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Billy Budd, marinero
Billy Budd, marinero
Billy Budd, marinero
Libro electrónico135 páginas3 horas

Billy Budd, marinero

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1797. La amenaza revolucionaria y las tropas del Directorio francés tienen consternada a Europa. En el Mediterráneo, el buque mercante Derechos del Hombre -nombre simbólico donde los haya- es abordado por el navío de guerra Bellipotent de la Armada Británica, con la intención de reclutar hombres a la fuerza. El único elegido es un joven expósito, el gaviero Billy Budd, de quien emana, dice el capitán del mercante, «una virtud que dulcificaba a los más amargados». En el nuevo barco, de hecho, no tarda en ganarse la benevolencia de marineros y oficiales, pero también atrae la atención del hosco maestro de armas Claggart, que no deja desde el principio de observarlo con una «antipatía profunda y espontánea». Billy, en su inocencia, y a pesar de las advertencias de sus compañeros, no puede creer que Claggart le guarde animadversión... hasta que una acusación falsa precipita la violencia y el caos. El manuscrito de Billy Budd, marinero, compuesto alrededor de 1885, no fue descubierto hasta 1919 y publicado hasta 1924. Contribuyó a la revalorización de Herman Melville, hasta entonces bastante olvidado. De esta nouvelle magistral que gira en torno al «misterio de la iniquidad», la guerra, la ley y la justicia se han hecho adaptaciones teatrales, una ópera de Benjamin Britten con libreto de E. M. Forster y Eric Crozier y una memorable película dirigida por Peter Ustinov.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2015
ISBN9788490651261
Billy Budd, marinero
Autor

Herman Melville

Herman Melville (1819-1891) was an American novelist, short story writer, essayist, and poet who received wide acclaim for his earliest novels, such as Typee and Redburn, but fell into relative obscurity by the end of his life. Today, Melville is hailed as one of the definitive masters of world literature for novels including Moby Dick and Billy Budd, as well as for enduringly popular short stories such as Bartleby, the Scrivener and The Bell-Tower.

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    Billy Budd, marinero - Herman Melville

    1924.

    Nota al texto

    Parece ser que el texto de Billy Budd, marinero, que seguía inédito en el momento de la muerte del autor en 1891, nunca se completó del todo, o al menos no fue revisado a fondo. En principio, iba a ser solo la breve introducción en prosa de un poema («Billy en el cepo», que figura al final del libro) para su poemario John Marr and Other Sailors (1888). Melville reconsideró esa introducción y la extendió hasta convertirla en la nouvelle que conocemos hoy. El manuscrito fue descubierto en 1919 por Raymond M. Weaver, el primer biógrafo del escritor, que lo publicó en 1924. En 1962 los eruditos Harrison Hayford y Merton M. Sealts publicaron en la University of Chicago Press la que hoy se considera la edición definitiva del texto, sobre la que se basa la presente traducción.

    DEDICADO A

    JACK CHASE¹

    INGLÉS

    Dondequiera que se encuentre ahora ese gran corazón, aquí en la tierra o fondeado en el paraíso. Gaviero en el año 1843 en la fragata estadounidense United States

    I

    En la época anterior a los barcos de vapor, o tal vez con más frecuencia entonces que ahora, quienes paseaban por los muelles de cualquier gran puerto de mar reparaban de cuando en cuando en un grupo de marineros bronceados, tripulantes de buques de guerra o de algún mercante, que vestidos de domingo disfrutaban de un permiso en tierra. En algunos casos flanqueaban, o rodeaban igual que guardaespaldas, a una figura superior que se movía con ellos como Aldebarán entre las estrellas menores de su constelación. Dicho objeto señalado era el «marinero bonito» de las épocas menos prosaicas de las flotas tanto militares como mercantes. Sin la menor vanagloria, con la resolución desenvuelta que otorga la realeza desde la cuna, parecía aceptar el homenaje espontáneo de sus camaradas.

    Recuerdo un ejemplo muy notable. En Liverpool, hace ahora medio siglo, vi, a la sombra de la tapia mugrienta del Prince’s Dock (un estorbo eliminado hace mucho tiempo), a un marinero tan negro que por fuerza tenía que ser nativo de África y de la sangre de Cam², un tipo bien proporcionado y mucho más alto que la media. Los dos extremos de un alegre pañuelo de seda que llevaba suelto al cuello bailaban sobre el ébano de su pecho, dos grandes aros de oro pendían de sus orejas y un gorro de las Tierras Altas con una cinta de cuadros escoceses cubría su bien formada cabeza. Era un caluroso mediodía del mes de julio, y su rostro, lustroso por el sudor, brillaba con bárbaro buen humor. Daba alegres brincos a izquierda y derecha y sus dientes blancos centelleaban mientras corría y se divertía rodeado de sus compañeros de tripulación. Constituían una muestra tan variada de tribus y tonos de piel que Anacharsis Cloots³ podría haberles hecho desfilar ante la Primera Asamblea Francesa como representantes de la raza humana. Ante cada tributo espontáneo ofrecido por los viandantes a esa negra pagoda de hombre –el tributo de detenerse a mirarle y, menos a menudo, soltar una exclamación– aquel séquito variopinto se enorgullecía como los sacerdotes asirios cuando los fieles se postraban ante la majestuosa estatua de un toro.

    Pero volvamos a lo nuestro. Aunque en algunos casos su físico tuviera un no sé qué de Murat náutico cuando se hallaba en tierra firme, el marinero bonito de la época no se parecía en nada a ese demonio de petimetre, gracioso personaje, hoy casi desaparecido, que todavía se encuentra uno de vez en cuando, y en versión aún más simpática que el original, al timón de los barcos del tempestuoso canal de Erie o, más probablemente, soltando bravatas en las tabernas a la orilla del camino de sirga. Siempre habilidoso en su arriesgada vocación, era también un boxeador o luchador pasable. La imagen misma de la fuerza y de la belleza. Circulaban historias sobre sus proezas. En tierra era el campeón; en el mar, el portavoz; siempre el primero cuando la ocasión lo merecía. Si había que tomar rizos en la gavia en plena tormenta, se plantaba en el penol, con un pie en el marchapié a modo de estribo, y tiraba con ambas manos de la empuñidura como de una brida, igual que el joven Alejandro cuando refrenaba al feroz Bucéfalo. Una figura soberbia, lanzada por los cuernos de Tauro al cielo tormentoso, que gritaba alegremente a los afanosos marineros en las vergas.

    Rara vez su naturaleza moral no estaba a la altura de su físico. De lo contrario, la belleza y la fuerza, siempre atractivas en la conjunción masculina, difícilmente habrían podido inspirar el sincero homenaje que en algunos casos recibía el marinero bonito de sus compañeros de tripulación menos dotados.

    Semejante centro de todas las miradas, al menos por su aspecto, y en parte también por su naturaleza, aunque con variaciones de importancia que se pondrán de manifiesto a medida que avance el relato, era Billy Budd, el de los ojos cerúleos, o Baby Budd, como llegaron a llamarle más familiarmente en las circunstancias que luego detallaremos. Tenía veintiún años y era gaviero de la Armada británica hacia el final de la última década del siglo XVIII. En la época en que transcurre esta narración no hacía mucho que había entrado al servicio del rey, lo habían reclutado a la fuerza en el estrecho de Dover cuando volvía a casa a bordo de un mercante inglés y se cruzaron con el H. M. S. Bellipotent de setenta y cuatro cañones; dicho navío, como ocurría a menudo en esos apresurados tiempos, había tenido que hacerse a la mar sin la tripulación completa. El teniente Ratcliffe vio a Billy en el portalón, nada más abordar el barco, antes de que la tripulación del mercante tuviese tiempo de formar en el alcázar para pasar revista. Y solo le eligió a él. Ya fuese porque los demás parecían poca cosa al lado de Billy o porque sintió remordimientos al ver que la tripulación del mercante también estaba escasa de hombres, el oficial se contentó con su primera elección espontánea. Para sorpresa de la tripulación, y gran alegría por parte del teniente, Billy no puso objeciones. Aunque, cualquier objeción habría sido tan ociosa como la queja de un jilguero apresado en una jaula.

    Al reparar en su anuencia, podría decirse que casi alegre, el capitán miró asombrado al marinero con mudo reproche. El capitán era uno de esos mortales dignos que se dan en todos los oficios, incluso en los más humildes, uno a quien todo el mundo coincide en llamar «un hombre respetable». Y –por extraño que pueda parecer–, aunque llevase toda una vida surcando aguas turbulentas y viéndoselas con los elementos, no había nada que su noble alma apreciara más que la paz y el silencio. Por lo demás, rondaba los cincuenta, tenía cierta tendencia a la corpulencia y su atractivo rostro, sin patillas y de tez agradable, era humano y de gesto inteligente. En un día claro, con buen viento y cuando todo iba bien, cierto tono musical en su voz parecía ser la verdadera expresión de su temperamento. Era prudente y meticuloso, y a veces dichas virtudes le causaban una preocupación excesiva. En las travesías, el capitán Graveling jamás pegaba ojo mientras estuviesen cerca de tierra. Se tomaba esas graves responsabilidades mucho más a pecho que otros capitanes.

    Pues bien, mientras Billy Budd estaba en el castillo de proa recogiendo sus cosas, el teniente del Bellipotent, rudo y campechano, sin inmutarse lo más mínimo porque el capitán Graveling hubiera descuidado las cortesías habituales en una ocasión tan desagradable, descuido causado solo por sus preocupaciones, entró sin más ceremonias en el camarote y sacó una petaca del armario de los licores, receptáculo que su experta mirada detectó al instante. De hecho, era uno de esos lobos de mar en quienes los peligros e incomodidades de la vida a bordo en las largas guerras de la época no mermaban el instinto natural por los placeres sensuales. Cumplía siempre fielmente con su deber; pero el deber es a veces una obligación muy árida, y él procuraba irrigar, siempre que podía, esa aridez, y fertilizarla con un destilado a base de aguardiente. Al dueño del camarote no le quedó más remedio que interpretar el papel del anfitrión forzoso con la mayor presteza y elegancia posibles. Como complementos necesarios a la petaca, colocó sin decir nada ante su irrefrenable invitado un vaso y una jarra de agua. No obstante, se excusó de compartir con él la bebida y observó sombrío cómo el desinhibido oficial diluía con cuidado el grog, lo despachaba con tres tragos y apartaba el vaso vacío, aunque no tanto como para dejarlo lejos de su alcance; luego se arrellanó en el asiento, se relamió satisfecho y miró de frente a su

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