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Humano demasiado humano Un libro para espíritus libres
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Libro electrónico389 páginas8 horas

Humano demasiado humano Un libro para espíritus libres

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Humano demasiado humano puede describirse como la lucha por un nuevo ideal de cultura y la afirmación de una voluntad de poder capaz de transmutar todos los valores que informan la cultura occidental, los cuales niega, considerándolos formas de una moral que debe ser superada por oponerse a la consecución de otros que sean más acordes con la vida y sus exigencias de salud y verdad.

Marca también un período fecundo en el pensamiento de Nietzsche, la defensa del espíritu de la ilustración, libre de prejuicios y opuesto a toda metafísica, y es todo esto lo que abre un futuro de posibilidades y pujanza.

Un libro que Nietzsche subtituló «Un libro dedicado a los espíritus libres», debe ser leído para una mejor comprensión de la obra del gran filósofo, cuya importancia se acrecienta cada vez más.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 may 2016
ISBN9786050442380
Humano demasiado humano Un libro para espíritus libres
Autor

Friedrich Nietzsche

Friedrich Wilhelm Nietzsche (15. Oktober 1844 in Röcken -25. August 1900) war ein deutscher klassischer Sprachwissenschaftler und Philosoph. Am bekanntesten (und berüchtigtsten) sind seine Kritiken an Moral und Religion. Sein Werk wurde und wird häufig fehlinterpretiert und missbraucht. Er wird in regelmäßigen Abständen von Wissenschaft und Popkultur wiederentdeckt und als Enfant terrible einer oberflächlichen Zitatenkultur geschätzt: „Wenn du zum Weibe gehst, vergiss die Peitsche nicht!“

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    Humano demasiado humano Un libro para espíritus libres - Friedrich Nietzsche

    1984

    ESTUDIO PRELIMINAR

    El 15 de octubre de 1844, en una pequeña ciudad alemana llamada Roecken, nace Friedrich Nietzsche, en el seno de una familia con larga tradición de pastores protestantes. Su breve vida, de apenas 45 años, se truncó el 25 de agosto de 1900, tras una internación en una clínica mental de Basilea.

    Fue tan excepcional la intensidad de su corta existencia, que le alcanzó para desmontar buena parte de los supuestos que, desde tiempo inmemorial, han venido alimentando la larga historia de la existencia humana en Occidente.

    Para ello, Nietzsche inaugura un método genealógico, una verdadera búsqueda del origen, de la Metafísica, de la Moral y de la Ciencia. Es una modificación revolucionaria que apunta a la esencia de la filosofía: pregunta por el «quién», qué habla, si habla con verdad o miente, si la oculta o disfruta, si se sabe a quién beneficia, etc.

    La herramienta que usa el filósofo es el discernimiento, que le permite separar lo verdadero de lo amañado con malicia.

    Nietzsche intuye que detrás de las verdades absolutas y universales de Platón, o del Cristianismo y su Dios único y verdadero, de las verdades objetivas del discurso científico e, incluso, de las normas morales inapelables, puede haber algún factor silencioso, alguna interacción de fuerzas y sentimientos, que pudiera estar falseando continuamente la realidad, para interpretarla, acomodándola a nuestros propios intereses: a esta construcción la denomina Voluntad de Poder.

    De esta manera tan drástica, Nietzsche desestima la noción de la imparcialidad en el conocer y, por tanto, la estabilidad del concepto de Verdad, sometido a cualquier cambio de humor. Otro tanto ocurriría con la universalidad de los conocimientos de la Ciencia.

    Por otro lado, el yo, última fortaleza de la fe, también se revelará a Nietzsche como una ilusoria creencia, una ficción imprescindible para nosotros, humanos, demasiado humanos.

    «Mi filosofía es un platonismo invertido», afirmaba Nietzsche, confirmando así la gran confrontación.

    Ese gran amante de la Verdad que fue Platón, queda así desenmascarado: su «mundo verdadero» es, en realidad, tan sólo una ficción, una breve brizna de felicidad que sólo experimenta el que más sufre, una mentira que alguna mente fatigada y dolida necesita tomar por verdadera, para redimir una existencia que no se justifica por sí misma.

    Asimismo, en el Cristianismo se aprecia la misma culpabilización de la existencia, como origen de todas las desdichas. Una vida en la que el morir y el renacer, el crear y el destruir, el Bien y el Mal, la Verdad y la Mentira, el placer y el dolor son lo mismo, porque el paso del tiempo no perdona.

    De este modo, nuestra conciencia desdichada se conforma con la ficción de un Ser eterno y perfecto, del cual se excluye todo cambio y toda connotación negativa: es ajeno al Mal, al Dolor y a la Mentira.

    Resulta, de esta manera, que este Ser infinitamente Verdadero, no es otra cosa que la pura Nada, un ideal vacío, una gran mentira basada en su contradicción con el mundo real.

    En Humano, demasiado Humano, texto conformado por varios capítulos, dedica los primeros a la religión, la moral, la filosofía, el arte y la cultura de su época; los siguientes tienen que ver con las relaciones entre individuos y, particularmente, con las características del mundo femenino.

    Tienen cabida también en estos capítulos la situación política de Alemania en esa época, y los conflictos y disturbios que se produjeron tras la unificación de los partidos socialistas de ese país.

    El último capítulo, un tanto melancólico, muestra a Nietzsche a solas consigo mismo; y sus aforismos son un monólogo que, a pesar de ser pesimista, no implica pasividad ni resignación, ya que se advierte en todo momento el esfuerzo tendiente a la superación.

    REFERENTE A HUMANO, DEMASIADO HUMANO EN ECCE HOMO

    1. Humano, demasiado humano, es el monumento de una crisis. Lleva el subtítulo Libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases es la expresión de una victoria; pero con esta obra yo me desembaracé de lo que no era propio de mi naturaleza. El idealismo me es extraño: el título significa: «Allí donde vosotros veis cosas ideales, yo veo cosas humanas, demasiado humanas»… Yo conozco mejor al hombre… En ningún otro sentido se debe entender aquí la frase espíritu libre: únicamente en el sentido de un espíritu que ha llegado a ser libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí mismo. El tono, el sonido de la voz ha cambiado completamente; este libro parecerá prudente, fresco, y en ciertos casos hasta duro y sarcástico. Parece que cierta intelectualidad de gusto noble se sobrepone constantemente a una corriente pasional que corre por lo bajo. Esto da un sentido al hecho de que precisamente con la celebración centenaria de la muerte de Voltaire quiso justificarse la publicación del libro en 1878. Porque Voltaire, al contrario de todos aquellos que escribieron después que él, es ante todo un gran señor del espíritu; exactamente lo que yo soy también.

    El nombre de Voltaire a la cabeza de un escrito mío, era realmente un progreso hacia mí mismo… Si se mira bien, se descubre un espíritu implacable que conoce todos los escondites en que se refugia el ideal, en que el ideal tiene sus rincones y, por decirlo así, su último baluarte. Un espíritu que lleva una antorcha en la mano, pero cuya llama no vacila, proyecta una luz cruda en ese mundo subterráneo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora ni humo, sin actitudes guerreras, sin gestos patéticos ni contorsiones, pues todo esto sería idealismo. Se va depositando sobre hielo un error sobre otro: el ideal no es refutado, es helado. Aquí, por ejemplo, es el genio el que hiela; mirad por el reverso y veréis halar al santo; bajo una espesa capa de hielo se congela el héroe; finalmente se congelan la fe, la llamada convicción, y también la compasión se enfría notablemente; casi en todas partes se congela la cosa en sí…

    2. Los comienzos de este libro se dan en el feliz momento de las semanas de la primera solemnidad bayreuthiana; una de las condiciones de su nacimiento fue el sentirme profundamente ajeno a cuanto me rodeaba. El que tenga una idea de qué visiones habían ya surgido en mi camino podrá adivinar los sentimientos que yo experimenté el día que entré en Bayreuth. Me parecía un sueño… ¿Dónde estaba yo? No reconocía ya nada: a duras penas reconocía a Wagner. En vano hojeaba yo mis recuerdos. Tribschen me parecía una lejana isla de bienaventurados: ni siquiera la más pequeña sombra de semejanza con Bayreuth. Los incomparables días en que se puso la primera piedra, la pequeña y adecuada sociedad que celebró aquella ceremonia y a la cual no había necesidad de desear dedos para cosas delicadas; ni la menor semejanza. ¿Qué había sucedido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! El wagnerismo había conseguido una victoria sobre Wagner. ¡El arte alemán! ¡El maestro alemán! ¡La cerveza alemana! Nosotros, los que sabíamos perfectamente a qué refinados artistas, a qué cosmopolitismo del gusto habla únicamente el arte de Wagner, estábamos fuera de nosotros mismos al encontrar a Wagner vestido de virtudes alemanas.

    Creo conocer al wagneriano; he vivido con tres generaciones de wagnerianos, desde el difunto Brendel, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de las Hojas de Bayreuth, que se confunden ellos mismos con Wagner; yo he oído toda clase de profesiones de fe de las bellas almas sobre Wagner. ¡Un reino por una palabra sensata! En realidad, una sociedad para erizar el pelo. Nohl, Pohl, Kohl, y otros de esta laya, hasta el infinito. Allí no falta ningún aborto, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Más le habría valido caer entre jabalís! ¿Pero entre alemanes?… En último término, y para escarmiento de la posteridad, empalar a un bayreuthiano auténtico, o mejor meterle en alcohol, porque le falta espíritu, con la inscripción: «Este es el aspecto del espíritu sobre el cual se ha fundado el Imperio alemán»… En suma, en lo mejor de todo este alboroto yo me marché de allí, bruscamente, para un viaje de dos semanas, aunque una parisiense encantadora trataba de consolarme; con Wagner me excusé sencillamente por medio de un telegrama fatal. En un rincón perdido de Boehmerwald, en Klingenbrunn, arrastré yo mi melancolía, mi desprecio de los alemanes como una enfermedad, y de cuando en cuando escribía, con el título general de «La reja del arado», en mi libro de notas, algunas frases claras y duras consideraciones psicológicas, que acaso se puedan ahora encontrar en «Humano, demasiado humano».

    3. Lo que en aquel momento se decidió no fue mi ruptura con Wagner; yo adquirí conciencia de una aberración general de mis instintos, cuyo error principal ya se llamara Wagner o el cargo de profesor de Basilea, era sólo un indicio. Se apoderó de mi la impaciencia de mí mismo; comprendí que era tiempo de meditar sobre mí mismo. De golpe vi de un modo terriblemente claro el tiempo que había desperdiciado; cuán inútilmente y cuán arbitrariamente toda mi existencia de filólogo me había desviado de mi deber. Yo me avergoncé de esta falsa modestia… Diez años había dejado detrás de mí, diez años durante los cuales la nutrición de mi espíritu había estado suspendida en mí, diez años en que yo no había hecho nada útil, en que había olvidado absurdamente una gran cantidad de cosas, a cambio de un fárrago de polvorienta erudición. Caminar a paso de tortuga entre los métricos griegos, con toda la minucia que imponían unos ojos enfermos, eso es lo que había conseguido. Me contemplaba con lástima, macilento y descarnado; las realidades faltaban absolutamente en mi provisión de ciencia, y las idealidades no valían un comino. Una sed verdaderamente abrasadora se apoderó de mí; desde ese momento no me ocupé sino de fisiología, medicina y ciencias naturales; ni siquiera volví a los estudios propiamente históricos, sino en cuanto mi deber me obligaba a ello imperiosamente. Entonces fue cuando adiviné también por primera vez la correlación que existe entre esta actividad escogida contrariamente al instinto natural, entre lo que se llama vocación, cuando nada os llama a ella, y esa necesidad de llenar el sentimiento de vacío y de inanición del corazón con ayuda de un arte que sirve de narcótico; del arte wagneriano, por ejemplo. Una mirada con precaución dirigida a mi alrededor me hizo descubrir que una turba de jóvenes sufren del mismo mal. Cuando se hace una violencia a la naturaleza, indefectiblemente ésta acarrea una segunda. En Alemania, en el imperio alemán (para evitar toda equivocación posible), hay demasiadas personas condenadas a tomar una decisión prematura; luego a morir lentamente de consunción, aplastadas por el peso de una carga que ya no se pueden quitar. Estos reclaman a Wagner a guisa de narcótico; se olvidan, se desembarazan de ellos mismos durante un momento. ¡Qué digo! ¡Durante cinco o seis horas!

    4. En este momento, mi instinto se ha pronunciado implacablemente contra el hábito que yo había adquirido de ceder, de seguir, de engañarme acerca de mi mismo. No importa el genero de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza; todo esto me parecía preferible a ese desinterés indigno en que yo había caído por ignorancia, por exceso de juventud, al cual me había aferrado luego por indolencia, por yo no sé qué sentimiento de deber.

    Entonces es cuando vino en mi ayuda, de un modo que nunca sabría admirar bastante, y precisamente en el buen momento, esa mala herencia que me tocó en suerte de mi padre, y que no es, en suma, sino una predisposición a morir joven. La enfermedad me separaba lentamente de mi medio, me ahorraba toda ruptura, todo paso violento y escabroso. En ese momento yo no había perdido todavía los testimonios de benevolencia que se me prodigaban: hasta había conquistado algunos nuevos. La enfermedad me confirió además el derecho de cambiar completamente todos mis hábitos: me permitió, me ordenó entregarme al olvido: me hizo el homenaje de la obligación de permanecer acostado, de estar ocioso, de esperar, de tener paciencia… Pero eso es justamente lo que se llama pensar… Mis ojos bastaron a poner fin a toda preocupación libresca, a toda filología. Me emancipé de los libros: durante años enteros no leí nada, y éste fue el mayor beneficio que me he proporcionado.

    Este yo interior, este yo en cierto modo repuesto y condenado al silencio, a fuerza de oír sin cesar a mi otro yo (y leer no es otra cosa); ese yo se despertó lentamente, tímidamente, con vacilación, pero acabó por hablar de nuevo. Jamás he mirado en mi interior con tanto gusto como en los periodos más morbosos y más dolorosos de mi vida. Basta leer «Aurora». o, por ejemplo, «El Caminante y su Sombra», para comprender lo que significaba esta vuelta a mí mismo: una forma superior de la curación. La otra curación no tuvo más que salir de ésta.

    5. Humano, demasiado humano, ese momento de una rigurosa disciplina de sí mismo, por la cual puse bruscamente fin a todo lo que se había infiltrado en mi de delirio sagrado, de idealismo, de bellos sentimientos y de otros feminismos. Humano, demasiado humano fue redactado en su mayor parte en Sorrento: recibió su forma definitiva un invierno que pasé en Basilea, en condiciones mucho más desfavorables que en Sorrento. En el fondo, Peter Gast, que hacía entonces sus estudios en la Universidad de Basilea, y que me era muy adicto, es el que tiene este libro sobre su conciencia. Yo le dictaba, con la cabeza doliente y cubierta de compresas: él transcribía y corregía: él fue, en realidad, el verdadero escritor, mientras que yo no fui sino el autor.

    Cuando, por último, el volumen concluido estuvo entre mis manos, con profundo asombro del enfermo que yo llevaba dentro, envié dos ejemplares a Bayreuth. Por un rasgo de espíritu milagroso del azar recibí en aquella misma fecha un ejemplar del libreto de Parsifal, con esta dedicatoria de Wagner: «A mi querido amigo Friedrich Nietzsche, con mis votos más fervientes. Richard Wagner, consejero eclesiástico». Los dos libros se habían cruzado en el camino. Me pareció oír un ruido fatídico: ¿no era esto, en cierto modo, el chasquido de dos espadas que se cruzan?… Hacia la misma época aparecieron las primeras Hojas de Bayreuth; yo comprendí entonces que había llegado el gran momento. ¡Oh prodigio: Wagner se había vuelto piadoso!…

    6. Cómo pensaba yo entonces acerca de mí mismo (1876), con qué prodigiosa certidumbre estaba yo en posesión de mi tarea y de lo que ésta tiene de universal, de ello es testimonio el libro entero, y particularmente un pasaje muy significativo. No obstante, con la astucia instintiva que me es habitual, me cuidé de evitar de nuevo la palabra yo, no ya para escribir esta vez Schopenhauer y Wagner, sino para prestar un rayo de gloria histórica a uno de mis amigos, al excelente doctor Paul Ree… En efecto, se trataba de una bestia demasiado maligna para… Otros fueron menos sutiles. Siempre he reconocido a aquellos de mis lectores de los que hay que desesperar, por ejemplo, el característico profesor alemán, en que apoyándose en este pasaje creían poder interpretar todo el libro como realismo superior. En verdad, estaba en contradicción con cinco o seis proposiciones de mi amigo. Léase a este propósito el prefacio a la Genealogía de la moral.

    He aquí el pasaje a que me refiero:

    «¿Qué es, después de todo, el principio al que ha llegado uno de los pensadores más audaces y más fríos, el autor del libro Del origen de los sentimientos morales (leed Nietzsche, el primer inmoralista), gracias a su análisis mordaz y cortante de las acciones humanas? El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre físico, pues no hay mundo inteligible».

    «Esta proposición, nacida con su dureza y su carácter cortante bajo el martillo de la ciencia histórica (leed Transmutación de todos los valores), podría quizás, en último término, en un porvenir cualquiera, ser el hacha que ataca a la necesidad metafísica del hombre. Si esto será para bien o mal de la humanidad, ¿quién lo podrá decir? Pero en todo caso es una proposición de la mayor consecuencia, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con esa doble faz que poseen todas las grandes ciencias… ».

    Turín, Entre Octubre y Noviembre de 1988

    Friedrich Nietzsche

    PREFACIO

    1. Me han dicho muy a menudo, con gran asombro mío, que todos mis escritos, desde El nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, Preludio de una filosofía del futuro, tienen algo en común: todos ocultan lazos y redes para pájaros incautos, y una cierta incitación constante y silenciosa a invertir todos los valores y todas las costumbres establecidas. ¡Cómo! ¿No será que todo es humano, demasiado humano? Dicen que esto es lo que se exclama cuando se acaba de leer un libro mío, no sin cierta desconfianza e incluso horror hacia la moral; más aún con cierta disposición y ánimo para defender un día las cosas peores, porque ¿no han sido éstas las más calumniadas? Han dicho también que mis escritos enseñan a sospechar e incluso a despreciar, pero afortunadamente que también enseñan valentía y hasta temeridad. Realmente no creo que nadie haya sospechado tan profundamente del mundo, no sólo como abogado del diablo, sino incluso a veces, por usar el lenguaje teológico, como enemigo y acusador de Dios; y quien vislumbre las consecuencias que implica toda sospecha profunda, los estremecimientos y las angustias de esa soledad a la que condena la absoluta diferencia de puntos de vista, entenderá igualmente cuánto he intentado resguardarme en cualquier parte, ya sea recurriendo a la veneración, a la hostilidad, a la ciencia, a la frivolidad o a la estupidez, para descansar y casi para olvidarme de mí mismo; y porque también, cuando no encontraba lo que necesitaba, he tenido que procurármelo artificialmente, ya sea falsificando o inventando. Pero ¿qué otra cosa han hecho siempre los poetas?, ¿Para qué serviría todo el arte del mundo? Con todo, lo que necesitaba cada vez más para curarme y restablecerme era creer que yo no era el único en ser así y en ver así: un maravilloso presentimiento de parentesco y de afinidad en la manera de ver y de desear, que he cerrado los ojos consciente y voluntariamente a ese ciego deseo que muestra Schopenhauer hacia la moral, en una época en que yo tenía ideas muy claras al respecto, que me he engañado, además, a mí mismo respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuera un principio y no un final; y lo mismo respecto a los griegos, a los alemanes y su futuro, y a un sinfín de cosas más. Pero aunque todo esto fuese cierto y el reproche resultara justo, ¿qué saben ustedes, qué pueden saber de la cantidad de astucia, instinto de conservación, razonamiento y precaución superior que hay en ese autoengaño y toda la falsedad que necesito para poder estar constantemente permitiéndome el lujo de mantener mi verdad?… Basta decir que vivo y que la vida no es, en última instancia, un invento de la moral, sino que busca el engaño y vive de él… Pero ¿a qué he vuelto a las andadas y a hacer lo que siempre he hecho, antiguo inmoralista y cazador de pájaros? ¿A qué estoy hablando de manera inmoral, extra-moral, «más allá del bien y del mal».?

    2. Por eso, cuando un día la necesité, inventé para mi uso particular la expresión «espíritus libres», a quienes dedico este libro, fruto a la vez del desaliento y del entusiasmo, titulado Humano, demasiado humano. Espíritus libres así no los hay ni los ha habido nunca: pero yo precisaba entonces de su compañía para estar de buen humor entre malos humores (enfermedad, aislamiento, destierro, acedía *, inactividad), como compañeros atrevidos y fantásticos, con los que se bromea, se ríe y se los manda a paseo cuando se ponen pesados, en sustitución de los amigos que me faltaban. Yo seré el último en dudar de que un día pueda haber espíritus libres de esta clase, que nuestra Europa cuente entre sus hijos de mañana y de pasado mañana con semejantes compañeros alegres y atrevidos, corporales y tangibles, y no, como en mi caso, a título de espectros y de sombras que vienen a entretener a un anacoreta. Ya los veo llegar lenta, muy lentamente; ¿no estoy yo apresurando su llegada al describir de antemano bajo qué auspicios los veo nacer, por qué camino los veo acercarse?…

    *En latín, acisdia o acidia significa «negligencia», «pereza», «flojedad». (N. de T.)

    3. Cabe esperar que la aventura decisiva de un espíritu en el que madure y alcance su plena sazón el tipo de «espíritu libre» sea un acto de desvinculación, antes del cual sería un espíritu esclavo, aparentemente encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Cuál es el vínculo más sólido? En hombres raros y exquisitos, los deberes; y tratándose además de jóvenes, el respeto, la timidez, el enternecerse ante todo lo que se considera digno y venerable desde muy antiguo, el reconocimiento al suelo que nos ha alimentado, a la mano que nos ha guiado, al santuario donde aprendimos a rezar… los momentos elevados serán los que nos obligarán más sólidamente y de un modo más permanente. La gran liberación de los esclavos de esta índole se produce repentinamente, como un temblor de tierra: el alma joven se siente de pronto agitada, desarraigada, arrancada; ni siquiera comprende lo que le sucede. Es una instigación, un impulso que actúa y se apodera de ellos como una orden, despertándose en su alma una voluntad, un deseo de ir hacia adelante, adonde sea y a cualquier precio; en todos sus sentidos brilla y resplandece una violenta y peligrosa curiosidad por un mundo que aún está por descubrir. La voz imperiosa de la seducción dice: «Antes morir que vivir aquí» y este «aquí», este «en casa», ¡es todo lo que había amado hasta ese momento! Un miedo y una desconfianza repentinos hacia todo lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que consideraba su «deber», un deseo sedicioso, arbitrario, impetuoso como un volcán, de viajar, de expatriarse, de alejarse, de refrescarse, de salir de la embriaguez, de convertirse en hielo; un odio hacia el amor; tal vez un paso y una mirada sacrílega hacia atrás, hacia donde hasta ese momento había amado y rezado: quizás un ruborizarse por lo que acaba de hacer y, a la vez un grito de alegría por haberlo hecho, un estremecimiento de embriaguez y de gozo interno en el que se revela una victoria… ¿Una victoria? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? Victoria enigmática, cuestionable, sospechosa, pero que es, a fin de cuentas, la primera victoria. Todas estas cosas constituyen los males y los sufrimientos que configuran la historia de esta gran liberación. A la vez, esta primera explosión de fuerza y de voluntad de autodeterminación y de autoestima, esta voluntad de querer libremente es una enfermedad que puede aniquilar al hombre: ¡y qué grado de enfermedad se manifiesta en las pruebas y extravagancias salvajes mediante las cuales el emancipado, el liberado trata en lo sucesivo de probar su dominio sobre las cosas! Con insaciable avidez lanza flechas a su alrededor; paga su botín con una excitación peligrosa de su orgullo; desgarra lo que le atrae. Con sonrisa maliciosa revuelve todo cuanto velaba el pudor; trata de ver qué parecen las cosas cuando se las pone al revés. Por satisfacer tal vez un simple capricho, se muestra ahora benevolente, con todo lo que hasta este momento estaba mal considerado y merodea, curioso y tentado, en torno al fruto más prohibido. En lo recóndito de sus agitaciones y desbordamientos porque en su camino se halla inquieto y desorientado como en un desierto, se esconde el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. «¿No cabría invertir todos los valores? ¿No podría el bien ser el mal y Dios un invento y una artimaña del diablo? A fin de cuentas, ¿no podría ser todo falso? Y si nos consideramos engañados, ¿no nos hemos de considerar también engañadores? ¿No habremos de ser engañadores?». Estos pensamientos lo guían y lo extravían, llevándolo cada vez más adelante, más lejos. La soledad, esa terrible diosa, madre cruel de las pasiones, lo retiene en su círculo y en sus anillos, cada vez más amenazadora, asfixiante y opresiva. Pero ¿quién sabe hoy lo que es la soledad?

    4. De este enfermizo aislamiento, del desierto de estos años de buscar a tientas, resta mucho hasta alcanzar esa enorme seguridad, esa salud desbordante, que no puede prescindir de la enfermedad, como medio y anzuelo del conocimiento; hasta lograr esa libertad madura del espíritu, que es también autodominio y disciplina del corazón, y que permite acceder a formas múltiples y opuestas de pensar; hasta ese estado interior, rebosante y hastiado por el exceso de riquezas, que excluye el peligro de que el espíritu se salga, por así decirlo, de su ruta y se encapriche en algún sitio, quedándose sentado en cualquier rincón: hasta esa superabundancia de fuerzas plásticas, curativas, modeladoras y reconstituyentes, que representa precisamente el signo de la gran salud, esa superabundancia que confiere al espíritu libre el peligroso privilegio de vivir como una tentativa y de correr aventuras: el privilegio del espíritu libre de ser maestro en su arte. A partir de este momento puede vivir largos años de convalecencia, con fases de muchos colores y una mezcla de dolor y de encanto, dominados y frenados por una voluntad férrea de estar sano, que con frecuencia se reviste y se disfraza de salud. Se trata de un estado intermedio que un hombre con semejante destino no puede recordar luego sin emocionarse: se apodera de él un benéfico sol de pálida y delicada luz, así como la sensación de tener la libertad, la vista y la insolencia del pájaro, a lo que se une una cierta curiosidad y un tierno menosprecio. En este estado, la fría expresión «espíritu libre» resulta bienhechora y casi reconfortante. Se vive sin estar ya encadenado por el amor o el odio: sin afirmar ni negar, voluntariamente cerca, voluntariamente lejos, complaciéndose sobre todo en escapar, en evadirse, en levantar el vuelo, unas veces para huir, otras para elevarse por medio de las alas; se siente uno hastiado como quien ha visto alguna vez por debajo de él, una inmensa y caótica multiplicidad de objetos, y se convierte en lo contrario de quienes se preocupan de cosas que no les incumben. En efecto, lo que en adelante concierne al espíritu libre son cosas, ¡y cuántas cosas! que ya no le preocupan

    5. Un paso más hacia la convalecencia y el espíritu libre se acerca a la vida lentamente, es cierto, casi a desgano, casi sin confianza. Todo cuanto lo rodea se vuelve otra vez más cálido, más dorado, por así decirlo: el sentimiento y la simpatía se hacen más profundos, y sobre él soplan brisas tibias de toda índole. Siente como si sus ojos se abrieran por vez primera a las cosas cercanas. Se maravilla y se sienta en silencio: ¿dónde estaba? ¡Qué cambiadas le resultan esas cosas inmediatas y próximas! ¡Qué aterciopelado encanto parecen haber tomado! Mira hacia atrás con agradecimiento por sus viajes, su dureza, su olvido de sí mismo, sus miradas hacia lo lejos y sus vuelos de pájaros por las alturas heladas. ¡Cuánto le alegra el no haberse quedado siempre «en su casa», encerrado en ella y entregado a la holgazanería! No hay duda de que estaba fuera de sí. Ahora se ve a sí mismo por primera vez, ¡y qué sorpresas descubre! ¡Qué estremecimiento inusual! ¡Qué felicidad le reporta incluso la falta de vigor, la antigua enfermedad, las recaídas del convaleciente! ¡Cuánto le agrada sentarse tranquilamente con su mal, ejercitar su paciencia, acostarse a la puesta del sol! ¿Quién capta como él la felicidad que reporta el invierno con la contemplación de las sombras que forma el sol en la pared? Estos convalecientes, estos lagartos que han vuelto a medias a la vida, son las animales más agradecidos y modestos del mundo; algunos de ellos no dejan que pase un día sin prender un breve canto de alabanza del borde de su ropa. Y, hablando en serio, enfermar como lo hacen esos espíritus libres, permanecer enfermo largo tiempo y recobrar luego poco a poco la salud, quiero decir una salud mejor, constituye una terapia radical contra todo pesimismo (que, como sabemos, es el cáncer de esos héroes de la mentira que son los viejos idealistas). Administrarse la salud a pequeñas dosis durante largo tiempo representa una sabiduría, una sabiduría de la vida.

    6. En este momento puede suceder que, entre los súbitos destellos de una salud todavía variable, sometida aún a altibajos, los ojos del espíritu libre, cada vez más libre, empiecen a descifrar el enigma de esa gran liberación que hasta entonces había permanecido en su memoria de una forma oscura, problemática, casi intangible. Mientras que antaño apenas se atrevía a preguntarse: «¿Por qué vivir tan apartado, tan solo, renunciar a todo lo que respetaba, incluso al respeto mismo, ser duro, desconfiar y odiar mis propias virtudes?». Ahora se atreve a plantearse la cuestión en voz alta y hasta oye algo parecido a una respuesta, que le dice: «Tenías que llegar a ser dueño de ti mismo y de tus virtudes. Antes eran ellas quienes te dominaban, pero sólo tienen derecho a ser instrumentos tuyos junto a otros. Tenías que adueñarte de tu pro y de tu contra y aprender el arte de usarlos y de no usarlos de acuerdo con tu fin superior del momento. Tenías que aprender el carácter de perspectiva que tiene toda apreciación: la deformación, la distorsión y la aparente teleología de los horizontes y todo lo referente a la perspectiva, así como esa dosis de indiferencia necesaria que hay en todo pro y todo contra, la injusticia como algo inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por la perspectiva y su injusticia. Tenías que ver, sobre todo, con tus propios ojos dónde hay siempre más injusticia, a

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