Historias dos veces contadas
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El volumen incluye: La muñeca de nieve: un milagro infantil. El gran rostro de piedra. Etham Brad. Mi pariente, el mayor Molineux. El ruego de Alice Doane. El joven Goodman Brown. La hija de Rappaccini. El ferrocarril celestial. La marca de nacimiento. Egolatría o la sierpe en el pecho. El holocausto del mundo. El artífice de la belleza. El repique nupcial. El valor negro del pastor. El Mástil de Mayo de Merryl Mount. La catástrofe del Sr. Higginbotham. La hondonada de las tres colinas. El experimento del Dr Heidegger.
El manto de Lady Eleanore. La vieja Esther Dudley. El huésped ambicioso.
Feathertop: una leyenda moralizada. Los retratos proféticos. El Tesoro de Peter Goldthwaite.
Nathaniel Hawthorne
Born in 1804, Nathaniel Hawthorne is known for his historical tales and novels about American colonial society. After publishing The Scarlet Letter in 1850, its status as an instant bestseller allowed him to earn a living as a novelist. Full of dark romanticism, psychological complexity, symbolism, and cautionary tales, his work is still popular today. He has earned a place in history as one of the most distinguished American writers of the nineteenth century.
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Historias dos veces contadas - Nathaniel Hawthorne
Goldthwaite.
Nathaniel Hawthorne
Historias dos veces contadas
INDICE:
La muñeca de nieve: un milagro infantil
El Gran Rostro de Piedra
Ethan Brand (capítulo de una novela malograda)
Mi pariente, el mayor Molineux
El dulce niño
El ruego de Alice Doane
El joven Goodman Brown
La hija de Rappaccini
El ferrocarril celestial
La marca de nacimiento
El egoísmo; o la serpiente del pecho
El holocausto del mundo
El artífice de la belleza
El repique nupcial
El velo negro del pastor
El Mástil de Mayo de Merry Mount
La catástrofe del Sr. Higginbotham
La hondonada de las Tres Colinas
El experimento del Dr. Heidegger
El manto de lady Eleanore
La vieja Esther Dudley
El huésped ambicioso
Wakefield
Feathertop: una leyenda moralizada
Los retratos proféticos
El Tesoro de Peter Goldthwaite
La muñeca de nieve:
un milagro infantil
The Snow Image: A Childish Miracle
En la tarde de una fría jornada de invierno, cuando el sol asomó con helado brillo después de una larga tormenta, dos criaturas solicitaron permiso a su madre para salir a jugar sobre la nieve recién caída. La mayor era una niña a la que sus padres, y otras personas que tenían con ella un trato familiar, acostumbraban a llamar Violet, porque su carácter era tierno y humilde y porque pasaba por ser hermosa. Pero a su hermano lo conocían por el mote de Peony, en razón de la rubicundez de su carita ancha y redonda, que hacía pensar a todos en el resplandor del sol y en grandes flores escarlatas. Es importante aclarar que el padre de estos dos niños, un tal señor Lindsey, era un hombre excelente pero desmedidamente positivista, ferretero de profesión, tenazmente habituado a encarar con lo que se denomina sentido común todas las cuestiones que caían bajo su consideración. Aunque su corazón era tan sensible como el de sus semejantes, su cabeza era tan dura e impenetrable y, por consiguiente quizá, tan vacía, como cualquiera de las vasijas de hierro que vendía en su negocio. El carácter de la madre, en cambio, ostentaba una veta poética, un rasgo de belleza espiritual, una flor delicada y perlada de rocío, por así decir, que había perdurado de su juventud imaginativa y que continuaba palpitando en medio de las polvorientas realidades del matrimonio y la maternidad.
De modo que, como dije al principio, Violet y Peony rogaron a su madre que les permitiera salir a jugar sobre la nieve fresca, porque aunque parecía muy lúgubre y melancólica cuando se precipitaba desde el firmamento gris, ahora que el sol brillaba sobre ella tenía un aspecto muy alegre. Los niños vivían en la ciudad y no tenían un campo de juegos más vasto que el jardincito que adornaba el frente de la casa, separado de la calle por una valla blanca, protegido por las copas de un peral y de dos o tres ciruelos, y con unos pocos rosales plantados frente a las ventanas de la sala. Sin embargo, ahora los árboles y arbustos se hallaban desnudos con sus ramitas cubiertas por la nieve, la cual formaba así una especie de follaje invernal, con un carámbano colgando aquí y allá a modo de fruto.
— Sí, Violet… sí, mi pequeño Peony -dijo la madre con dulzura-; podéis salir y jugar sobre la nieve fresca.
A continuación, la buena mujer arropó a sus pichones con chaquetas de lana y sacos acolchados, y les abrigó el cuello con bufandas, y enfundó cada piernecita en una polaina a rayas, y protegió sus manos con mitones de estambre, y les dio un beso a cada uno a modo de hechizo, para alejar a Juan Escarcha. Así salieron las dos criaturas, con unos brincos que las transportaron enseguida al seno mismo de una colosal pila de nieve, de cuyo interior Violet emergió como un pinzón de las nieves, en tanto que el pequeño Peony asomaba su cara redonda en plena flor. ¡Cómo se divirtieron entonces! Quien los hubiera visto triscando en el jardín nevado habría pensado que la oscura y despiadada tormenta se había desencadenado con el único propósito de proporcionar un nuevo juguete a Violet y Peony, y que ellos mismos habían sido creados, como los pájaros de las nieves, para deleitarse sólo con la tempestad y en la alfombra blanca que aquélla tendía sobre la tierra.
Por fin, cuando terminaron de bañarse el uno al otro con puñados de nieve, Violet concibió una nueva idea después de haberse reído cordialmente del aspecto del pequeño Peony.
— Si tus cachetes no fueran tan rojos te parecerías exactamente a un muñeco de nieve, Peony -dijo ella-. ¡Y esto me inspira! Hagamos un muñeco de nieve… con la forma de una niña… y será nuestra hermana y correrá y jugará con nosotros durante todo el invierno. ¿No sería maravilloso?
— Oh, sí -exclamó Peony, lo más claramente que pudo, porque todavía era muy pequeño-. ¡Será maravilloso! ¡Y mamá la verá!
— Sí -respondió Violet-. Mamá verá la nueva nena. Pero no deberá invitarla a entrar en la sala tibia, porque como tú sabes, a nuestra hermanita de nieve no le gustará el calor.
Y a partir de ese momento las criaturas se consagraron a esta importante empresa de confeccionar una muñeca de nieve que fuese capaz de correr; mientras su madre, que se hallaba sentada tras la ventana y escuchaba jirones de su conversación, no podía dejar de sonreír ante la seriedad con que encaraban la faena. Realmente parecían suponer que no sería en modo alguno difícil forjar con nieve una chiquilla viva. Y para ser sinceros, si alguna vez habremos de producir milagros, deberemos poner nuestras manos a la obra con el espíritu simple y seguro con que Violet y Peony se abocaron a gestar el suyo, sin siquiera sospechar que se trataba de un milagro. Esto era lo que pensaba la madre, y también pensaba que la nieve fresca, recién caída del cielo, habría resultado un excelente material para construir nuevos seres, de no ser tan fría. Siguió mirando a los niños durante unos minutos más, deleitándose con la contemplación de sus diminutas figuras: la nena, alta para su edad, ágil y graciosa, y coloreada tan delicadamente que parecía un pensamiento alegre más que una realidad física, en tanto que Peony se expandía a lo ancho más que a lo alto, y se bamboleaba sobre sus piernitas cortas y robustas, tan sólido como un elefante, aunque no tan grande. Luego la madre reanudó su trabajo. He olvidado qué era lo que hacía, pero si no bordaba una toca de seda para Violet, entonces zurcía un par de medias para las piernecitas del pequeño Peony. No podía, empero, dejar de volver la cabeza una vez y otra, y una vez más, hacia la ventana, para observar cómo les iba a los niños con la confección de la muñeca de nieve.
¡Era en verdad un espectáculo por demás placentero, el que brindaban esas luminosas almitas entregadas a su faena! Además, era realmente encantador ver con cuánta experiencia y destreza llevaban adelante la obra. Violet se había hecho cargo de la dirección y dictaba a Peony lo que debía hacer, en tanto que ella daba forma, con sus propios deditos delicados, a las partes más primorosas de la figura de nieve. En realidad parecía, no tanto que los niños la hacían, como que crecía bajo sus manos, mientras ellos jugaban y parloteaban en torno. Esto sorprendió mucho a la madre y cuanto más miraba, más y más sorprendida se sentía.
¡Qué chicos extraordinarios son los míos! -pensó, sonriendo con orgullo maternal, mientras se sonreía también de sí misma, por estar tan orgullosa de ellos-. ¿Qué otros chicos podrían haber construido con nieve algo tan parecido a la figura de una niña, de primera intención? Bien… pero ahora debo terminar la blusa nueva de Peony porque su abuelo vendrá mañana, y quiero que el pequeño esté lindo.
De modo que tomó la blusa y muy pronto estuvo nuevamente tan atareada con la aguja como los dos niños con su muñeca de nieve. Pero aun así, mientras la aguja picoteaba un lado y otro de la prenda, a través de las costuras, su labor se aligeraba y le resultaba más dichosa al escuchar las voces alegres de Violet y Peony. No cesaban de decirse cosas mutuamente con sus lenguas tan activas como sus pies y manos. Durante la mayor parte del tiempo ella no alcanzaba a oír claramente lo que decían, pero tenía la dulce impresión de que estaban de muy buen humor, de que se divertían enormemente, mientras la confección de la muñeca de nieve, adelantaba satisfactoriamente. Sin embargo, cuando Violet y Peony levantaban por momentos la voz, sus palabras se oían tan nítidas como si hubieran sido pronunciadas en la misma sala donde se hallaba sentada la madre. ¡Oh, qué placenteramente resonaban esas palabras en su corazón, pese a que, al fin y al cabo, no encerraban ningún pensamiento sabio o sublime!
Pero debéis saber que la madre oye con el corazón mucho más que con los oídos, y a menudo sucede que se siente fascinada por los acordes de una música celestial cuando el resto de la gente no escucha nada parecido.
— ¡Peony, Peony! -le gritaba Violet a su hermano, que se había alejado hasta el otro extremo del jardín-. Tráeme un poco de esa nieve fresca, Peony, del rincón más apartado, donde aun no la pisoteamos. Es para darle forma al pecho de nuestra hermanita de nieve. ¡Sabes que esa parte debe ser muy pura, tal como cayó del cielo!
— ¡Acá la tienes, Violet! -respondió Peony, con su tono fanfarrón, fanfarrón pero también muy dulce, mientras llegaba zangoloteándose por los montículos semiderruidos-. Acá tienes la nieve para su pecho. ¡Oh, Violet, qué hermosa se la ve ya!
— Sí -contestó Violet, reflexiva y serenamente-, nuestra hermana de nieve es muy linda. Yo no me imaginaba, Peony, que podríamos hacer una niña tan bella como ésta.
Mientras escuchaba, la madre pensaba que sería justo y maravilloso que las hadas o, mejor aún, los ángeles niños, bajaran del paraíso y jugaran invisiblemente con sus propios pichones, y los ayudaran a crear su muñeca de nieve, imprimiéndole los rasgos de la infancia celestial. Violet y Peony no se darían cuenta de la proximidad de sus inmortales compañeros de juegos, y sólo verían que la imagen se embellecía a medida que trabajaban en ella, y pensarían que ellos solos la habían hecho así.
— ¡Mis pequeños merecen tales compañeros de juego, si niños mortales alguna vez los merecieron! -dijo la madre para sus adentros, y luego volvió a sonreír de su propia vanidad materna.
Sea como fuere, la idea se apoderó de su imaginación, y a ratos echaba una ojeada por la ventana, casi con la ilusión de comprobar que los rubios querubines del paraíso retozaban con su propia rubia Violet y con el rubicundo Peony.
Luego, por un instante, oyó un activo y circunspecto, pero indescifrable, murmullo de las dos voces infantiles mientras Violet y Peony trabajaban juntos en dichosa armonía. Violet parecía seguir siendo el alma conductora, mientras Peony se desempeñaba más bien en las funciones de obrero, y traía la nieve próxima o distante. Y, sin embargo, era evidente que el arrapiezo también tenía una idea de lo que se trataba.
— ¡Peony, Peony! -gritó Violet, porque su hermano estaba nuevamente en el otro extremo del jardín-. Tráeme esas finas guirnaldas de nieve que se han depositado sobre las ramas inferiores del peral. Trepa sobre ese montón de nieve y las alcanzarás fácilmente, Peony. ¡Con ellas haré unos rizos para la cabeza de nuestra hermana de nieve!
— ¡Aquí tienes, Violet! -respondió el chiquillo-. Trata de no romperlas. ¡Así está bien! ¡Así está bien! ¡Qué hermosura!
— ¿No es preciosa? -preguntó Violet, con tono muy satisfecho-. Y ahora necesitamos unos cristales relucientes de hielo, para dar brillo a sus ojos.
Pero aún no está terminada. Mamá verá lo bella que es, pero papá dirá: ¡Bah, pamplinas! ¡Entren y salgan del frío!
— Llamemos a mamá para que se asome -dijo Peony, y a continuación gritó con todas sus fuerzas-: ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mira qué linda chica estamos haciendo!
La madre dejó su labor un instante y miró por la ventana. Pero resultó que, puesto que ése era uno de los días más cortos del año, el sol había descendido tan cerca del horizonte que sus últimos resplandores hirieron oblicuamente los ojos de la madre. Debéis entender, entonces, que quedó encandilada y no pudo apreciar muy bien lo que había en el jardín. No obstante, en medio del resplandor fulgurante y enceguecedor del sol alcanzó a distinguir una pequeña figura blanca en el jardín, que parecía poseer alguna maravillosa cualidad humana. Y vio a Violet y a Peony (en realidad los observó más a ellos que a la muñeca), vio que proseguían con su trabajo: Peony acarreando nieve fresca y Violet aplicándola sobre la figura tan escrupulosamente como un escultor aplica arcilla a su modelo. Y a pesar de que tenía una impresión muy vaga de la muñeca de nieve, la madre se dijo que jamás se había hecho con tanto arte una figura de ese tipo, y pensó también que nunca había habido niños tan encantadores como sus hijos para realizarla.
— Todo lo hacen mejor que los demás niños -dijo, muy complacida-. No es extraño que sus muñecos de nieve sean mejores.
Volvió a su trabajo, apresurándose todo lo posible porque no tardaría en ponerse el sol y la blusa de Peony no estaba aun terminada, y esperaban que el abuelo llegara por ferrocarril en las primeras horas de la mañana. De modo que sus dedos alados se movieron con más y más premura. Los niños, igualmente, continuaron trabajando afanosamente en el jardín y la madre seguía escuchándolos, siempre que podía captar una palabra. Le divertía comprobar cómo sus imaginaciones infantiles se ensimismaban en lo que estaban haciendo y habían sido arrebatadas por la tarea. Parecían hallarse enteramente convencidos de que la criatura de nieve correría y jugaría con ellos.
— ¡Qué buena compañera de juegos será para nosotros durante todo el invierno! -dijo Violet. Espero que papá no tenga miedo de que nos resfriemos. ¿No la querrás mucho, Peony?
— Oh, sí -gritó Peony-. Y la abrazaré y ella se sentará a mi lado y beberá lecho caliente conmigo.
— ¡No, Peony! -exclamó Violet, con grave cordura-. Eso no es posible. La leche caliente no le hará ningún bien a nuestra hermanita de nieve. Los pequeños de nieve como ella sólo se alimentan de carámbanos. No, no, Peony, ¡no debemos darle nada caliente para beber! Transcurrieron uno o dos minutos de silencio, porque Peony, cuyas cortas piernas jamás se cansaban, había vuelto a peregrinar hasta el otro exH tremo del jardín. De pronto, Violet gritó con voz fuerte y regocijada:
— ¡Mira, Peony! ¡Ven pronto! ¡De esa nube rosada ha salido un rayo de luz que dio sobre su mejilla… y el color no se desvanece! ¿No le queda bonito?
— Sí, es muy bo-ni-to -respondió Peony, marcando las sílabas con deliberada exactitud-. Oh, Violet, pero mira su pelo. ¡Parece de oro!
— Claro que sí -asintió Violet apaciblemente, como si eso fuera muy natural-. Ese color, sabes, proviene de las nubes doradas que vemos allá en el cielo. Ya casi está concluida. Pero sus labios deben ser muy rojos… más rojos que sus mejillas. ¡Quizá, Peony, si los besamos se teñirán de carmín!
A continuación, la madre oyó dos ligeros chasquidos, como si sus dos hijos hubieran besado a la imagen de nieve sobre su boca helada. Pero como esto, al parecer, no bastó para enrojecer los labios como ellos querían, Violet propuso entonces que se invitara a la niña de nieve a besar la mejilla escarlata de Peony.
— ¡Ven y bésame, hermanita de nieve! -exclamó Peony.
— ¡Listo! ya ha besado -agregó Violet-; y ahora sus labios son muy rojos. ¡Y también se ha ruborizado un poco!
— Oh, qué beso frío -comentó Peony.
En ese preciso instante sopló una ráfaga del límpido céfiro que barrió el jardín y sacudió las ventanas de la sala. La madre tuvo la impresión de que era un viento muy frío, y se disponía a golpear el vidrio con el dedal que protegía su dedo, para invitarlos a entrar, cuando los dos niños la llamaron al unísono. El tono de su voz no era de sor presa, aunque evidentemente estaban muy excitados. Más bien parecían sentirse muy regocijados por algo que les acababa de suceder, algo que habían anhelado y habían tenido en cuenta desde el primer momento.
— ¡Mamá! ¡Mamá! Hemos terminado nuestra hermanita de nieve y ella corre por el jardín con nosotros.
¡Qué imaginación tienen mis niños! -pensó la madre, mientras daba las últimas puntadas a la blusa de Peony-. Y es extraño, también, que me hagan sentir casi tan niña como ellos. Casi empiezo a creer que la muñeca de nieve realmente ha cobrado vida.
— Mamá querida -gritó Violet-, por favor, asómate y mira qué linda compañera de juegos tenemos.
La madre, requerida de ese modo, no pudo dejar de mirar por la ventana. El sol ya había desaparecido del firmamento, dejando, sin embargo, un esplendoroso rastro de su luminosidad entre esas nubes purpúreas y doradas que hacen tan hermosos los crepúsculos invernales. Pero no había la menor reverberación o reflejo, ni sobre la ventana ni sobre la nieve, de modo que la buena mujer pudo contemplar todo el jardín y observar cada uno de los objetos y de las personas que había en él. ¿Y a quiénes pensáis que vio? A Violet y Peony, naturalmente, sus dos hijos adorados. Ah, ¿pero qué o a quién vio además? Vaya, si queréis creerme, los acompañaba la minúscula figura de una niña, completamente vestida de blanco, con mejillas rosadas y rizos teñidos de oro, que jugaba en el jardín con los dos niños. Y aunque no era conoH cida, parecía tener un trato familiar con Violet y Peony, y éstos con ella, como si los tres hubieran sido compañeros de juegos durante la totalidad de sus cortas vidas. La madre se dijo que debía ser, sin duda, la hija de alguno de los vecinos, la que al ver a Violet y Peony en el jardín había cruzado la calle para retozar con ellos. De modo que la buena mujer se encaminó hacia la puerta con la intención de invitar a la pequeña fugitiva a entrar en su cómoda sala, porque ahora que el sol se había puesto la atmósfera se estaba tornando muy fría afuera.
Pero luego de abrir la puerta de la casa permaneció un momento en el umbral, preguntándose si debía decirle a la niña que entrara, e incluso si debía hablarle. En verdad, casi dudaba si, al fin y al cabo, era una criatura de carne y hueso, o solo un ligero torbellino de nieve fresca que el gélido céfiro impulsaba de un lado a otro por el jardín. En el aspecto de la pequeña desconocida había ciertamente algo muy singular. La madre no recordaba haber visto, entre todos los niños del vecindario, ese rostro de inmaculada blancura, con un tinte delicadamente rosado, y los bucles dorados que bailoteaban en torno de su frente y sus mejillas. En cuanto a su vestido, que era totalmente blanco y flotaba con el viento, ninguna mujer razonable se lo habría puesto a una niñita para enviarla a jugar afuera, en lo más crudo del invierno. Esta madre amante y cuidadosa se estremeció con solo mirar los piececitos desguarnecidos, sin otro abrigo que un finísimo par de sandalias blancas. Sin embargo, a pesar de que su indumentaria era muy ligera, la niña no parecía experimentar la menor molestia en razón del frío, sino que, al contrario, danzaba tan levemente sobre la nieve que las puntas de sus pies casi no marcaban huellas en su superficie, en tanto que Violet apenas podía seguirla y las cortas piernas de Peony lo hacían quedarse rezagado.
En una oportunidad, durante el juego, la extraña niña se colocó entre Violet y Peony y, tomando a cada uno una mano, brincó alegremente hacia adelante, llevándolos consigo. Pero Peony zafó casi inmediatamente su manecita y empezó a frotarla como si tuviera los dedos congelados, Violet también retiró su mano, aunque con menos brusquedad, y pensó seriamente que sería mejor que no se tomaran de las manos. La chiquilla ataviada de blanco no dijo una palabra y prosiguió danzando con tanto júbilo como lo había hecho antes. Si Violet y Peony no querían acompañarla en sus retozos, ella encontraría un camarada de juegos tan bueno como ellos en el veloz y frío céfiro, que continuaba empujándola por todo el jardín, tomándose tantas libertades que cualquiera habría pensado que eran viejos amigos. Durante todo ese rato la madre había permanecido en el umbral, preguntándose cómo era posible que una niña se pareciera tanto a un copo volador, o cómo era posible que un copo volador se pareciera tanto a una chiquilla. Llamó a Violet y le habló en voz baja:
— Violet, mi amor, ¿cómo se llama esa niña? -preguntó-. ¿Vive cerca de aquí?
— Por favor, mamá querida -respondió Violet, divertida por el hecho de que su madre no comprendiera algo tan claH ro-, esta es nuestra hermanita de nieve, la que acabamos de hacer.
— Sí, querida mamá -exclamó Peony, corriendo hacia su madre y mirándola francamente a la cara-. ¡Esta es nuestra muñeca de nieve! ¿No te parece hermosa?
En ese momento cruzó el espacio una bandada de pinzones de las nieves. Como era natural, las aves eludieron a Violet y Peony. Pero -y esto resultó extraño- volaron en seguida hacia la niña ataviada de blanco, aletearon vivamente en torno de su cabeza, se posaron sobre sus hombros y parecieron tratarla como a una vieja conocida. Ella, por su parte, se mostraba tan complacida de ver a las avecillas, nietas del viejo invierno, como éstas de ver a la niña, quien les dio la bienvenida extendiendo sus manos. Ante lo cual todas intentaron posarse sobre las palmas de sus manos y sobre sus diez diminutos dedos, empujándose las unas a las otras en un tremendo batir de alas. Un precioso pajarito anidó tiernamente sobre su pecho y otro le acercó el pico a los labios. Y durante todo ese tiempo desplegaban tanto júbilo, y parecían encontrarse tan en su elemento, como cuando los vemos jugando con una nevisca.
Violet y Peony reían de este hermoso espectáculo, pues el buen rato que su nueva compañera de juegos pasaba con sus pequeños visitantes alados los regocijaba casi tanto como si ellos mismos participaran de la fiesta.
— Violet -intervino la madre, extremadamente perpleja-, dime la verdad, sin hacer bromas. ¿Quién es esta niña?
— Mamá querida -respondió Violet, mirando seriamente a su madre en el rostro, y aparentemente sorprendida de que pidiera nuevas explicaciones-. Te he dicho la verdad. Es nuestra muñeca de nieve, la muñeca que fabricamos Peony y yo. Peony te lo dirá tan bien como yo.
— Sí, mamá -afirmó Peony, con una expresión muy circunspecta en su carita roja-. Esta es la chiquilla de nieve. ¿No te parece bonita? ¡Pero ay, mamá, su mano es tan fría!
Mientras la madre aun titubeaba acerca de lo que debía pensar y hacer, se abrió el portoncito del jardín y apareció el padre de Violet y Peony, arrebujado en una chaqueta de tela impermeable, con un gorro de piel encasquetado sobre las orejas y con las manos protegidas por los guantes más gruesos. El señor Lindsey era un hombre de edad mediana, con una expresión cansada y sin embargo dichosa en su cara enrojecida por el viento y curtida por la escarcha, como si hubiera estado muy atareado durante toda la jornada y se sintiera feliz de volver a su tranquilo hogar. Sus ojos se iluminaron cuando vio a su esposa y sus hijos, aunque no pudo contener una exclamación de sorpresa al hallar a toda su familia a la intemperie, en un día tan desapacible y para colmo, después de haberse puesto el sol. No tardó en ver a la pequeña y blanca desconocida, que se desplazaba por el jardín como un torbellino de nieve danzarina, con la escolta de pinzones que aleteaban en torno de su cabeza.
— Cielos, ¿quién puede ser esta niña? -preguntó aquel sensato hombre-. Sin duda su madre debe estar loca, si la ha dejado salir en un día tan frío como el de hoy sin más ropa que esa fina túnica blanca y esas finas sandalias.
— Querido esposo -dijo la mujer-, no sé más que tú acerca de esta criatura. Supongo que debe ser hija de algún vecino. Nuestros Violet y Peony -agregó, riéndose de sí misma al pensar que repetía una historia tan absurda-, insisten en que no es más que una muñeca de nieve, en la que han estado ocupados en el jardín durante casi toda la tarde.
Al decir esto, la madre dirigió la mirada hacia el lugar donde los niños habían construido la muñeca de nieve. ¡Cuál no sería su sorpresa al descubrir que no quedaba el menor rastro de tanta actividad! No había tal muñeca. Ninguna pila de nieve. Nada… nada, excepto las pequeñas pisadas alrededor de un lugar vacío.
— ¡Esto es muy extraño! -exclamó ella.
— ¿Qué es lo que ves de extraño, mamita? -preguntó Violet. ¿No entiendes lo que ha sucedido, querido papá? Esta es nuestra muñeca de nieve, la que Peony y yo fabricamos, porque queríamos otra compañera de juegos. ¿No fue así, Peony?
— Sí, papá -dijo el rubicundo Peony-. Esta es nuestra hermanita de nieve. ¿No la encuentras her-mo-sa? ¡Pero me dio un beso tan frío!
— ¡Bah, estas son pamplinas, niños! -exclamó su buen y honesto padre, quien, como ya hemos explicado, veía las cosas con excesivo sentido común-. No me habléis de seres vivos fabricados con nieve. Vamos, esposa, esta pequeña desconocida no debe permanecer ni un instante más afuera con este frío. La haremos pasar a la sala, y le servirás una cena de pan y leche caliente, y procura que se sienta tan cómoda como sea posible. Mientras tanto, haré averiguaciones entre los vecinos. o, si es necesario, enviaré al pregonero de la ciudad por las calles, para que anuncie que se ha perdido una niña.
Dicho lo cual, el honesto y bondadoso señor se encaminó hacia la damisela blanca, con las mejores intenciones del mundo. Pero Violet y Peony tomaron de las manos a su padre y le suplicaron ansiosamente que no la hiciera entrar.
— Padre querido -exclamó Violet, colocándose frente a él-, lo que te hemos dicho es cierto. Esta es nuestra niñita de nieve y sólo puede vivir mientras respira el frío viento del oeste. ¡No la hagas pasar a la habitación caldeada!
— Sí, papá -gritó Peony, golpeando el suelo con su pequeño pie para demostrar la seriedad de su ruego-, no es más que nuestra niña de nieve. ¡No le gusta el calor del fuego!
— Tonterías, chicos, tonterías, tonterías -insistió el padre, mitad irritado, mitad divertido por lo que consideraba una ridícula obstinación-. ¡Corran ahora mismo a la casa! Ya es demasiado tarde para jugar. Debo ocuparme de inmediato de esta niña, o se pescará un resfrío mortal.
— Esposo, amado esposo -replicó la mujer, en voz baja, porque había estado mirando atentamente a la niña de nieve y se sentía más desconcertada que nunca-, en todo esto hay algo muy peculiar. Me creerás tonta… pero… pero… ¿no crees posible que algún ángel invisible se haya sentido atraído por la ingenuidad y la buena fe con que nuestros hijos se dedicaH ron a su tarea? ¿No es posible que haya consagrado una hora de su inmortalidad a jugar con estas queridas almitas? ¿Y que el resultado haya sido lo que nosotros llamamos un milagro? ¡No, no! No te rías de mí. ¡Comprendo que es una idea totalmente absurda!
— Mi querida esposa -respondió el marido, riendo alegremente-, eres tan infantil como Violet y Peony.
Y en cierto sentido lo era, porque durante toda su vida había conservado toda la ingenuidad y la fe de la infancia en su corazón, que era puro y claro como el cristal y, al mirar las cosas a través de este medio trasparente, a veces veía verdades muy profundas de las que otras personas se reían tomándolas por tonterías y disparates.
Pero el amable señor Lindsey ya había entrado al jardín, zafándose de sus dos hijos, los cuales continuaban elevando detrás de él sus vocecitas chillonas, implorándole que dejara allí a la niña de nieve para que disfrutase a sus anchas de la ventisca del poniente. Cuando él se acercó los pinzones de las nieves levantaron vuelo. La damisela blanca también retrocedió, meneando la cabeza, como si quisiera decir: ¡No me toquéis, os ruego!
, al mismo tiempo que lo conducía, maliciosamente al parecer, hacia donde la nieve era más profunda. En cierto momento el hombre tropezó y cayó de bruces, de modo que al incorporarse, con la nieve adherida a su chaqueta de áspera tela impermeable, asumió el aspecto blanco y helado de un muñeco de nieve de tamaño descomunal. Mientras tanto, algunos de los vecinos, que lo observaban desde las ventanas, se preguntaban qué podría haber picado al pobre señor Lindsey para que corriese de tal modo por su jardín en pos de un torbellino de nieve, que el céfiro desplazaba de un lado al otro. Por fin, después de muchas dificultades, logró acorralar a la pequeña desconocida en un rincón de donde ya no podía escapar. Su esposa lo miraba y, puesto que casi había oscurecido, la maravilló descubrir que la niña de nieve relucía y centelleaba pareciendo proyectar un resplandor a su alrededor. Y al quedar arrinconada brilló verdaderamente como una estrella. Era un género glacial de fulgor, además, parecido al de un carámbano herido por la luna. A la mujer le pareció extraño que el buen señor Lindsey no viera nada extraordinario en el aspecto de la niña de nieve.
— ¡Ven, pequeña extraña! -exclamó el buen hombre, tomándola de la mano-. Por fin te he atrapado, y te daremos abrigo aunque sea contra tu voluntad. Te pondremos en esos piececitos helados un lindo par de medias calientes de estambre, y tendrás un buen chal grueso para envolverte. Me temo que tu pobre naricita blanca se esté congelando. Pero se pondrá bien. Entra.
Y así, con la sonrisa más amable dibujada en su astuto semblante, enrojecido como estaba por el frío, este bien intencionado señor condujo de la mano a la niña de nieve en dirección a su casa. Ella lo siguió, cabizbaja y de mala gana, pues todo el fulgor y el centelleo habían desaparecido de su figura, y así como antes se había asemejado a una noche resplandeciente, gélida y estrellada, con una roja luminosidad sobre el frío horizonte, ahora parecía tan opaca y lánguida como un deshielo. Y cuando el afable señor Lindsey la hizo subir por la escalinata que conducía a la puerta, Violet y Peony lo miraron a la cara, con sus ojos llenos de lágrimas que se congelaban antes de poder rodar por sus mejillas, y le suplicaron una vez más que no hiciera entrar a la muñeca de nieve en la casa.
— ¡Que no la haga entrar! -exclamó el bondadoso hombre-. ¡Vamos, tú estás loca, mi pequeña Violet! ¡Totalmente loco, mi pequeño Peony! Ya está tan helada que su mano casi ha congelado la mía, a pesar de los gruesos guantes que tengo puestos. ¿Preferís que muera de frío?
Mientras él subía los escalones, su esposa había vuelto a mirar, larga y casi angustiosamente, a la pequeña y blanca desconocida. No sabía muy bien si estaba soñando o no, pero no podía dejar de imaginar que veía sobre el cuello de la niña las delicadas huellas de los dedos de Violet. Era casi como si al plasmar la imagen Violet le hubiese dado una ligera palmada y hubiera olvidado borrar la marca.
— Al fin y al cabo, esposo -dijo la madre, volviendo a su idea de que a los ángeles les habría encantado tanto como a ella jugar con Violet y Peony-, al fin y al cabo, se parece extrañamente a una muñeca de nieve. Creo de verdad que está hecha de nieve.
Una ráfaga del céfiro acarició a la niña de nieve que volvió a brillar como una estrella.
— ¡De nieve! -repitió el buen señor Lindsey, arrastrando a su renuente invitada hacia el hospitalario umbral de su casa-. No es extraño que parezca hecha de nieve. ¡La pobre está casi congelada! Pero un buen fuego lo arreglará todo.
Sin agregar una palabra más, y siempre con las mismas excelentes intenciones, este muy caritativo y práctico señor puso a la damisela -que decaía, decaía, decaía, más y más- a salvo del aire helado, introduciéndola en la confortable sala. Una estufa Heidenberg, llena hasta el tope de antracita incandescente, proyectaba su brillo fulgurante a través de la ventanilla de mica de su portezuela de hierro, y hacía humear y burbujear enérgicamente la jarra con agua que descansaba sobre la hornalla.
En la habitación flotaba un aroma cálido, hasta sofocante. El termómetro que colgaba de la pared opuesta a la estufa marcaba dieciocho grados. La sala, que se hallaba protegida por cortinas rojas, tenía el piso cubierto por una alfombra del mismo color, y lucía tan abrigada como en verdad lo estaba. La diferencia entre la atmósfera interior y la fría e invernal penumbra que reinaba afuera producía la impresión de un súbito salto desde Nueva Zembla hasta la región más calurosa de la India, o desde el Polo Norte al interior de un horno. ¡Oh, era un lugar ideal para la pequeña desconocida blanca!
El sensato hombre colocó a la criatura de nieve sobre la alfombrilla del hogar, justo enfrente de la estufa humeante y sibilante.
— ¡Ahora estará cómoda! -exclamó el señor Lindsey, frotándose las manos y mirando en torno, con la sonrisa más satisfecha que se haya visto-. Haz de cuenta que estás en tu casa, niña.
La chiquilla blanca tenía un aspecto triste, triste y desvaído, de pie sobre la alfombrilla del hogar, en tanto que las ardientes bocanadas de la estufa la azotaban como si fuesen miasmas. En una ocasión, dirigió una mirada ansiosa hacia las ventanas, y a través de sus cortinas rojas vislumbró los techos cubiertos de nieve, y las estrellas que centelleaban glacialmente y toda la deliciosa intensidad de la noche nevada. El viento helado sacudía las ventanas como si la estuviera invitando a salir. ¡Pero allí estaba la niña de nieve, desvaneciéndose frente a la estufa encendida!
Sin embargo el hombre sensato no veía nada anormal.
— Ven, mujer -dijo-, préstale un par de medias gruesas y un chal de lana o simplemente una manta, y dile a Dora que le sirva una cena caliente apenas hierva la leche. Y vosotros, Violet y Peony, entretened a vuestra amiguita. Como veis, la desanima hallarse en un lugar desconocido. Por mi parte, recorreré las casas de los vecinos, para averiguar dónde vive.
Mientras tanto, la madre había ido a buscar el chal y las medias, porque su propio criterio acerca de lo sucedido, por más sutil y delicado que fuese, había dejado paso, como siempre, al terco materialismo de su esposo. Sin prestar atención a las protestas de sus dos hijos, que seguían murmurando que a su hermanita de nieve no lo gustaba el calor, el buen señor Lindsey abandonó la casa cerrando cuidadosamente la puerta de la sala a sus espaldas. Levantó el cuello de la chaqueta para cubrirse las orejas y atravesó el jardín, pero apenas había llegado al portón de entrada volvió sobre sus pasos, atraído por los gritos de Violet y Peony y por los golpes que daba contra la ventana de la sala un dedo calzado en un dedal.
— ¡Esposo! ¡Esposo! -clamaba su mujer, mostrando a través de los vidrios el rostro alterado por el horror-. ¡No es necesario que vayas a buscar a los padres de la niña!
— ¡Te lo advertimos, papá! -exclamaron Violet y Peony cuando él volvió a la sala-. Tú quisiste traerla adentro, y ahora nuestra pobre… querida… her-mo-sa hermanita de nieve se ha derretido.
Y sus propias dulces caritas ya estaban disueltas en lágrimas, de modo que el padre, comprobando que a veces suceden cosas extrañas en este mundo vulgar, temió que sus hijos también se disolvieran. Totalmente perplejo, pidió una explicación a su esposa, y ésta solo atinó a responder que cuando los gritos de Violet v Peony la atrajeron a la sala, no encontró rastros de la damisela blanca, a no ser los restos de una pila de nieve que se licuaron rápidamente sobre la alfombrilla del hogar, ante sus propios ojos.
— ¡Y allí ves todo lo que ha quedado de ella! -agregó, señalando un charco de agua que se extendía frente a la estufa.
— Sí, padre intervino Violet, mirándolo con expresión de reproche, a través de las lágrimas-. Eso es todo lo que queda de nuestra querida hermanita de nieve.
— ¡Qué malo has sido, papá! -chilló Peony, pegando una patadita contra el suelo y, tembló al decirlo, agitando su diH minuto puño en dirección al hombre práctico-. ¡Te advertimos lo que sucedería! ¿Por qué la trajiste adentro?
Y la estufa Heidenberg parecía iluminar al buen señor Lindsey a través de la mica de su puerta como un demonio de ojos rojos, complacido por el daño que había causado.
Como veréis, este fue uno de esos raros casos, que aún se dan ocasionalmente, en los que el sentido común sale derrotado. Aunque es previsible que a esas personas sagaces, a cuya clase pertenece el buen señor Lindsey, la notable historia de la muñeca de nieve les parezca una cuestión infantil, la misma encierra la posibilidad de sacar diversas moralejas para su gran edificación. Una de sus enseñanzas podría consistir, por ejemplo, en que los hombres, y sobre todo los hombres bondadosos, deben estudiar con cuidado lo que tienen entre manos, y antes de poner en ejecución sus intenciones filantrópicas deben asegurarse muy bien de que comprenden la naturaleza y todas las connotaciones del asunto del que se trata. Lo que se ha definido como un elemento de provecho para unos puede resultar una tremenda desgracia para otros, así como el calor de la sala, que era apropiado para niños de carne y hueso, como Violet y Peony -aunque de ningún modo era sano, ni siquiera para ellos-, significó la muerte para la infortunada muñeca de nieve.
Sin embargo, al fin y al cabo, es imposible enseñar algo a los buenos hombres talentosos del calibre del señor Lindsey. Ellos lo saben todo -¡vaya si lo saben!-, todo lo que ha sido y todo lo que es y todo lo que, por una posibilidad futura, pueda llegar a ser. Y si algún fenómeno de la naturaleza o la providencia escapara de los límites de su sistema, no lo reconocerían, aunque pasara delante de sus propias narices.
— Esposa -dijo el señor Lindsey, después de una pausa-, ¡mira cuánta nieve han traído los niños en sus zapatos! Ha formado un charco frente a la estufa. ¡Por favor, dile a Dora que traiga unas toallas y la seque!
El Gran Rostro de Piedra
The Great Stone Face
Una tarde, mientras se ponía el sol, una madre y su pequeño hijo se hallaban sentados a la puerta de su cabaña, conversando acerca del Gran Rostro de Piedra. Les bastaba levantar los ojos para verlo nítidamente, aunque estaba a muchas millas de distancia, con todos sus rasgos iluminados por el sol.
¿Y qué era el Gran Rostro de Piedra?
Acunado en el seno de una cordillera de altas montañas se extendía un valle tan vasto que albergaba varios miles de habitantes. Algunas de estas buenas gentes habitaban en chozas de troncos, con la negra selva en torno, sobre las escarpadas y casi inaccesibles laderas. Otras tenían sus hogares en cómodas granjas, y cultivaban la tierra fértil de las suaves colinas o de los terrenos llanos del valle. Otras más se congregaban en aldeas populosas, donde el ingenio humano había atrapado y domado a algún torrente impetuoso de los montes, que se despeñaba desde las cumbres, obligándolo a accionar las máquinas de las tejedurías de algodón. En síntesis, la población de este valle era numerosa y tenía muchos medios de vida. Pero todos los habitantes, ya fueran adultos o niños, estaban relativamente familiarizados con el Gran Rostro de Piedra, aunque algunos disponían de la facilidad de apreciar mejor que muchos otros de sus vecinos este majestuoso fenómeno natural.
El Gran Rostro de Piedra era, pues, una obra que la naturaleza había construido en sus juegos colosales sobre el farallón perpendicular de la montaña, conformado por unas rocas inmensas agrupadas de modo tal que cuando se las contemplaba desde lejos reproducían fielmente los rasgos del rostro de un hombre. Era como si un inmenso gigante, o un Titán, hubiera esculpido su propia imagen sobre el precipicio. Allí se veía el vasto arco de la frente, de treinta metros de altura; la nariz, con su largo caballete; y los enormes labios, que si hubieran podido hablar habrían hecho oír su acento clamoroso de un extremo a otro del valle. Cierto es que si el espectador se acercaba demasiado perdía la perspectiva del gigantesco semblante y solo podía distinguir una pila de rocas pesadas y enormes, acumuladas unas sobre otras en caótica confusión. Sin embargo, al volver sobre sus pasos, los maravillosos rasgos aparecían nuevamente y cuanto más se alejaba, mayor era su semejanza con un rostro humano, que exhibía intacta toda su divinidad originaria. Hasta que, al esfumarse en lontananza, ceñido por las nubes y el vapor sublimado de las alturas, el Gran Rostro de Piedra parecía cobrar realmente vida.
Dichosos los niños y las niñas que maduraban a la vista del Gran Rostro de Piedra, porque todos sus rasgos eran nobles, y la expresión era a un mismo tiempo imponente y dulce, como si reflejara el sentir de un corazón descomunal y ardiente que abarcaba a toda la humanidad con su afecto y tenía capacidad para más. El solo hecho de contemplarlo era educativo. Según creían muchas personas, el valle debía mucha de su fertilidad a este semblante benigno que brillaba constantemente sobre él, iluminando las nubes e infundiendo su ternura al brillo del sol.
Como decíamos al principio, una madre y su pequeño hijo estaban sentados a la puerta de su cabaña, contemplando el Gran Rostro de Piedra y conversando acerca de él. El niño se llamaba Ernest.
— Madre -dijo, mientras el rostro titánico sonreía en lo alto-, me gustaría que pudiese hablar, pues tiene una expresión tan afable que su voz sería seguramente muy dulce. Si encontrase a un hombre con esas facciones, lo querría mucho.
— Si se cumpliera una antigua profecía -respondió su madre-, probablemente veríamos alguna vez, a un hombre con un rostro exactamente como ése.
— ¿A qué profecía te refieres, querida madre? -preguntó ansiosamente Ernest-. ¡Cuéntamela, te lo ruego!
Así fue como ella le narró una historia que había oído de labios de su propia madre, cuando era aun más pequeña que Ernest, una historia que no se refería a cosas pasadas sino a cosas aun por venir, una historia, sin embargo, tan antigua, que incluso los indios, que antaño habitaban ese valle, la habían escuchado de sus antepasados, a los cuales, según afirmaban, se la habían susurrado los arroyos de la montaña y el viento que silbaba entre las copas de los árboles. La leyenda afirmaba que, en alguna época futura, un niño nacería allí, el cual estaría destinado a convertirse en el personaje más importante y noble de su tiempo, y cuyas facciones, en la edad adulta, serían idénticas a las del Gran Rostro de Piedra. Muchas personas apegadas a las viejas tradiciones, como también muchos jóvenes, continuaban sustentando, con apasionada esperanza, una fe perdurable en esta antigua profecía. Pero otras, que habían visto más mundo, que habían mirado y esperado hasta cansarse, y que no habían conocido a ningún hombre con esos rasgos, ni a nadie que demostrase ser más importante o más noble que sus vecinos, habían llegado a la conclusión de que solo se trataba de una fantasía.
— ¡Oh, madre, madre querida! -exclamó Ernest, batiendo palmas sobre su cabeza, ¡Espero que viviré para verlo! Su madre era una mujer afectuosa y prudente y juzgó que lo más sensato sería no desalentar las esperanzas generosas de su hijo. De modo que se limitó a decirle:
— Quizá lo veas.
Y Ernest nunca olvidó la historia que su madre le había narrado. Siempre estaba presente en su espíritu, cada vez que contemplaba el Gran Rostro de Piedra. Pasó la infancia en la cabaña de troncos donde había nacido y fue obediente con su madre y la auxilió en muchos aspectos, ayudándola en gran medida con sus manecitas y aún más con su corazón amante. En esta forma, el que había sido un niño feliz, aunque a menudo melancólico, se convirtió en un muchacho manso, callado, retraído v tostado por las faenas del campo, pero iluminado por una inteligencia mayor que la que se observa en muchos jóvenes que han asistido a famosos colegios. Sin embargo, Ernest no había tenido maestros, salvo el Gran Rostro de Piedra que llegó a cumplir esa función en su vida. Cuando terminaba las tareas del día, Ernest lo contemplaba durante horas, hasta que empezó a imaginar que esas facciones colosales lo reconocían y le dedicaban una sonrisa benévola y reconfortante respondiendo a su propia mirada de veneración. No nos atreveríamos a afirmar que estaba equivocado, aunque es posible que el Rostro no haya contemplado a Ernest con más simpatía que a todo el mundo que lo rodeaba. Pero el secreto consistía en que la tierna y confiada simplicidad del muchacho descubría lo que otras personas no alcanzaban a ver y de este modo el amor que estaba destinado a todos se convirtió en su patrimonio exclusivo.
Aproximadamente en esa época circuló por el valle el rumor de que al fin había aparecido el gran hombre que, según se pronosticaba desde épocas remotas, tendría un semblante parecido al Gran Rostro de Piedra. Hacía muchos años, se comentaba, un joven había emigrado del valle y se había radicado en un puerto lejano donde, después de ahorrar un poco de dinero, se instaló como comerciante. Su nombre -aunque jamás lograré saber si era el auténtico o solo un apodo que había derivado de sus costumbres y de su éxito en la vida- era Gathergold. Como era sagaz y activo, y la Providencia lo había dotado con esa facultad inescrutable que el mundo llama suerte, se convirtió en un comerciante fabulosamente rico y propietario de toda una flota de barcos de gran calado. Todos los países del orbe parecían ponerse de acuerdo con el solo fin de apilar más y más riquezas sobre la cuantiosa fortuna de este hombre singular. Las frías regiones del norte, casi perdidas en la lobreguez y las sombras del Círculo Ártico, le pagaban tributo en forma de pieles; La cálida África cernía para él las arenas auríferas de sus ríos y extraía de los bosques los ebúrneos colmillos de sus gigantescos elefantes; el Oriente le ofrecía los ricos chales, las especias, los tés, el fulgor de los diamantes y la resplandeciente pureza de las grandes perlas. El océano, para no quedar a la zaga de la tierra, le concedía enormes ballenas, para que el señor Gathergold pudiera vender su aceite y aumentar sus ganancias. Cualquiera fuese la mercadería originaria, sus manos la trasformaban en oro. De él se podría haber dicho, como del Midas de la Fábula, que todo lo que su dedo tocaba refulgía inmediatamente, y se tornaba amarillo, y se convertía en seguida en oro puro o, para su mayor comodidad, en pilas de monedas. Y cuando el señor Gathergold se hubo enriquecido tanto que habría necesitado un siglo solo para contar su fortuna, recordó su valle nativo y resolvió regresar a él y terminar sus días allí donde había visto la luz por primera vez. Con esta intención, despachó a un experto arquitecto para que construyera un palacio digno de un hombre tan opulento como él.
Como ya dije, circuló por el valle el rumor de que el señor Gathergold era el personaje profético que en vano haH blan aguardado durante tanto tiempo, y que sus facciones tenían una semejanza perfecta e incontrovertible con las del Gran Rostro de Piedra. Las gentes se sintieron aun más dispuestas a creer que así debía ser cuando vieron el magnífico edificio que se levantó, como por arte de magia, en el solar que antaño había ocupado la vieja granja de su padre castigada por los elementos. Su exterior era de mármol, tan resplandecientemente