Musgos de una vieja rectoría
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Nathaniel Hawthorne
Born in 1804, Nathaniel Hawthorne is known for his historical tales and novels about American colonial society. After publishing The Scarlet Letter in 1850, its status as an instant bestseller allowed him to earn a living as a novelist. Full of dark romanticism, psychological complexity, symbolism, and cautionary tales, his work is still popular today. He has earned a place in history as one of the most distinguished American writers of the nineteenth century.
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Musgos de una vieja rectoría - Nathaniel Hawthorne
1846
PRÓLOGO
Cuantos se han acercado a la obra de Hawthorne han destacado de forma unánime la imaginación como el elemento dominante en su escritura. El escritor de Salem, en efecto, tuvo miles de visiones a lo largo de su vida y sólo algunas de ellas fueron desarrolladas en forma de cuentos, «brotados como flores de verano» de su corazón y de su espíritu, tal como afirma en el relato que abre Los musgos de una vieja rectoría .
Hawthorne descendía de uno de los peregrinos que desembarcaron en el siglo XVII en la bahía de Massachusetts y fundaron Boston y Salem, donde implantaron un gobierno teocrático. William, el primer colono de la saga, persiguió con decisión a los cuáqueros bajo la acusación de corrupción y condenó a tres miembros de la secta de los Amigos a ser apaleados, mientras iban atados, medio desnudos y bajo la nieve, en la parte posterior de una carreta, desde Boston hasta Salem. El hijo de William, John, también se destacó por su celo religioso y participó de manera sobresaliente en las persecuciones religiosas que tuvieron lugar durante el siglo XVII en Nueva Inglaterra. Durante la célebre caza de brujas de Salem, tomó parte activa en la acusación de posesión diabólica que recayó sobre más de doscientas personas. Además, fue el presidente de las ejecuciones de veinte mujeres condenadas por brujería, y objeto, junto con su descendencia, de una terrible maldición por parte de una de las víctimas. Los Hawthorne del XVIII consagraron sus energías al comercio floreciente de Nueva Inglaterra y aplacaron el celo religioso que tanta crueldad había provocado.
El padre de nuestro escritor fue un capitán de navío que se casó con una mujer nacida en el seno de una familia de comerciantes y puritanos de Salem. El matrimonio tuvo dos hijas, y en 1804 un varón: Nathaniel. Cuatro años más tarde, a causa de unas fiebres, moría el padre en Surinam. La madre y los tres hijos llevaban una vida apartada, comunicándose poco entre ellos y recibiendo raras visitas. Debido a una luxación en un pie, Nathaniel tuvo que dejar la escuela, su única puerta abierta al mundo exterior, y permanecer inmóvil durante dos años. Hasta los catorce años, movido por su inclinación por la literatura, lee algunos libros de la biblioteca paterna, como El progreso del Peregrino, viaje alegórico del alma hasta la redención; El paraíso perdido de Milton, novelas de Walter Scott…, obras que comenzaron a alimentar su poderosa imaginación, al tiempo que iban formando su gusto por las cosas bien escritas y el estilo clásico, a pesar de que sus temas preferidos fueran netamente románticos. Sobre su forma de escribir dice Borges en Otras inquisiciones: «La imaginación de Hawthorne es romántica; su estilo, a pesar de algunos excesos, corresponde al siglo XVIII, al débil fin del admirable siglo XVIII».
En 1818 su familia se traslada a la propiedad de su tío Manning, situada en el estado de Maine. Aquí, en medio de una naturaleza virgen, se recupera de su enfermedad, dando largos paseos a través de bosques frondosos y junto a grandes ríos y lagos, y desarrollando su sensibilidad paila naturaleza, que posteriormente transmutará literariamente en sus obras. Vuelve a las clases y a leer a autores románticos, por los que su naturaleza visionaria sentía una especial predilección. Así, leyó toda la obra de Walter Scott y algunas novelas y ensayos de Rousseau. La psicología anormal de los caracteres góticos de Godwin ejerció una singular fascinación sobre su espíritu. A los diecisiete años, una vez que sus tíos decidieron hacerse cargo de sus estudios universitarios, ingresó en Bowdoin College, en el estado de Maine, donde siguió sin sentir ninguna atracción por la vida social y prefirió continuar con las lecturas que le marcaban su gusto a las que le imponían sus profesores. En ningún momento se vio implicado en las luchas y ambiciones académicas y, siguiendo su inclinación por la vida interior, ocupó su tiempo libre con largos paseos por los bosques, observando y admirando la naturaleza, que le proporcionaba la intensidad de los sueños. Sin embargo, durante su estancia hizo un par de amistades: Longfellow, futuro poeta, y Franklin Pierce, que acabaría siendo presidente de los Estados Unidos y cuya amistad cultivó hasta el final de su vida. En el último curso, a causa de sus buenos trabajos en Inglés, fue propuesto por sus profesores para escribir el discurso solemne; antes que componerlo y pronunciarlo, prefirió, dando una muestra de sensatez, pagar la multa prevista en caso de no hacerlo. Por esta época empezó a escribir una especie de diario en el que anotaba lo que iba observando a su alrededor, lo que le sugerían sus lecturas, meditaciones sobre la existencia, así como situaciones dramáticas y caracteres ficticios que luego le servirían de materiales pata sus obras literarias.
Una vez graduado, a los veintiún años, Hawthorne vuelve a Salem e inicia otro largo período de soledad y reclusión en «la habitación bajo el techo», que se prolongará esta vez durante doce años. Sus contactos con otras personas apenas existen y reparte su tiempo leyendo libros de historia de Nueva Inglaterra, novelas y ensayos del siglo XVIII, meditando y, a la caída de la tarde, paseando por las calles, la playa o el campo vecino. En 1828 publica por su cuenta una novela, Fanshawe, que había comenzado a escribir en Bowdoin y concluido en su habitación de Salem. Envió algunos ejemplares a algún amigo y a revistas. La respuesta fue el vacío, por lo que hizo que le enviaran toda la tirada, que acabó siendo pasto de las llamas de su estufa. Después de doce años de esfuerzo, apenas había conseguido nada, pero en 1837 su amigo Bridge le avaló para la publicación de su primera colección de cuentos, Twice Told Tales (Cuentos contados dos veces), que obtuvo una mínima resonancia, como la reseña favorable de su compañero de universidad Longfellow. Aquí terminaba prácticamente su repercusión. Pero la ficción hacía su entrada en escena en Nueva Inglaterra, y algo nuevo y original en la literatura universal. Esta colección, compuesta por una veintena de relatos, describe artísticamente los temas preferidos por nuestro autor, tales como la deformidad y monstruosidad psicológicas de los hombres, los errores morales, los aspectos inquietantes de la existencia humana, su mirada hacia el abismo, que sólo constata el enigma y hace nacer el escalofrío, la relación de lo imaginario con lo real.
Además de Longfellow, Twice Told Tales también atrajo la atención de una joven llamada Miss Elisabeth Peabody, dueña de una librería donde se reunían algunos seguidores del transcendentalismo, un movimiento filosófico inspirado en el idealismo alemán y encabezado por Emerson. Esta joven, con el fin de conocer a Hawthorne, entabló relación con las hermanas del escritor, y a través de ellas le hizo llegar una invitación para asistir a una reunión de su salón literario. Venciendo su natural timidez, Hawthorne aceptó el ofrecimiento y acudió a la librería «literaria». Pero allí fue la hermana de Elisabeth, Sophia, quien le produjo una profunda impresión, que fue mutua. Y el amor, instalado en su corazón, le hizo salir de su acostumbrada reclusión. También el amor ejerció su prodigio en Sophia, una mujer dotada de una especial sensibilidad artística, que pasaba sus días postrada, aquejada de desórdenes nerviosos, y que rápidamente recobró la salud.
Un poco más tarde, Nathaniel tuvo ocasión de encontrar trabajo. Los demócratas habían accedido al poder y Pierce, convertido en miembro del congreso, le ofreció un puesto de controlador en la aduana de Boston. El trabajo no le daba mucho dinero, pero lo peor de todo era que le robaba demasiado tiempo para la escritura y la contemplación, actividades que le procuraban el equilibrio. Dos años después, cuando los demócratas perdieron el poder, Hawthorne se sintió aliviado al ver que tenía que abandonar su puesto, pues, según el «spoils system», que se practicaba durante el siglo pasado en los Estados Unidos, un partido, cuando dejaba el poder, perdía también todos los puestos de la administración. Aunque, según parece, nuestro escritor, agobiado por el peso del trabajo, se adelantó en pedir su dimisión.
Perdido el puesto, se incorporó a un proyecto ideado por el trascendentalista Ripley, consistente en la fundación de una especie de colonia intelectual en los márgenes del río Charles, la corriente de agua que separa Boston de Harvard. Este intento de comunismo agrícola trataba de aunar al hombre con la naturaleza, el trabajo manual con la meditación, y de establecer un sistema igualatorio para todos sus miembros. Hawthorne pensó que era un buen lugar para instalarse, llevar a su futura mujer y seguir escribiendo. Compró una acción de la colonia, con lo que se hizo socio, y se fue a vivir allí. Sin embargo, la vida comunitaria pronto se le empezó a hacer insoportable, sobre todo porque tenía que pasar mucho tiempo oyendo a los colonos iluminados, que no se distinguían precisamente por su finura de pensamiento. Harto de escuchar los dogmas trascendentalistas, Hawthorne recuperó su acción y abandonó la colonia, se casó con su prometida, Miss Sophia, y se fue a vivir con ella a la «Old Manse», la vieja rectoría donde imaginó y compuso los cuentos que componen el presente volumen.
La vieja rectoría estaba situada en Concord, un lugar de los alrededores de Boston donde vivían una serie de hombres de letras como Thoreau, Emerson, Margaret Fuller… que se reunían semanalmente para hablar sobre cuestiones dominadas por el transcendentalismo. Hawthorne, sin embargo, no se dejaba ver por este círculo intelectual. Al contrario, su debilitada economía le obligaba a cultivar su huerto para obtener comida, pues la publicación de los Musgos en 1846 apenas había tenido resonancia, y tampoco, evidentemente, ingresos económicos. Sin embargo, en las elecciones de 1845 había ganado el partido demócrata, con lo que pronto su amigo de juventud le procuró de nuevo un puesto en la aduana, esta vez en Salem. Cuatro años después, las intrigas políticas, en las que no quiso involucrarse, le arrebataron el puesto, de modo que se sintió contento otra vez de dejar la aduana y se fue a vivir a Lenox, otro lugar de reunión de hombres de letras, donde conoció a Herman Melville, que escribió una pequeña obra en prosa dedicada a Hawthorne.
Libre de su trabajo, Hawthorne se puso a escribir de nuevo con constancia. El resultado de su dedicación fue la aparición en 1850 de su primera novela, La letra escarlata, donde tampoco faltan los símbolos y las imágenes del mundo moral, en este caso, reunidos alrededor del adulterio. Esta novela constituyó su primer éxito: los cinco mil ejemplares de la tirada se vendieron en diez días. Un año después, aparece otra novela, La casa de los siete tejados, y una recopilación de fábulas mitológicas adaptadas para niños, El libro de las maravillas. En 1852 sale a la luz una nueva novela titulada The Blithdale Romance, inspirada en su experiencia pasada en Brook Farm. Al año siguiente, con la vuelta de los demócratas al poder, Hawthorne recibe una nueva oferta de trabajo por parte de su amigo Pierce, que acaba de ser nombrado presidente de los Estados Unidos. El puesto ofrecido esta vez es el de cónsul de Estados Unidos en Liverpool. Hawthorne se decide a aceptarlo, y embarca con su familia rumbo a Inglaterra, donde permanecerá seis 3 años. Aunque durante este período escribe pocos cuentos, anota sus impresiones sobre los ingleses, que años más tarde reunirá y publicará en América con el título de Our Old Home. En 1859 abandona su puesto y, junto con su familia, emprende un viaje a través de Francia e Italia. De su estancia en Italia recoge material para escribir su última obra acabada, que aparece en Londres con el título de Transformation, y algún tiempo después en América con el título de The Marble Faun.
Hawthorne murió súbitamente el 19 de mayo de 1864, durante una excursión que realizaba junto al expresidente Pierce por las «White Mountains» de New Hampshire. Fue enterrado en un cementerio de Concord, donde también yacen en la actualidad Emerson y Thoreau.
La selección de cuentos de Hawthorne que compone el presente volumen es la más amplia que hasta la fecha se haya publicado en España. Todos ellos pertenecen a la colección original titulada Musgos de una vieja rectoría, de la que se han escogido los cuentos fantásticos y alegóricos, dejando a un lado las narraciones puramente descriptivas —salvo la primera pieza en prosa de la colección, que sirve de introducción a los Musgos— y los cuentos de carácter histórico. Una buena parte de la producción literaria de Hawthorne desempeña un papel notable dentro de la tradición gótica norteamericana. Haggerty, en el capítulo dedicado a Hawthorne en su libro Gothic Fiction, Gothic Form se pregunta por la naturaleza del efecto gótico en los cuentos del escritor de Salem. Para este autor, la razón de que la ficción de Hawthorne llegue a perturbar al lector radica, sobre todo, en la incapacidad del lector para establecer la naturaleza de los hechos descritos, debido a que aparecen envueltos en la sombra y a su carácter ambiguo. Sin embargo, el aspecto inquietante que desprenden estos relatos se deriva más bien de la luz que arrojan sobre el misterio del alma y de la conciencia de los hombres. Así, no es tan decisivo preguntarse si Brown estuvo aquella noche en el bosque asistiendo a un sabath o no; lo importante es la perspectiva sobre el hombre que aparece a través de este personaje, que sí resulta turbadora. De este modo, en los cuentos de Hawthorne conviene distinguir, como hace Henry James, entre el significado y la forma, la historia y lo moral. Los hechos juegan aquí un papel más bien artístico; son imágenes literarias dispuestas para expresar algo terrorífico. Y, desde luego, las que no son en absoluto ambiguas son las perspectivas que se ofrecen al lector a través de las historias contadas, las visiones que despiertan el terror al mostrar la aberración y la deformidad de la psicología y de la constitución moral de los hombres.
En «El joven Goodman Brown», por ejemplo, lo inquietante es cómo desfilan ante la mirada del protagonista la fealdad moral y profunda que antes se escondía bajo la aparente dignidad social de sus conocidos. Cuando todas estas miserias abandonan su escondite y se hacen visibles, el joven Brown observa cómo la convención que distingue lo bueno y lo malo en los hombres se derrumba. Todos sin distinción se deslizan hacia el mal. En este cuento asistimos al nacimiento de una visión auténticamente terrorífica: todo lo que se había tenido por bueno aparece en su auténtica dimensión, muestra su verdadero rostro. En su camino por el bosque Brown ve que el pastor de la iglesia, el profesor, el magistrado, las damas de buen tono, los burgueses respetables asisten al sabath junto a la arpía que ha envenenado al marido, o el gobernante que se ha apropiado de fondos públicos, sin distinguirse unos de otros. En éste, como en otros cuentos de Hawthorne, el papel de villano no se encarna en una persona determinada, sino que es asumido por toda la humanidad. Y el joven Brown también inicia el camino hacia el mal, que ya habían tomado sus antepasados y hasta su propia mujer: no queda hombre honesto alguno.
La visión de una humanidad perversa, donde no cabe la posibilidad del bien debido al trabajo de la civilización, es también el tema del «Los nuevos Adán y Eva». Arte y Naturaleza aparecen enfrentados desde el principio del relato. La imaginación concebida por Hawthorne consiste en la hipotética experiencia de una pareja de hombres, en los que el conocimiento y la perversión no han ejercido su influencia patológica, entre las obras materiales de la civilización. Para una mente y un corazón no corruptos, estas obras son ininteligibles, pues todas las instituciones humanas sólo alcanzan su sentido si se tiene en cuenta el carácter pervertido y corrupto de quien las ha erigido. En «El Egoísmo; o la serpiente en el pecho», la deformidad del corazón está simbolizada por todas las clases de este reptil. Roderick, el protagonista, se ve aquejado por esta extraña enfermedad —real o ficticia—, pero en lugar de guardar sus síntomas en secreto, los muestra en público y señala las diversas clases de serpientes que reptan en el interior de los distintos tipos de hombres. Así, la boa constrictor que habita en el pecho del político es capaz de devorar a un país entero, la serpiente del avaro tiene la cabeza de cobre, la del eclesiástico se encontraba, antes de ser ingerida, en el vino del cáliz. De nuevo aparece la idea de la deformidad psicológica de todos los hombres de una determinada sociedad, que, sin embargo, ocultan su monstruosidad para llevar a cabo su comercio y asegurar su tranquilidad sin necesidad de renunciar al mal. La vida construida por los hombres tiene su condición en el mal, que, a pesar de ser aceptado como el sustento de su existencia, es disimulado mediante las reglas del decoro.
Roderick, que lejos de seguir las normas de la hipocresía se empeña en desenmascarar a los miembros respetables de la sociedad, resulta un elemento perturbador para la cohesión política y social, cuyo alimento es el veneno del corazón en el hombre.
Hay dos relatos que pertenecen a un tema profusamente tratado a lo largo de la historia de la literatura fantástica: el tema del científico que en sus experimentos pervierte el orden de la naturaleza, provocando una serie de consecuencias funestas. En «La hija de Rappaccini», una de la piezas maestras que componen esta selección, la relación antitética del conocimiento y la vida es llevada a un punto totalmente original y raramente superado. Envuelto en el ambiente de la Italia renacentista, el científico Rappaccini lleva a cabo una serie de experimentos en un, jardín próximo a la casa en la que se ha alojado el protagonista del relato. En su afán de conocimiento y de violentar la naturaleza, el científico no duda en someter a su hija a sus experimentos, haciéndola víctima de su ciencia. Giovanni Guasconti se siente atraído y repelido al mismo tiempo por Beatrice, la hija del científico, que despierta en él un sentimiento mezcla de amor y de horror. Rappaccini, siguiendo ciegamente su instinto de conocimiento, crea el jardín gótico por excelencia, un jardín con la apariencia de la naturaleza, pero sin el calor natural del amor y cuya posibilidad de existencia es lo contrario a la vida: el veneno. Beatrice se halla sometida a las mismas condiciones que las plantas del jardín: su bella apariencia es alimentada también con veneno, que se acaba convirtiendo en su elemento vital. Esta idea de la vida que necesita lo contrario a la vida para existir se puede contemplar como una anticipación del análisis de Nietzsche sobre el ideal ascético, que necesita negar la vida para vivir.
En el segundo relato, «La marca de nacimiento», el científico Aylmer trata, mediante su saber, de corregir la naturaleza. El resultado de semejante aberración sólo puede ser la catástrofe. El cuento está envuelto en un ambiente siniestro y alquimista, donde no falta un ayudante, Aminadab, deforme y cínico.
La ciencia es también, de algún modo, tema de meditación en «El ferrocarril celestial», una parodia de El peregrino del progreso de Bunyan. En este relato se destaca sobre todo la tendencia de la ciencia a señalar el carácter ilusorio de las creencias de los hombres, lo que conduce a la banalización y a la vanidad humanas. En otra serie de narraciones, como «Una fiesta selecta» o «El banquete de navidad» desfilan también diversos caracteres que muestran las miserias del género humano.
«Feathertop» constituye una alegoría sobre la vacuidad y la sordidez sobre la que se asienta la apariencia de la mayoría de los hombres. Una mañana, la bruja Rigby hace un espantapájaros para proteger su cosecha de maíz, pero, no resistiendo su impulso brujeril, decide infundir la vida y dar una apariencia noble a semejante ser, hecho a partir de los materiales más viles y bajos. Después de darle algunos consejos le lanza al mundo. El espantapájaros responde que triunfará en la medida en que puedo hacerlo un caballero honrado. Llega a la cercana ciudad y, cegados por los nobles ademanes y el resplandor de su vestido, casi nadie advierte la materia de la que está hecho. Todo va bien hasta que el ser artificial descubre, bajo la falsedad de su apariencia exterior, la verdadera sustancia de la que está compuesto. Este muñeco, así piensa la bruja Rigby, se muestra superior a los hombres, pues éstos, en su vida vacía y despiadada, nunca han reconocido en sí mismos la quimera y el engaño bajo los cuales ocultan y enmascaran la materia de desecho de la que están formados.
El goticismo de los relatos de Hawthorne se revela en su intento de exponer la constitución psicológica y moral de los hombres como algo deforme y monstruoso. Al contrario que en las novelas góticas clásicas, esta deformidad no aparece descrita a través de acciones violentas y personajes sanguinarios. Sin duda, sus cuentos tienen una dimensión moral, pero el puritanismo, como observa James, no es algo asumido por Hawthorne. Es más bien la materia sobre la que juega su imaginación, hasta transmutarla en una forma artística o literaria. Para él la moral puritana no es sino una aberración más de los hombres. Si desde la perspectiva puritana se distingue entre hombres buenos y malos, desde la visión de Hawthorne esos hombres que marcan los límites de la respetabilidad y el decoro también están marcados por la maldad. En la literatura de este gran escritor se puede atisbar en cierta medida el misterio que constituye la conciencia humana y comprender que la capa del decoro bajo la que se esconde la subjetividad de los hombres, ya sean políticos, magistrados, eclesiásticos, académicos o burgueses respetables es demasiado fina para no dejar entrever la miseria y la maldad que mueven sus acciones. Esta mirada hacia el interior de personas comunes y honorables en apariencia hace que su literatura tenga un efecto más inquietante que muchas otras formas de ficción gótica. Pues, a fin de cuentas, su arte trata de mirar a través de la grieta que «es —dice en The Marble Faun— sólo una boca del abismo de oscuridad que está debajo de nosotros, en todas partes. La sustancia más firme de la felicidad de los hombres —añade Hawthorne— es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla; basta apoyar el pie». Y sólo se puede expresar ese abismo, esa oscuridad que sostiene nuestra fábrica de ilusiones, mediante la metáfora y la alegoría, a través de una serpiente en el pecho o una marca de nacimiento.
Agustín Izquierdo
TESTIMONIOS SOBRE HAWTHORNE
En ningún hombre se ha desarrollado el humor y el amor de esa manera elevada llamada genio; tal hombre no puede existir sin poseer también, como complemento indispensable de esos dos elementos, un intelecto grande, profundo, que cayese sobre el universo como una plomada. Y es que el amor y el humor son sólo los ojos a través de los cuales un intelecto así puede contemplar este mundo. La enorme belleza de semejante mente no es sino el producto de su fuerza.
Qué profunda, más aún espantosa, es la moral que se desprende de «El Holocausto de la tierra»; donde empezando por las representaciones y concepciones hueras del mundo, todas las vanidades, teorías y formas vacías son echadas, una tras otra en un crescendo admirable, al fuego alegórico, hasta que al final no queda más que el corazón del hombre, engendrador de todo; mientras éste no se consuma, la gran conflagración no sirve de nada.
«El banquete de navidad» y «La serpiente en el pecho» son claro reflejo de las partes oscuras de la mente que los creó. Pues, a pesar de la radiante luz del lado visible del alma de Hawthorne, su otro lado —igual que la mitad oscura de la esfera física— se encuentra envuelto en una oscuridad absoluta.
Él supo encender en algunas mentes escogidas «una luz que sólo ilumina la tierra cuando un corazón grande se consume como si fuera el fuego del hogar de un gran intelecto». Es, en la literatura americana, el escritor que, hasta este momento, ha sabido mostrar la conjunción más perfecta de un gran cerebro y un gran corazón.
Escriba lo que escriba Nathaniel Hawthorne a partir de ahora, los Musgos será considerada en el futuro su obra maestra.
[Melville, «Hawthorne and his Mosses»]
Hawthorne tiene la importancia de ser el representante más perfecto y eminente de una literatura. Hawthorne es el ejemplo más valioso del genio americano. Hawthorne tiene la ventaja de señalar una moral estimable. Esta moral es que la flor del arte sólo se abre cuando el suelo es profundo…
Tres o cuatro grandes talentos del otro lado del Atlántico son la suma que el mundo reconoce normalmente, y en este modesto ramillete se admite que el genio de Hawthorne tiene la fragancia más rara y más dulce.
Caracterizaría los cuentos más metafísicos de nuestro autor como caprichos elegantes y afortunados. Me parece calificarlos de esta manera por el hecho de que pertenecen a la región de la alegoría. Hawthorne, en su talante metafísico no es nada si no es alegórico, y la alegoría, desde mi punto de vista, es uno de los ejercicios más refinados de la imaginación.
[Henry James, «Hawthorne»]
Diremos enfáticamente de los cuentos de Mr. Hawthorne que pertenecen a la más alta esfera del arte, esa esfera que sólo se somete al genio en su expresión más cumplida.
Los rasgos distintivos de Mr. Hawthorne son la invención, la creación, la imaginación y la originalidad, rasgos que, en la literatura de ficción, valen con mucho más que todo el resto. Pero la naturaleza de la originalidad, por lo menos en lo referente a su manifestación en las letras, suele ser mal entendida. La inteligencia inventiva u original se manifiesta tanto en la novedad del «tono» como en la del tema. Mr. Hawthorne es original en «todos» los sentidos.
[Poe, «Hawthorne»]
Aquí, sin desmedro alguno de Hawthorne, yo desearía intercalar una observación. La circunstancia, la extraña circunstancia, de percibir en un cuento de Hawthorne, redactado a principios del siglo XIX, el sabor mismo de los cuentos de Kafka que trabajó a principios del siglo XX…
Un autor pude adolecer de prejuicios absurdos, pero su obra si es genuina, si responde a una genuina visión, no podrá ser absurda. (…) En Hawthorne, siempre la visión germinal era verdadera.
[Borges, «Hawthorne»]
LA VIEJA RECTORÍA
EL AUTOR DA A CONOCER SU MORADA AL LECTOR
Entre dos altos postes de piedra desbastada (la puerta se había caído de sus goznes en alguna época desconocida) contemplamos la fachada gris de la vieja casa del párroco, al final de una avenida de fresnos negros. Habían pasado doce meses desde que cruzó esa puerta en dirección al camposanto de la ciudad la procesión funeraria del venerable clérigo, su último habitante. Las roderas que conducían hasta la puerta, así como la avenida en toda su anchura, estaban casi cubiertas por la hierba, ofreciendo sabrosos bocados a dos o tres vacas vagabundas y a un viejo caballo blanco que vivía por su cuenta al lado de la carretera. Las sombras trémulas, que como si estuvieran medio dormidas se interponían entre la puerta de la casa y el camino público, formaban una especie de ambiente espiritual; y visto a través de éste el edificio no tenía el aspecto de pertenecer al mundo material. Poco tenía en común la casa, ciertamente, con esas moradas ordinarias que sobresalen de manera inminente en el camino de manera que todo viandante podría introducir la cabeza, por así decirlo, en su círculo doméstico. Desde las tranquilas ventanas de este edificio las figuras de los viandantes parecían demasiado remotas y oscuras como para turbar la sensación de intimidad. Por su alejamiento, y al mismo tiempo su accesibilidad, era el lugar adecuado como residencia de un clérigo: un hombre que aun sin verse enajenado de la vida humana, en medio de ésta se envolvía en un velo tejido a medias por el brillo y la oscuridad. La rectoría podía confundirse con una de las clásicas casas parroquiales de Inglaterra en las cuales, a lo largo de muchas generaciones, una sucesión de ocupantes sagrados las habitaban desde la juventud hasta la vejez, dejando cada uno una herencia de santidad que invadía la casa y quedaba suspendida sobre ella, como formando una atmósfera.
La verdad es que hasta que entré en ella convirtiéndola en mi casa, la antigua rectoría no había sido profanada nunca por un ocupante seglar. Un sacerdote la había construido; un sacerdote la había heredado; otros ministros del Señor habían habitado en ella de tiempo en tiempo; y los niños nacidos en sus estancias habían asumido al crecer el carácter sacerdotal. Imponía pensar en todos los sermones que debían haberse escrito allí. Sólo el último de sus habitantes —aquél que al trasladarse al Paraíso había dejado vacía la morada— había escrito casi tres mil discursos, aparte de aquellos, mejores si no mayores en número, que salieron a borbotones de sus labios. ¡Cuántas veces debió pasear sin duda por la avenida, sintonizando sus meditaciones con los suaves murmullos y susurros, y con las profundas y solemnes ráfagas de viento entre las elevadas copas de los árboles! En esa variedad de expresiones naturales pudo encontrar algo que concordara con cada pasaje de su sermón, ya fuera éste de carácter tierno o de miedo reverencial. Las ramas que tenía sobre mi cabeza parecían oscurecidas no sólo por las hojas crujientes, sino también por pensamientos solemnes. Me avergoncé de haber sido durante tanto tiempo escritor de historias insustanciales y me atreví a esperar que esa sabiduría descendiera sobre mí junto con las hojas que caían sobre la avenida, y que encontrara en la vieja rectoría un tesoro intelectual tan valioso como los montones ocultos de oro que la gente suele buscar en las casas cubiertas por el musgo. Profundos tratados de moralidad; una visión de la religión profana y no profesional, y por tanto sin prejuicios; historias brillantes (como las que Bancroft podría haber escrito aquí de haberse venido a vivir a la rectoría tal como se propuso en una ocasión), que iluminaran con la profundidad de su pensamiento filosófico… éstas eran las obras que deberían fluir de un lugar retirado como éste. Humildemente decidí lograr por lo menos una novela que transmitiera una lección profunda y tuviera suficiente sustancia física como para poder ser considerada como única.
En apoyo de mi designio, no dejándome pretexto para no cumplirlo, había en la parte trasera de la casa un pequeño y delicioso escondrijo a modo de estudio que permitía a un erudito un retiro de lo más cómodo y caliente. Aquí fue donde Emerson escribió Nature; pues en aquel tiempo habitaba en la rectoría, y desde la cumbre de nuestra colina del este solía observar el amanecer asirio y el crepúsculo páfico, y el ascenso de la luna. Cuando vi por primera vez la habitación, sus paredes estaban ennegrecidas por el humo de innumerables años, pero todavía parecían más negras por los retratos ceñudos de los ministros puritanos que colgaban de sus paredes. Extrañamente, esos personajes parecían ángeles malignos, o al menos hombres que habían luchado contra el diablo de manera tan continua y severa que de alguna manera la fiereza negra de aquel se había transmitido a sus rostros. Todos ellos habían desaparecido ya; una alegre capa de pintura y papeles de tono dorado iluminaban el pequeño apartamento, mientras la sombra de un sauce que rozaba los aleros atemperaba la alegría del sol poniente. En lugar de los retratos ceñudos colgaban ahora la cabeza dulce y atractiva de una de las Madonas de Rafael y dos agradables paisajes del Lago de Como. Los únicos elementos decorativos, aparte de los cuadros, eran un jarrón morado que contenía flores siempre frescas y otro de bronce con hermosos helechos. Mis libros (escasos y en absoluto elegidos, pues se trataba principalmente de aquellos que el azar había puesto en mi camino) se encontraban ordenados en la habitación, y raras veces eran molestados.
En el estudio había tres ventanas con cristales pequeños y anticuados, cada uno de ellos con una grieta. Las dos del lado occidental miraban, o mejor sería decir escudriñaban, hacia el huerto entre las ramas del sauce, y a través de los árboles podían obtenerse fugaces visiones del río. La tercera ventana, que daba al norte, permitía una vista más amplia del río en una zona en la que sus aguas, oscuras hasta entonces, brillaron con la luz de la historia. Desde esta ventana el clérigo que habitaba entonces la rectoría vio el comienzo de una lucha larga y terrible entre dos naciones; contempló la formación irregular de sus parroquianos en la orilla más lejana del río, y las líneas refulgentes de los británicos en la más cercana. Aguardó en un suspense doloroso la descarga de mosquetería. Se produjo ésta y sólo debió hacer falta una suave brisa para que el humo de la batalla penetrara en esta casa tranquila.
Quizás prefiera el lector —a quien no puedo dejar de considerar como mi huésped en la vieja rectoría, y con derecho a ser tratado con toda cortesía y a enseñarle los puntos más interesantes—, tener una visión más próxima de ese memorable lugar. Nos encontramos ahora a la orilla del río: es un acierto que se llame el Concord, el río de la paz y la tranquilidad, pues ciertamente se trata de la corriente más perezosa que se haya dirigido nunca imperceptiblemente hacia su eternidad: el mar. Tuve que vivir tres semanas a su lado antes de que mis sentidos perceptivos tuvieran claro en qué sentido fluía la corriente. Jamás tiene un aspecto vivaz, salvo cuando una brisa del noroeste turba su superficie en un día soleado. Por la indolencia incurable de su naturaleza este río, felizmente, no puede convertirse en esclavo del ingenio humano, tal como suele ser el destino de tantos torrentes montañosos impetuosos y salvajes. Mientras todos los demás se ven obligados a servir a algún propósito útil, él vive su vida ociosa en una perezosa libertad, sin hacer girar un solo eje ni dar fuerza hidráulica suficiente siquiera para moler el maíz que crece en sus orillas. La languidez de su movimiento no permite que exista en parte alguna de su curso ni una orilla cubierta de guijarros brillantes y mucho menos una estrecha franja de arena centelleante. Avanza adormecido entre amplias praderas, besando las altas hierbas de los prados y bañando las ramas colgantes de viejos arbustos y sauces, las raíces de olmos y fresnos y los macizos de arces. En sus orillas pantanosas crecen juncos y espadañas; los nenúfares amarillos extienden en los márgenes sus hojas anchas y planas; mientras los fragantes nenúfares blancos abundan, eligiendo generalmente una posición lo suficientemente alejada de la orilla del río como para que no podamos cogerlos sin correr el riesgo de sumergirnos en él.
Resulta maravilloso pensar de dónde obtiene esta flor perfecta su encanto y perfume, puesto que brota del barro negro sobre el que duerme el río, allí donde habitan la viscosa anguila, la rana jaspeada y la tortuga del barro, que no puede limpiarse aunque se esté lavando continuamente. Es el mismo barro negro del que el nenúfar amarillo succiona su vida obscena y su olor fétido. De la misma manera podemos ver en el mundo que algunas personas sólo asimilan lo que