecerse. El viento amaina, los oídos dejan de silbar, los pajaritos gorjean. Suena una banda. Se percibe el sonido de los instrumentos de viento. El sol aparece, de golpe, en el horizonte.

Y al cabo de un instante sobreviene una gran paz.

Mientras acababa de vaciar el vaso, la vida volvía a florecer en mí. Recuerdo que Jeeves, quien tiene un modo de hablar muy exacto, aunque a veces se salga de tono en cuestión de trajes y de consejos a los enamorados, lo comparó una vez a alguien que, librándose de las losas sepulcrales, accediese a altas esferas. Eso era lo que me sucedía a mí en aquel momento. Sentía que el Bertram Wooster que yacía sobre las almohadas se había vuelto otro Bertram Wooster, más fuerte y más hermoso.

–Gracias, Jeeves –dije.

–No hay de qué, señor.

–El resultado ha sido espléndido. Ahora me siento en condiciones de enfrentarme con los problemas de la vida.

–Me alegro mucho, señor.

–¡Lástima que no bebiera una dosis antes de hablar con la tía Dahlia! Pero de nada sirve deplorarlo. Hábleme de Gussie. ¿Qué tal le fue en el baile de máscaras?

–No llegó a ir, señor.

Le miré severamente.

–Jeeves –dije–. Admito que después de su brebaje me encuentro mucho mejor. Pero ¡no se fíe demasiado! No está bien que se quede usted cerca de mi lecho de dolor, contándome cuentos. Metimos a Gussie en un taxi y partió en dirección al baile de máscaras. Seguro que llegó.

–No, señor. Según supe por boca de míster Fink-Nottle, entró en el taxi convencido de que la fiesta a la que estaba invitado debía celebrarse en el número 17 de Suffolk Square, y en cambio, era en el número 71 de Norfolk Terrace. Estas aberraciones de la memoria no son raras en individuos que, como míster Fink-Nottle, pertenecen esencialmente al llamado tipo «soñador».

–Podría llamársele también el tipo que siempre piensa en las musarañas.

–Sí, señor.

–¿Y qué más?

–Al llegar al número 17 de Suffolk Square, míster Fink-Nottle intentó en vano pagar la carrera.

–¿Y qué se lo impidió?

–El hecho de no tener dinero, señor. Descubrió que lo había dejado, junto con la tarjeta de invitación, sobre la repisa de la chimenea de su dormitorio, en casa de un tío suyo, donde se hospeda. Ordenó al taxista que aguardase, tocó el timbre, y al criado que fue a abrirle le dijo que pagara la carrera, añadiendo que era uno de los invitados a la fiesta. El criado negó la existencia de bailes por aquellos parajes.

–¿Y le dejó en la calle?

–Sí, señor.

–¿Y después?

–Míster Fink-Nottle volvió a subir al coche y dio las señas de la casa de su tío.

–Era una justa inspiración. No tenía más que tomar dinero y tarjeta y estaría al cabo de la calle, como suele decirse.

–Debí decirle, señor, que míster Fink-Nottle había olvidado también la llave de la casa sobre la repisa de la chimenea de su habitación.

–Le bastaba con tocar el timbre.

–Lo tocó, señor, durante un cuarto de hora largo. Luego recordó que, además de que la casa está oficialmente cerrada y el servicio de vacaciones, él había concedido también permiso al portero para que fuese a visitar a su hijo marinero, a Portsmouth.

–Un desastre, Jeeves.

–Sí, señor.

–Esos tipos soñadores existen, ¿verdad?

–Sí, señor.

–¿Y qué sucedió entonces?

–Míster Fink-Nottle comenzó a percatarse de que su posición con respecto al taxista se volvía equívoca. Las cifras del taxímetro habían alcanzado una suma notable y él se encontraba en la imposibilidad de saldar su deuda.

–Tenía que explicar lo que le había sucedido.

–No es posible dar explicaciones a los taxistas, señor. Si lo intenta sólo tropezará con un extraordinario escepticismo respecto a la buena fe.

–Yo hubiera puesto pies en polvorosa.

–La misma idea debió de ocurrírsele a míster Fink-Nottle. Procuró alejarse corriendo y el taxista, al intentar retenerle, le asió por el sobretodo. Míster Fink-Nottle logró librarse del sobretodo y

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