El arte de no decir la verdad
Por Adam Soboczynski
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Información de este libro electrónico
«Una guía sui géneris para ayudar al lector a abrirse paso en la intrincada jungla posmoderna» (Jacopo Nesti, Metropoli).
A lo largo de treinta y tres historias ejemplares, el autor demuestra que el arte del fingimiento, que jugaba un papel esencial en la vida cortesana, experimenta un nuevo auge en la era capitalista. En esta vida no hay que ser auténtico, sino fingir para parecerlo. Un tipo casado que liga en una fiesta, un empleado que se busca la ruina por responder a un correo electrónico, un escritor fracasado, una joven historiadora del arte que pasa un fin de semana en una isla remota o una maquetista de una revista de moda con problemas con los hombres son sólo algunos de sus personajes. Hilarante, ameno y agudo, pero a la vez profundo, brillante y provocativo, corresponde al lector decidir si se toma este texto inclasificable como un retrato crítico de nuestra sociedad o como un peculiar manual de instrucciones para triunfar en ella.
Adam Soboczynski
Adam Soboczynski (1975, Torun, Polonia) vive en Berlín, y es colaborador habitual del suplemento del semanario Die Zeit. En 1981 su familia se trasladó a Alemania, donde se doctoró años más tarde con una tesis sobre Heinrich von Kleist. Está considerado el escritor y periodista más notable de su generación. En 2005 le fue otorgado el premio de periodismo Axel Springer, y en 2007 publicó su primer libro Polski Tango, con una gran acogida, superada en 2008 con su siguiente título, El arte de no decir la verdad, traducido al italiano, francés, holandés y polaco.
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El arte de no decir la verdad - Francesc Rovira Faixa
Índice
Portada
NOTA PREVIA
1. CÓMO RECHAZAR CONSIDERADAMENTE A LAS MUJERES ENAMORADAS
2. CONTROLAR LOS ARREBATOS
3. FINGIR
4. MOSTRAR INTERÉS
5. PARECER AUTÉNTICO
6. MOSTRARSE MODERADAMENTE MODESTO
7. NUNCA PARECER PERFECTO
8. APROVECHAR EL MOMENTO OPORTUNO
9. DE QUIÉN DEBEMOS PROTEGERNOS
10. SER CAPAZ DE DISCULPARSE
11. HACERSE EL OFENDIDO DE VEZ EN CUANDO
12. SABER DOSIFICARSE
13. SABER ENCAJAR LA DERROTA
14. EMBAUCAR
15. MOSTRAR INDIGNACIÓN MORAL
16. ABANDONAR LA FIESTA EN EL MOMENTO JUSTO
17. UTILIZAR EL HUMOR
18. INSPIRAR CONFIANZA
19. PARECER CULTO
20. RESULTAR MISTERIOSO
21. SIMULAR UN ACUERDO
22. COQUETEAR CON LA PROPIA COMPLEJIDAD
23. PONER FURIOSOS A LOS DEMÁS
24. CULTIVAR BUENAS MANERAS
25. CAMBIAR DE OPINIÓN
26. CAPEAR LAS SITUACIONES EMBARAZOSAS
27. NO HACERSE NUNCA PESADO
28. VESTIRSE CON HABILIDAD
29. ENGAÑARSE A SÍ MISMO
30. ESTAR DELGADO
31. HACER CARAMBOLAS
32. MIRAR A LOS DEMÁS CON CARIÑO
33. SEDUCIR
Créditos
NOTA PREVIA
Este libro, apreciada lectora, apreciado lector, contiene treinta y tres historias que tratan de cómo desenvolverse con habilidad en un mundo en el que acechan las trampas y reinan las intrigas. El arte del fingimiento, con una tradición milenaria a sus espaldas, experimenta un retorno.
Todas estas historias ocurrieron exactamente o casi como se relatan; sólo se han modificado los nombres de las personas, en ningún caso sus rasgos ni su profesión, como tampoco el lugar en el que transcurre la acción.
Y adelante el arte lo que comenzó naturaleza.
BALTASAR GRACIÁN
1. CÓMO RECHAZAR CONSIDERADAMENTE
A LAS MUJERES ENAMORADAS
Una situación peliaguda: alguien está enamorado de uno, pero uno no le corresponde. En un caso así, la cortesía obliga a proceder con delicadeza.
Pongamos que usted es un hombre. En la fiesta de cumpleaños de una vieja amiga suya, hacia la una de la madrugada, conoce a una mujer. Ya está comprometido, pero la mujer lo ignora, y usted tampoco se apresura a revelarle que sale con alguien que esa noche se ha quedado en casa por culpa de un ligero resfriado. Tiene dos motivos para ocultarle esta información: por un lado, no hacerlo sería tomado como una ofensa. Una breve mención a la persona con la que comparte su vida sería una manera tosca de dar a entender a la mujer de esa noche que se ha percatado de su interés por usted. Por otro lado, oculta su relación porque el encuentro no está desprovisto de cierta tensión incipiente que a usted, por lo menos durante las horas que dura una fiesta, le apetece saborear.
Habla del trabajo, de sus dificultades de relación con el jefe, de viajes pasados y futuros (¡Roma, Finlandia en otoño!), de si cocinar es divertido o más bien irritante, y tras la tercera copa de vino, que les ha soltado la lengua a ambos, usted y la mujer de esa noche están de un humor divertidojovial. Observan y critican a los demás invitados. Intercambian comentarios despectivos sobre una mujer de edad madura que se muestra extraordinariamente animada.
Criticar permite medir el grado de familiaridad. El que critica expresa abiertamente sus pensamientos más bajos, y espera de ellos que sean apreciados. Esa noche, efectivamente, son apreciados: usted y la mujer se ríen juntos. De pronto se ha hecho muy tarde, en algún lugar cae al suelo una botella de cerveza, cuatro mujeres achispadas bailan exaltadas al son de una canción hortera de los ochenta. Usted se mantiene apartado del tumulto, en un rincón solitario, y casi se produce un impensado contacto con su interlocutora, la insinuación de un beso. ¡Hora de marcharse! Tras la cuarta copa de vino, que alberga en su seno el peligro de un encuentro incontrolable, abandona precipitadamente la fiesta. Con el pretexto de tener un montón de trabajo a la mañana siguiente, se despide de su nueva amistad con un discreto abrazo mientras acuerdan encontrarse pronto para tomar un café.
Algo resultaba molesto. ¿Quizá su risa demasiado escandalosa? ¿O aquellos agresivos zapatos de punta que sugerían falta de clase? Al fin y al cabo, son siempre estas nimiedades las que acaban decidiendo en cuestión de amores. Aunque quizá se trataba sencillamente del temor mezquino a las complicaciones que traen consigo las aventuras amorosas, a la confesión que, tarde o temprano, no habría podido evitar: efectivamente, usted ya está con alguien, aunque, bueno, ¡faltaría más!, tampoco tiene nada contra un romance sin compromiso. Ah, pero habría que hablar. No le gusta hablar de una relación antes de que empiece. Después de todo, seguramente los zapatos no han tenido nada que ver.
Dos días más tarde, naturalmente, llega su SMS: «¿Un café? ¿Hoy? ¿O mejor mañana?» Redactado con intencionado buen humor. ¿Qué hacer? Nada, será lo mejor. No reaccionar. Aunque... no responder justo después de la fiesta... no puede ser. Mejor: ganar algo de tiempo. Así que responde: «Encantado, pero ahora demasiado ocupado. Escribo próxima semana. ¡Besos!»
Al cabo de una semana, no escribe nada de nada. Un modo ejemplar de cortar el contacto. Ahora, la rechazada tiene una mala opinión de usted. Ya contaba con ello, pues aquel que pretende rechazar a la enamorada con delicadeza debe dar cuanto antes la impresión de ser una persona de poco fiar, y sobre todo de ser una persona enormemente difícil. Difícil, no malvada, naturalmente... ¿Quién sabe si la enamorada volverá a encontrarse alguna vez con usted? ¿O si, mediante calumnias, intentará dañar su reputación?
Rechazar consideradamente a las mujeres enamoradas jamás debe perjudicar al rechazador. Se trata más bien de conseguir con maestría que las enamoradas crean que son ellas las que han perdido el interés por uno. Tratar a las mujeres enamoradas con delicadeza significa hacer brotar en ellas el autoengaño.
Por otro lado, resulta particularmente enojoso el caso en que, por culpa de una lacónica retirada, a uno se le atribuye cierta aura de misterio; el caso en que las mujeres, debido al presunto carácter complicado de uno, se sienten atraídas por él y lo quieren curar, motivo por el cual escriben un segundo e incluso un tercer SMS de no menos excelente humor. En este caso, lo único que da resultado es un obstinado silencio.
Sin embargo, como es de suponer, en esa fiesta no todo el mundo es tan prudente como usted. La mayoría, tras la cuarta copa de vino, hace lo posible por abandonarse al viejo juego de los cuerpos. Entonces, a lo sumo unos pocos días tras el primer encuentro, en algún dormitorio sonará de fondo una música suave. Y a la mañana siguiente alguien se sentará a la mesa de la cocina, mirará por la ventana, removerá su taza y fingirá estar de un humor excelente. Y presentirá que, tras una tórrida noche de amor, volverá a ser objeto del deseo. En estos casos, resulta muy socorrida la argumentación, tan manida, de que no se está preparado, que la última relación ha sido tormentosa y traumática, que sencillamente todavía no se ha superado, no se ha recobrado el equilibrio, y que las heridas del alma, aún sin cicatrizar, impiden brotar al nuevo amor, por otro lado tan maravilloso. En ese momento, hay que poner ojos tristes y encogerse de hombros. También se puede mostrar cierto desconcierto. Al menos a algunas enamoradas, eso las desalienta. A otras no.
Existen las enamoradas pertinaces. Las enamoradas pertinaces inquieren el verdadero motivo de la falta de amor; las enamoradas pertinaces, las muy infelices, presienten que uno miente. Pero ¿y si es el aspecto externo lo que no nos es del todo satisfactorio? Resulta impensable responder que la culpa es de la edad, del exceso de kilos, de la piel desagradable de la mujer enamorada. En un caso así, hay que responder siempre con evasivas, mostrando un enorme desconcierto, alegando que cuesta expresar en palabras las cuestiones de amor. Lo que, bien mirado, es completamente falso, pero constituye una afirmación cuya plausibilidad goza del asentimiento general.
Sólo a los bárbaros, los dictadores y los jeques puede no importarles cómo rechazar consideradamente a las mujeres enamoradas. Todos los demás, presten atención: el amor no correspondido sólo se extingue mansamente cuando la enamorada cree, erróneamente, que se ha dejado engañar por la primera impresión que se ha llevado de su enamorado.
2. CONTROLAR LOS ARREBATOS
Los arrebatos incontrolados, ya sean de alegría o de cólera, deben evitarse casi siempre. Exponen nuestras intenciones y nuestras debilidades al oponente. El carácter exaltado es propenso a cometer errores; el pensamiento frío es la base de la inteligencia.
A menudo, el destinatario de un correo electrónico impertinente se enfada con razón. El impulso de responder inmediatamente con un correo todavía más impertinente es enorme. En este caso, lo primero que hay que hacer, en lugar de precipitarse sobre el teclado hecho un basilisco, es tranquilizarse.
Los correos insolentes se suelen camuflar bajo la apariencia de exigencia legítima: «Apreciado señor Walter, tal como acordamos, aquí tiene mi cuenta de gastos correspondiente al viaje a Roma. Agradecería se me abonara una transferencia en el menor plazo posible. En breve le haré llegar los comprobantes. Atentamente, Hans Strass.»
El señor Walter, empleado en una prestigiosa agencia inmobiliaria, había encargado al señor Strass, trabajador por cuenta propia, que viajara a Roma con el objetivo de vender dos inmuebles. Su jefe le había rogado insistentemente que, dado que la empresa se encontraba en una situación financiera algo delicada, organizara un viaje económico. Por ello, el señor Walter había acordado con el señor Strass una estancia de tres días con alojamiento en un hotel de dos estrellas.
¡Menudo susto se llevó el señor Walter al abrir el archivo adjunto con el listado de los gastos! En lugar de tres, el señor Strass había pasado siete días en Roma, y además alojado en el Grand Hotel Parco dei Principi, frente a los jardines de Villa Borghese. El señor Walter, temiendo el rapapolvo de su jefe, visualizó al señor Strass en su cabeza: repantigado en el jacuzzi mientras sorbía un cóctel con una sonrisa irritante en el rostro, haciendo subir mujeres jóvenes a su habitación y fumando grandes puros en el vestíbulo del hotel. Así que el señor Walter, corroído por envidiosos pensamientos sobre la Ciudad Eterna, se precipitó sobre el teclado hecho un basilisco: ¿con qué derecho se permitía el señor Strass semejante desfachatez? En primer lugar, las facturas no se enviaban por correo electrónico, sino por correo postal y acompañadas de los correspondientes justificantes. Dejando esto de lado, que ni se le pasara por la cabeza que nadie de la respetable casa le abonaría aquella suma exorbitante.
¡En ese momento, el señor Walter no podía saber que, en Roma, el señor Strass, haciendo gala de sus magníficas habilidades negociadoras, había cerrado unos contratos de compraventa extremadamente ventajosos! En su fuero interno, el jefe estaba tan admirado que había decidido no sólo ofrecer al señor Strass un contrato fijo, sino convertirlo en uno de sus más estrechos colaboradores.
Los correos hostiles casi siempre se reenvían. Por norma general, al jefe. Y así fue también en nuestro caso. Unos minutos más tarde, el jefe, un hombre robusto en la cuarentena, se abalanzaba sobre el señor Walter con el rostro encendido de ira: ¿se había vuelto loco? ¡Importunar de ese modo al amable señor Strass por un par de euros! ¿Quién se había creído, para darse aquellos aires? ¿Es que él, el jefe, tenía que encargarse personalmente de todos los asuntos del negocio?
El señor Walter, agitándose alterado en su silla, palideció: ¿qué había hecho mal? El jefe no respondió, hizo un gesto despectivo con la mano, sacudió la cabeza y, dando un portazo, abandonó el despacho con todo el aspecto de estar disgustado.
¡Qué mal durmió el señor Walter las noches siguientes! Haber perdido la simpatía del jefe de aquella manera se le hacía insoportable. Desde que su hija se había ido de casa y su mujer había fallecido, la agencia era para él como un elixir de vida en medio de una existencia, por lo demás, poco dada a las alegrías. ¡Cómo habían cambiado los tiempos!, reflexionaba a menudo el señor Walter durante esas noches mientras daba vueltas cansinamente en la cama. Antes, cuando aún estaba el viejo, el padre de su jefe actual, el mundo guardaba un orden. Ciertamente, el padre tampoco tenía un carácter fácil y solía beber a escondidas, lo que le confería un humor voluble, pero en aquel entonces todavía valía el principio la palabra es de oro. El viejo nunca habría tergiversado los hechos de un modo tan burdo («¡un par de euros!»), nunca le habría humillado de aquella manera.
Resulta fácil advertir que el señor Walter cometió dos errores graves. No sólo no contempló la posibilidad de comentar primero discretamente con su jefe la contrariedad que suponía una factura excesiva, sino que además, no pudiendo reprimir su arrebato, se había precipitado a contestar el correo irreflexivamente. Sin duda alguna, su respuesta rezumaba una vieja antipatía hacia