La abadesa de Castro
Por Stendhal
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La abadesa de Castro, primera de las novelle que conforman las Crónicas italianas de Stendhal, está considerada un joya literaria. Stendhal arranca con una suerte de prólogo sobre el siglo XVI y la mentalidad de los florentinos. De repente, el tono cambia al de un manuscrito que narra un amor imposible entre un bandido bueno, el bravo Julio Branciforte, y una joven noble, la bella Elena Campireali. Como si estuviéramos leyendo una suerte de Decamerón, poco a poco la historia adquiere profundidad psicológica, pasa de lo pintoresco a lo dramático. Los personajes cometen errores, son egoístas y extremadamente crueles, acciones que se justifican en nombre de ese sentimiento desproporcionado que es el amor en la Italia renacentista.
Stendhal
Henri Beyle, Stendhal (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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La abadesa de Castro - Stendhal
I
El melodrama nos ha mostrado con tanta frecuencia a los bandoleros italianos del siglo dieciséis, y tanta gente ha hablado sobre ellos sin conocerlos, que hoy en día tenemos al respecto una idea completamente equivocada. En general puede decirse que estos bandidos actuaron como oposición a los gobiernos atroces que, en Italia, sucedieron a las repúblicas de la Edad Media. El nuevo tirano era normalmente el ciudadano más rico de la difunta república y, para seducir a la plebe, adornaba la ciudad con iglesias magníficas y hermosos cuadros. Así lo hicieron los Polentini de Roma, los Manfredi de Faenza, los Riario de Ímola, los Cane de Verona, los Bentivoglio de Bolonia, los Visconti de Milán y, por último, los menos belicosos y los más hipócritas de todos, los Médicis de Florencia. De entre los historiadores de estos pequeños estados, nadie se atrevió a narrar los innumerables envenenamientos y asesinatos provocados por el miedo que atormentaba a esos pequeños tiranos; estos historiadores tan serios estaban en su nómina. El lector debe tener presente que todos estos tiranos conocían personalmente a cada uno de los republicanos por los que se sabían execrados (por ejemplo, el gran duque de Toscana, Cosme, trataba con Strozzi), que muchos de estos tiranos perecieron asesinados, y así se comprenderán los odios profundos, las suspicacias eternas que insuflaron tanto ingenio y valentía a los italianos del siglo dieciséis, y tanta genialidad a sus artistas. Veremos que estas pasiones profundas impidieron el nacimiento de ese prejuicio tan ridículo al que, desde los tiempos de madame de Sévigné, llamamos «honor» y que consiste sobre todo en sacrificar la propia vida para servir al amo del que hemos nacido vasallos, y para complacer a las damas. En la Francia del siglo dieciséis, la actividad de un hombre y su mérito real solo podían demostrarse y conquistar la admiración mediante la valentía en el campo de batalla o en los duelos; y como las mujeres amaban el valor y sobre todo la audacia, se convirtieron en los jueces supremos del mérito de un hombre. Nació entonces el «espíritu de la galantería», que propició la destrucción, una por una, de todas las pasiones e incluso del amor, en provecho de ese tirano cruel al que todos obedecemos: la vanidad. Los reyes fomentaron la vanidad, y con motivo: de ahí el poder de las condecoraciones.
En Italia, un hombre podía distinguirse por todo tipo de méritos, por sus grandes acciones, ya fueran con la espada o merced a sus descubrimientos en antiguos manuscritos: véase a Petrarca, el ídolo de su época; y una mujer del siglo dieciséis podía amar a un hombre que dominara el griego tanto o más de lo que amaría a un hombre célebre por su arrojo militar. Entonces se vivían pasiones, y no la práctica de la galantería. He aquí la gran diferencia entre Italia y Francia, he aquí por qué Italia vio nacer a los Rafaeles, los Giorgiones, los Tizianos, los Correggios, mientras Francia producía a todos sus valientes capitanes del siglo dieciséis, completos desconocidos hoy en día, cada uno de los cuales liquidó a un ingente número de enemigos.
Pido perdón por estas rudas verdades. Sea como fuere, las venganzas atroces, necesarias, de estos pequeños tiranos italianos de la Edad Media reconciliaron a los bandoleros con el corazón del pueblo. La gente odiaba a los bandidos cuando robaban caballos, trigo, dinero, en una palabra: todo aquello que les era necesario para vivir; pero en el fondo, el pueblo los apoyaba en su corazón; y las muchachas de la aldea preferían antes que a cualquier otro al joven que, alguna vez en la vida, se había visto obligado a andar alla macchia, es decir, a huir al bosque y refugiarse entre los bandoleros tras haber cometido algún acto demasiado imprudente.
Incluso en nuestros días, indudablemente todo el mundo teme toparse con los bandoleros; pero cuando se les castiga, todos los compadecen. Y es que este pueblo tan mordaz, tan burlón, que se ríe de todos los escritos publicados bajo la censura de sus señores, lee habitualmente los pequeños poemas que narran con entusiasmo la vida de los bandidos más famosos. El heroísmo que halla en estas historias aviva la vena artística que siempre anida entre las clases bajas y, por lo demás, el pueblo está tan cansado de las alabanzas oficiales dedicadas a cierta gente, que todo elogio no oficial va directo a su corazón. Hay que saber que la plebe, en Italia, sufre ciertos abusos de los que el visitante no se percataría jamás, ni aunque hubiera vivido diez años en aquellas tierras. Por ejemplo, hace quince años, antes de que la pericia de los gobiernos acabase con el bandolerismo[1], no era raro ver cómo ciertas de sus acciones castigaban las iniquidades de las autoridades de las pequeñas poblaciones. Estos dirigentes, jueces absolutos cuya paga no asciende a más de veinte escudos al mes, están por supuesto a las órdenes de la familia más respetable del lugar, la cual, a través de este método tan sencillo, oprime a sus enemigos. Si bien los bandidos no siempre lograban castigar a estos pequeños gobernadores despóticos, al menos sí se burlaban de ellos y los desafiaban, lo que no es poco a los ojos de este pueblo ingenioso. Un soneto satírico lo consuela de todos sus males y no olvida jamás una ofensa. He aquí otra de las diferencias esenciales entre italianos y franceses.
En el siglo dieciséis, si el gobernador de un burgo condenaba a muerte a un pobre vecino odiado por la familia dominante, era normal ver a los bandoleros asaltando la prisión para intentar liberar al cautivo. Por su parte, la poderosa familia, que no se fiaba de los ocho o diez soldados del gobernador encargados de vigilar la prisión, reclutaba con su propio dinero una tropa provisional de mercenarios. Estos, a los que se llamaba los bravi, acampaban en los alrededores de la prisión y se encargaban de escoltar hasta el lugar de la ejecución al pobre diablo cuya muerte había sido comprada. Si la familia acaudalada contaba en su seno con un hombre joven, él era quien capitaneaba estos improvisados destacamentos.
Este aspecto de la civilización clama a la moral, lo admito; en nuestros días tenemos los duelos, las contrariedades y los jueces no se venden; pero estas costumbres del siglo dieciséis eran maravillosamente apropiadas para forjar hombres dignos de ese nombre.
Muchos historiadores, alabados aún en nuestros días por la literatura rutinaria de las academias, han intentado disimular este estado de cosas que, hacia el año 1550, forjó tan grandes caracteres. En su tiempo, sus prudentes mentiras fueron recompensadas con todos los honores de los que podían disponer los Médicis de Florencia, los d’Este de Ferrara, los virreyes de Nápoles, etc. Un pobre historiador, llamado Giannone, quiso descorrer una esquina del velo; pero, como no se atrevió a revelar más que una mínima parte de la verdad, y aun así de forma dubitativa y confusa, sus escritos resultan muy aburridos, lo que no impidió que muriera en prisión a los ochenta y dos años, el 7 de marzo de 1758.
Lo primero que hay que hacer, por tanto, si se quiere conocer la historia de Italia, es no leer en absoluto a los autores generalmente aceptados; en ningún otro sitio reconocemos mejor el valor de la mentira, en ningún otro sitio ha sido esta tan bien pagada[2].
Las primeras historias escritas en Italia, tras el gran periodo de barbarie del siglo noveno, mencionan ya a los bandoleros, y hablan de ellos como si hubieran existido desde tiempos inmemoriales. (Véase la antología de Muratori). Cuando, por desgracia para la felicidad pública, para la justicia, para el buen gobierno —aunque por fortuna para las artes—, las repúblicas de la Edad Media fueron sojuzgadas, los republicanos más enérgicos, los que amaban la libertad más que la mayoría de sus conciudadanos, se refugiaron en los bosques. Naturalmente el pueblo ultrajado por los Baglioni, por los Malatesta, por los Bentivoglio, por los Médicis, etcétera, amaba y respetaba a sus enemigos. Las crueldades de los pequeños tiranos que sucedieron a los primeros usurpadores —por ejemplo, las crueldades de Cosme, primer gran duque de Florencia, que hacía asesinar a los republicanos refugiados incluso en Venecia, incluso en París— proporcionaron nuevos reclutamientos a estos bandoleros. Por no mencionar que, en tiempos cercanos a aquellos en los que vivió nuestra heroína, hacia el año 1550, Alfonso Piccolomini, duque de Monte Mariano, y Marco Sciarra dirigieron con éxito bandas armadas que, en las cercanías de Albano, desafiaban a los soldados papales, por entonces muy valerosos. El campo de acción de estos famosos cabecillas, a los que el pueblo admira todavía hoy, se extendía desde el Po y las marismas de Rávena hasta los bosques que en aquella época cubrían el