Las afinidades electivas
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En esta novela, a caballo entre el clasicismo y el romanticismo, el matrimonio formado por Eduardo y Carlota ve su idílica y armónica existencia sacudida por la aparición de Otilia, joven protegida de Carlota. La lealtad, la fidelidad, las afinidades, el deseo y el fantasma del adulterio se convocan en la trama de esta magnífica novela, cuya modernidad y lucidez a la hora de examinar las relaciones humanas siguen siendo sobrecogedoras.
Johann Wolfgang von Goethe
Johann Wolfgang Goethe, ab 1782 von Goethe (✳ 28. August 1749 in Frankfurt am Main; † 22. März 1832 in Weimar), war ein deutscher Dichter und Naturforscher. Er gilt als einer der bedeutendsten Schöpfer deutschsprachiger Dichtung. Das künstlerische Werk Goethes ist vielfältig. Den bedeutendsten Platz nimmt das schriftstellerische Werk ein. Daneben stehen das zeichnerische Werk mit über 3.000 hinterlassenen Arbeiten. Goethe war auch ein vielseitiger Übersetzer. Er übertrug Werke aus dem Französischen, dem Englischen, dem Italienischen, dem Spanischen und dem Altgriechischen.
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Las afinidades electivas - Johann Wolfgang von Goethe
1809
PRIMERA PARTE
1
Eduardo, así llamaremos a un rico barón en lo mejor de la edad, Eduardo había pasado en su vivero la hora más agradable de una tarde de abril injertando en árboles jóvenes nuevos brotes recién adquiridos. Acababa de terminar su tarea. Había guardado todas las herramientas en su funda y estaba contemplando su obra con satisfacción cuando entró el jardinero, que se alegró viendo cuán aplicadamente colaboraba su señor.
—¿No has visto a mi esposa? —preguntó Eduardo, mientras se disponía a marchar.
—Allí, en las nuevas instalaciones —replicó el jardinero—. Hoy tiene que quedar acabada la cabaña de musgo que ha construido en la pared de rocas que cuelga frente al castillo. Ha quedado todo muy bonito y estoy seguro de que le gustará al señor. Desde allí se tiene una vista maravillosa: abajo el pueblo, un poco más a la derecha la iglesia, que casi deja seguir teniendo vistas por encima del pináculo de su torre, enfrente el castillo y los jardines.
—Es verdad —dijo Eduardo—, a pocos pasos de aquí pude ver trabajando a la gente.
—Luego —siguió el jardinero—, se abre el valle a la derecha y se puede ver un bonito horizonte por encima de los prados y las arboledas. La senda que sube por las rocas ha quedado preciosa. La verdad es que la señora entiende mucho de esto, da gusto trabajar a sus órdenes.
—Ve a buscarla —dijo Eduardo—, y pídele que me espere. Dile que tengo ganas de conocer su nueva creación y de disfrutar viéndola con ella.
El jardinero se alejó presuroso y Eduardo lo siguió poco después. Bajó por las terrazas, fue supervisando a su paso los invernaderos y los parterres de flores, hasta que llegó al agua, y tras cruzar una pasarela, alcanzó el lugar en donde el sendero que llevaba a las nuevas instalaciones se bifurcaba en dos. Dejó de lado el que atravesaba el cementerio de la iglesia y llevaba en línea casi recta hacia las paredes de rocas y se adentró por el que subía algo más lejos hacia la izquierda pasando a través de agradables bosquecillos; en el punto en el que ambos se encontraban se sentó durante unos instantes en un banco muy bien situado, a continuación emprendió la auténtica subida por la senda y fue dejándose conducir hasta la cabaña de musgo por un camino a veces más abrupto y otras más suave que iba avanzando a través de una larga serie de escalerillas y descansos.
Carlota recibió a su esposo en el umbral y le hizo sentarse a propósito de manera tal que pudiera ver de un solo golpe de vista a través de la puerta y la ventana los distintos paisajes que, así enmarcados, parecían cuadros. Él se alegró imaginando que la primavera pronto animaría el conjunto mucho más ricamente.
—Sólo tengo una objeción —observó—, la cabaña me parece algo pequeña.
—Pero para nosotros dos es más que suficiente —replicó Carlota.
—Y para un tercero —dijo Eduardo—, supongo que también hay sitio.
—¿Por qué no? —Respondió Carlota—, y hasta para un cuarto. Para reuniones más numerosas ya buscaremos otro lugar.
—Pues ya que estamos aquí solos y no hay nada que nos moleste —dijo Eduardo—, y como además también estamos de buen humor y tranquilos, te tengo que confesar que hace ya algún tiempo que me preocupa algo que debo y deseo decirte, sin haber encontrado hasta ahora el momento adecuado para hacerlo.
—Ya te había notado yo algo —indicó Carlota.
—Y tengo que admitir —continuó Eduardo— que si no fuera porque el correo sale mañana temprano y nos tenemos que decidir hoy, tal vez hubiera callado mucho más tiempo.
—¿Pues qué ocurre? —preguntó Carlota animándole amablemente a hablar.
—Se trata de nuestro amigo, el capitán —contestó Eduardo—. Tú ya sabes la triste situación en la que se encuentra actualmente sin culpa ninguna, como le ocurre a muchos otros. Tiene que ser muy doloroso para un hombre de su talento, sus muchos conocimientos y habilidades verse apartado de toda actividad…, pero no quiero guardarme más tiempo lo que deseo para él: me gustaría que lo acogiéramos en nuestra casa durante algún tiempo.
—Eso es algo que merece ser bien meditado y que deberíamos considerar desde más de una perspectiva —replicó Carlota.
—Estoy dispuesto a exponerte mi punto de vista —contestó Eduardo—. Su última carta deja traslucir una callada expresión del más íntimo disgusto, no porque tenga alguna necesidad concreta, porque sabe contentarse con poco y yo ya le he procurado lo más necesario; tampoco es que se sienta incómodo por tener que aceptar algo mío, porque a lo largo de nuestra vida hemos contraído mutuamente tantas y tan grandes deudas que sería imposible deslindar a estas alturas cómo se encuentra el debe y el haber de cada uno: lo único que le hace sufrir es encontrarse inactivo. Su única alegría, y yo diría que hasta su pasión, es emplear a diario y en cada momento en beneficio de los demás los múltiples conocimientos que ha adquirido y en los que se ha formado. Y tener que estar ahora con los brazos cruzados o tener que seguir estudiando para adquirir nuevas habilidades porque no puede aprovechar las que ya domina por completo…, en fin, no te digo más, querida, es una situación muy penosa que le atormenta con reduplicada o triplicada intensidad en medio de su soledad.
—Yo creía —dijo Carlota— que le habían llegado ofertas de distintos lugares. Yo misma escribí en ese sentido a algunos amigos y amigas muy diligentes y, hasta donde sé, el intento no quedó sin efecto.
—Es verdad —replicó Eduardo—, pero es que incluso tales ocasiones, esas variadas ofertas, le causan nuevo dolor, le procuran nueva intranquilidad. Ninguna de ellas está a su altura. No podría actuar libremente; tendría que sacrificarse él mismo y además sacrificar su tiempo, sus ideas y su modo de ser, y eso le resulta imposible. Cuanto más pienso en todo esto, tanto más siento y tanto más grande es mi deseo de verlo aquí en nuestra casa.
—Me parece muy hermoso y conmovedor —dijo Carlota— que te tomes el problema de tu amigo con tanto interés; pero permíteme que te ruegue que repares también en tu conveniencia y en la nuestra.
—Ya lo he hecho —repuso Eduardo—. Lo único que nos puede reportar su proximidad es beneficio y agrado. Del gasto no quiero hablar, porque en cualquier caso, si se muda a nuestra casa, va a ser bien pequeño para mí, sobre todo teniendo en cuenta que su presencia no nos causará la menor incomodidad. Puede acomodarse en el ala derecha del castillo, y el resto ya se verá. ¡Qué favor tan grande le haríamos y qué agradable nos resultaría disfrutar de su trato, además de otras muchas ventajas! Hace mucho tiempo que me habría gustado disponer del plano de la propiedad y sus tierras; él se encargará de hacerlo y dirigirlo. Tú tienes la intención de administrar personalmente las tierras en cuanto expire el plazo de los actuales arrendatarios, pero una empresa de ese tipo es difícil y preocupante. ¡Con cuántos conocimientos sobre esas cuestiones nos podría orientar! Buena cuenta me doy de la falta que me haría un hombre de ese tipo. Es verdad que los campesinos saben lo que es necesario, pero sus informes son confusos y poco honrados. Los que han estudiado en la ciudad y en las academias se muestran más claros y ordenados, pero carecen del conocimiento directo e inmediato del asunto. De mi amigo, puedo esperar los dos extremos. Y además se me ocurren otras muchas cosas que me complace imaginar y que también tienen que ver contigo y de las que me prometo muchos beneficios. Y, ahora, dicho esto, quiero agradecerte que me hayas escuchado con tanta amabilidad, y te pido que hables también con toda libertad y sin rodeos y me digas todo lo que tengas que decir; yo no te interrumpiré.
—Muy bien —dijo Carlota—, entonces empezaré haciendo una observación de tipo general. Los hombres piensan más en lo singular y en el momento presente y tienen razón, porque ellos tienen la misión de ser emprendedores y actuar; sin embargo, las mujeres se fijan más en las cosas que anudan el entramado de la vida, y con la misma razón, puesto que su destino y el destino de sus familias está estrechamente ligado a ese entramado y es precisamente a ellas a quienes se les exige que conserven ese vínculo. Así que, si te parece bien, vamos a echar una mirada a nuestra vida presente y pasada y verás cómo no te quedará más remedio que confesarme que la invitación al capitán no se ajusta del todo a nuestros propósitos, a nuestros planes y a nuestras intenciones.
»¡Me gusta tanto recordar los primeros tiempos de nuestra relación! Cuando todavía éramos unos jovencitos ya nos queríamos de todo corazón; nos separaron; a ti te alejaron de mí porque tu padre, que nunca saciaba sus ansias de riqueza, te unió a una mujer rica bastante mayor; a mí me alejaron de ti, porque al no tener ninguna perspectiva clara de futuro, me obligaron a casarme con un hombre de buena posición y que ciertamente era muy respetable, pero al que no amaba. Más tarde volvimos a ser libres. Tú antes que yo, porque tu viejecita se murió dejándote en posesión de una gran fortuna; yo, más adelante, justo en el momento en que tú regresaste de tus viajes. Así fue como volvimos a encontrarnos. Nos deleitaba el recuerdo del pasado, amábamos ese recuerdo y podíamos vivir juntos sin ningún tipo de impedimento, pero tú me presionaste para que nos casáramos; yo tardé algún tiempo en acceder porque estimaba que, siendo aproximadamente de la misma edad, por ser mujer yo había envejecido más que tú que eres hombre. Pero finalmente no quise negarte lo que parecía que constituía tu única dicha. Querías descansar a mi lado de todas las inquietudes que habías tenido que experimentar en la corte, en el ejército y en tus viajes, querías reflexionar y disfrutar de la vida, pero a solas conmigo. Metí a mi única hija en un pensionado en el que, ciertamente, se educa mucho mejor y de modo más completo de lo que habría podido hacerlo de haberse quedado en el campo; pero no la mandé sólo a ella, sino también a Otilia, mi querida sobrina, que quizás hubiera estado mucho mejor aprendiendo a gobernar la casa bajo mi dirección. Todo eso se hizo con tu aprobación y con el único propósito de que pudiéramos vivir por fin para nosotros mismos, de que finalmente pudiéramos disfrutar sin que nadie nos perturbara de esa dicha tan ardientemente deseada y que tanto habíamos tardado en alcanzar. Así fue como empezó nuestra vida en el campo. Yo me hice cargo de la casa, tú del exterior y de todo el conjunto. He tomado todas las disposiciones necesarias a fin de poder salir siempre al encuentro de tus deseos y vivir sólo para ti; deja que por lo menos ensayemos durante algún tiempo a ver hasta qué punto podemos bastarnos de esta manera el uno al otro.
—Puesto que, según tú dices, vuestro elemento consiste en vincular todas las cosas —replicó Eduardo—, lo mejor sería no escucharos sin interrumpir ni decidirse a daros la razón; y, sin embargo, no dudo que debes tener razón hasta el día de hoy. La manera en que hemos dispuesto nuestro modo de vivir era buena y conveniente, pero ¿es que eso significa que no vamos a seguir edificando sobre lo ya construido, que no vamos a permitir que nazca nada nuevo de lo que ya hemos realizado hasta ahora? ¿Acaso lo que yo he hecho en el jardín y tú en el parque sólo va a servir para los ermitaños?
—¡Muy bien! —Dijo Carlota—, ¡está muy bien! Pero por lo menos no metamos aquí ningún elemento extraño, ningún estorbo. Piensa que todos los planes que hemos concebido, incluso en lo tocante al entretenimiento y la diversión, estaban pensados para nosotros dos solos. Primero querías darme a conocer los diarios de tu viaje en el orden correcto aprovechando para ordenar todos los papeles que tienen que ver con eso; querías que yo participara en esa tarea para ver si con mi ayuda conseguíamos reunir en un conjunto armonioso y agradable para nosotros y para los demás todo ese batiburrillo de cuadernos y hojas sueltas de valor inestimable. Prometí que te ayudaría a copiarlos y nos imaginábamos que resultaría muy confortable y grato recorrer de esta manera tan cómoda e íntima un mundo que no íbamos a ver juntos sino en el recuerdo. Y, en efecto, ya hemos empezado a hacerlo. Además, por las noches has vuelto a coger la flauta, acompañándome al piano. Y tampoco nos faltan las visitas de los vecinos o a los vecinos. Con todas estas cosas yo, por lo menos, me he construido la imagen del primer verano verdaderamente dichoso que he pensado disfrutar en toda mi vida.
—Te daría la razón —replicó Eduardo, frotándose la frente— si no fuera porque cuanto más escucho todo lo que repites de modo tan amable y razonable tanto más me persigue el pensamiento de que la presencia del capitán no sólo no estropearía nada, sino que aceleraría muchas cosas y nos daría nueva vida. Él también ha compartido algunas de mis expediciones y también ha anotado muchas cosas desde una perspectiva distinta: podríamos aprovechar esos materiales todos juntos y de ese modo lograríamos componer una bonita narración de conjunto.
—Pues entonces permíteme que te diga —repuso Carlota dando muestras de cierta impaciencia— que tu propósito se opone a lo que yo siento, que tengo un presentimiento que no me augura nada bueno.
—Por este sistema vosotras las mujeres seríais siempre insuperables.
—Contestó Eduardo; —en primer lugar razonables, para que no se os pueda contradecir, después tiernas y cariñosas para que nos entreguemos de buen grado, también sensibles, de modo que nos repugne haceros daño, y finalmente intuitivas y llenas de presentimientos de modo que nos asustemos.
—No soy supersticiosa —replicó Carlota—, y no le concedería ninguna importancia a esos oscuros impulsos si no pasaran de ser eso; pero, por lo general, suelen ser recuerdos inconscientes de ciertas consecuencias dichosas o desafortunadas que ya hemos vivido en carne propia o ajena. No hay nada que tenga mayor peso en cualquier circunstancia que la llegada de una tercera persona interpuesta. He visto amigos, hermanos, amantes y esposos cuya vida cambió radicalmente por culpa de la intromisión casual o voluntaria de otra persona.
—No niego que eso puede ocurrir —dijo Eduardo— cuando hablamos de personas que van andando a ciegas por la vida, pero no ocurre cuando se trata de personas formadas por la experiencia y que tienen conciencia de sí mismas.
—La conciencia, querido mío —replicó Carlota—, no es un arma suficiente y hasta puede volverse contra el que la empuña; y pienso que lo que se deduce de todo esto es que no debemos precipitarnos. Concédeme al menos unos cuantos días, ¡no te decidas aún!
—Tal como están las cosas —repuso Eduardo—, también nos precipitaríamos dentro de unos días. Ya hemos expuesto todas las razones en pro y en contra, lo único que falta es tomar una decisión y por lo que veo lo mejor sería que lo echáramos a suertes.
—Ya sé —dijo Carlota— que en los casos de duda te gusta apostar o echar los dados, pero tratándose de un asunto tan serio me parecería un sacrilegio.
—¿Pero entonces qué le voy a escribir al capitán? —Exclamó Eduardo—, porque tengo que responderle enseguida.
—Escríbele una carta tranquila, razonable y consoladora —dijo Carlota.
—Para eso, más vale no escribir nada —repuso Eduardo.
—Y sin embargo —repuso Carlota—, te aseguro que en muchos casos es necesario y más propio de un amigo y desde luego mucho mejor escribir no diciendo nada que no escribir.
2
Eduardo se hallaba de nuevo solo en su habitación y la verdad es que se encontraba en un estado de ánimo de agradable excitación después de haber escuchado de labios de Carlota la repetición de los azares de su vida y la vívida representación de su mutua situación y proyectos. Se había sentido tan dichoso a su lado, con su compañía, que trataba ahora de meditar una carta para el capitán que sin dejar de ser amistosa y compasiva, fuera tranquila y nada comprometida. Pero en el momento en que se dirigió hacia el escritorio y tomó en sus manos la carta del amigo para volver a leerla, le volvió a asaltar la imagen de la triste situación en que se hallaba aquel hombre extraordinario y todas las emociones que le habían estado atormentando los últimos días volvieron a despertar con tal intensidad que le pareció imposible abandonar a su amigo en esa situación tan angustiosa.
Eduardo no estaba acostumbrado a renunciar a nada. Hijo único y consentido de unos padres ricos que habían sabido convencerle para embarcarse en un matrimonio extraño pero muy ventajoso con una mujer mayor; mimado también por ella de todas las maneras posibles para tratar de compensarle con su esplendidez por su buen comportamiento; una vez dueño de sí mismo, tras su temprano fallecimiento, acostumbrado a no depender de nadie en los viajes, a disponer libremente de cualquier cambio y variación, sin caer nunca en pretensiones exageradas, pero deseando siempre muchas cosas y de muy diversos tipos, generoso, intrépido y hasta valiente llegado el caso, ¿quién o qué cosa en el mundo podía oponerse a sus deseos?
Hasta aquel momento todo había salido a su gusto. Incluso había logrado poseer a Carlota, a la que había conquistado gracias a una fidelidad terca y casi de novela; y, de pronto, veía cómo le contradecían por vez primera, cómo le ponían trabas justo cuando quería traer a su lado a su amigo de juventud, esto es, cuando por así decir quería poner el broche de oro de su existencia. Se sentía malhumorado, impaciente, tomaba varias veces la pluma y la volvía a soltar, porque no era capaz de ponerse de acuerdo consigo mismo sobre lo que debía escribir. No quería ir contra los deseos de su mujer, pero tampoco era capaz de acatar lo que le había pedido; en su estado de inquietud tenía que escribir una carta tranquila, y eso le resultaba imposible. Lo más natural en ese caso era tratar de ganar tiempo. En pocas palabras pidió disculpas a su amigo por no haberle escrito antes y no poder escribirle todavía con detalle y le prometió que a no tardar mucho le enviaría una misiva mucho más significativa y tranquilizadora.
Al día siguiente Carlota aprovechó la ocasión de un paseo al mismo lugar para volver a reanudar la conversación, tal vez con la convicción de que la mejor manera de ahogar un proyecto es volviendo a hablar de él muchas veces.
Eduardo también estaba deseando reanudar la charla. Tal como acostumbraba, supo expresarse de manera afectuosa y agradable, porque aunque su sensibilidad le hacía acalorarse fácilmente, aunque la vehemencia de sus deseos era en exceso impetuosa y su terquedad podía provocar la impaciencia, también es verdad que sabía suavizar tanto sus palabras tratando siempre de no herir a los demás, que no quedaba más remedio que seguir considerándolo amable incluso cuando más inoportuno y fastidioso se mostraba.
De este modo, aunque aquella mañana empezó por poner a Carlota del mejor humor, luego sus giros en la conversación la sacaron tan completamente fuera de sus casillas que acabó por exclamar:
—Lo que tú quieres es que le conceda al amante lo que le he negado al marido.
»Por lo menos, querido —continuó—, quiero que sepas que tus deseos y la afectuosa vivacidad con que los expresas no me han dejado impasible, no me han dejado de conmover. Incluso me obligan a hacerte una confesión. Yo también te he estado ocultando algo. Me encuentro en una situación muy parecida a la tuya y ya he tenido que ejercer sobre mí misma la violencia que ahora estimo que deberías ejercer sobre ti.
—Me agrada escuchar eso —dijo Eduardo—, y veo que en el matrimonio es necesario reñir de cuando en cuando para descubrir algunas cosas del otro.
—Pues entonces debes saber —dijo Carlota— que a mí me pasa con Otilia lo mismo que a ti con el capitán. Me desagrada mucho pensar que esa niña querida está en un pensionado en el que se siente presionada y oprimida. Mientras Luciana, mi hija, que ha nacido para estar en el mundo, se instruye allí para el mundo, mientras ella aprende al vuelo idiomas, historia y otro montón de cosas, con la misma facilidad con la que lee las notas y variaciones musicales, mientras con su natural viveza y su feliz memoria, por decirlo de algún modo, olvida todo tan pronto como lo vuelve a recordar; mientras que su comportamiento natural, su gracia en el baile, su conversación fácil y fluida la hacen destacar entre todas y su instintiva dote de mando la convierten en la reina de su pequeño círculo; mientras que la directora de la institución la adora como a una pequeña diosa que gracias a sus cuidados ha empezado a florecer y por lo mismo considera un honor tenerla allí, ya que inspira confianza en las demás y puede ejercer influencia sobre otras jovencitas; mientras que sus cartas e informes mensuales no son más que cantos de alabanza sobre las extraordinarias capacidades de la niña, que yo sé traducir muy bien a mi prosa, mientras ocurre todo esto con Luciana, lo que se me cuenta de Otilia es siempre, por el contrario, una disculpa tras otra que tratan de justificar que una muchacha que por lo demás crece bien y es hermosa no muestre ni capacidad ni disposición alguna. Lo poco que ella añade tampoco es ningún misterio para mí, porque reconozco en esa niña querida todo el carácter de su madre, mi amiga más querida que creció a mi lado y cuya hija yo seguramente habría sabido convertir en una preciosa criatura si hubiera podido ser su educadora o cuidadora.
»Pero como eso no entraba en nuestros planes y como no conviene forzar tanto las cosas de la vida ni tratar de buscar siempre la novedad, prefiero resignarme y superar la desagradable sensación que me invade cuando mi hija, que sabe muy bien que la pobre Otilia depende de nosotros, se aprovecha de su ventaja mostrándose orgullosa con ella, con lo que prácticamente arruina nuestra buena acción.
»Pero ¿acaso hay alguien tan bien formado que no se aproveche a veces con crueldad de su superioridad respecto a los otros? ¿Y quién está tan arriba que no haya tenido que sufrir a veces una opresión semejante? El mérito de Otilia se acrecienta en esas pruebas; pero desde que me he dado cuenta de hasta qué punto es penosa su situación, me he tomado el trabajo de buscar otro sitio para ella. Espero una respuesta de un momento a otro y cuando llegue no dudaré. Ésta es mi situación, querido mío. Como ves, a ambos nos aflige el mismo género de preocupación en nuestros corazones leales y generosos. Deja que llevemos la carga entre los dos, puesto que no podemos deshacernos de ella.
—Somos criaturas sorprendentes —dijo Eduardo sonriendo— cuando podemos desterrar lejos de nuestra presencia lo que nos preocupa, ya nos creemos que está todo arreglado. Somos capaces de sacrificar muchas cosas en un plano general, pero entregarnos en una situación concreta y particular es una exigencia a cuya altura raras veces estamos. Así era mi madre. Mientras viví con ella, de niño o cuando jovencito, nunca pudo deshacerse de las preocupaciones del momento. Si me retrasaba cuando salía a pasear a caballo, ya me tenía que haber ocurrido alguna desgracia; si me sorprendía un chaparrón, seguro que me entraba la fiebre. Me marché de viaje, me alejé de ella, y desde entonces ya ni siquiera parecía que yo le perteneciera.
»Si miramos las cosas de más cerca —continuó—, pienso que los dos estamos actuando de un modo absurdo e irresponsable, abandonando en medio del infortunio y la pena a dos personas de naturaleza tan noble y a las que tanto queremos sólo porque no deseamos exponernos a ningún peligro. ¡Si esto no se llama egoísmo dime qué nombre podemos darle! ¡Toma a Otilia, déjame al capitán y, en nombre de Dios, hagamos la prueba!
—Podríamos arriesgarnos —replicó Carlota pensativa—, si el peligro sólo fuera para nosotros. Pero ¿tú crees que es aconsejable que compartan el mismo techo el capitán y Otilia, es decir, un hombre aproximadamente de tu edad, esa edad, digo estas cosas elogiosas aquí entre nosotros, en la que el hombre empieza a ser digno de amor y capaz de amor, y una muchacha con las excelentes cualidades de Otilia?
—Lo que no sé —repuso Eduardo—, es cómo puedes ensalzar tanto a Otilia. Sólo me lo puedo explicar porque ha heredado el mismo afecto que tú sentías por su madre. Es guapa, eso es verdad, y recuerdo que el capitán me llamó la atención sobre ella cuando regresamos hace un año y la encontramos contigo en casa de tu tía. Es guapa, sobre todo tiene ojos bonitos; pero no podría decirte si me causó aunque sólo fuera una pizca de impresión.
—Eso te honra y es digno de elogio —dijo Carlota—, puesto que yo también estaba allí y a pesar de que ella es mucho más joven que yo, la presencia de tu vieja amiga tuvo tanto encanto para ti que tus ojos no se fijaron en esa prometedora belleza a punto de florecer. Por cierto, que es algo muy propio de tu modo de ser y por eso me gusta tanto compartir la vida contigo.
Pero a pesar de la aparente honestidad de sus palabras Carlota ocultaba algo. En efecto, cuando Eduardo regresó de sus viajes, ella se lo había presentado a Otilia con toda la intención a fin de orientar tan buen partido en dirección a su querida hija adoptiva, porque ella ya no pensaba en Eduardo para sí misma. El capitán también estaba encargado de llamar la atención de Eduardo, pero éste, que seguía conservando obstinadamente en su interior su antiguo amor por Carlota, no vio ni a derecha ni a izquierda y sólo era dichoso pensando que por fin iba a poder conseguir ese bien tan vivamente deseado y que una cadena de acontecimientos parecía haberle negado para siempre.
La pareja estaba a punto de bajar por las nuevas instalaciones en dirección al castillo cuando vieron a un criado que subía corriendo hacia ellos y les gritaba desde abajo con cara risueña:
—¡Bajen rápidamente señores! El señor Mittler ha entrado como una tromba en el patio del castillo y nos ha gritado a todos que fuéramos inmediatamente a buscarles y les preguntáramos si es necesario que se quede. «Si es necesario» —nos siguió gritando—, ¿habéis oído?, pero deprisa, deprisa.
—¡Qué hombre tan gracioso! —Exclamó Eduardo—; ¿no crees que llega justo a tiempo, Carlota? ¡Regresa enseguida —ordenó al criado—; dile que es necesario, muy necesario! Que se baje del caballo. Ocúpate del animal. A él llevadlo a la sala y servidle la comida. Enseguida llegamos.
»¡Tomemos el camino más corto! —le dijo a su mujer y se adentró por el sendero que atravesaba el cementerio de la iglesia y que normalmente solía evitar. Pero se llevó una buena sorpresa, porque también allí se había encargado Carlota de velar por los sentimientos. Tratando de preservar al máximo los viejos monumentos, había sabido ordenar e igualar todo de tal manera que ahora se había convertido en un lugar hermoso en el que la vista y la imaginación gustaban de demorarse.
Había sabido honrar hasta a las piedras más antiguas. Siguiendo el orden cronológico de sus fechas, las piedras habían sido dispuestas contra el muro o bien incrustadas o superpuestas de algún modo; hasta el alto zócalo de la iglesia había sido adornado con ellas ganando en prestancia y variedad. Eduardo se sintió extrañamente conmovido cuando entró por la puertecita: apretó la mano de Carlota y una lágrima brilló en sus ojos.
Pero su estrafalario huésped no les dejó mucho tiempo en paz. En lugar de quedarse tranquilamente en el castillo había salido a buscarles atravesando el pueblo al galope tendido y picando espuela hasta llegar a la puerta del cementerio, en donde por fin se detuvo y gritó a sus amigos:
—¿No me estarán tomando el pelo? Si de verdad es algo urgente, me quedaré aquí a comer. Pero no me retengan. Tengo todavía muchísimo que hacer.
—Puesto que se ha molestado usted en venir desde tan lejos —le contestó Eduardo gritando—, entre hasta aquí con su caballo. Nos encontramos en un lugar grave y solemne, y mire usted ¡cómo