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La trama de la telaraña
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Libro electrónico313 páginas5 horas

La trama de la telaraña

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La vida de Héctor Selman, boxeador, expolicía y detective ocasional de asuntos de dudosa legalidad, se ha convertido en un descenso lento e inexorable a los infiernos. Desde que fuera expulsado del Cuerpo Nacional de Policía, busca fortuna en los bajos fondos de Madrid, donde malvive amañando combates clandestinos.
Su suerte cambia la noche en la que un viejo amigo le ofrece investigar el suicidio de un empresario de éxito. La obsesión del detective por el caso lo irá sumergiendo en un entramado de mentiras urdido por un peligroso personaje que, desde la sombra, mueve con destreza los hilos de todos los implicados en el caso.
La complejidad de las pistas y la oscura trama que rodea a este asunto se complicará con la aparición del cuerpo de una chica semienterrado en El Pardo…
Ambientada en la España de los años 80, La trama de la telaraña utiliza los elementos de la novela negra para presentar una historia cargada de intriga, protagonizada por personajes voraces y desalmados en una época confusa que pretendía servir de puente entre el pasado represivo de la dictadura y un futuro lleno de oportunidades.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 may 2016
ISBN9788416331833
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    La trama de la telaraña - J. D. Lisbona

    Una introducción necesaria

    El pasado es un amante despechado que siempre regresa. Lo hace cuando menos lo esperas, con la sombría intención de servir frío el plato de su venganza. A mí me vino a visitar hace nueve años, en el interior de dos paquetes postales ―dos cajas de buen tamaño, certificadas―, acompañado por una carta. El envío venía a confirmarme que, en ocasiones, la peor condena a la que a uno lo pueden someter es el recuerdo; y que en él hallaría mi veredicto.

    En aquel momento, impartía clases en la facultad de Ciencias de la Información como profesor titular y dedicaba otra parte de mi tiempo a escribir un proyecto de no ficción titulado Memoria negra de España, del que llevaba tres volúmenes publicados con considerable acogida. Lejos quedaban para mí los años de patear las calles y de darle a la tecla en la redacción del diario Ya. Quedaban lejos profesional y sentimentalmente. Pero era precisamente mi época como periodista de sucesos la que pretendía rescatar del olvido quien me escribía. Así que empecé a recordar lugares, momentos…, retales del hombre que fui; una sensación tan extraña como agridulce.

    La carta buscaba remover la tierra con la que yo mismo había sepultado un caso emblemático en mi vida profesional; un caso que no tenía olvidado, sino desterrado de la memoria por razones personales y de salud mental: el caso de Eva Gonzalvo, que empezó siendo conocido popularmente como «el caso de la chica de El Pardo», por el lugar donde se descubrió su cuerpo, y posteriormente como «la trama de la telaraña», por su presunta conexión con otra investigación paralela que terminaría arruinando la carrera y la reputación a más de uno. Periodísticamente, he de señalar que aquel crimen fue representativo por ser uno de los primeros en los que la prensa desempeñó un papel fundamental en la opinión pública de la era democrática. Y tendría que haberlo incluido en mi proyecto sobre la historia criminal de nuestro país con orgullo, de no ser porque la otra cara de aquella misma moneda era cruel y amarga: la consecuencia directa de mis intentos por sacar a debate la corrupción social, política y policial llegó primero en forma de advertencia por parte de algunos cargos públicos, con la consigna de que dejara el asunto. En respuesta a quienes pretendían cerrarme la boca, publiqué mi opinión sobre el engaño manifiesto que suponía la llamada libertad de expresión en un Estado democrático que nos llevaban malvendiendo desde hacía años. Y eso acabó con mi carrera periodística y con mi vida matrimonial, razones obvias por las cuales jamás quise dejar que el caso reflotase.

    Sin embargo, la carta vino a reprochármelo; como si el destino quisiera darme un tirón de orejas. Y de esta forma fui incapaz de darle la espalda a un tema que, por ley o por conciencia, nunca debería haber abandonado.

    Los días siguientes al examen del material que recibí fueron confusos. De adaptación o de rechazo, según se mire. Las cajas contenían transcripciones de los interrogatorios que la policía había llevado a cabo. Su lectura, lógicamente, cambiaba de manera radical mi forma de recordar los hechos; de cómo lo había visto en su momento. Descubrí una versión distinta a la que nos habían hecho creer. Pero me planteé si toda esa documentación no sería una gran mentira; la obra de alguien con mucho tiempo libre y ganas de perderlo. Y esa sensación, unida a mis escasas ganas por activar la memoria, me hizo apartar la proposición de mi cabeza por un tiempo.

    Entonces, por segunda vez, el destino llamó a mi puerta y lo hizo en forma de detective privado. Investigaba un asunto en el que estaba implicado el remitente, y justificaba nuestro encuentro asegurando haber encontrado el acuse de recibo entre las pertenencias de este. No solo le permití echar un vistazo al lote, sino que, al confesarme que él mismo había participado de manera indirecta en el caso, insistí en comprobar, con su ayuda, que el contenido fuera fiable. Los días que pasé con aquel hombre sirvieron para despejar todas mis dudas. Y, a partir de ese momento, comencé mi propia investigación.

    Un año después daría por concluida la labor. Tras haberme entrevistado en el camino con descendientes directos y familiares cercanos de algunos de los implicados en la trama, había conseguido certificar muchos de los datos inéditos que me revelaba la carta. Así que, en resumen, me encontré con una historia difícil de creer, pero muy próxima a la verdad. Si era o no del todo cierta quedaba al amparo de la fe. Y jamás he confiado a la fe mi profesión.

    No obstante, acababa de contraer una deuda moral con mi propio pasado, y no quería echar en saco roto todo aquello. Si bien no me parecía honrado utilizarlo para escribir el capítulo que faltaba en mi proyecto, sí veía con buenos ojos sacarlo a la luz pública de la mejor manera posible. Y, si para mí creer o no en esa versión de los hechos era cuestión de fe, me planteé que también podría serlo para los lectores.

    Esta es la razón por la que puse todo el material en manos de un antiguo alumno y buen amigo, quien ahora firma esta novela, para que recreara con la licencia que confiere la ficción una trama que nunca sabremos si perteneció o no a tal género. El resultado final creo que es el más adecuado: un compendio de transcripciones de interrogatorios, fragmentos de la carta de mi remitente y algunos recortes de prensa que publiqué en su momento, hilvanados con hilos de narración propia del autor que recrean cuanto pudo esconder «la trama de la telaraña».

    Manuel Carranza, catedrático de Periodismo

    de la Universidad Complutense de Madrid

    Prólogo

    LA CARTA (I)

    MADRID, 23 DE ENERO DE 2007

    Estimado señor Carranza:

    Aunque probablemente usted ya no me recuerde, nuestros caminos se cruzaron hace mucho tiempo. Siempre fui un fiel seguidor de sus crónicas cuando trabajaba para el diario Ya, en los años 80. Después le perdí la pista hasta que comenzó a publicar la serie Memoria negra de España, pero eso sucedió una década más tarde. Le confieso que para mí fue una grata sorpresa descubrirlo de nuevo y comprobar que su vida profesional no había muerto completamente, y, como es lógico, volví a engancharme a sus escritos. Su nueva obra es un éxito que, sin duda, creo que merece. Cada capítulo que ha escrito de nuestra memoria criminal lo ha hecho desde su punto de vista de cronista de sucesos, lo que la está dotando de una personalidad exclusiva. Yo lo veo como un recorrido histórico por nuestra cultura mediterránea a través de lo truculento de la muerte. Una idea magistral. Aunque usted ha asegurado en varias ocasiones que su interés verdadero no es retratar a la sociedad española, sino la evolución que el periodismo ha ido experimentando en este tiempo. Quizá ambas cosas confluyan en sus páginas, aunque añadiría una más que nunca ha vuelto a reconocer abiertamente: el odio manifiesto que siempre le ha profesado al sistema policial y judicial de este país. Ojalá pudiera responderme si es este el leitmotiv de su obra. Espero que no lo tome como un reproche. Yo comparto su opinión.

    Fue tras leer la entrevista que concedió hace unos meses al diario El País, aquella en la que confirmaba estar trabajando en el caso de las niñas de Alcàsser, cuando se encendió una luz en mi cabeza. La luz suficiente para entenderlo todo y animarme a hacerle una propuesta. Déjeme explicarle:

    La muerte lleva persiguiéndome dos años, y no tardará en alcanzarme. Antes de tiempo y de una manera que nunca había previsto y que jamás habría deseado; pero la muerte, al igual que la vida, no la elige uno. Antes de eso, me gustaría dejar todo bien atado. Ya se imaginará. A lo largo de una vida, todo hombre va guardando secretos. Unos más trascendentes que otros. Pero secretos, en definitiva. Conforme pasan los años, algunos de ellos van perdiendo su valor y la exigencia de seguir en su estado natural de silencio. A veces porque ya no son trascendentes; otras, porque aquellos a los que podría afectar su revelación se encuentran fuera de los límites que la onda expansiva alcanzaría.

    De todos mis secretos, hoy solo conservo uno. Y ahora lo tiene usted en su poder.

    No quiero irme a la tumba con él, porque la losa que me ha supuesto preservarlo ha sido mi castigo en vida. Quiero morir liberado de cualquier cadena. Decidir contárselo no es por afán de notoriedad, sino por una necesidad de esclarecer públicamente la verdad. Porque creo que este hecho merece ser difundido. Aun así, dejaré en sus manos esa responsabilidad. Sé que contrastará toda esta información, las transcripciones adjuntas, mi confesión en esta carta, nombres, cargos, situaciones… Sé que buscará otras versiones de lo sucedido antes de creer la mía. Estoy seguro de que lo hará, porque siempre ha sido un profesional a la antigua usanza, de los que defienden que la noticia debe estar por encima de todo y que nada debe quitarle protagonismo; de los que comprueban las fuentes antes de darles crédito…, de los que estudian previamente las consecuencias de difundir o no un hecho noticioso. Tristemente, de aquellos quedan ya pocos. Quizá porque hoy el negocio, su negocio, ha cambiado mucho.

    Pero no pretendo malgastar nuestro tiempo entrando en valoraciones que le competen a usted más que a mí. Así que iré al grano. Le diré que esa es una de las dos razones por las que lo he elegido a usted y no a cualquier otro. La otra es por su implicación directa en la cobertura de este caso, cuyo desenlace acabó con su carrera. Pagó un precio muy alto por tratar de desvelar la verdad en su momento y, en contraprestación, cargó con un castigo que, a día de hoy, parece que sigue haciendo mella en su conciencia. No creo estar equivocado al asegurar esto a la vista de que ha pasado por alto una década en su Memoria negra… Y apostaría a que lo ha hecho de forma deliberada, teniendo en cuenta que se trata precisamente de la misma década en la que fue despedido del diario, desapareciendo para siempre del panorama periodístico. Algunos lo recuerdan aún por aquello que escribió en su última columna. ¿Cómo decía? Perdone que no lo cite textualmente, pero era algo así como que la democracia no es más que una dictadura encubierta. Que en este país aún existe una censura latente que resulta peor que la impuesta en tiempos de Franco; porque antes, al menos, sabías que no podías decir según qué cosas, pero ahora te dicen que tienes libertad de expresión y te cortan las alas cuando menos te lo esperas… Esas y otras sentencias contra gobernantes del momento provocaron su exilio profesional. Créame que lo lamento.

    Por eso ahora quiero darle la oportunidad de demostrarse hasta qué punto llevaba razón. Usted y el inspector encargado del caso, José Azagra. ¿Se acuerda de él? Supongo que sí. Fue su aliado al final de la contienda. Dos hombres y un destino. Él le pidió ayuda, ¿no es cierto? Siempre he creído que fue así. Que fue Azagra quien, a la vista de que los culpables se le escapaban de las manos, jugó su última baza con usted. No le valió de nada, porque es poco probable que dos peones solos en un tablero sean capaces de dar jaque mate al rey. José Azagra era un hombre de buen corazón, y no hay lugar para hombres así en una sociedad como esta. Estará usted conmigo.

    De modo que mi historia puede servirnos de redención a ambos con nuestras respectivas conciencias, amigo mío. De cualquier forma, no creo que yo llegue a ser testigo de su decisión final, por lo que moriré en paz conformándome con haber liberado el secreto; habiendo confesado, al menos a la persona adecuada, la verdad.

    Y la verdad, don Manuel, es esta: yo no maté a Eva Gonzalvo. Aunque tampoco fui inocente.

    El asesinato de esa pobre chica estuvo rodeado por una espesa niebla de mentiras urdidas por una mente que consiguió manipular a todos cuantos se vieron involucrados en él. El objetivo era que todo resultase tan complicado que se barajasen diversas teorías. Y, de esta manera, la niebla se cernió sobre la investigación para abocarla a un fin turbio resuelto con un falso culpable; a un desenlace que dejó libre de todo cargo al verdadero asesino y tras el cual se instauró este secreto, del que solo la muerte podría indultar a quienes lo compartíamos.

    Quiero invitarlo a que se adentre conmigo en la niebla. ¿Recuerda cómo comenzó todo?

    Para usted, para la policía y para el resto de la sociedad, empezó la tarde del 26 de septiembre de 1985, con una mano inerte sobresaliendo de entre la tierra húmeda. Los muertos, a veces, también claman auxilio…

    […]

    26 DE SEPTIEMBRE DE 1985

    El horror, que imprimaba sus retinas como un rayo de sol captado en un descuido, lo obligó a reflexionar sobre la existencia. Pensó en los niños que mueren nada más nacer; en las enfermedades, en los accidentes, en los imprevistos que interrumpen abruptamente un proyecto de vida. Pensó en el sufrimiento que todo ello causa alrededor, y, como la mágica cinta de Escher, esa última idea lo condujo de vuelta a la definición del horror: la respuesta de nuestras células ante la sordidez de la realidad que nos rodea; la manifestación del espíritu cuando comprende que el caos es el único axioma que rige el Universo. Siempre que trataba de encontrarle sentido a esta aplastante verdad se veía obligado a buscar amparo en el azar, o en el destino, ya que su razón no alcanzaba a entenderlo. Pero esta vez tampoco le pareció suficiente.

    La lluvia, que había concedido una tregua durante toda aquella tarde de jueves, regresó en el peor momento. Comenzaba a chispear, si bien aún no con la constancia necesaria como para tener que abrir un paraguas. El inspector José Azagra ni siquiera iba provisto de uno, y aguantaba entornando los párpados cada vez que aquellos alfileres acertaban a picotear su rostro. Tenía la mirada perdida en la improvisada tumba de tierra ―una excavación de poca profundidad, de dos metros por uno― abierta entre enebros, jaras y robles castañeros de una zona boscosa de El Pardo. Fuera de ella, el cuerpo desnudo de una joven yacía lívido, embadurnado de barro y cubierto de bichos, expuesto a la inspección de un juez, un médico forense y algunos policías de la Brigada Judicial. Alrededor, dibujando un perímetro amplio, varios nacionales de uniforme marrón aseguraban la zona que, previamente, habían delimitado con cinta sirviéndose de los troncos de los árboles, mientras que otros, de paisano, buscaban pruebas siguiendo las órdenes oportunas. Al otro lado del cerco quedaban un hombre y su perro, desafortunados testigos del hallazgo, y dos agentes ―libreta en mano― tomándole declaración al primero. Pero los diálogos de unos y otros se perdían en el ambiente antes de penetrar en la conciencia de Azagra, un hombre que por su poblado mostacho negro y su incipiente calvicie aparentaba más edad de los treinta y un años que acababa de cumplir.

    «Aquí no queda sitio para nadie». Retumbaba en su cabeza ―sin saber por qué motivo― la estrofa del cantautor Joaquín Sabina, seguro de que aquella joven, aún sin identificar oficialmente, era la chica desaparecida de Burjassot; la misma de facciones dulces y ojos azules que sonreía en la foto incluida por sus padres en la denuncia. En ella tendría dieciséis o diecisiete años. Ahora su rostro estaba desfigurado a causa del balazo que había reventado su cráneo, por los múltiples golpes recibidos antes del tiro de gracia y por la mella que la naturaleza le había ocasionado durante los días que llevaba enterrada. Pero Azagra era buen fisonomista. No le cabía duda de que fuera la misma. Una joven que había venido a Madrid en busca de una oportunidad y se había topado con un desalmado en su camino. Con alguien que no sabía lo que era perder un hijo porque quizá tampoco supiera lo que era tenerlo ni amarlo. O porque fuera un demente. O por ambas cosas. Y él se cagaba en la madre que lo hubiera parido, sobre todo cada vez que su mirada se topaba con el cuerpo de la chica y le venía a la cabeza su hija de once años, que ahora estaría en casa haciendo los deberes, esperando junto a su madre a que él regresara como cada tarde.

    A veces, aquel horror que tenía que digerir en su profesión le causaba náuseas. Al comienzo de su carrera había sido capaz de sobrellevarlo, pero con el paso de los años sentía que se le volvía insoportable. Ya no era capaz de controlar la bilis, el odio que la provocaba o la rabia que exudaban sus poros contra la raza humana ante casos como el que tenía delante. Y, si lo conseguía, era con mucho esfuerzo, por no convertirse él en un monstruo similar a aquellos contra los que luchaba cada día. Pero ganas no le faltaban de echarse a aquel bastardo a la cara y reventarlo a palos como él había hecho con aquella pobre inocente. Con la misma saña, con la misma sangre fría. Y a tomar por el culo con todo.

    ―Señor…―La voz de un agente lo hizo regresar, las lágrimas a punto de desbordarse, a tiempo para darse cuenta de que llevaba un rato conteniendo la respiración―. Hemos encontrado esto dentro de la fosa…

    El oficial de uniforme sostenía una bolsa de plástico transparente casi a la altura de los ojos de Azagra. En su interior se distinguía una cruz de oro colgando de una fina cadena que provocó un pensamiento fugaz en su mente: la respuesta al sentido del caos no estaba en el azar ni en el destino. La respuesta se hallaba en Dios. Porque Él poseía la entidad necesaria para asumir responsabilidades sobre cualquier asunto mundano que se escapara al entendimiento, a lo razonable. Aquella cadena era un símbolo, una representación Suya a la que quizá la víctima encomendaba con fe su protección. El inspector no hizo ademán de coger la bolsa. Continuó con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, el ceño fruncido por el agua. Dios no evita el caos; únicamente asume la responsabilidad por su existencia.

    Asintió lentamente, convencido de la veracidad de su reflexión.

    ―Está bien. Que la analicen, por si acaso hay huellas ―ordenó de manera mecánica, como si no quisiera hacerse cargo de nada en aquel momento―. ¿Qué hay de la bala?

    ―Nada, señor. Ni rastro.

    ―Sigan buscando…

    El policía obedeció con un gesto de cabeza y volvió a dejarlo solo frente a sus elucubraciones: la chica estaba desnuda. No habían hallado ninguna otra pertenencia aparte de aquel colgante. Tampoco nada que se le hubiera podido pasar por alto al asesino. La pregunta era: ¿cómo se las había apañado para llevarla hasta allí? ¿Con qué argucias podía haberla convencido para que lo acompañara a un lugar como aquel, sórdido y apartado, donde poder actuar impunemente y sin riesgo a ser descubierto? ¿Acaso la chica conocía al homicida? ¿Confiaba en él? ¿o lo habría hecho por la fuerza?

    Miró en derredor. Más allá de la zona acotada no se distinguía otra cosa que boscaje. Incluso el camino por el que habían accedido hasta el lugar serpenteaba de tal forma que era imposible apreciar de dónde venía o hacia dónde se dirigía. Cuando terminó el recorrido visual, observó que uno de los policías de paisano se encaminaba hacia él, con una libreta aún abierta en una mano.

    ―Señor, el juez va a ordenar el levantamiento del cadáver ―le informó, señalando con la cabeza la fosa.

    ―No tiene ganas de mojarse, ¿eh?

    El joven sonrió tímidamente, pero el gesto de Azagra era severo.

    ―Supongo, señor. Empieza a llover fuerte otra vez…

    ―¿Qué dice el testigo?

    ―Paseaba con su perro y fue el animal el que descubrió la mano sobresaliendo de la tierra…

    José Azagra frunció el ceño aún más, pero ahora no por causa de las gotas continuas.

    ―Pues va a tener que acompañarnos. Quiero tomarle declaración en comisaría.

    ―A sus órdenes, señor.

    El nacional asintió antes de regresar a paso ligero al lugar donde se hallaban sus compañeros junto al testigo. Azagra miró hacia el juez, que se escudaba bajo un paraguas mientras dos ayudantes encerraban el cadáver en una funda de plástico para su traslado al Anatómico Forense, y volvió a sentirse solo. Solo ante la muerte. Solo ante un asesino que le planteaba un reto. Y la pregunta asaltó una vez más su cabeza: ¿cómo había conseguido acceder a aquel lugar?

    Se giró hacia la parte del terreno por la que había llegado. Mentalmente deshizo el recorrido, tratando de conseguir una visión global del escenario: habían circulado por la carretera de El Pardo a Fuencarral hasta el desvío de Torrelaparada, para tomar el camino embarrado de El Pardo a El Goloso. No podía calcularlo con exactitud, pero hasta el llano donde habían dejado los vehículos debía de distar un kilómetro, más o menos. Y, desde allí, a pie. Unos diez minutos hacia el sureste, salvando previamente una suerte de falla de unos tres metros de profundidad, para ascender por atajos abiertos entre robles y vegetación hacia el interior de un encinar espeso de incalculables hectáreas. Y eso solo podía significar una cosa: que el asesino había llevado a su víctima por el mismo camino, quizá con alguna variación al tomar los senderos que se entrelazaban unos con otros.

    Pero aquel detalle, en el fondo, no era

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