Lo inolvidable
Por Eduardo Berti
3.5/5
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Las historias aquí reunidas trazan un camino jalonado por formas de olvido y por lo inolvidable. De la mano, un padre y un hijo avanzan hacia la escuela; dos trabajadores sobreviven bajo la presión del aislamiento y la piedra; una lectora impulsiva y obsesionada naufraga en un universo de papel; el peso de un engaño condiciona toda una vida. La memoria y la confesión, la identidad y la decisión son algunos de los temas de los cuentos incluidos en Lo inolvidable, con los que Berti vuelve a mostrar su sutil maestría para la evocación y el detalle, para el descubrimiento y lo inquietante.
"Un verdadero talento innovador"
Paul Bailey, Daily Telegraph
"Una literatura muy personal e innovadora que proporciona al lector un formidable placer"
Gerard de Cortanze, Le Figaro
"El talento y la gracia de Eduardo Berti resultan totalmente indiscutibles"
Antón Castro, ABC
"Un escritor inclasificable, es decir, precioso"
F. Vitoux, Le Nouvel Observateur
"Una de las voces más interesantes de la narrativa argentina actual"
Hernán Brienza, Crítica
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Lo inolvidable - Eduardo Berti
Eduardo Berti
Lo inolvidable
Eduardo Berti, Lo inolvidable
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-540-8
© Eduardo Berti, 2010
© De la ilustración de cubierta: Gary Powel / Getty Images, 2010
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2010
Voces / Literatura 144
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
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Ya que nada verdadero tengo para contar –porque nada digno de mención me ha ocurrido– me he dedicado a la ficción de modo mucho más descarado que los demás. Pero en una sola cosa seré veraz: en decir que miento.
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El inicio
Hijo y padre caminan en silencio hacia la escuela, a menos de quince minutos de su casa. La mano de uno, más pequeña, va como perdida en la mano del otro; la palma suda y los dedos tiemblan un poco. Es el primer día de clases. Las dos siluetas avanzan recortadas contra un cielo crepuscular. La escuela es un viejísimo edificio, antes blanco, ahora grisáceo, semioculto tras un par de árboles torcidos y flacos. Por cómo mueven las cabezas y miran alrededor queda claro que, si no es la primera vez, es la segunda que acuden al lugar, luego quizá de la visita de admisión o de la inscripción. Pero esta vez cuenta distinto, es el bautismo, es el paso trascendental, mucho hablaron entre ellos y también con las mujeres del hogar: hermana y madre. Una de ellas afirmó: «Yo te enseñaría por mi cuenta a leer y a escribir, pero la escuela es otra cosa, es una experiencia más grande». Otra habló de estar orgullosa y lo felicitó.
A medida que se acercan, el movimiento es mayor. Unos entran y otros salen de la escuela: chicos de siete, ocho, diez años; adultos con un par de libros bajo el brazo. Los alumnos avanzados escrutan a los novatos sin el menor disimulo. Los novatos, por su parte, tienen el raro instinto de reconocerse, no así el valor o el impulso de saludarse.
Por fin el silencio se rompe entre ellos dos. «Estoy feliz», se oye. Y también: «Quién lo habría dicho». Y por último: «¿Trajiste un cuaderno y algo para escribir?».
Las manos se han separado y ahora están mucho más sudadas. El nuevo alumno le pregunta al otro, al experimentado, si él también se sintió así en su primer día de clases. «Por supuesto», es la respuesta. El nuevo alumno sonríe. Luego se le ocurre decir: «¿Y si los otros estudiantes…?», pero una ráfaga de viento se lleva el final de la frase.
«Ya lo hablamos, ¡no hay que pensar en los demás!», llega a oírse por encima de la calma reinstalada.
Los dos siguen caminando, sin volver a unir las manos, sus pasos son tan iguales que uno parece el reflejo joven del otro, y así como algunas bandas musicales dejan de tocar de súbito, en un acuerdo perfecto, sin una seña que preanuncie la maniobra, casi de idéntica manera ellos se detienen a un tiempo, en total sincronización, y uno palmea con suavidad la espalda levemente encorvada del otro.
«Hay un café en la esquina, ¿lo ves?», pregunta el que dio la palmada.
«Sí, lo veo, ¿por qué?».
«Te espero allá, papá. ¿Está bien?».
«Sí, está bien», contesta el otro algo mecánicamente. Sólo al cabo de unos pasos (ya está dentro de la escuela, ya lo hizo, ya sus pies pisan el patio) gira y grita a la espalda de su hijo: «¡Son tres horas! ¿Qué vas a hacer, tanto tiempo?».
Sonriéndole desde lejos, el hijo saca un libro que tenía guardado en un bolsillo y hace, abriéndolo, la mímica de leer, una mímica que nunca osó efectuar por un antiguo prurito, el mismo que aún impide a él y a las mujeres del hogar leer delante del padre una revista, un libro o lo que sea.
La mímica no ha caído mal, por el contrario. De modo que el hijo se aproxima al café blandiendo el libro, bien visible, como quien carga con orgullo algún trofeo, como quien carga con cuidado algo valioso.
En ese libro, se dice, están las letras que su padre finalmente va a aprender.
La carta vendida
Inspirado en un breve apunte del «Writer’s Notebook», de W. Somerset Maugham
Las dos familias –que, en el fondo, constituían una sola– se habían resignado ya a ese ritmo de vida. De una década a esta parte, los dos hombres partían de abril a septiembre, a una remota cantera del sur. Muy raras veces se les unía un compañero, otro empleado golondrina. Dos mañanas por semana recibían la visita breve y eufórica de Ramírez, que en un camión tembloroso y destartalado se llevaba lo recogido y de paso verificaba el estado general de las cosas; pero casi siempre se encontraban solos, sin más consuelo que la radio, audible en las noches de nubes bajas, o las cartas que traía el mismo Ramírez, medio sucias y abolladas en las puntas. Era como si con las piedras le pagasen al bueno del camionero por unas pocas palabras emborronadas.
Diez años de esta vida habían bastado para endurecerlos, casi tanto como la materia con que lidiaban. El más viejo de ambos, Lurueña, rumiaba que la actual sería su última temporada en el sur. ¿No le había dicho el médico, hacía algunos días, que era hora de cuidarse y de hacerse estudios? El otro, Castro, no se planteaba nada por el estilo. Mientras le fuese posible alzar una piedra, seguiría trabajando allí.
Porque no había mayores alternativas, constantemente hacían lo mismo: trabajar, dormir, charlar, jugarse bromas y volver a trabajar, hasta perder la noción exacta del tiempo. En cierto modo, sentían que durante esos meses el mundo no existía fuera de aquella triste zona pedregosa. La labor era tan monótona y tan poco interesante que podían hacerla con la mente en blanco. Nadie les había explicado con qué fin juntaban las piedras. Saberlo no les quitaba el sueño, tampoco. Pero por supuesto que había algún propósito; por supuesto que con esas piedras se construían murallas, se conformaban viviendas, caminos, muelles... Toda una serie de cosas, todo un mundo de piedra domesticada.
Cuatro montículos rodeaban o incluso estrangulaban la casa en que dormían: un barracón, en realidad, con cuatro paredes de lata y con un techo inclinado, hecho del mismo material, que en las frecuentes noches de lluvia se volvía, más que ruidoso, escandaloso. Si un día en que el cielo estaba azul se trepaban al montículo de piedra más elevado (Castro le decía «montaña»), alcanzaban a ver, bien lejos, la silueta alborotada de un puerto. Era lo único ajeno al trabajo que ofrecía el horizonte y, aun así, se trataba de una imagen laboral.
Cada año que volvían a la cantera, les parecía –aunque era imposible, sí– que las piedras se habían multiplicado, como una selva que volviese a crecer. Ocurría más bien que los seis meses en su hogar, desde noviembre hasta marzo, agigantaban la impresión de lo extraído y empequeñecían lo restante.
De las temporadas pasadas recordaban muy pocos hechos que hubiesen alterado la rutina. Apenas un accidente del que Lurueña había escapado de milagro. Apenas unas tormentas, pero ninguna tan fuerte ni pertinaz como la de ese año.
A principios de junio, cosa inédita, habían debido interrumpir su faena por doce días. Ni Ramírez apareció en aquel lapso. Lo hizo tan sólo al menguar la tempestad, trayéndoles en un caja de cartón (una caja de zapatos, se diría) toda la correspondencia acumulada.
No era infrecuente que Castro recibiese más cartas que Lurueña. Así ocurría desde un inicio. Sólo que esta vez la desproporción parecía exagerada: quince o más cartas para uno y ninguna para el otro.
En julio no volvió a llover, excepción hecha de algún chaparrón nocturno, pero Lurueña siguió sin recibir cartas. Poco a poco comenzó a envidiar a