Norah - La Sombra De La Razón
Por Jason Warner
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En la vigilia del más grande conflicto bélico de la historia, el psiquiatra Henry Colton recibe un telegrama que anuncia la muerte de su mentor, el doctor James Moore. Un hombre reservado, solo, menlancólico, y que sorprende a Henry con una solicitud escrita al momento de su muerte.
A través de sus palabras recorrerá la existencia del joven James y de aquella cuya inocencia no pudo proteger: Norah.
Prólogo
Y bien, esta es la historia que estoy por contarles. Una historia en que el amor es el protagonista, pero en su vestimenta más sombría. Ese amor capaz de dar un instante de alegría infinitamente intenso para llevarte poco después a la laceración del cuerpo y del espíritu. Un amor capaz de llevarte al interior, destruir los sutiles hilos que mantienen a la razón dejándote a merced del olvido.
Estoy aquí para advertirte, querido lector mío, que para leer esta historia deberías desnudarte de toda lógica y ética para comprender plenamente lo que sucedió a estas dos personas que el destino inesperadamente unió hace muchos años.
Pero partamos del comienzo, de aquella mañana en que recibí un telegrama que hablaba de una persona que hacía tiempo que la memoria había estibado en un baúl de una estancia abandonada de la mente.
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Norah - La Sombra De La Razón - Jason Warner
Norah - La Sombra De La Razón
Jason Warner
––––––––
Traducido por Marcela Gutiérrez Bravo y Yara María Bravo
Norah - La Sombra De La Razón
Escrito por Jason Warner
Copyright © 2016 Jason Warner
Todos los derechos reservados
Distribuido por Babelcube, Inc.
www.babelcube.com
Traducido por Marcela Gutiérrez Bravo y Yara María Bravo
Editado por Yara Maria Bravo
Foto de cubierta: "Weeki Wachee spring, Florida-1947- Toni Frissell ©
Diseño de portada © 2016 Koi Press
Babelcube Books
y Babelcube
son marcas registradas de Babelcube Inc.
La historia es mera fantasía, cualquier referencia a hechos y personas debe considerarse como una casualidad.
NORAH
Un día, el miedo tocó a la puerta,
El valor fue a abrir; pero no encontró a nadie.
Johann Wolfgang von Goethe
Prólogo
Y bien, esta es la historia que estoy por contarles. Una historia en que el amor es el protagonista, pero en su vestimenta más sombría. Ese amor capaz de dar un instante de alegría infinitamente intenso para llevarte poco después a la laceración del cuerpo y del espíritu. Un amor capaz de llevarte al interior, destruir los sutiles hilos que mantienen a la razón dejándote a merced del olvido.
Estoy aquí para advertirte, querido lector mío, que para leer esta historia deberías desnudarte de toda lógica y ética para comprender plenamente lo que sucedió a estas dos personas que el destino inesperadamente unió hace muchos años.
Pero partamos del comienzo, de aquella mañana en que recibí un telegrama que hablaba de una persona que hacía tiempo que la memoria había estibado en un baúl de una estancia abandonada de la mente.
"Los funerales del doctor Moore se llevarán a cabo el domingo a las 10:00 en la capilla del Instituto. Tengo una carta para usted, de su parte.
Emilie"
Capítulo 1
Recibí el telegrama en mi estudio de Londres a las cinco de la tarde mientras me disponía a servirme una taza de té acompañada de algunos biscochos de vainilla. Coloqué la hoja sobre la mesa y la miré, sentado en el sillón de terciopelo, por algún minuto. El doctor Moore había muerto. Desde hacía algún tiempo ya no pensaba en él, en su espalda larga y curvada, su suave osamenta, la nariz aguileña y la mirada líquida, en ocasiones ausente. Recordaba sus cabellos, encanecidos y siempre bien acomodados, sus manos de gestos lentos y delicados.
Su voz cansada, de quien encontraba superfluo tener que usar demasiadas palabras para exponer un concepto, cualquiera que fuese.
Un pensamiento que reclama demasiadas palabras para ser expuesto, difícilmente podrá entrar entre las grandes verdades, decía a menudo durante sus visitas al Instituto.
Sin embargo, aquel hombre fue mi mentor. El hombre del que aprendí todo sobre la profesión de la psiquiatría y que, por cinco años, fue severo e intransigente como un padre. Si la memoria no me engañaba, debía haber tenido alrededor de cincuenta años. Me pregunté si un mal le hubiese arremetido o si su vida había terminado naturalmente. Decidí emprender el viaje para un último saludo al doctor James Moore. Miré el calendario, era viernes 4 de noviembre de 1938.
Eran tiempos tristes. Hitler acababa de asumir el comando supremo de las fuerzas armadas; jactándose de derechos sobre territorios checoslovacos de los Sudetes. Francia e Inglaterra, en el intento de evitar un conflicto, habían concedido a Alemania la ocupación de las tierras, mostrando así temor frente a la cruz esvástica. Aires de incertidumbre se respiraban en las calles. En los bares o en el mercado la gente no hablaba de otra cosa que de la amenaza alemana y de una inminente guerra.
––––––––
En el viaje en tren tuve modo de mantener una discusión al respecto con un capitán del ejército en permiso y sus palabras no fueron muy alentadoras para mis miedos. Me refugié por algún tiempo en la lectura de un libro para distraer al pensamiento.
Se trataba de la historia de una neurosis infantil de Sigmund Freud, la cual me entretuvo. Encontraba fascinante la idea de indagar en los primeros años de vida de un individuo, de ir a sus traumas infantiles, origen de las primeras neurosis y, luego, encontrar el nexo con las que golpeaban al paciente en edad adulta.
Este principio de causa y efecto reflejaba mi convicción de que también las actitudes aparentemente incoherentes podían celar una explicación lógica. Este continuo desafío y búsqueda de algo, escondido en el profundo ánimo humano, representaba un continuo descubrimiento y fuente de motivación.
El Lincolnshire Mental Hospital era una estructura psiquiátrica en el Este inglés no muy distante de Nottingham y Sheffield. Su nombre había sido inicialmente Lincolnshire County Lunatic Asylum; pero en el arco de su historia fue rebautizado varias veces.
Para llegar al instituto debía cambiar de tren en dos estaciones. En la última había estado esperando por la coincidencia de un par de horas debido a un fallo en la línea. Decidí así concederme una comida en un local poco distante de la estación. La sopa de hongos no era muy sabrosa, pero, debía admitirlo, el pudding fue excelso. Me quedé mirando el paisaje a través de la ventana. El cielo era gris y el sol parecía un simple halo amarillo sobre un manto oscuro. Tomé del bolsillo interno de la chaqueta el telegrama y me detuve en la firma: Emilie. No lograba asociar aquel nombre con ninguna persona que había conocido durante mi permanencia en el Instituto. Tal vez era una pariente del doctor Moore o, simplemente, una nueva empleada del Instituto en la que había estado confiada la tarea de convocar a las personas cercanas al difunto. De ahí a algunas horas lo descubriría, salvo ulteriores retardos mi llegada estaba prevista a las cuatro de la tarde del sábado en la estación Lincoln. Un auto atravesaría el campo para llevarme a Bracebridge, en aquel lugar que fue mi casa por cinco años.
Originario de Sussex era hijo del médico de la ciudad de Ardingly, el doctor Jason Colton y de su mujer Amanda. Quedé como hijo único por dos años.
Tuve una hermana, Christine; pero murió a pocos meses de nacer por un problema cardiaco. Sacudidos por su pérdida mis padres no intentaron más y crecí solo. Nuestra casa no distaba mucho del centro del poblado, era una bella demora, digna del médico del lugar. Zeus y Apollo eran dos setter ingleses que mi padre llevaba de cacería el domingo en la mañana. La mía fue una infancia serena, sin ningún pensamiento o evento que pudiese turbar el equilibrio. Aquella paz fue sacudida cuando entré a la adolescencia. El estallido de la Gran Guerra nos embistió a todos. La falta de comida, el miedo de los bombardeos aéreos y de las enfermedades. Fueron años infelices y de enorme soledad interior para mí.
El conflicto terminó cuando yo ya estaba en los estudios universitarios. Tras las huellas de mi padre, ingresé en la carrera médica; pero, a diferencia de sus expectativas, que me veían como a uno de los mejores cirujanos del Reino de su Majestad, elegí la más pionera disciplina psiquiátrica en aquellos tiempos apenas en ciernes. Los años de la universidad respetaron la coherencia que había llenado mi existencia hasta aquel momento. Nunca tuve la idea de pertenecer a un grupo, a una persona, a un ideal o, simplemente, a algo. Esta inconsciente soledad me acompañó hasta mi formación en el instituto y creo que haya sido uno de los pocos puntos en común con mi mentor.
Me preguntaba a menudo cuántas personas queridas habría podido tener el doctor Moore. En los años en que viví como su sombra, no percibí ningún afecto en su vida, ninguna relación interpersonal fuera del personal del instituto. Se entretenía a menudo en su estudio, en el primer piso del ala Este, sorbiendo brandy e iluminado por una luz tenue, ahí sentado con el respaldo del sillón hacia la puerta, de manera que no permitía a nadie, menos accidentalmente, cruzar su mirada en aquellos momentos de silencio.
Desde la estancia de mi alojamiento, en el edificio puesto en la parte trasera, podía notar la débil luz de la lámpara de su escritorio encendida hasta hora tardía. No sabía cómo transcurrían aquellas horas, podía suponer que trabajase mucho, aunque luego en la documentación y en los expedientes no notaba anotaciones o escritos que pudiesen justificar aquel tiempo.
Sucedió una vez que por error entré en su estudio, en lugar de la estancia al lado donde estaba ubicada mi oficina compartida con otro miembro del personal médico. Estaba intentando leer un documento de un nuevo paciente que mostraba excesos de ira alternados con momentos de fuerte apatía, acababa de llegar al instituto y estaba estudiando la anamnesis. Moví la manija y la inesperada tenue luz me develó el error. Me excusé inmediatamente y lo que recibí como respuesta fue un simple movimiento de la mano. A parte del esporádico evento, el doctor Moore era una persona educada y cortés. Rara vez se dejaba asaltar por momentos de pánico o rencor. Parecía que todo se le resbalase como una gota en el impermeable. Ya sea que estuviese delante de un paciente violento o de una mujer llorando, su expresión era siempre la misma. Esperaba a que el clímax emotivo se extinguiese, y luego pronunciaba pocas palabras de aliento. Los pacientes, incluso los más inquietos, parecían encontrar paz de su tormento con aquel sonido apagado. Al contrario, sus expedientes eran puntuales y precisos. Parecía que las palabras que no podía pronunciar salían bajo su pluma como un río. Era un observador excepcional, capaz de percibir una anomalía, como un tic, al primer encuentro después de algunos minutos de coloquio. Sus diagnósticos eran dirigidos y completos. Rara vez volvía sobre sus pasos y en el ámbito clínico gozaba de óptima reputación.
***
Llegado al término de mi viaje me acogió un fuerte temporal otoñal. Bajo el pórtico esperaba una mujer a quien, a primera vista, tuve dificultad de atribuir la edad. Estaba vestida de verde oscuro, se acercó y me dio la bienvenida. Su nombre era Emilie.
El chofer mostró un saludo tocándose la gorra. Conducía un auto negro recubierto de polvo y fango. Para llegar al instituto se necesitaba atravesar zonas palúdicas y caminos terrosos. Incluso el más celoso de los choferes habría demorado en mantener constantemente el coche en orden.
Personalmente no encontré aquel signo de decadencia como una falta de respeto hacia mí. Para quien, como yo, había pasado mucho tiempo en el instituto, entre desequilibrados y psicóticos, el concepto de forma se había vuelto más elástico que respecto al resto de la clase médica de aquel tiempo. A diferencia de los silenciosos pasillos de los hospitales tradicionales, un instituto para enfermedades mentales representaba un orden caótico y rumoroso, especialmente en las horas de compartir las áreas comunes. Exclamaciones y gritos improvisos eran la normalidad; después de alguna semana, hasta el más inexperto de los empleados lograba no dejarse sorprender por aquellos que, normalmente, estarían asociados a situaciones de peligro y pánico. En la noche, el rumor poco armonioso descendía de tono en la escala de volumen, cómplices en muchos casos, eran los calmantes y la edad avanzada de la mayoría de los pacientes. Así había redefinido y adaptado mi idea de orden precedentemente forjada en Cambridge.
Emilie era la sobrina del director Lloyd, también ella había llegado de Londres. Desde hacía algún tiempo ayudaba a los tíos no más jóvenes y sin hijos tanto en las tareas burocráticas, como en la vida cotidiana del hogar.
Probablemente la había conocido durante mi permanencia en Bracebridge, en aquellos tiempos el director Lloyd invitaba a algunos médicos a su casa, los domingos en la tarde, para el té. No era raro en aquellas ocasiones, cruzar también con los parientes de visita.
Probablemente Emilie estaba entre las niñas que jugaban en el jardín de los tíos. Después de haberla observado me convencí de que no tendría más de treinta años. Una mujer con agua y jabón sin grandes atractivos, simple