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Red Sonja
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Libro electrónico72 páginas1 hora

Red Sonja

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"El eunuco había arrancado los sellos del cofre, dejando ver lo que contenía. Un olor acre de hierbas y especias conservadoras llenó el aire. El objeto, cayendo de las manos del horrorizado eunuco, cayó sobre los montones de presentes hasta los pies de Solimán, contrastando terriblemente con las joyas, el oro y las piezas de terciopelo. El sultán lo miraba fijamente. En aquel instante, todo el esplendor de aquella fastuosa mentira se escapó de sus manos. Su gloria se transformó en burla y ceniza. Rojo de rabia, Ibrahim se arrancaba la barba, jadeante y sofocado."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 sept 2016
ISBN9788822843531
Red Sonja
Autor

Robert E. Howard

Robert E. Howard (1906–1936) was an American author of pulp fiction, who made a name for himself by publishing numerous short stories in pulp magazines. Known as the “Father of Sword and Sorcery,” Howard helped create this subgenre of fiction. He is best known for his character Conan the Barbarian, who has inspired numerous film and television adaptations. Howard committed suicide at the age of thirty.  

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    Red Sonja - Robert E. Howard

    RED SONJA

    (SONYA LA ROJA)

    Robert E. Howard

    -1-

    — ¿HAN SIDO ESOS PERROS convenientemente vestidos y cebados?

    —Sí, Protector de los Creyentes.

    —Pues que los traigan y que se arrastren ante la presencia.

    Y fue de aquel modo como los embajadores, pálidos tras los muchos meses de prisión, fueron conducidos ante el trono de Solimán el Magnífico, sultán de Turquía, y el monarca más poderoso en un tiempo de monarcas poderosos. Bajo el gran domo púrpura de la sala real brillaba el trono ante el que temblaba el mundo entero... revestido de oro y con perlas incrustadas. La fortuna en gemas de un emperador adornaba el palio de seda del que colgaba una red de perlas brillantes rematada con un festón de esmeraldas. Aquellas joyas formaban como un halo de gloria por encima de la cabeza de Solimán. Sin embargo, el esplendor del trono palidecía ante la presencia de la centelleante silueta que en él se sentaba, ataviada de pedrerías y con un turbante cuajado de diamantes y rematado con una pluma de garza. Sus nueve visires se encontraban cerca del trono, en actitud humilde. Los soldados de la guardia imperial se alineaban ante el estrado... Solaks con armadura, plumas negras, blancas y escarlatas ondeando por encima de los dorados cascos.

    Los embajadores de Austria se quedaron pasablemente impresionados... tanto más cuando habían tenido nueve largos meses para reflexionar en el siniestro Castillo de las Siete Torres que dominaba el Mármara. El jefe de los embajadores se tragaba la cólera y disimulaba el rencor que sentía bajo una máscara de sumisión... una extraña capa re-posaba en los hombres de Habordansky, general de Fernando, archiduque de Austria. Su cabeza, de duras facciones, parecía una in-congruencia entre aquellos ropajes de seda brillante —un presente del despreciable sultán— que parecían más un disfraz, estirando el cuello mientras le llevaban ante el trono unos robustos jenízaros que le sujetaban fir-memente por los brazos. Así se presentaban ante el sultán los enviados de los países extranjeros desde aquel lejano día en Kossova en que Milosh Kabilovitch, caballero de la mutilada Servia, matase a Murad el Conquistador con una daga oculta entre sus vesti-mentas.

    El Gran Turco miró a Habordansky con po-ca consideración. Solimán era un hombre alto y delgado, de nariz fina y aguileña, de boca delgada y recta, cuya dureza apenas era ablandada por el colgante mostacho. La única semejanza con la debilidad residía en el cuello delgado y notablemente largo, pero aquella aparente debilidad era desmentida por las duras líneas de su cuerpo delgado y por el brillo de sus ojos negros.

    Había en él algo más que un rescoldo de sangre tártara... un justo título, pues era tanto hijo de Selim el Cruel como de Hafsza Kha-tun, princesa de Crimea. Nacido para la púrpura, heredero de la mayor potencia militar del mundo, llevando el casco de la autoridad y envuelto en el manto del orgullo, no reconocía en nadie que estuviera por debajo de los dioses a su par.

    Bajo su mirada de águila, el viejo Habordansky agachó la cabeza para disimular la rabia feroz que le brillaba en la mirada. Nueve meses antes, el general había llegado a Estambul como representante de su señor, el archiduque, con propuestas de tregua y para poder disponer libremente de la corona de hierro de Hungría, arrancada de la cabeza del rey Luis, muerto en el sangrante campo de batalla de Mo-hacs, donde los ejércitos victoriosos del Gran Turco le habían abierto el camino que le conduciría directamente hacia Europa.

    Otro embajador le había precedido... Jeró-

    nimo Lasczky, conde palatino de Polonia.

    Habordansky, con la brusquedad de su raza, había reclamado la corona de Hungría para su señor, provocando con ello las iras de Solimán. Lasczky había pedido de rodillas la misma corona, como un mendicante, para entregársela a sus compatriotas en Mohacs.

    Lasczky había sido cubierto de honores, de oro y promesas de protección. A cambio, había tenido que dar tales prendas que ate-morizaban su alma de ladrón... vendiendo a los súbditos de su alianza para que fuesen convertidos en esclavos... abriendo la ruta al sultán a través de los territorios sometidos hasta conducirle al mismísimo corazón de la Cristiandad.

    Todo aquello había llegado a oídos de Habordansky, que espumeó de rabia en la prisión a que le había enviado la feroz cólera del sultán. En aquellos momentos. Solimán miraba con desdén al viejo y fiel general.

    Prescindió de la formalidad habitual de dirigirse a él por mediación de su Gran visir. Un turco de sangre real nunca habría reconocido que hablaba alguna de las lenguas francas, pero Habordansky entendía el turco. Las ob-servaciones del sultán fueron breves y sin preámbulos.

    —Informa a tu amo que ya estoy listo para visitar sus tierras, y que si no quiere encon-trarse conmigo ni en Mo-hacs ni en Pest, yo mismo iré a buscarle a las murallas de Viena.

    Habordansky se inclinó, sin responder, te-miendo que su cólera explotase. Ante un gesto despectivo de la mano imperial, un oficial de la corte avanzó y le entregó al general una pequeña bolsa dorada con doscientos ducados. Cada miembro de su escolta, esperando pacientemente al otro lado de la sala, vigila-dos por las lanzas de los jenízaros, fue re-compensado del mismo modo.

    Habordansky murmuró una frase de agra-decimiento, sus manos nudosas se crispaban en

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