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A buen fin no hay mal principio
A buen fin no hay mal principio
A buen fin no hay mal principio
Libro electrónico153 páginas1 hora

A buen fin no hay mal principio

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A buen fin no hay mal principio, también traducida y conocida como Bien está lo que bien acaba es una comedia de William Shakespeare.

En torno a 1860, al tiempo que culminaba su obra Los miserables, Victor Hugo escribió desde el destierro: "Shakespeare no tiene el monumento que Inglaterra le debe". A esas alturas del siglo XIX, la obra del que hoy es considerado el autor dramático más grande de todos los tiempos era ignorada por la mayoría y despreciada por los exquisitos. Las palabras del patriarca francés cayeron como una maza sobre las conciencias patrióticas inglesas; decenas de monumentos a Shakespeare fueron erigidos inmediatamente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 sept 2016
ISBN9788822845733
A buen fin no hay mal principio
Autor

William Shakespeare

William Shakespeare is the world's greatest ever playwright. Born in 1564, he split his time between Stratford-upon-Avon and London, where he worked as a playwright, poet and actor. In 1582 he married Anne Hathaway. Shakespeare died in 1616 at the age of fifty-two, leaving three children—Susanna, Hamnet and Judith. The rest is silence.

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    A buen fin no hay mal principio - William Shakespeare

    A buen fin no hay mal principio

    William Shakespeare

    Dramatis personæ

    EL REY DE FRANCIA.

    EL DUQUE DE FLORENCIA.

    BELTRÁN, Conde del Rosellón.

    LAFEU, anciano señor.

    PAROLLES, secuaz de Beltrán.

    El mayordomo de la condesa del Rosellón.

    LAVACHE, bufón de la casa de la condesa.

    Un paje.

    LA CONDESA DEL ROSELLÓN, madre de Beltrán.

    ELENA, dama protegida de la condesa.

    Una anciana viuda, de Florencia.

    DIANA, hija de la viuda.

    VIOLETA y MARIANA, vecinas y amigas de la viuda.

    Señores, oficiales, soldados, etc., franceses y florentinos.

    ESCENA.- El Rosellón, París, Florencia, Marsella.

    Acto primero

    Escena primera

    EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.

    Entran BELTRÁN, la CONDESA DEL ROSELLÓN, ELENA y LAFEU, todos de luto.

    LA CONDESA.- Al separarme de mi hijo, entierro a mi segundo esposo.

    BELTRÁN.- Y yo, señora, al partir, lloro de nuevo la muerte de mi padre; pero he de atenerme a las órdenes de su majestad, de quien soy ahora pupilo y por siempre vasallo.

    LAFEU.- Vos, señora, hallaréis en el rey a un esposo; y vos, señor, a un padre. Él, que tan bueno es en toda ocasión, necesariamente ha de ejercer sus virtudes tratándose de vosotros, cuyos méritos harían nacer la bondad donde no existiese. No hay que temer, por tanto, que os falte allí donde abunda.

    LA CONDESA.- ¿Qué esperanza hay en el restablecimiento de su majestad?

    LAFEU.- Ha renunciado a sus médicos, señora, bajo cuyas prácticas perdía el tiempo en esperanzas, sin conseguir otro resultado sino perder por siempre toda esperanza.

    LA CONDESA.- Esta joven tenía un padre (¡oh, cuántas tristezas remueve este tenía!), cuyo talento era casi tan grande como su honradez. De haber sido iguales uno y otra, hubiera hecho a la naturaleza inmortal; y la muerte, falta de trabajo, habría permanecido ociosa. ¡Ojalá, por la salud de su majestad, viviera todavía! Tengo para mí que hubiese desaparecido la enfermedad del rey.

    LAFEU.- ¿Y cómo se llamaba el hombre de que habláis, señora?

    LA CONDESA.- Era famoso en su profesión y tenía razones para serlo: Gerardo de Narbona.

    LAFEU.- En efecto, señora, fue un célebre doctor. El rey hablaba de él recientemente con admiración y sentimiento. Su talento le haría vivir aún, si la ciencia pudiese librarnos de la mortalidad.

    BELTRÁN.- ¿Cuál es, buen señor, el padecimiento que aqueja al rey?

    LAFEU.- Una fístula, señor.

    BELTRÁN.- No he oído nunca hablar de ello.

    LAFEU.- Quisiera que la cosa no tuviese tanta importancia. Luego esta joven, ¿es la hija de Gerardo de Narbona?

    LA CONDESA.- Su única hija, señor, y él la confió a mi cuidado. Fundo en ella las buenas esperanzas que justifican su educación. Hereda disposiciones que realzan sus cualidades, pues las buenas cualidades, dirigidas por un espíritu grosero, conviértense en cualidades ficticias. En esta joven triunfan, toda vez que se muestran sin artificio y perfeccionadas por su mérito.

    LAFEU.- Vuestros elogios, señora, le hacen verter lágrimas.

    LA CONDESA.- Esas lágrimas son en una joven el mejor condimento para sazonar los elogios que se la dirigen. El recuerdo de su padre no se ha despertado nunca en su corazón sin que la tiranía del pesar robe todo simulacro de vida a sus mejillas. No hablemos más de esto, Elena, no hablemos más, no vaya a suponerse que afectáis un dolor que no sentís.

    ELENA.- Si manifiesto mi dolor, es que lo sufro.

    LAFEU.- La muerte tiene derecho a los pesares moderados; pero una pena excesiva es el enemigo de los que viven.

    LA CONDESA.- Cuando los vivos luchan contra una pena, esa pena sucumbe antes de su mismo exceso.

    BELTRÁN.- Señora, imploro vuestras santas oraciones.

    LAFEU.- ¿Qué queréis decir?

    LA CONDESA.- ¡Bendecido seas, Beltrán! Sucede a tu padre, así por tus actos como por tus apariencias. Que tu sangre y tu virtud se disputen el honor de guiarte y que tu bondad rivalice con tu nacimiento. Ama a todos, fíate de pocos, no hagas daño a nadie. Procura tener siempre el derecho de humillar a tu enemigo, sin que abuses de este derecho; conserva a tu amigo bajo la llave de tu propia vida; que se te reproche tu silencio antes que tus palabras. ¡Que todos los dones que quiera concederte el Cielo, o que de él obtengan mis palabras, caigan sobre tu cabeza! Adiós... (A Lafeu.) Es un cortesano sin experiencia. Aconsejadle.

    LAFEU.- El mejor consejero será mi abnegación para con él.

    LA CONDESA.- ¡El cielo le bendiga!... Adiós, Beltrán. (Sale.)

    BELTRÁN (A Elena.)- ¡Que se realicen cuantos deseos formuléis! Sed el consuelo de mi madre, vuestra protectora, y cuidadla bien.

    LAFEU.- Adiós, gentil dama, y sostened la reputación de vuestro buen padre.

    (Salen BELTRÁN y LAFEU.)

    ELENA.- ¡Oh! ¡Pluguiese a Dios que fuera ésta mi única preocupación! Ya no pienso en mi padre, y las lágrimas que ojos ilustres han derramado por su memoria le honran más que las que he vertido yo por él. ¿Cómo era? Lo he olvidado. Mi memoria no se acuerda sino de Beltrán. ¡Estoy trastornada! ¡La vida no existe donde no está Beltrán! ¡Tanto valdría amar a un astro brillante y soñar, hallándose tan alto, en tenerle por esposo! ¡Puedo regocijarme del resplandor de su luz; mas no podría girar en su esfera! La ambición de mi amor es para mí un veneno. La humilde cierva que aspirase al amor del león, estaría condenada a sucumbir sin esperanza. Era un suplicio, pero un suplicio agradable, verle a todas horas del día, sentarme a su lado, reproducir sus cejas arqueadas, su mirada de águila, los rizos de su cabellera en el lienzo de mi corazón, de mi corazón demasiado ávido de cada una de las líneas, de cada uno de los rasgos de su rostro encantador. Pero ahora se halla lejos de mí, y nada queda a mi pasión idólatra sino reliquias que adorar.- ¿Quién va?

    (Entra PAROLLES.)

    Uno de su séquito. Le quiero a causa de su amo. Y, no obstante, le reconozco por un mentiroso redomado y sé que es un necio y un poltrón. Mas estos defectos incorregibles le cuadran tan bien, que ha hallado una acogida favorable, mientras la virtud de acerados huesos tirita bajo la aspereza del huracán. Por esto vemos frecuentemente la sabiduría pobre puesta al servicio de la opulenta ignorancia.

    PAROLLES.- ¡Dios os guarde, hermosa reina!

    ELENA.- ¡Y a vos también, monarca!

    PAROLLES.- No soy ningún monarca.

    ELENA.- Ni yo reina.

    PAROLLES.- ¿Estáis meditando en la castidad?

    ELENA.- Sí. Hay en vos algo castrense. Permitidme proponeros una cuestión. El hombre es contrario a la castidad; ¿cómo nos atrincheraríamos contra él?

    PAROLLES.- Teniéndole a cierta distancia.

    ELENA.- Pero él aventura nuevos asaltos, y nuestra castidad, aunque valiente en la defensa, es débil. Indicadme el medio de alguna resistencia bélica.

    PAROLLES.- No la hay. El hombre, una vez en posición delante de vos, minará vuestras defensas y las hará saltar.

    ELENA.- ¡Dios preserve nuestra castidad contra los minadores y asaltantes! ¿No conocéis estrategia alguna militar mediante la cual puedan las vírgenes hacer saltar a los hombres?

    PAROLLES.- Una vez perdida la virginidad, el hombre danzará más presto por los aires; y aunque consigáis rechazarlo, perderéis la ciudad por la brecha que vos misma habréis abierto. En la república de la naturaleza es impolítico conservar la virginidad. La pérdida de una virginidad implica provecho para la nación. Toda virginidad que nace procede de una virginidad perdida. La tela de que habéis sido confeccionada es para concebir nuevas vírgenes. De una virginidad perdida nacen otras diez. Guardarla siempre, es anularla perpetuamente. Creedme, es una compañera glacial de la que conviene separarse.

    ELENA.- Quiero defenderla todavía, aunque haya de morir virgen.

    PAROLLES.- Eso es asunto vuestro, pero resulta contrario a las leyes de la Naturaleza. Al hacer el elogio de la virginidad, acusáis a

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