Viva
Por Patrick Deville
3.5/5
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México, 1937. León Trotski y su esposa, Natalia Ivánovna, desembarcan del petrolero noruego Ruth en el puerto de Tampico. Huyen de Stalin, y los acogerá en su casa la pintora Frida Kahlo. Por aquellos años, en Cuernavaca, el escritor británico Malcolm Lowry invoca sus demonios, bebe y escribe Bajo el volcán. El México de la década de 1930 es un hervidero político y cultural, donde se cruzan o viven sin llegar a cruzarse jamás expatriados y autóctonos que van a forjar revoluciones políticas y estéticas que dejarán huella en el siglo XX. Y así, entre Trotski y Lowry, ejes de esta concisa novela río, van apareciendo en las páginas del libro la fotógrafa Tina Modotti; un Sandino que trabaja en Huasteca Petroleum y será después líder guerrillero en su Nicaragua natal; el enigmático Ret Marut, que ha llegado desde Europa, donde ha sido agitador político, y firmará con el seudónimo de B. Traven El tesoro de Sierra Madre; Antonin Artaud en busca de los tarahumaras, Diego Rivera, André Breton, Graham Greene, el poeta boxeador Arthur Cravan... Personajes en busca de un sueño, de un ideal. Esta seductora novela se suma al ciclo de viajes narrativos por el mundo y la historia de Patrick Deville, del que también forman parte Peste & Cólera y Ecuatoria. En estas obras el autor va trazando un mapa de nuestro contradictorio mundo a través de personajes tocados por el genio o la locura. Y demuestra libro tras libro su maestría literaria. «Deville bulle, su escritura palpita, su sed de absoluto ha encontrado su objeto. Entre el idealismo político y el culto a la literatura, el escritor ha encontrado su volcán; jamás ha estado más cerca de sus obsesiones, fiel al desafío de dar vida y gloria a quienes sirven a una causa que ponen por encima de su propia existencia» (Valérie Marin La Meslée, Le Point). «No es la multitud de personajes lo que convierte Viva en un gran libro. Viva es un gran libro por la energía del gesto que lo concibe, un concentrado puro de Deville, con esa capacidad de pasear al lector por el mundo y por el tiempo. Sin perderlo jamás, arrastrándolo al vértigo y la ebriedad de un vals tan vivo que cada frase necesita de la siguiente para no perder el equilibrio» (Jean-Baptiste Harang, Le Magazine Littéraire). «El resultado es vertiginoso. La Historia se convierte en un juego teatral en el que las puertas se abren y se cierran, con encuentros y contactos que no llegan a producirse. Escrito con erudición, refinamiento y humor. Viva Deville» (Emmanuel Hecht, L’Express). «Un libro sobre el absoluto –revolucionario y literario– de una vertiginosa maestría» (Elisabeth Philippe, Les Inrockuptibles). «Un fresco deslumbrante» (Catherine Simon, Le Monde). «Un novelista fabuloso» (Le Figaro).
Patrick Deville
Patrick Deville (Saint-Brevin-les-Pins, Loira Atlántico, 1957) es diplomado en Literatura Francesa y Comparada y en Filosofía, y fue agregado cultural en el Golfo Pérsico. Es director de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) en Saint-Nazaire. Anagrama ha publicado El catalejo, Pura vida: «La historia convertida en prosa literaria gracias a Deville, la literatura transformada en historia gracias a este escritor francés de envergadura universal» (J. J. Armas Marcelo, El Mundo); Peste & Cólera (Prix des Prix, Premio Femina, Premio FNAC): «Se lee como las mejores novelas de aventuras... Obra maestra» (Alberto Manguel, El País); «Una hermosa, estimulante y multidisciplinar obra maestra» (Robert Saladrigas, La Vanguardia); «El libro deslumbra como un buen poema, ilumina como un buen relato y como novela, surgida de una vida real, es maravillosa» (José Carlos Llop, Diario de Mallorca); Ecuatoria: «Como en un tapiz de múltiples hilos, Ecuatoria entrelaza las abominaciones y absurdos del siglo XIX con las del nuestro» (Alberto Manguel, El País); «Deville trata de socavar la historia oficial, la de los colonizadores, y ofrecernos una visión más compleja del continente africano» (Germán Gullón, El Mundo); y Viva: «El último eslabón, por ahora, de ese gran ciclo de novelas con el que Deville está dando su particular vuelta al mundo» (Elena Hevia, El Periódico); «Los lectores de Peste & Cólera y Ecuatoria –cabe pensar que entusiastas– van a redoblar su fervor hacia Patrick Deville cuando lean Viva. Deville se supera a sí mismo, lo que parece difícil» (Manuel Hidalgo, El Mundo).
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Viva - José Manuel Fajardo
Índice
Portada
EN TAMPICO
DE TAMPICO A CIUDAD DE MÉXICO
EN CIUDAD DE MÉXICO
TRAVEN & CRAVAN
GRIEG & LOWRY
LA CASA AZUL
EN KAZÁN
ÚLTIMO AMOR
EL ENEMIGO DE CLASE DESEMBARCA EN ACAPULCO
LOWRY & TROTSKI
EN HIPÓDROMO
AGAVE
EN COYOACÁN
ÚLTIMAS MORADAS
LA PEQUEÑA BANDA
TINA Y ALFONSINA
LOS PIES EN LA TIERRA
EN CUERNAVACA
EL CONTRAPROCESO
MALCOLM & GRAHAM
LA CIUDAD DE LA NOCHE TERRIBLE
LLOYD & LOY
EN VANCOUVER
RUMBO A LOS DOMINIOS DE LOS TARAHUMARAS
EN GUADALAJARA
MALC & MARGE
TRAVEN & TROTSKI
EL MEOLLO
LAST DRINK
LA NORIA
AGRADECIMIENTOS
Créditos
Notas
Hay un encuentro marcado tácitamente entre las generaciones pasadas y la nuestra. Se nos esperaba en la tierra.
WALTER BENJAMIN, Sobre el concepto de historia
EN TAMPICO
Todo comienza y acaba con el ruido que hacen aquí los picadores de herrumbre. Los capitanes y los armadores desconfían de los marineros desocupados en los muelles. De ahí la pica, el bote de pintura y el pincel. El paisaje portuario es el de un filme de John Huston, El tesoro de Sierra Madre. Grúas y pontones, puntales de carga y plataformas, palmeras y cocodrilos. Y el olor a petróleo y a suciedad grasienta, a brea y a alquitrán. Y una llovizna caliente que lo moja todo esta tarde, y la silueta furtiva de un hombre que no es Bogart, sino Sandino. A punto de cumplir los treinta, parece que tiene veinte; es frágil y de baja estatura. Sandino lleva atuendo de mecánico, con la llave inglesa en el bolsillo; comprueba que no le están siguiendo, se aleja de los diques rumbo al barrio de las cantinas, donde tiene lugar la reunión clandestina. Tras haber abandonado Nicaragua y corrido mundo durante bastante tiempo, el mecánico marinero Sandino deja su petate y descubre el anarcosindicalismo. Es obrero en la Huasteca Petroleum de Tampico.
Al fondo de los callejones del puerto se encienden las lámparas, los conspiradores se reúnen en la penumbra de una trastienda alrededor de Ret Marut, el más aguerrido. Éste ha llegado a México como fogonero a bordo de un navío noruego. Dice ser marino polaco o alemán, un revolucionario. Bajo la gorra proletaria se ve un rostro común, con un pequeño bigote que le da aspecto de anarquista de la banda del francés Bonnot. Al término de la Primera Guerra Mundial, Ret Marut participó en el intento de insurrección de Múnich. Condenado a muerte, desapareció y cambió de nombre con frecuencia, comenzó a escribir poemas y novelas, a combatir la soledad con el lápiz y a acumular cuadernos. Muy pronto enviará a Alemania El tesoro de Sierra Madre, cuya acción transcurre en Tampico, y que firma con uno de sus seudónimos: Traven. Utilizará decenas de ellos. Para la fotógrafa Tina Modotti, en México, él será Torsvan.
En cuanto a Sandino, sale de la cantina en plena noche, fortalecido por esos consejos polacos o alemanes, con la cabeza llena de llamas revolucionarias, y se apresura en la lluvia bajo los conos naranjas de las farolas de sodio. Bien que podríamos seguirle. Le veríamos regresar a Nicaragua, cambiar el mono de obrero de la refinería por la vestimenta de jinete, con las cartucheras cruzadas sobre el pecho y el sombrero Stetson, tomar el mando de la guerrilla y convertirse en el glorioso general Augusto César Sandino, el «general de los hombres libres», en palabras de Henri Barbusse. Le veríamos cabalgar a la cabeza de su batallón de plebeyos que nunca será vencido, empujando hasta el mar al ejército de ocupación de los gringos y prosiguiendo la gran obra de Bolívar. La cabalgata de las tropas sandinistas levanta sobre el horizonte el polvo amarillo de la Nueva Segovia de Nicaragua. Pero no le seguiremos. En la bruma del calor, otro petrolero noruego, una gran muralla roja y negra, atraviesa el golfo de México y se acerca al puerto de Tampico. A bordo de él, otro revolucionario escucha el ruido de los picadores de herrumbre y los gritos de las aves marinas.
DE TAMPICO A CIUDAD DE MÉXICO
Al pie de la escala de desembarco del Ruth, petrolero noruego en lastre, al proscrito Trotski le devuelven la pequeña pistola que le confiscaron al embarcar, tres semanas antes. Quien comandó uno de los ejércitos más importantes del mundo desliza en su bolsillo toda la potencia de fuego que le queda. Es un hombre de alborotados cabellos blancos y edad madura, cincuenta y siete años, y a su lado, con el cabello gris, está su mujer: Natalia Ivánovna Sedova. Están pálidos, deslumbrados por el sol después de la penumbra del camarote. En una fotografía se ve a Trotski tocado con una gorra blanca de golf muy poco marcial. En el muelle les recibe un general en uniforme de gala, con algunos soldados y una joven mujer de negros cabellos trenzados y recogidos en un moño. Los acompañan hasta la estación de Tampico.
Ahora van los cuatro en el vagón revestido de madera. Delante de ellos dos están el general Beltrán, de uniforme oscuro y rostro severo, y la joven, que viste una blusa indígena multicolor en la que predomina el amarillo. Sus cejas son muy negras, y se juntan en el nacimiento de la nariz como las alas de un mirlo. El Hidalgo es el tren personal del presidente Lázaro Cárdenas. El pintor muralista Diego Rivera le ha convencido de que conceda un visado al proscrito, salvándole así la vida. Estamos en 1937, tres años después del asesinato de Sandino en Managua a manos de los esbirros del general Somoza. La noticia había llegado con retraso a Francia y a Barbizon, donde todavía se ocultaba Trotski. La dictadura somocista se ha instalado en Nicaragua, el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania y el estalinismo en Rusia. En España hay guerra y muy pronto llegará la derrota de los republicanos y la victoria del franquismo. Desde hace diez años, Trotski es un vencido errante que recorre el planeta. La locomotora lanza un chorro de vapor. Ahí está él, de nuevo en un tren. Y por primera vez, en un tren mexicano.
Trotski conoce las imágenes de los hombres de Pancho Villa sentados en los techos de los vagones, con sombreros y cartucheras cruzadas sobre el pecho. Conoce el México insurgente, de John Reed, el joven escritor que había escrito después Diez días que estremecieron el mundo, alabando la Revolución Rusa. Vuelve a ver los trenes en los que ha recorrido Europa al capricho de sus exilios. Su propio tren blindado, con la estrella roja avanzando en la nieve, que hizo montar en la época en que fue comisario del pueblo de la Guerra, cuando comandaba a cinco millones de hombres antes de convertirse en un simple proscrito en fuga sentado en una banqueta frente a la joven de cabellos negros recogidos con peinetas de nácar y cintas, un bello pájaro multicolor que quizá le esté recordando a Larisa Reisner y la toma de Kazán, que fue la primera victoria del Ejército Rojo y de la cual se cumplirán pronto veinte años.
Frida Kahlo fija la mirada, a través de las gafas redondas del proscrito, en los ojos profundamente azules de éste y le sonríe. Ella no llega a los treinta. Su marido, Diego Rivera, es célebre en el mundo entero, pero este hombre todavía lo es más. Ha dividido en dos la Historia. Avanzan junto al río Pánuco y luego pasan las lagunas, a la salida de la ciudad. No van muy rápido. El Hidalgo es menos potente que aquel tren blindado en el que él vivió durante más de dos años enlazando los distintos frentes, desde Moscú hasta Crimea, mientras hacía replegarse al Ejército Blanco de Wrangel. Este paisaje desconocido se deseca a medida que la vía férrea deja atrás la costa y llega a los llanos, alejándose de las riberas tropicales de Tampico y del agitado y verde mar Caribe. Van sucediéndose al azar los pueblos, las calles polvorientas, las casas de madera, las tiendas de ultramarinos, las misceláneas, un río, las barcas repletas de mercancías y los rebaños de vacas. Son varias horas de encierro en un tren de madera barnizada, cada uno perdido en sus pensamientos. Trotski y Natalia Ivánovna acaban de escapar de la muerte en Noruega. Temen que les tiren en marcha, o que se maquille su muerte como un suicidio. No tienen idea de lo que les espera.
Si le fuera posible disfrutar del anonimato, Trotski se bajaría en una de esas pequeñas estaciones que tanto le hubieran gustado a Tolstói, en medio de los indios y los peones. Conoce la vida granjera, el olor del heno, el chirriar de los ejes de las carretas y el horizonte rojo sobre la planicie. Podría leer libros, cultivar su jardín. Muchas veces ha tenido que hacer un esfuerzo para apartarse del retiro y de los libros, para regresar a la ciudad y a las furias de la Historia. Después de la Revolución, sí, después del triunfo mundial de la Revolución, se bajó del tren, para leer y escribir, para cazar y pescar, como ha hecho cada vez que ha sido vencido. Las partidas de caza en los pantanos de Alma-Ata, durante su exilio en Kazajistán tras la victoria de Stalin. Y luego las salidas para pescar en barco cada mañana alrededor de la isla turca de Prinkipo, una vez que Stalin le expulsó rumbo a Estambul.
El tren trepa hacia los volcanes, hacia el altiplano, hacia una maleza seca y una tierra pobre ante la cual su padre se habría encogido de hombros y escupido sobre el polvo; el viejo Bronstein, que había muerto de tifus quince años antes, el campesino de las llanuras de trigo de Ucrania. El joven que había crecido entre aquellas casas de adobe era demasiado brillante para quedarse en la granja. El alumno excelente, primero en todo, abandona el trabajo del campo y se cuela en el magro numerus clausus que el zar asigna a los estudiantes judíos. Lev Davídovich Bronstein es un joven racional que desconfía de las pasiones. Más tarde será escritor, ahora es el momento de la ciencia y del activismo político en los astilleros de Odesa. Redacta libelos, arenga a obreros que tienen la edad de su padre, descubre el poder del verbo y el don natural del carisma que posee: el poder de sus palabras sobre el ánimo de los obreros y sobre el de Aleksandra Lvovna.
Descubre también la prisión y, en la celda, consolida su pensamiento a expensas del zar y de sus carceleros, estudia idiomas. A los veinte años le llega la deportación a Siberia, el tren, el bosque, la cabaña, la lectura, el matrimonio durante su confinamiento con la bella Aleksandra Lvovna, que le ha seguido, y las dos pequeñas: Nina y Zina. Él tendrá el coraje de abandonarlas, de huir solo, porque la Revolución, con el furor de un dios bíblico, le ha ordenado abandonar a su mujer y a sus hijas en un arrebato heroico y brutal, como los que se ven en las vidas de los santos y de los profetas. Ése es el comienzo de sus falsas identidades.
Lev Davídovich Bronstein, a quien sus amigos llamarán a lo largo de su vida LD y luego el Viejo, posee un pasaporte falso a nombre de Trotski, y con éste entrará en la Historia. Se esconde en una carreta, llega a Irkutsk, se sube al Transiberiano. Su fuga le lleva a Austria y luego a Zúrich, a París y al encuentro con Natalia Ivánovna, quien acaba de cursar estudios de botánica en Ginebra. Ella está sentada a su lado, decenas de años más tarde, en ese tren Hidalgo del presidente Cárdenas, y duerme apoyada en su hombro. También él dormita, entrevé la mirada del general Beltrán y la de la misteriosa mexicana de las cejas negras, la del mirlo sobre la frente y los labios rojos.
La locomotora va cada vez más lenta conforme sube las cuestas y tira de sus vagones hacia Ciudad de México y sus dos mil metros de altitud; y el cielo de enero, en el que dan vueltas los zopilotes con sus negras alas, se torna límpido y dorado. Él se siente un poco perdido después de esas tres semanas en el mar. Bien que podría estar en 1905 mientras el Cristo Rojo despliega sus alas sobre San Petersburgo y llama a su presencia a los apóstoles y los mártires. Los pobres mueren bajo la nieve de enero delante del Palacio de Invierno. De todos aquellos a cuya cabeza se ha puesto precio, Trotski es el único que está de regreso en Rusia desde los primeros días del motín, bajo la identidad de Vikentiev, noble propietario. Tiene la compostura y el aire de uno de ellos. Se declara el estado de sitio. Se pone a la cabeza del sóviet y su modelo es la Revolución Francesa. Cita a Danton desde la tribuna: «¡Organización, más organización, siempre organización!» Pronto llega el caos, la desbandada, el fracaso, la fortaleza de Pedro y Pablo, los diez meses de prisión preventiva, el proceso y, después, de nuevo Siberia y el tren. En el andén va vestido de presidiario. La policía del zar, con culpable falta de profesionalidad, le ha dejado en los pies sus zapatos europeos, en cuyos tacones huecos lleva monedas de oro y papeles falsos, como en una novela de Dumas.
Los deportados se enteran de que su destino es Obdorsk, más allá del Círculo Polar. En la escala en Beriózovo, Trotski simula un ataque de ciática, como ya ha practicado antes. Una vez que lo dejan solo al final de la cola, durante la espera del siguiente tren, soborna al guardián y al enfermero, compra un trineo, una zamarra y un tiro de renos, contrata un guía y se fuga a través de la taiga. En Mi vida, construirá el relato de su evasión con frases como las que uno leería en un texto de Jack London: «El trineo se desliza suavemente, sin ruido, como una barca por un tranquilo lago. El bosque, en la espesa penumbra, parece aún más gigantesco. Yo no veo por dónde va el camino y apenas siento moverse el trineo. Los árboles fascinantes parecen venir corriendo hacia uno, las ramas se precipitan ruidosamente a los lados, los viejos troncos desnudos y cubiertos de nieve desfilan alternando con los esbeltos abedules. Todo parece lleno de misterio, y los renos dejan oír su jadear rápido y uniforme: chu-chu-chuchu... en medio del silencio de la noche de la selva.»¹
El fugitivo franquea los Urales, sube hacia el norte, pasa a Finlandia, desciende hacia Berlín y se detiene en Viena. Tiene veintiocho años, de los cuales ha pasado tres en prisión, y dos deportaciones. Su nombre y su coraje son en ese momento conocidos por todos los revolucionarios. Se convierte en periodista, en crítico literario, se encuentra con Jaurès, redacta un homenaje a Tolstói por su ochenta cumpleaños, lee a Freud y parte hacia los Balcanes para hacer un reportaje. Después del atentado de Sarajevo, se va a Suiza y de nuevo a París, al número 28 de la calle de Odesa, en Montparnasse, donde en diciembre de 1914 se enterará de la entrada triunfal de Emiliano Zapata y Francisco Villa en la Ciudad de México. La Revolución Mexicana lleva ventaja sobre la Rusa.
Dos gendarmes le acompañan en tren hasta Irún y lo entregan a la policía española. Es el momento de la batalla de Verdún, y Francia ha expulsado a Trotski. No saben muy bien qué hacer con él, se lo llevan a Cádiz y luego a Madrid. Podrían mandárselo al zar. En lugar de eso, lo meten en un tren rumbo a Barcelona, donde el 25 de diciembre de 1916 es embarcado a la fuerza a bordo del Montserrat, que parte hacia Nueva York. Es invierno y la mar es mala hasta Gibraltar. Durante sus paseos sobre un puente barrido por la lluvia, Trotski se encuentra con un gigante desfigurado cubierto con un impermeable, «un boxeador que era a la vez literato, primo de Oscar Wilde». Es Arthur Cravan, el poeta con el cabello más corto del mundo, según su amigo Blaise Cendrars. A Cravan acaba de tumbarlo en Barcelona, por KO en el segundo asalto, el campeón del mundo Jack Johnson. Tiene toda la travesía para levantarse y untarse pomadas. Cena con Trotski y le cuenta de sus viajes clandestinos como anarquista.
Trotski dormita. El tren se acerca a Ciudad de México. El general Beltrán se ha calado la gorra, ha estirado su uniforme y se ha vuelto a poner el cinturón. En su somnolencia flotan frases que quizás ha leído o que quizá él ha escrito: «Los desplazamientos eran continuos, y Moscú, Kronstadt, Tver, Sebastopol, San Petersburgo, Ufa, Yekaterinoslav, Lugansk, Rostov, Tiflis o Bakú recibieron por turno nuestra visita y fueron aterrorizadas, escudriñadas de arriba abajo, destruidas en parte, cubiertas de luto. Nuestro estado de ánimo era espantoso, y nuestra vida, horrible. Nos seguían la pista, nos acosaban. Habían tirado cien mil copias con nuestra descripción y estaban pegadas por todas partes. Nuestras cabezas tenían precio.»
Pero esas frases no son suyas. Son de ese escritor suizo amigo del boxeador Cravan, del que habían hablado a bordo del Montserrat, un escritor que había vivido un tiempo en Rusia y que ahora se había apuntado a la Legión, autor bajo el seudónimo de Blaise Cendrars de Moravagine, un libro que había sido traducido al ruso por alguien cercano a Trotski que le había seguido en la facción Oposición de Izquierda, dentro del Partido Comunista de la Unión Soviética: Víctor Serge. A bordo del Montserrat descubrieron que tenían esas relaciones en común. El tren entra en los arrabales. Trotski se pregunta dónde podrá estar Víctor Serge y si volverán a verse algún día.
En Nueva York,