Un sueño fugaz
Por Iván Thays
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Hace una década, lvánThays publicó un libro llamado La disciplina de la vanidad, donde unos jóvenes escritores se angustiaban por saber quiénes eran los llamados al éxito literario. Pero dentro de esa novela había otra novela. La de un escritor que tuvo su cuarto de hora de fama, que luego vivió la frustración y el fracaso en la vida y en la obra, y que va reencontrándose con viejos amigos de un taller literario para adolescentes llamado Centeno, y aceptando en cada encuentro su vida extinguida. Un sueño fugaz es esa novela. Se trata de una road movie literaria que se mueve no a través del espacio sino del tiempo. Un viaje que empieza con un escritor cuarentón que vive en Venecia con una mujer a quien no ama y el fantasma de un hijo fallecido, y termina en Lima, cuando es ya anciano y es visitado por una groupie literaria que lo considera un autor «de culto» y que parece no haberse enterado de que ese hombre vive según la máxima de Rudyard Kipling: «debes encontrarte con el éxito y el fracaso, y tratar a esos dos impostores de la misma manera». Al fin y al cabo, ¿qué es el éxito o el fracaso para aquel que ha descubierto que la vida es tan sólo un sueño fugaz del que estamos condenados a despertar?
Después de Un lugar llamado Oreja de Perro, lván Thays con este nuevo libro hace ciertas las palabras de Mario Vargas Llosa, quien escribió en su día: «lván Thays es uno de los más interesantes escritores que han aparecido en América Latina en años recientes.»
Iván Thays
Iván Thays (Lima, 1968) ha escrito el libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior y La disciplina de la vanidad. Ganó el Premio Príncipe Claus 2000 por su contribución cultural. Ha dirigido durante siete años el polémico programa literario de televisión Vano Oficio y actualmente dirige el blog de actualidad literaria Moleskine Literario. En 2007 fue elegido como uno de los 39 mejores escritores latinoamericanos jóvenes en Bogotá 39. Sobre él han dicho: «Iván Thays es uno de los más interesantes escritores que han aparecido en América Latina en años recientes. Es cuentista, novelista, profesor universitario y conductor de un programa de televisión sobre libros; ha dedicado su vida a la literatura, una vocación que en su caso es una pasión y una misión» (Mario Vargas Llosa); «La literatura peruana joven está en manos de autores como Iván Thays» (Alfredo Bryce Echenique); «Existe en el Perú una generación de escritores novísimos que pretenden apartarse de la forma usual de escribir novelas realistas. Iván Thays y Mario Bellatin han sido los maestros de estos escritores jóvenes» (Alonso Cueto).
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Un sueño fugaz - Iván Thays
Índice
Portada
PRÓLOGO: BLANCA NIEVES EN NUEVA YORK
TOMÁS
MILOVANA
ESTEBAN
MERCEDES
JAIME
EL PROFESOR DELGADO
SUMALAVIA
EPÍLOGO: VISITA AL MAESTRO
Créditos
Es muy digno que ustedes, centenos, se reúnan y hablen en nombre de la Literatura.
PROFESOR DELGADO
Vamos luego a la traza de esta fábula o cuento, que no puede ser cosa más sin artificio y sin concierto, porque allí sale un mancebito, la principal figura que Vm. introduce, y no le da nombre. Éste fue al mar y vino del mar, sin que sepáis cómo ni para qué; él no sirve sino de mirón, y no dice cosa buena ni mala, ni despega su boca...
Antídoto contra la pestilente poesía de las «Soledades»,
JUAN DE JÁUREGUI
PRÓLOGO: BLANCA NIEVES EN NUEVA YORK
El profesor Delgado escribió en la pizarra de acrílico: «Blanca Nieves en Nueva York».
Entonces éramos Esteban, Sumalavia y Milovana y cinco personas más. No conocía mucho a Esteban ni a Sumalavia. A Milovana no la conocía nada. La próxima clase debíamos llevar el ejercicio. Nos comentó que era un ejercicio que había sido propuesto en una escuela de Creative Writers en Estados Unidos, no sé si precisamente en Nueva York.
El título parecía inspirado en la novela de J. P. Donleavy, pero sólo parecía. No tenía nada que ver.
El ejercicio no pretendía llevarnos a nada, y el profesor se cuidó de decir cualquier cosa que pudiera manipular el trabajo. No dijo nada sobre Blanca Nieves y tampoco nada sobre Nueva York.
Era sólo una «frase motivadora», una simple frase de la que podía surgir algún relato, una historia más compleja, lo que nosotros estuviéramos dispuestos a hacer.
Yo no necesitaba frases motivadoras, por aquellos años me resultaba demasiado fácil escribir, escribía todo el tiempo, no había sábado de taller que no llevase un cuento escrito a mano en unos cuadernillos de prácticas calificadas que robé de la universidad donde trabajaba.
Escribía cuentos extensos donde nunca pasaba nada y que justificaba llamándolos «cuentos de atmósfera».
Tenía un proyecto propio, iba a mi propio ritmo, preparaba un primer libro de cuentos, no me interesaban las clases teóricas ni los ejercicios: el taller era sólo un público cautivo destinado a leer mis historias antes de sumarlas al libro.
Pero ese ejercicio sí elegí cumplirlo.
El profesor dijo que en la próxima clase iba a leer un par de textos que surgieron en ese taller en Estados Unidos a partir de la frase. Los íbamos a comparar con nuestros cuentos. No dijo eso, pero era obvio.
Me gustaba la competencia.
El vivo retrato del artista cachorro.
Iba a competir. Iba a escribir un cuento titulado Blanca Nieves en Nueva York.
Siempre he pensado que el mundo no hace las cosas al azar. Que todo es parte de un plan y no existen las coincidencias.
¿Era un azar que Esteban y Sumalavia estuviesen en el mismo taller?
¿Era un azar que Milovana estuviese también?
No.
Como estaba previsto, todos los del taller nos íbamos a enamorar de Milovana.
Lo que no estaba previsto es que ella se enamorase de uno de nosotros. Igual, cada uno hizo su mejor esfuerzo para conquistarla. Milovana entró al taller de una manera peculiar. Hubo un concurso de poesía y el profesor del taller, miembro del jurado, leyó ante todos los poemas que consiguieron el primer premio.
Eran míos.
Los poemas se titulaban Tres débiles mentiras y hablaban del amor, de la muerte y de la soledad.
¡Ah, la muerte! ¡Ah, el amor! ¡Ah, la soledad!
Luego de recibidos los aplausos, el profesor dijo que quería leernos los poemas de una muchacha que no asistía al taller pero que había quedado en tercer puesto. Se había enterado del concurso por la revista que sacaba la asociación que dictaba el taller.
Leyó los poemas: la punta de una lengua subía por una entrepierna en el quinto verso «como un delincuente sube por la escalera de incendios». Los labios resbalaban por el vello púbico en el décimo «cual habitante de las cavernas en busca del vertical fuego». En el undécimo se mencionaba el prepucio, «aquel pez sorprendido, ese casco esmerilado de una batalla perdida».
Para el decimocuarto el orgasmo estaba consumado.
Recibimos el poema de la única forma que podíamos recibirlo: una carcajada por cada verso.
Éramos jóvenes, éramos pedantes y, además, íbamos a quedar impunes: la autora no podría saber de nuestra burla.
Pero en eso nos equivocamos. Al salir de la clase, una muchacha recién ingresada al taller, de lentes enormes, me llamó aparte y me preguntó por qué consideraba a la muerte una débil mentira.
No supe qué contestarle.
Triunfal, me dio entonces su nombre o mejor dicho su inolvidable seudónimo: Milovana, la feliz ganadora del tercer premio.
La primera noche que salimos, Milovana y yo hablamos de amor. ¿Pero qué es lo que pienso yo del amor?
Oh, nada, nada, no es la gran cosa.
En realidad, nunca había amado a nadie. No había tenido ninguna relación con nadie. Extremada timidez y fobia social, un cóctel poderoso. Milovana tenía más experiencia. Cruzaba y descruzaba sus bellísimas piernas («columnas dóricas por donde resbala la proa de tu quijada», según el inexplicable segundo verso de su poema).
Un día voy a querer tocar esas piernas, le dije.
Tócalas si quieres.
Un día, pero no hoy, contesté.
A la semana siguiente, Sumalavia me contó que también había salido con Milovana. Habían ido al cine a ver una película de Woody Allen. Le contesté que la elección de la película era pésima para una cita. La neurosis de Woody Allen despierta nuestras propias fobias y neurosis. Uno no sabe si reírse de sus chistes o sólo poner una mirada inteligente. Y si ríes quedas como un ridículo ante todos si nadie más se ríe. Pero si no te ríes, quedas como un esnob que se cree más inteligente que el mismo Woody Allen. Además, sus películas son muy cortas y si no tienes plata para el café la cita es, literalmente, un coitos interruptus.
Me dejó que le metiera la mano por el muslo, me dijo.
¡No jodas!
Rico. Además, alucina que me parece que tiene buenas tetas aunque no parezca. Es una falsa flaca.
No te ilusiones, dije, es el push-up.
La otra semana, fue Esteban el que salió con ella. Me lo contó mientras esperábamos el micro frente al taller. Había leído un pequeño relato que el profesor alabó exageradamente, como siempre que alababa un cuento que no era mío.
Estaba exaltado.
No me digas, le dije intentando el cinismo, que le cogiste las piernas.
Las piernas no. Las tetas.
No se moleste el lector.
Los adolescentes sólo pensamos en sexo. En sexo y en fútbol. Y en esa época yo era un adolescente. Soñaba que hacía el amor con Milovana en medio de un campo de fútbol sin gradas. El verde estaba ahí, las líneas de cal estaban ahí. Milovana cabalgaba sobre mí con la espalda arqueada. Le miraba las tetas y eran fabulosas. Sus piernas tenían atenazadas mis caderas y se impulsaba con la planta de los pies. En el momento del orgasmo una pelota, lanzada por quién sabe quién, entraba al arco.
La polución nocturna es pésima consejera literaria.
El profesor Delgado llevó varios cuentos en inglés que se inspiraron por la frase «Blanca Nieves en Nueva York».
Algunos chicos del taller también llevaron los suyos.
Los cuentos que llevó el profesor no eran notables. En uno, Blanca Nieves era un travesti que se hacía llamar Héctor Nieves. En otro, Blanca Nieves era una feminista cansada de lavarle los calzoncillos al príncipe.
Los cuentos que leyeron los chicos del taller tampoco estaban demasiado interesantes. En todos, Blanca Nieves terminaba ensuciada por la realidad de Nueva York.
Aburrido.
En el que trajo Ricardo, Blanca Nieves era un delincuente que llevaba una máscara comprada en Disney para robar bancos. Estaba contado en primera persona, se mencionaba una calle en el Callao, se hablaba de bandas callejeras. La delató uno de los siete compinches de la banda, de los cuales sólo uno cumplía con el requisito de ser un enano jorobado.
El de Esteban era incomprensible, ocurría en un barco rumbo a Nueva York, todos eran refugiados rusos y la mitad del cuento estaba escrito en inglés. Se desataba una peste. Se escuchaba jazz en uno de los camarotes. Un personaje se relacionaba con los demás a través de fórmulas matemáticas. Siete sujetos llegaban, además de Blanca Nieves, al fin, a Nueva York a manera de sobrevivientes. Los recibía un policía alto y vestido de azul como un príncipe.
Prometí llevar un cuento para el siguiente taller. Había tomado algunas notas. Estaba seguro de superar a Ricardo y Esteban. Paladeaba mi triunfo.
Pensé que la carrera literaria era una larga línea llena de puntos iluminados. Una constelación. Me imaginé a una mujer mirando una constelación por la ventana; intentaba adivinar su nombre. Así comenzaría el cuento: Blanca Nieves tratando de leer su destino en las estrellas.
Por supuesto, Milovana tampoco había escrito nada. Hacía semanas que no escribía nada. Y no aceptaba salir con nadie.
Estábamos preocupados, pero ninguno de nosotros era capaz de preguntarle si le pasaba algo grave.
Dejó de ir al taller por una semana.
Durante esa semana soñé lo siguiente:
Soñé que Milovana estaba en un micro y yo estaba sentado delante de ella. De pronto ella cantaba un bolero.
No reconocía el bolero pero era tristísimo.
Ella también estaba triste.
Vi el rostro de los que estaban sentados delante de ella.
Eran dos mujeres mayores con los ojos rojos. Habían estado llorando con la voz que brotaba de Milovana.
Se les corría el rímel.
Escribí un poema en el que contaba la historia del llanto en el bus. No lo leí en el taller.
Lo puse en un sobre y se lo llevé a Milovana.
Me recibió en la puerta de su departamento. Estaba en buzo, con unas sandalias, despeinada.
Me pidió que me sentara en la sala mientras se arreglaba.
La esperé en la sala, indeciso sobre el cuento, quizá había un par de imágenes que podrían estar mejor, un personaje que no cumplía una función, cosas así.
Pensé en reescribirlo.
Seguro a Milovana no le importarían esos gafes, pero no quería entregar un cuento así.
Yo era un escritor.
Milovana me pidió que entrase en su cuarto.
Estaba desnuda debajo de la sábana, que abrió como se abre una concha de abanico. Vi todo el contorno de su cuerpo, sus piernas, la curva de sus nalgas, la redondez de las tetas.
Estaba peinada.
Me indicó con la mirada que entre a la cama y me tienda a su lado.
Entré con ropa.
Ella intentó quitármela pero yo tuve que ayudarla.
Milovana, pregunté en voz baja, ¿qué significa esto?
Pensé en Ricardo y en Esteban.
Pensé en la mujer del micro y la canción triste.
Pensé en la tristeza de Milovana.
Te he escrito un cuento, le dije.
Nada, contestó.
¿Nada qué?
No significa nada.
Había conseguido bajar mi calzoncillo hasta las rodillas y ahora manejaba mi pene, erecto hasta hacerse doloroso.
Luego me pidió que ingresase y abrió las piernas.
Me acomodé, tomé mi distancia y arremetí. Logré hacer que ingresase corrigiendo la ruta con mi mano.
Me moví una vez, dos veces, tres veces.
Conté hasta cinco, Milovana dijo algo que no oí, y me corrí.
Ella separó las piernas.
No tuve que explicar nada.
Nunca escribí un cuento llamado Blanca Nieves en Nueva York.
Luego de un tiempo, Milovana se fue a vivir con el profesor del taller. Él era un tipo inteligente pero con aspecto de demonio. Le gustaba llevar a su cuarto prostitutas horrendas, las más feas que podía uno imaginar.
Se vanagloriaba de ellas.
Tenía además un grupo de mujeres, la mayoría secretarias o empleadas de mando medio, también horrendas, a las que obligaba a pagarle el menú en la universidad.
A una de ellas la llamaba La Básico en homenaje a los 4 soles 50 que era todo lo que podía pagar, el menú básico.
Milovana se enamoró perdidamente del profesor pero no dejó de sentirse humillada cuando supo, por él mismo y sin asomo de cinismo, que no iba a dejar sus