Nostromo - Espanol
Por Joseph Conrad
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Es novela política y de aventuras, y más que eso. El timonel y las tinieblas son dos presencias constantes en la obra de Conrad; y, en Nostromo, alrededor del tesoro oculto se estructura un compromiso entre el orden y caos, internos en la acción aventurera que vertebra la narración, la vigorosa humanidad de Nostromo, que poseedor de «la propia fuerza del pueblo», «gobierna desde dentro» del pueblo, y desde dentro del hombre mismo.
Muchos consideran Nostromo la más grande de las novelas de Conrad; y es, la que ofrece la más variada riqueza de personajes y situaciones memorables, tramados en una nítida acción de conjunto.
Joseph Conrad
Joseph Conrad (1857 - 1924) war ein Schriftsteller polnischer Herkunft, der in englischer Sprache schrieb. Sein Vater, Apollo Korzeniowski ist Schriftsteller und polnischer Patriot, der Shakespeare und Hugo übersetzt und seinem Sohn die Literatur nahelegt. Nach der Besetzung Polens durch Russland in der »zweiten Teilung« wird der Vater 1861 verhaftet und später mitsamt Frau und dem erst 5-jährigen Joseph in die Verbannung ins nordrussische Wologda geschickt. Dort stirbt die Mutter, Vater und Sohn kehren nach Strafverbüßung 1865 ins polnische Krakau zurück. Als auch der Vater 1869 stirbt, erhält der Onkel Tadeusz das Sorgerecht über ihn. 1886 erlangt Conrad die britische Staatsbürgerschaft. 1888 wird er Kapitän. Seine Erlebnisse zur See bilden meist den Hintergrund der von ihm geschaffenen Erzählungen. Etwa 1890 beginnt Joseph Conrad zu schreiben. Zeit seines Lebens schafft er ein umfangreiches literarisches Werk. Lange ist er auf Gönner angewiesen, doch 1914 hat er endlich den schriftstellerischen Durchbruch mit »Spiel des Zufalls«. Conrads bekannteste Schöpfungen sind die Romane »Lord Jim«, »Nostromo« und »Herz der Finsternis« (ebenfalls erschienen bei Null Papier). Letzteres ist bis heute das meistzitierte und bedeutendste Buch von ihm.
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Nostromo - Espanol - Joseph Conrad
1917.
PRIMERA PARTE
LA PLATA DE LA MINA
CAPÍTULO PRIMERO
En la época de la dominación española, y por muchos años después, la ciudad de Sulaco —de cuya antigüedad da testimonio la lujuriante belleza de sus huertos de naranjos— no había tenido nunca más importancia comercial que la de un puerto de cabotaje con un tráfico local, bastante amplio, en pieles de buey y añil. Los pesados galeones de alto bordo usados por los conquistadores, naves cortas y anchas que necesitaban para moverse el empuje de un viento tempestuoso, solían yacer encalmados allí donde los modernos barcos, construidos al estilo de clípers, avanzan con el mero aleteo de sus velas; de ahí que esos galeones hubieran sido ahuyentados de Sulaco por las predominantes calmas de su vasto golfo.
Algunos puertos del globo son de difícil acceso por sus traidores bajíos y arrecifes y por las tempestades de sus costas. Sulaco había hallado un santuario inviolable contra las tentaciones de un mundo comerciante en el augusto silencio del profundo Golfo Plácido, en cuyo fondo quedaba protegido, como dentro de un enorme templo semicircular y sin techumbre, abierto al océano, con sus muros de altas montañas, que ostentan por colgaduras enlutados cortinajes de nubes.
En un lado de esta dilatada curva, en el litoral rectiforme de la República de Costaguana, el último saliente de la sierra costera forma un cabo insignificante, llamado Punta Mala. Esa lengua de tierra no es visible desde el centro del golfo; pero puede divisarse débilmente, como una sombra proyectada en el cielo, la mole de una escarpada colina.
En el lado opuesto flota levemente sobre la clara línea del horizonte algo que parece una mancha aislada de bruma azul. Es la península de Azuera, caos bravío de agudas rocas y pétreos llanos, cortados aquí y allá por simas verticales. Yace a gran distancia mar adentro, presentando el aspecto de un tosco cabezo de piedra, que se extiende desde una costa vestida de verdor en el extremo de una delgada faja de arena, cubierta de densos y espinosos chaparros. Es un lugar de desolada aridez, porque las lluvias ruedan inmediatamente al mar por todas partes, y carece de tierra que produzca una sola hoja de hierba —según se dice—, como si pesara allí el esterilizador influjo de una maldición.
Los pobres, asociando por un vago instinto de consuelo las ideas del mal y de riqueza, os dirán que aquel sitio es fatal a causa de sus vedados tesoros. La gente ordinaria de las cercanías, peones[2] de las estancias, vaqueros de las llanuras costeras, indios mansos que acuden al mercado desde muchas millas con un haz de caña de azúcar o una cesta de maíz para venderlos por unos centavos, saben bien que en la lobreguez de los hondos precipicios, abiertos en las rocosas mesetas de Azuera, se ocultan montones de oro brillante.
La tradición refiere que en lo antiguo perecieron en su busca muchos aventureros. Cuéntase también que en época reciente dos marineros vagabundos —norteamericanos tal vez, y seguramente gringos de cualquier clase— se entendieron con un mozo del país, jugador y gandul, y entre los tres robaron un asno con que llevar un haz de leña, un odre de agua y provisiones bastantes para unos cuantos días. Así equipados, y con revólveres a los cintos, habían partido dispuestos a abrirse camino con los machetes por entre el chaparral espinoso del cuello de la península.
La segunda tarde se vio, por vez primera a lo que recuerdan los nacidos, una espiral de humo (no podía proceder sino de la hoguera del vivaque) erguida verticalmente proyectando su borrosa silueta sobre el cielo encima de un agudo risco que se alzaba sobre el rocoso cabezo. La tripulación de una goleta de cabotaje, que yacía encalmada a tres millas de la costa, la contempló con asombro hasta que anocheció.
Un pescador negro que vivía en una choza solitaria, construida en una caleta de las inmediaciones, había visto partir la expedición y estaba al acecho de alguna señal. Llamó a su mujer, precisamente cuando el sol estaba a punto de ponerse; y los dos observaron el extraño portento con envidia, incredulidad y terror.
Los impíos aventureros no dieron más señales de vida. No se volvió a ver jamás a los marineros, ni al indio, ni al burro robado.
En cuanto al mozo, que era un vecino de Sulaco, su mujer le mandó decir algunas misas; la leyenda popular guarda silencio sobre el pobre cuadrúpedo, y desde luego cabe suponer que, por ser irresponsable, se le permitiría morir; mas por lo que a los dos gringos se refiere, créese que moran en forma de espectros vivos hasta el día de hoy entre las rocas, bajo el fatal hechizo del éxito alcanzado. Sus almas no pueden arrancarse de los cuerpos que informan, y los codiciosos precitos viven condenados a dar guardia al descubierto tesoro. Ahora son ricos, pero padecen hambre y sed. ¡Extraña teoría, elaborada en el espíritu del pueblo bajo de la comarca, a juicio del cual los tozudos fantasmas gringos sufren en su carne, consumida de inedia y abrasada de sed, el castigo de herejes obstinados, mientras que un cristiano se hubiera arrepentido y alcanzado de ese modo el perdón libertador!
Tales son los legendarios moradores de Azuera, guardianes de su riqueza prohibida. Y, volviendo ahora a nuestra descripción, la sombra proyectada sobre el cielo en un lado, con la mancha redonda de bruma azul que borra el brillante borde del horizonte en el otro, marcan los dos puntos extremos del arco que lleva el nombre de Golfo Plácido; denominación que le cuadra a maravilla, porque no hay noticia de que ningún viento tempestuoso haya perturbado jamás la paz de sus aguas.
Al cruzar la línea imaginaria trazada desde Punta Mala hasta Azuera, los barcos, salidos de Europa con destino a Sulaco, pierden al punto las recias brisas del Océano, y son presa de caprichosos vientos que juegan con ellos, a veces por espacio de treinta horas seguidas. Los tripulantes de esos barcos pueden contemplar cómo la mayoría de los días del año el fondo del dormido golfo se llena de una gran masa de inmóviles y opacas nubes.
En las raras mañanas de ambiente despejado, otra sombra cae sobre la tranquila superficie. La claridad del día rompe en lo alto por detrás del colosal y aserrado murallón de la Cordillera, ofreciendo una visión nítidamente perfilada de oscuros picos, que yerguen sus escarpadas vertientes sobre un alto pedestal de bosque, asentado en el borde mismo de la playa. Entre ellos se alza majestuosa sobre el azul la blanca cima del Higuerota. Aglomeraciones desnudas de enormes rocas salpican con manchitas negras el alisado domo de nieve.
Después, cuando el sol meridiano barre del golfo la sombra de las montañas, empiezan las nubes a rodar fuera de los valles más bajos. Envuelven en sombríos jirones las calvas de los precipicios por encima de las fragosas tajaduras, ocultan los picos, humean en fajas tempestuosas al través de las nieves del Higuerota. La Cordillera desaparece de la vista, como si se hubiera disuelto en los grandes cúmulos de vapores grises y negros, que avanzan con lentitud hacia el mar y se diluyen en el transparente aire, a todo lo largo del frente, por efecto del ardiente calor del día. El borde sometido a ese desgaste lucha siempre por llegar al medio del golfo, pero pocas veces lo consigue; el sol se le va comiendo, como dicen los marinos. A no ser que por raro accidente una sombría nube tempestuosa se desprenda del cuerpo principal y cruce la extensión del golfo internándose en el mar del otro lado de Azuera, donde de pronto estalla en llamaradas y estampidos, como siniestro barco pirata del aire, puesto en facha sobre el horizonte para dar batalla al Océano.
Por la noche la mole de nubes, subiendo cada vez más hacia el cenit, sepulta la total extensión del inmóvil golfo en impenetrable oscuridad, pudiéndose oír dentro de ella, ya en una dirección, ya en otra, el comienzo y cese bruscos de recios chubascos. Esas noches encapotadas son famosas entre los marinos a lo largo de toda la costa occidental del gran continente. Cielo, tierra y mar desaparecen juntos del mundo, cuando el Plácido, según suele decirse, se retira a dormir envuelto en su negro poncho. Las pocas estrellas que quedan visibles por la parte del mar, cerca de la línea del horizonte, brillan con tenue resplandor, como dentro de la boca de tenebrosa caverna.
En su vasta lobreguez el marinero no ve el barco que flota debajo de sus pies, ni las velas que aletean sobre su cabeza. El ojo del mismo Dios —añade la gente de mar con irrespetuosidad que toca en sacrilegio— no puede averiguar qué labor ejecuta allí la mano del hombre; y es dable invocar impunemente la ayuda del diablo, porque hasta su malicia seria derrotada por una cerrazón tan impenetrable.
Las márgenes del golfo son escarpadas todo alrededor. Tres isletas inhabitadas, que se bañan en la luz del sol, fuera del velo de nubes, pero casi tocándole, frente a la entrada del puerto de Sulaco, llevan el nombre de «Las Isabelas». Son: la Gran Isabel; la Pequeña Isabel, que es redonda; y la Hermosa, la más pequeña de todas.
Esta última no tiene más que un pie de altura y unos siete pasos de anchura, consistiendo en la calva aplanada de una roca gris, que humea como la ceniza caliente cuando la moja la lluvia, y en la que no es posible fijar la planta desnuda, antes de ponerse el sol, sin abrasarse.
En la Pequeña Isabel, una vieja y astrosa palmera, de tronco grueso y deforme, verdadera bruja de las palmeras, restriega con seco rumor contra la áspera arena un lacio ramillete de hojas muertas. La Gran Isabel tiene una fuente de agua dulce que brota en el verdecido lado de una quebrada. Semejante a una cuña verde esmeralda, de una milla de largo, y tendida sobre el mar, tiene dos árboles frondosos que crecen juntos y proyectan anchurosa sombra al pie de sus lisos troncos. Una barraca, que hiende la isla en toda su longitud, está cubierta de arbustos; y después de presentar una profunda y enmarañada tajadura en el lado más alto, se ensancha en el otro hasta degenerar en una hondonada somera que termina en una pequeña faja de playa arenosa.
Desde ese extremo inferior de la Gran Isabel, el observador puede contemplar directamente el puerto de Sulaco, dirigiendo la mirada por una abertura, distante unas dos millas, tan neta como si la hubieran abierto con una hacha en la superficie regular de la costa.
El puerto es una masa oblonga de agua, que tiene forma de lago. En un lado los cortos espolones vestidos de boscaje y los valles de la Cordillera bajan en ángulo recto hasta la misma costa; y en el otro se abre a la vista la gran llanura de Sulaco, perdiéndose en el misterioso ópalo de las grandes distancias envueltas en árida bruma.
La ciudad misma de Sulaco —conjunto de remates de muros, una gran cúpula, centelleos de miradores blancos en un vasto boscaje de naranjos— yace entre las montañas y la llanura, a cierta distancia, no grande, de su puerto y fuera de la línea directa de la vista desde el mar.
CAPÍTULO II
El único signo de actividad comercial en el interior del puerto, visible desde la playa de la Gran Isabel, era el extremo achatado y rectangular del muelle de madera que de la Compañía Oceánica de Navegación a Vapor (designada familiarmente por la O.S.N.)[3] había tendido sobre la parte menos profunda de la bahía poco después de haber resuelto hacer de Sulaco uno de sus puertos de reparación y aprovisionamiento para la República de Costaguana.
El Estado posee varios puertos en su largo litoral; pero excepto Cayta, que ocupa una posición importante, todos los demás o son obras pequeñas e incómodas en una costa cercada de rocas —como Esmeralda por ejemplo, sesenta millas al sur—, o son simples fondeaderos francos, expuestos a los vientos y agitados por la marejada.
Acaso las mismas condiciones atmosféricas que ahuyentaron de esta región las flotas mercantes de edades pretéritas indujeron a la Compañía O.S.N. a violar el santuario de paz que albergaba la tranquila existencia de Sulaco. Los vientos variables que juguetean con el vasto semicírculo de agua, delimitado por el arranque de la península de Azuera, eran impotentes para sobreponerse a la potente maquinaria de vapor que movía la flota magnífica de la O.S.N.
Año tras año, los negros cascos de sus barcos iban y venían por la costa, entrando y saliendo; pasaban Azuera, Las Isabelas, Punta Mala, y no se cuidaban de nada, fuera de la tiranía del tiempo. Los nombres de esos vapores, que formaban una mitología entera, llegaron a ser familiares en una costa donde jamás habían ejercido su dominio las divinidades del Olimpo. Al Juno se le conocía sobre todo por sus cómodos camarotes de entrepuentes; al Saturno por el genio afable de su capitán y las lujosas pinturas y dorados de su salón; mientras que el Ganímedes estaba habilitado para el transporte de reses, y no admitía pasaje ni para los puertos de la costa. No había en ésta ninguna aldea pobrísima de indios que no conociera familiarmente al Cerbero, vaporcito de poco calado, sin atractivos ni comodidades dignas de citarse, cuya misión era deslizarse por la línea costera, a lo largo de las playas frondosas, bordeando peñascos deformes, haciendo escala obligada ante cada grupo de chozas para recoger productos del país, hasta paquetes de tres libras de caucho, hechos con una envoltura de hierba seca.
Y como los barcos mencionados casi nunca dejaban de conducir a su destino hasta los menores bultos del cargamento, y rara vez perdían una res, y nunca habían ahogado a un sólo pasajero, el nombre de la O.S.N. gozaba de gran crédito y confianza. La gente declaró que sus vidas y haciendas estaban más seguras en el agua al cuidado de la Compañía, que en sus propias casas en tierra.
El superintendente en Sulaco para el servicio de la sección entera de Costaguana estaba muy orgulloso de la reputación que gozaba su Compañía, y solía decir muy a menudo: «Nosotros no cometemos nunca faltas». Esta frase, cuando el jefe hablaba con sus empleados de la Compañía, tomaba la forma de una severa recomendación: «Es preciso no cometer faltas. Aquí no las toleramos, haga Smith lo que quiera allá en su sección del otro extremo».
Smith, a quien en su vida había visto, era el otro superintendente del servicio, que tenía su oficina a mil quinientas millas de Sulaco. «A mí no me mienten ustedes para nada a su Smith».
Luego, calmándose de pronto, abandonaba el asunto con afectada negligencia. «Tanto entiende Smith de este continente como un niño de pecho».
«Nuestro excelente señor Mitchell» para la gente de negocios y el elemento oficial de Sulaco; «Chilindriner Joe» para los capitanes de los barcos de la Compañía; el capitán Mitchell, como nosotros le llamaremos, se jactaba de conocer a fondo a los hombres y las cosas de Costaguana. Entre estas últimas consideraba como la más desfavorable para la marcha regular y ordenada de los negocios de la compañía los frecuentes cambios de gobierno, producidos por revoluciones del tipo militar.
La atmósfera política de la República era, por regla general, tempestuosa en aquellos días. Los patriotas fugitivos del partido derrotado se habían dado maña para volver a presentarse en la costa con un vapor medio cargado de armas cortas y municiones. Semejante facilidad en procurar medios de reanudar la lucha llenaba de asombro al señor Mitchell, que había visto a los derrotados carecer aun de lo necesario en el momento de huir. Por cierto que, según había tenido ocasión de observar, «nunca parecían tener bastante cambio para pagar el pasaje de salida del país».
De estos asuntos relacionados con la fuga de gobiernos y partidos derribados por una revolución podía hablar por experiencia, porque en cierta ocasión memorable se había acudido a él para salvar la vida de un dictador, junto con la de algunos funcionarios de Sulaco —el gobernador, el director de aduanas y el jefe de policía—, al venirse abajo la situación política.
El pobre señor Rivera (tal era el nombre del dictador) había venido caminando a pechugones, día y noche, ochenta millas por caminos de montaña, después de la perdida batalla del Socorro —cosas que, por supuesto, no pudo lograr cabalgando en una mula coja—. El animal, para colmo de males, cayó muerto bajo el jinete, al final de la Alameda, donde la banda militar amenizaba a veces las veladas entre revolución y revolución.
—Señor —proseguía refiriendo el capitán Mitchell con solemne gravedad—, la importuna muerte de la bestia atrajo la atención hacia el infortunado que en ella había cabalgado. Sus facciones fueron reconocidas por varios desertores del ejército dictatorial, mezclados con la chusma, ocupada en destrozar las ventanas de la Intendencia.
En las primeras horas de la madrugada de aquel día las autoridades locales de Sulaco habían huido a refugiarse en las oficinas de la Compañía O.S.N., sólido edificio situado en la playa, junto al comienzo del muelle, dejando la ciudad a merced de la turba revolucionaria; y, como el dictador era execrado por el populacho a causa de la severa ley de reclutamiento, que la necesidad le había obligado a imponer durante la lucha, corrió grave riesgo de ser despedazado.
Fue providencial que Nostromo —sujeto de incalculable valía— estuviera allí cerca con algunos trabajadores italianos importados para las obras del Ferrocarril Central Nacional, y con ayuda de éstos logró arrancarle de las iras de la multitud —al menos por entonces. En último término, el capitán Mitchell consiguió trasladarlos a todos en su falúa a uno de los vapores de la Compañía, el Minerva, que precisamente entonces, por piadosa disposición de la fortuna, estaba entrando en el puerto.
Poco antes el superintendente había tenido que descolgar a los mencionados señores con una cuerda por un boquete abierto en la pared posterior del edificio de la Compañía, mientras la multitud, que, saliendo por todas las bocacalles de la ciudad, se había derramado a lo largo de la playa, rugía amenazadora al pie de la fachada. Luego hubo de instarles a que salvaran a todo correr la longitud entera del muelle. Aquello había sido un escape desesperado a vida o muerte. Y de nuevo Nostromo, el valiente entre los valientes, fue quien, a la cabeza ahora de una cuadrilla de cargadores de la Compañía, había defendido el muelle contra las embestidas de la canalla, dando así tiempo a los fugitivos para llegar a la lancha, preparada a recibirlos en el otro extremo con la bandera de la Compañía en popa. Sobre ella llovieron palos, piedras, proyectiles y hasta cuchillos.
El capitán Mitchell mostraba con orgullosa complacencia una larga cicatriz que le cruzaba la oreja izquierda y la sien, reliquia de una herida hecha con la hoja de una navaja de afeitar, sujeta a un palo, arma según explicaba, muy en boga entre «los negros más criminales de las afueras de la ciudad».
El señor Mitchell era un tipo grueso, ya entrado en años, que usaba cuellos altos terminados en punta y patillas cortas, aficionado a los chalecos blancos, y hombre de genio en realidad muy comunicativo a pesar de su aire de grave retraimiento.
—Esos señores —refería en tono solemne— tuvieron que correr como conejos, señor. Yo mismo hice lo propio. Hay ciertas clases de muerte que… ¡hum!… son desagradables para un… ¡jem!… para un hombre respetable. A mi también me hubieran hecho trizas. Una turba frenética, señor, no distingue. Después de la Providencia, debimos la vida a mi Capataz de Cargadores, como le llamaban en la ciudad; un hombre que, cuando yo descubrí lo que valía, señor, era sobrecargo de un barco italiano, un enorme barco genovés, de los pocos que arribaron a Sulaco, procedentes de Europa con cargamento general para la compañía constructora del Ferrocarril Central Nacional. Dejó su empleo por causa de unos amigos muy respetables, que aquí se granjeó, paisanos suyos, pero también, a lo que creo, por mejorar de fortuna. Señor, soy bastante perspicaz para conocer caracteres, y le contraté para capataz de cargadores y guarda de muelle. Ese era el empleo que tenía. Pero, a no ser por él, el señor Rivera hubiera sido hombre muerto. Este Nostromo, señor, persona en absoluto irreprochable, llegó a ser terror de todos los malhechores de la ciudad. Estábamos infestados, más que infestados, señor, dominados aquí en aquel tiempo por ladrones y matreros, procedentes de toda la provincia. En esta ocasión habían estado entrando en cuadrillas desde hacía una semana. Olfateaban la caída del gobierno, señor. La mitad de esta turba de asesinos eran bandidos profesionales, que perpetran sus fechorías en el campo, señor; pero ni un solo de ellos ignoraba quién era Nostromo. En cuanto a la gentuza de la ciudad, bastaba para tenerla a raya la vista de las negras patillas y blancos dientes del temido capataz. Temblaban ante él, señor. Ahí tiene usted lo que puede la energía de carácter.
Con toda verdad cabe decir que Nostromo solo fue el que salvó la vida a esos señores. El capitán Mitchell, por su parte, no les abandonó hasta verlos postrados, anhelosos, llenos de exasperado terror, pero enteramente a salvo en los lujosos sofás de terciopelo que adornan el salón de primera clase del Minerva. Hasta el último instante tuvo cuidado de dar al ex dictador el tratamiento de «Su Excelencia».
—Señor, no podía proceder de otro modo. El hombre estaba deshecho, desencajado, lívido, cubierto de sangre y arañazos.
El Minerva no ancló en aquella visita. El superintendente ordenó que zarpara al instante. No se desembarcó ningún cargamento, como puede suponerse; y los pasajeros para Sulaco rehusaron bajar a tierra. Desde cubierta pudieron oír el tiroteo y presenciar el desarrollo de la lucha que tenía lugar al borde mismo del agua.
La turba al verse rechazada, dedicó sus arrestos al asalto de la Aduana, construcción tétrica que parece a medio terminar, con numerosas ventanas, situada a unos doscientos metros de las oficinas de la Compañía Oceánica, y después de éstas el único edificio que se levanta cerca del puerto.
El capitán Mitchell, luego de encargar al capitán del Minerva que desembarcara a «los señores allí refugiados» en el primer puerto hábil de fuera de Costaguana, se volvió a su lancha con ánimo de ver lo que podía hacerse para proteger los intereses de la Compañía. Los bienes de ésta y los del ferrocarril fueron defendidos por los europeos, esto es, por el mismo capitán Mitchell y el cuerpo de ingenieros que construían la vía, ayudados de los trabajadores italianos y vascos, que se agruparon fielmente alrededor de sus jefes.
También los descargadores de la compañía, naturales de la República, se portaron muy bien a las órdenes de su capataz. Era una tropa de ínfima ralea y sangre muy mezclada, abundando en ella los negros, que andando siempre a la greña con los parroquianos de las peores tabernas de la ciudad, acogieron con alegría aquella ocasión de vengar sus personales resentimientos al amparo de tan favorables auspicios. No se contaba entre ellos ninguno que, en tal o cual día, no hubiera visto con terror el revólver de Nostromo apuntándole a la cara a quema ropa, o que en otra cualquier forma no hubiera sido intimidado por la resolución del capataz.
«Era mucho hombre», decían de él, áspero de lengua cuando se enojaba, propasándose a decir verdaderos insultos, incansable en imponer tareas, y que se hacía temer sobre todo por su retraimiento y hosquedad. Pero, con todo eso, aquel día estuvo al frente de ellos en la lucha contra la canalla, allanándose a dirigir advertencias en son de broma, cuándo a uno, cuándo a otro.
Su manera de ejercer el mando fue alentadora y eficaz, pues realmente todo el daño que el populacho logró causar se redujo al incendio de una —una sola— pila de durmientes de la vía, que por estar creosotados ardieren como teas. El principal ataque dirigido contra los cercados del ferrocarril, las oficinas de la O.S.N. y en especial contra la Aduana, un gran tesoro en lingotes de plata, fracasó enteramente. Aun el hotelito, propiedad del viajo Giorgio, que se alzaba aislado entre el puerto y la ciudad, escapó al saqueo y la destrucción, no por un milagro, sino porque los revolucionarios en el primer momento sólo pensaron en perseguir a los fugitivos, y después les faltó la oportunidad a causa de las duras embestidas de Nostromo y sus cargadores.
CAPÍTULO III
Nostromo defendió el hotel de Giorgio como si fuera cosa suya. De recién llegado se le había admitido a vivir en la intimidad de la familia del hotelero, que era paisano suyo. El viejo Giorgio Viola, genovés, de cabeza leonina, poblada de blancas greñas —a menudo llamado simplemente «el Garibaldino» (como los mahometanos reciben esta denominación del nombre de su Profeta)—, era, según palabras textuales del capitán Mitchell, el «respetable amigo casado», por cuyo consejo Nostromo había dejado su barco para probar fortuna en las playas de Costaguana.
El viejo, gran despreciador del populacho, como los republicanos austeros de su laya lo son a menudo, no había dado importancia a los ruidos preliminares de la revuelta. Aquel día continuó su acostumbrado trajín por la casa, en zapatillas, refunfuñando entre sí mil denuestos contra la falta de elevados ideales patrióticos del alboroto y encogiéndose de hombros. Al último se vio sorprendido por la embestida de las turbas. Era entonces demasiado tarde para trasladar a otra parte a su familia; y realmente ¿adonde podía huir con la corpulenta signora Teresa y dos muchachas en aquella gran llanura? Así pues, obstruyó con barricadas todas las puertas y ventanas del hotelito y se sentó con austera gravedad en medio del café, puesto a obscuras, con una vieja escopeta sobre las rodillas.
Su mujer se acomodó en otra silla al lado, murmurando piadosas preces a todos los santos del calendario.
El viejo republicano se ufanaba de no creer en los santos, ni en las oraciones, ni en lo que él llamaba «la religión de los curas». La Libertad y Garibaldi eran sus divinidades; pero toleraba la «superstición», como él decía, en las mujeres, guardando en este punto una actitud silenciosa y digna.
Sus dos hijas, la mayor de catorce años, y la otra dos años más joven, se acurrucaron sobre el enarenado piso, a cada lado de la signora Teresa, reposando la cabeza en el regazo materno, ambas medrosas, pero cada una a su modo, la morena Linda, de negra cabellera, con indignación y enojo, y la rubia Gisela, la menor, poseída de un terror resignado. La patrona apartó por un momento los brazos que tenía puestos sobre sus dos hijas para santiguarse, y luego cruzó las manos nerviosamente.
—¡Oh! Gian Battista ¿por qué no estás aquí? —gimió en tono algo alto—. ¿Por qué no estás aquí?
No invocaba con estas palabras al santo mismo, sino a Nostromo, que le tenía por patrón. Y Giorgio, inmóvil en la silla a su lado, no pudo permanecer indiferente ante aquellos quejosos y desatados llamamientos.
—¡Tranquilízate, mujer! ¿A qué viene eso? Está donde le llama el deber —murmuró el marido en la oscuridad.
Pero ella replicó anhelante:
—¡Calla! Que me falta la paciencia. ¡El deber! ¿Y yo, que he sido para él una segunda madre, no soy nada? De rodillas le pedí esta mañana: «No te vayas, Gian Battista…; quédate en casa, Battistino…; ¡pon los ojos en estas dos inocentes criaturas!».
La señora de Viola era también italiana, natural de Spezzia, y, aunque bastante más joven que su marido, entrada ya en los cuarenta. Era de rostro hermoso, que había tomado un tinte amarillo, porque no le probaba bien el clima de Sulaco. Tenía una voz de hermoso contralto, bien timbrada. Cuando, cruzados reciamente los brazos sobre su amplio pecho, reñía a las regordetas chinas, que trabajaban en el arreglo de la ropa blanca, o pelaban las aves destinadas a la cocina, o machacaban maíz en morteros de madera en las casetas de barro situadas detrás de la casa, lo hacía emitiendo una nota de tan apasionada, vibrante y dolorida expresión, que el perro de guarda, atado a su cuchitril, daba un salto sacudiendo rumorosamente su cadena. Y Luis, el mulato, de piel color canela, bigote incipiente y gruesos labios negruzcos, suspendía su faena de barrer el café con una escoba de hojas de palma, sintiendo correr un suave escalofrío a lo largo de su espalda, mientras sus lánguidos ojos de almendra permanecían cerrados en prolongado transporte.
Pero tanto el moreno como las chinas, que formaban la servidumbre de la Casa Viola, habían huido de madrugada al estallar los primeros clamores de alboroto, prefiriendo ocultarse en la llanura antes que fiarse de la protección que les ofrecía el hotel; preferencia nada censurable, dado que fuera o no verdad, se creía generalmente en la ciudad que el Garibaldino tenía dinero enterrado en el piso de greda de la cocina.
El perro, que era un animal peludo y colérico, ora ladraba con furia, rompía en lastimeros aullidos, en la parte trasera del establecimiento, saliendo y entrando en su caseta, según que le dominara la ira o el miedo.
Explosiones de gran vocerío resonaban de pronto y se extinguían, a modo de violentos rafales, en la extensión de la llanura, alrededor de la casa, protegida interiormente por barricadas; y el espasmódico crepitar de las detonaciones creció sobreponiéndose al clamoreo. A veces había intervalos de un silencio solemne y pavoroso; mientras las brillantes líneas de luz solar que, penetrando por las rendijas de las persianas, cruzaban el café sobre las sillas y mesas en desorden, hasta proyectarse en la pared opuesta, parecían dar a la situación una nota extrañamente alegre y apacible.
El viejo patrón había elegido para refugio aquel cuarto de paredes encaladas y desnudas. No tenía más que una ventana y una sola puerta que se habría frente a un camino polvoriento, guarnecido a uno y otro lado por setos de áloes entre el puerto y la ciudad; ruta que solían frecuentar pesadas carretas arrastradas por yuntas de bueyes, que llevaban por guías muchachos montados a horcajadas.
En una pausa de silencio Giorgio amartilló su escopeta. El fatídico tic-tac del gatillo arrancó un ahogado gemido a la rígida figura de su mujer, sentada al lado. Un repentino y amenazador griterío que estalló cerca del hotel, se convirtió un instante después en confuso murmullo de protestas. Alguien pasó corriendo por delante de la casa, y en el momento de acercarse a la puerta se oyó su anheloso respirar; junto a la pared se notaba gente que hablaba en voz baja y bronca con ruido de pisadas; una figura apoyó su espalda contra la ventana, borrando las brillantes franjas de luz trazadas al través del cuarto. Los brazos de la signora Teresa, rodeados a las formas arrodilladas de sus hijas, las estrecharon con un apretón convulsivo.
La turba revolucionaria, arrojada de las inmediaciones de la Aduana, se había dividido en varios grupos, que se retiraban por la llanura en dirección a la ciudad. Al ahogado estruendo de descargas irregulares, hechas a distancia, respondían débiles y lejanos alaridos. En los intervalos sonaban disparos sueltos; y el largo y achatado edificio revocado de blanco, cerrado a piedra y lodo, parecía ser el centro de una estrepitosa barahúnda, que se ensanchaba en un amplio círculo alrededor de su confinado silencio.
De pronto los cautelosos movimientos y cuchicheos de una banda de fugitivos, que buscó refugio momentáneo detrás del muro, pobló la oscuridad de la habitación, franjeada por líneas de apacible luz solar, de rumores maléficos y furtivos. En los oídos de la familia Viola sonaron como si procedieran de fantasmas invisibles que revoloteaban en torno de las sillas, deliberadamente en voz baja sobre la conveniencia de pegar fuego a la casa de aquel extranjero.
Aquello atacaba los nervios. El viejo Viola se levantó despacio, empuñando la escopeta con aire irresoluto, no sabiendo cómo evitar la realización del criminal designio. Oíanse ya las voces de los incendiarios, que conversaban en la trasera de la casa. La signora Teresa se aterrorizó hasta ponerse como loca.
—¡Ah! ¡El traidor! ¡El traidor! —exclamó con voz apenas perceptible—. Ahora vamos a perecer abrasados. Y eso que me puse de rodillas ante él… ¡No! Tenía que ir corriendo a servir a sus ingleses.
Sin duda creía la pobre señora que la mera presencia de Nostromo en la casa hubiera alejado de ella todo peligro. En este punto estaba dominada por el hechizo de la reputación que el capataz de cargadores había conquistado en el puerto y en toda la línea del ferrocarril, así entre los ingleses como entre la plebe de Sulaco. Sin embargo de eso, en las conversaciones íntimas afectaba invariablemente reírse y hacer chacota, aun contra el sentir de su marido, a veces sin mala intención, pero más a menudo con cierta actitud extraña. Pero, ya se ve, las mujeres son poco lógicas en sus opiniones, como solía advertir tranquilamente Giorgio en ocasiones oportunas. En la presente, con la escopeta preparada y en postura de hacer uso de ella, se inclinó sobre la cabeza de su esposa, y sin apartar los ojos de la puerta, obstruida por una especie de barricada, le susurró al oído que Nostromo no hubiera podido hacer nada en el trance. ¿Qué habían de valer dos hombres, encerrados en una casa, contra veinte o más resueltos a prenderla fuego hasta el tejado? Gian Battista no había dejado de pensar en la casa; él estaba seguro de ello.
—¡Pensar en la casa! ¡Ya!, ¡ya! —barbotó la signora de Viola con frenética exaltación, golpeándose el pecho—. Le conozco. No piensa en nadie más que en sí mismo.
Una descarga de armas de fuego, que sonó cerca, la sobresaltó, y echando atrás la cabeza, cerró los ojos. El viejo Giorgio apretó los dientes bajo sus blancos bigotes, y dirigió feroces miradas hacia donde habían sonado las detonaciones. Varias balas penetraron en el extremo de la pared; oyóse el ruido de trozos de yeso que caían fuera; una voz gritó; «¡Que vienen!», y tras un instante de angustioso silencio, resonaron pisadas de gente que corría a lo largo de la fachada.
Entonces se calmó la excitación del viejo Giorgio, y en sus labios se dibujó una sonrisa desdeñosa, propia del soldado de la cabeza leonina, curtido en numerosos combates. Los revolucionarios no eran gente que luchaba por la justicia, sino ladrones. El mero hecho de defender la propia vida contra ellos constituía una especie de degradación para un hombre que se había contado entre los mil inmortales de Garibaldi en la conquista de Sicilia. Sentía un desprecio infinito contra aquella revuelta de pillos y leprosos, que desconocían el significado de la palabra «libertad».
Apoyó en tierra su vieja escopeta y volviendo el rostro, echó una mirada a la litografía de Garibaldi, que, encerrada en negro marco, pendía del blanqueado muro. Sus ojos, habituados a la penumbra lúcida, descubrieron el animado colorido de la cara, el tono rojo de la camisa, el perfil de los cuadrados hombros y la negra mancha del sombrero de bersagliere, coronado por un airón de rizadas plumas. ¡Oh, héroe inmortal! La libertad fue tu ídolo. ¡Ella te dio no sólo la vida, sino también una fama imperecedera!
Su fanatismo por aquel hombre incomparable no había sufrido disminución. No bien dejó de sentirse oprimido por la aprensión del mayor peligro, quizás, a que había estado expuesta su familia en todas sus idas y venidas por el mundo, el principal pensamiento que le asaltó fue volver los ojos al retrato del antiguo caudillo, objeto preferente y especial de su veneración. Tras este desahogo, puso la mano en el hombro de su esposa.
Las muchachas arrodilladas en el piso no se habían movido. La padrona entreabrió los ojos, como si saliera de un profundo sopor, sin ensueños; y antes que Giorgio tuviera tiempo de proferir una palabra de aliento, se levantó de repente, con las niñas asidas a su falda, una a cada lado, acezó anhelante y lanzó un grito estridente, que resonó al mismo tiempo que el ruido de un golpe violento, dado en la parte exterior de la ventana. Oyóse luego el resoplar de un caballo, el inquieto patuleo de cascos en el estrecho y endurecido camino fronterizo a la casa, el choque de la punta de una bota contra el postigo de la ventana; el retiñir de una espuela a cada golpe y una voz alterada que decía:
—¡Hola! ¡Hola! ¿Conque estamos aquí?
CAPÍTULO IV
Durante la mañana entera Nostromo había vigilado sin cesar desde lejos la Casa Viola, aun en lo más recio y ardoroso de la refriega. «Si veo alguna humareda por aquella parte —había pensado para sí—, están perdidos». Apenas la chusma se dispersó, el intrépido capataz, seguido de unos cuantos obreros italianos, arremetió en aquella dirección, que era el camino más breve para la ciudad. La tropa de populacho, que huía ante ellos, pareció intentar hacerse fuerte al abrigo de la casa; pero una descarga, hecha por los hombres de Nostromo desde el resguardo de un seto de áloes, puso en fuga a la chusma. En un escampado, abierto para tender la línea secundaria del puerto, apareció el capataz, montado en su yegua, de piel gris plateado. Increpó con amenazadoras voces a los que huían, disparó contra ellos su revólver y galopó sin detenerse hasta la ventana del café. Tenía una vaga idea de que el viejo Giorgio debía de haber escogido por refugio aquella parte de la casa.
Su voz había llegado a la familia, sonando apresurada y anhelosa.
—¡Hola, vecchio! ¡Oh! ¡Vecchio! ¿No hay novedad ahí dentro?
—Ya estás viendo… —murmuró el apostrofado al oído de su mujer.
La signora Teresa permanecía ahora callada. Fuera Nostromo se echó a reír.
—Me parece oír que la padrona vive aún.
—Pero tú has hecho todo lo posible por matarme de miedo —replicó en voz alta la aludida. Quiso decir algo más pero le faltó la voz.
Linda miró un instante el rostro de su madre, y Giorgio voceó en son de excusa:
—Está un poco trastornada.
Desde fuera Nostromo replicó, riendo de nuevo:
—Pues a mi no logra trastornarme.
La signora Teresa recobró el habla.
—Es lo que yo digo. No tienes corazón… ni conciencia tampoco, Gian Battista.
Oyéronle dar vueltas con la yegua, alejándose del postigo. La cuadrilla que capitaneaba se había puesto a charlar acaloradamente en italiano y español, excitándose unos a otros a la persecución. El se puso a su cabeza, gritando: ¡Avanti!
—¡Qué pronto nos abandona! ¡Ya se ve! Como aquí no puede ganarse elogios de los extranjeros… —comentó en tono trágico la signora Teresa—. ¡Avanti! ¡Sí! Eso es lo que a él le entusiasma. Ser el primero en todas partes y de cualquier modo…, ser el primero para esos ingleses, que andan presentándole a todo el mundo diciendo: «¡Este es Nostromo!». (Y prorrumpió en una carcajada sarcástica). ¡Nostromo! ¡Que nombre más estrafalario! ¿Qué es eso de Nostromo? ¡Y se conforma con que le den ese nombre, que ni siquiera es de su lengua!
Entretanto Giorgio había estado desatando la puerta, después de retirar con gran calma los obstáculos que formaban la barricada; cuando la abrió, una oleada de luz envolvió a la signora Teresa y sus dos hijas acurrucadas a un lado y otro; así iluminadas, ofrecieron a la vista un grupo escultórico, en que la primera aparecía como la encarnación del amor maternal exaltado. A su espalda la pared deslumbrada de blancura, mientras los crudos colores de la litografía de Garibaldi palidecieron al influjo de la luz solar.
El viejo Viola, en la puerta, levantó el brazo, como refiriendo sus rápidos y fugaces pensamientos a la imagen de su antiguo jefe, colgada del muro. Aun en los momentos en que preparaba la comida para los signori inglesi —los ingenieros (sus guisos gozaban de gran fama, a pesar de las malas condiciones de la cocina)—, aun entonces estaba, por decirlo así, bajo de la mirada del gran hombre que había sido su caudillo en una lucha gloriosa, en la que, al pie de los muros de Gaeta, hubiera muerto para siempre la tiranía, a no ser por la maldita raza piamontesa de reyes y ministros.
Cuando a veces se quemaba una sartén durante la delicada operación de freír picadura de cebolla, y el viejo salía por el portal huyendo de los acres hedores del humo, jurando y tosiendo con violencia, sacaba a relucir el nombre de Cavour —el archi-intrigante vendido a los reyes y a los tiranos—, envuelto en las imprecaciones que lanzaba contra las criadas del servicio general de la cocina, y contra el bárbaro país en que se veía forzado a vivir por amor a la libertad, estrangulada por aquel traidor.
Entonces la signora Teresa salía por otra puerta, avanzando majestuosamente y solícita, movía su elegante cabeza expresando grave contrariedad, abría los brazos y exclamaba en tono alto y sentido:
—¡Giorgio! ¡Qué geniazo de hombre! ¡Misericordia Divina! ¡Salir al aire libre con un sol como éste! Te pondrás enfermo.
Mientras así clamoreaba, las gallinas huían ante ella en todas direcciones a grandes zancadas. Si por acaso había en el hotel algunos ingenieros ingleses, de residencia en Sulaco, aparecían una o dos caras jóvenes en la sala de billar, que ocupaba un extremo de la casa; pero en el otro extremo, en el café, Luis el mulato se guardaba muy bien de asomar. Las criadas indias, desgreñadas, las negras melenas flotando al viento, en camisa y enaguas cortas, erguidas las frentes surcadas por líneas en ángulo recto, se quedaban extáticas, escuchando con mirada inerte.
El rumoroso chirrido de la grasa cesaba, el humo subía en parda nube bañada de sol, y un fuerte olor a cebolla quemada se difundía por el ambiente cálido y somnoliento de los alrededores de la casa.
Ante la padrona dilataba su extensión una pradera que se prolongaba sin término hacia el oeste, como si la llanura tendida entre la sierra que campeaba sobre Sulaco y la remota cordillera en dirección a Esmeralda abarcara medio mundo.
Después de una pausa impresionante, la signora Teresa reanudaba sus recriminaciones.
—Ea, Giorgio, deja en paz a Cavour y cuida un poco más de tu salud, sobre todo ahora que estamos perdidos en este país, solos con dos niñas; y todo porque tú no puedes sufrir el gobierno de un rey.
Y mientras miraba a su esposo, se llevaba alguna vez apresuradamente la mano al costado con una leve contracción de sus finos labios y frunciendo las negras cejas de recto trazado, como si un dolor agudo o un impulso de ira perturbaran la hermosa regularidad de sus facciones.
Era dolor lo que sentía, y ella dominó sus manifestaciones. La había acometido por primera vez a los pocos años de haber dejado Italia para emigrar a América y establecerse en Sulaco, después de peregrinar de ciudad en ciudad, probando fortuna con tenduchos, y hasta en cierta ocasión con una pesquería establecida en Maldonado, porque Giorgio, como el gran Garibaldi, había sido marino en su mocedad.
A veces le faltaba paciencia para soportar el dolor. Por espacio de años sus punzadas la habían robado el sosiego para contemplar el paisaje formado por la masa de agua del puerto, protegida por los fragosos estribos de la sierra, y hasta la habían hecho pesada y tétrica la luz del sol. ¡Cuan distinto era éste del de su juventud, cuando Giorgio, ya en edad madura, la había cortejado con apasionada gravedad en las márgenes del golfo de Spezzia!
—Entra ahora mismo, Giorgio —le ordenó—. Es para pensar que no te apiadas de mí, teniendo como tengo que atender a tres signori inglesi, que se hospedan en casa.
—Va bene, va bene —solía murmurar el increpado.
Giorgio obedeció. Los signori inglesi necesitaban tomar sin dilación su refección meridiana, y el padrone prestó su ayuda. Entonces solía contar sus hazañas de soldado en la banda de invencibles libertadores, que habían hecho huir a los mercenarios de la tiranía, como broza barrida por el huracán… ¡un uragano terribile! Pero de esto hacía ya muchos años, antes de casarse y tener hijos, y antes que la tiranía hubiera alzado de nuevo su cabeza entre los traidores, que habían encarcelado a Garibaldi, su héroe.
En la fachada de la casa se abrían tres puertas; y todas las tardes podía verse al garibaldino en una u otra, con su profusa melena de cabello blanco, los brazos cruzados, una pierna doblada por delante de la otra, apoyando la leonina cabeza contra el dintel y los ojos fijos en las frondosas vertientes de las colinas, coronadas por la nevada cima cupuliforme del Higuerota.
El frontis del hotel proyectaba un negro y prolongado cuadrángulo de sombra, que se ensanchaba gradualmente en el removido camino de carreteras. Por entre los claros, abiertos en los setos de adelfa, el ramal secundario del ferrocarril del puerto, tendido provisionalmente a ras del suelo en la llanura, desplegaba en amplia curva sus brillantes cintas paralelas sobre una faja de hierba seca y agostada, en un espacio de sesenta metros al extremo de la casa.
Al caer la tarde los camiones de los trenes contorneaban, vacíos de material, el sombrío y frondoso arbolado de Sulaco, y seguían con una ligera ondulación, lanzando blancos penachos de humo sobre la llanura hacia la casa Viola, en su camino a los cercados del ferrocarril. Los conductores italianos le saludaban desde sus puestos levantando la mano, mientras los negros que hacían de guardafrenos permanecían sentados, fija la mirada en la vía, y las anchas alas de sus sombreros aleteando al impulso del viento. Giorgio correspondía a la amistosa demostración de sus paisanos con un leve movimiento de cabeza, sin descruzar los brazos.
No era esa la postura que tenía en el día memorable de la revuelta; su mano empuñaba entonces el cañón de la escopeta, apoyada en el umbral, y ni siquiera una vez dirigió la mirada al blanco domo del Higuerota, cuya fría pureza parecía aislada de la cálida tierra circundante. Los ojos del garibaldino registraban con curiosidad la llanura.
Aquí y allá flotaban polvaredas que se disipaban lentamente. En un cielo límpido el sol campaneaba radiante y deslumbrador. Grupos de hombres corrían desenfrenadamente, mientras otros se estacionaban en diversos puntos; y el irregular repiqueteo de los disparos llegaba con intermitencias a sus oídos en el quieto y abrasado ambiente. Veíanse figuras aisladas que se perseguían con furia. Dos jinetes galopaban a veces uno hacía otro, giraban juntos al reunirse y se separaban a todo el correr de sus caballos.
Giorgio vio caer a uno: caballo y caballero desaparecieron de repente, como si se hubieran precipitado en un abismo; y los movimientos de la animada escena semejaban los incidentes de un drama violento representado en la llanura por enanos, a caballo y a pie, que lanzaban de sus diminutas gargantas chillidos, al abrigo de la enorme mole montañosa, encarnación colosal del silencio.
Nunca había visto tanta agitación y movimiento en aquel trozo de llano; al principio le fue imposible hacerse cargo de todos los pormenores, y prosiguió mirando, puesta la mano en la base de la frente a guisa de pantalla, hasta que de pronto le sobresaltó el atronador estruendo de cascos que hacían temblar el suelo.
Una tropa de caballos había escapado por una brecha abierta en la cerca de los terrenos de pasto pertenecientes a la Compañía del Ferrocarril. Venían desbocados como una tromba, y se lanzaron sobre la línea, entre resoplidos, coces y relinchos, con los cuellos tendidos, las fosas nasales rojas, las colas ondeando, en abigarrada masa movediza de lomos bayos, grises y pardos. No bien penetraron en el camino polvoriento, sus cascos levantaron una nube espesa y negruzca, a pocos metros de Giorgio, que ahora sólo pudo distinguir vagas formas de cuellos y grupas moviéndose como un torrente con fragor de terremoto.
El viejo tosió, apartó la cara del polvo, y murmuro cabeceando:
—Antes de anochecer tendrán que emprender la caza de esos caballos.
En el cuadro de luz que penetraba por la puerta, la signora Teresa, arrodillada delante de una silla, reposaba entre las palmas de las manos su cabeza, coronada por trenzada y opulenta mata de cabello de ébano, listado de plata. El negro cha de encaje que solía servirla de tocado se le había caído y yacía al lado en el suelo.
Las dos muchachas se habían levantado y aparecían una junto a otra, en falda corta, con el cabello suelto cayendo en desorden. La menor cruzó el brazo delante de los ojos, como si temiera mirar cara a cara a la luz. Linda, apoyando la mano en el hombro de su hermana, miraba de hito en hito, con expresión intrépida. Viola contempló a sus hijas.
El sol hacía resaltar las profundas líneas y enérgica expresión del rostro, que a la sazón presentaba la inmovilidad de un relieve. Era imposible descubrir lo que pensaba, oculta la sombría mirada por peludas cejas grises.
—¡Bien! ¿Y vosotras no rezáis, como vuestra madre?
Linda hizo una mueca de disgusto, frunciendo sus labios de carmín, que eran demasiado rojos; pero tenía admirables ojos pardos con chispas de oro en el iris, llenos de inteligencia e intención, y tan claros, que parecían iluminar su rostro fino y pálido. Había reflejos cobrizos en las oscuras crenchas de su cabello; y las luengas pestañas negras como el azabache contribuían a realzar la palidez del cutis.
—Madre piensa ir a ofrecer una porción de candelas en la iglesia. Siempre lo hace cuando Nostromo anda metido en peleas. Yo tengo que llevar algunas a la capilla de la Madona en la Catedral.
Todo esto lo dijo de prisa, con gran firmeza, en tono animado y penetrante. Luego añadió, sacudiendo ligeramente el hombro de su hermana:
—Y a ésta se le hará llevar también una.
—¿Cómo es eso de que se le hará llevar? —inquirió Giorgio gravemente—. ¿No quiere hacerlo?
—Es tímida —respondió Linda con una breve carcajada.
—A la gente le chocan sus cabellos rubios, cuando va por la ciudad con nosotros, y se vienen algunos detrás diciendo: "¡Mira la rubia! ¡Mira la rubiecita! Eso le dicen en voz alta, y ella se acobarda.
—¿Y tú? ¿Tú no te acobardas, eh? —interrogó el padre recalcando las palabras.
La muchacha se echó atrás la negra mata de pelo.
—A mí nadie me dice piropos.
El viejo Viola contempló a sus tiernos retoños con aire pensativo. Se llevaban dos años; y le habían nacido tarde, bastante después de haber muerto el primer hijo, que si viviera, sería casi de la edad de Gian Battista, a quien los ingleses llamaban Nostromo. Pero en cuanto a las hijas, la aspereza de su genio, lo avanzado de la edad, y la influencia absorbente que en él ejercían sus recuerdos le habían impedido cuidarse mucho de ellas. Y no es que dejara de amarlas, pero las muchachas pertenecen especialmente a la madre; y además una buena parte de su afecto se había empleado en el culto y servicio de la libertad.
Siendo todavía un mozalbete, había desertado de un barco que hacía el comercio en La Plata, para alistarse en la armada de Montevideo, mandada a la sazón por Garibaldi. Posteriormente en la legión italiana de la República, que luchaba contra la tiranía irritante de Rosas, le cupo la gloria de intervenir en los combates más encarnizados que acaso ha conocido el mundo, peleados en las grandes llanuras y junto a las márgenes de inmensos ríos.
Arrastrado por sus vehementes sentimientos liberales, hubo de pasar la mayor parte de su vida entre hombres que habían predicado la libertad, sufrido por la libertad, muerto por la libertad, con exaltación desesperada y con los ojos vueltos a una Italia oprimida. Su entusiasmo tuvo ocasión de nutrirse y fortalecerse en escenas de carnicería, con ejemplos de elevada adhesión, entre el tumulto de la lucha armada, en medio del inflamado lenguaje de las proclamas. Jamás había abandonado a su jefe predilecto —el bravo apóstol de la independencia—, permaneciendo constantemente a su lado, en América y en Italia, hasta después del día fatal de Aspromonte, en que se había revelado al mundo la traición de los reyes, emperadores y ministros en el encarcelamiento de su héroe, sin consideración ninguna a sus heridas —catástrofe que había suscitado en su espíritu la duda sombría de si alguna vez llegaría a comprender los caminos de la Justicia Divina.
Con todo eso, no la negaba. Había que tener paciencia, solía decir. Aunque no le gustaban los sacerdotes, y no ponía los pies en la iglesia por nada del mundo, creía en Dios. ¿Acaso las proclamas contra los tiranos no se dirigían a los pueblos en nombre de Dios y de la Libertad? «Dios para los hombres, las religiones para las mujeres» murmuraba a veces. En Sicilia, un inglés, que había vuelto a Palermo después de su evacuación por el ejército del rey, le había dado una Biblia en italiano —publicación de la British and Foreing Bible Society—, encuadernada en piel oscura. Durante los períodos de adversidad política, en los intervalos de silencio, en que los revolucionarios no publicaban proclamas, Giorgio se ganaba la vida con el primer trabajo que se le presentaba —como marino, descargador en los muelles de Génova, cavador algún tiempo en una granja de las colinas que dominaban a Spezzia— y en los ratos libres leía y estudiaba el grueso volumen. Llevábalo consigo a las batallas. Al presente no leía otra cosa, y para no verse privado de este solaz, había consentido (por ser el tipo de letra tan menudo) en aceptar el regalo de un par de anteojos, con montura de plata, que le había hecho la señora Emilia Gould, esposa del inglés que dirigía la explotación de la mina de plata en las montañas a tres leguas de la ciudad. Esta señora era la única inglesa que había en Sulaco.
Giorgio Viola tenía en gran estima a los ingleses. Este sentimiento, nacido en los campos de batalla del Uruguay, databa de hacía lo menos cuarenta años. Varios de aquéllos habían derramado su sangre por la causa de la libertad en América, y el primero que había conocido, llamado Samuel a lo que recordaba, mandaba una compañía de negros a las órdenes de Garibaldi, durante el famoso sitio de Montevideo, y había muerto heroicamente con sus hombres al vadear el Boyana. En aquella campaña Giorgio había sido ascendido a insignia —alférez— y servido de cocinero al general. Después en Italia, con el grado de teniente, cabalgó con el estado mayor y siguió cocinando para el jefe. Así lo había hecho en Lombardía mientras duró la lucha en aquella región.
En la marcha sobre Roma se había servido del lazo a estilo de América, cuando guerrearon en la Campaña; combatiendo en defensa de la República Romana, recibió una herida de importancia; fue uno de los cuatro fugitivos que, con el general, trasladaron a la esposa de éste, postrada y sin conocimiento, desde los bosques a una casa-granja, donde expiró agotada por las penalidades de aquella retirada terrible.
El fiel garibaldino había sobrevivido a tiempos tan desastrosos para servir de ayudante a su general en Palermo, cuando las granadas napolitanas, disparadas desde el castillo, reventaban sobre la ciudad. Había preparado la cena a su caudillo en el campo de Volturno, después de pelear durante el día entero. Y en todas partes sus ojos