Cinco meditaciones sobre la belleza
Por François Cheng
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Estas cinco meditaciones, que originalmente fueron cinco sesiones orales, constituyen un breve pero intenso diálogo entre la estética occidental, fundamentalmente la renacentista, y la estética oriental, en especial la china, que nos adentra en el misterio de la belleza como luz y como espíritu.
François Cheng
François Cheng (China, 1929) es miembro de la Academia francesa desde 2002, calígrafo, novelista, traductor y poeta. Es también profesor del Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales de la Universidad París III. En Siruela también ha publicado Cinco meditaciones sobre la muerte (2015) y Cinco meditaciones sobre la belleza (2016).
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Cinco meditaciones sobre la belleza - François Cheng
Índice
Cubierta
Portadilla
Nota del editor francés
Cinco meditaciones sobre la belleza
Primera meditación
Segunda meditación
Tercera meditación
Cuarta meditación
Quinta meditación
Notas
Créditos
Nota del editor francés
Pocos libros nacen así. Las páginas que siguen son fruto de una historia singular, una historia de encuentros. Naturalmente, también tienen su prehistoria, que hunde sus raíces en una vida entera dedicada a la escritura, a la transmisión de una tradición artística milenaria, al diálogo entre los pensamientos de Oriente y Occidente. Pero a la hora de condensar en poco espacio lo esencial de sus investigaciones y reflexiones, deseo que lo habitaba desde hacía varios años, François Cheng se encontraba como desamparado: lo que tenía que decir, en el fondo, superaba el marco de la mera erudición, lo implicaba en lo más profundo de su trayectoria personal y no podía tomar la forma de un tratado de síntesis, que habría podido ser útil, ciertamente, pero no fértil. ¿Para qué hablar de la belleza si no es para tratar de hacer volver al hombre a lo mejor de sí mismo y sobre todo aventurar una palabra que pueda transformarlo? Todo sucedía entonces como si en el corazón del hombre François Cheng, el poeta llamara la atención al escritor y al sabio: les mostraba la indecencia que representaría disertar doctamente sobre un tema en que está en juego nada menos que la salvación de la humanidad. Les imponía no mencionar la palabra «belleza» sin una conciencia aguda de la barbarie del mundo. Les clamaba que frente al reino casi generalizado del cinismo, la estética sólo puede alcanzar el fondo de sí misma dejándose subvertir por la ética.
Había pues que volver a lo esencial, es decir a la realidad crucial del «entre», a la relación que une los seres, a «lo que surge de entre los vivos, hecho de imprevistos e inesperados», de lo que ya hablaba el poeta en su introducción al Livre du Vide médian. De ahí la idea de dar un rodeo, en el proceso de escritura, por el encuentro real con humanos de carne y sangre, de mirada y de escucha. Convencido de que el descubrimiento de la verdadera belleza pasa por el entrecruzamiento y la interpenetración, François Cheng deseaba encontrar rostros ante los cuales pudieran brotar, como de forma irresistible, las palabras de belleza. Así fue como un círculo informal de amigos –artistas o científicos, filósofos o psicoanalistas, escritores o antropólogos, conocedores o no de Oriente y de China– tuvieron el privilegio, en cinco inolvidables veladas¹, de asistir a la génesis de estas meditaciones. O más bien de vivir, compartiéndolo, esta génesis, dado el deseo del poeta de implicarse en una relación de intercambio creativo.
Estas cinco meditaciones llevan pues el sello de la oralidad y deben leerse como tales. A menudo proceden por paulatinas profundizaciones, en una forma de pensamiento en espiral en que ciertas repeticiones, inevitables, poseen en realidad un carácter novedoso que procede del intercambio entre el poeta y sus interlocutores. Cada participante en estos encuentros pudo tener, en esos momentos de intensa presencia, una extraña experiencia: un hombre se entregaba entero, con humildad, para evocar una realidad aparentemente «inútil», desdeñada, incluso ridiculizada por nuestra sociedad; pero en el corazón de esa valiosa fragilidad, entre los seres, advenía algo único que cada cual, de repente, percibía como fundamental.
Nacidas del compartir, estas meditaciones se comparten aquí con un número mayor de personas, para que viva la chispa de belleza que encendieron.
Jean Mouttapa
(Éditions Albin Michel)
Cinco meditaciones sobre la belleza
Primera meditación
En estos tiempos de miserias omnipresentes, de violencias ciegas, de catástrofes naturales o ecológicas, hablar de la belleza puede parecer incongruente, inconveniente, incluso provocador. Casi un escándalo. Pero por esta misma razón, vemos que, en lo opuesto al mal, la belleza se sitúa efectivamente en la otra punta de una realidad a la cual debemos enfrentarnos. Estoy convencido de que tenemos el deber urgente, y permanente, de examinar los dos misterios que constituyen los extremos del universo vivo: por un lado, el mal; por otro, la belleza.
El mal ya sabemos lo que es, sobre todo el que el hombre inflige al hombre. Debido a su inteligencia y a su libertad, cuando se sume en el odio y la crueldad, puede abrir abismos sin fondo, por así decirlo. Hay un misterio que atormenta nuestra conciencia, causándole una herida aparentemente incurable. La belleza también sabemos lo que es. No obstante, por poco que pensemos en ella, nos sentimos inevitablemente aturdidos por el asombro: el universo no tiene obligación de ser bello, y sin embargo es bello. A la luz de esta constatación, la belleza del mundo, pese a sus calamidades, también nos parece un enigma.
¿Qué significa la existencia de la belleza para nuestra propia existencia? Y frente al mal, ¿qué significa la frase de Dostoievski: «La belleza salvará al mundo»? El mal, la belleza, son los dos desafíos que debemos aceptar. No se nos escapa el hecho de que mal y belleza no sólo se sitúan en las antípodas, sino que también están a veces imbricados. Porque nada hay, ni la belleza siquiera, que el mal no pueda convertir en instrumento de engaño, de dominación o de muerte. ¿Sigue siendo «bella» una belleza que no esté basada en el bien? Intuitivamente, sabemos que distinguir la belleza verdadera de la falsa forma parte de nuestro deber. Lo que está en juego no es nada menos que la verdad del destino humano, un destino que implica los elementos fundamentales de nuestra libertad.
Vale quizá la pena que me demore en la razón más íntima que me impulsa a tratar la cuestión de la belleza y a no descuidar tampoco la del mal. Es que muy temprano, de niño aún, por espacio de tres o cuatro años, fui literalmente «fulminado» por estos dos fenómenos extremos. Primero por la belleza.
Originarios de la provincia de Jiangxi, donde se encuentra el monte Lu, mis padres nos llevaban allí cada verano a pasar una temporada. El monte Lu, que pertenece a una cadena de montañas, se eleva a más de dos mil metros, dominando por un lado el río Yangzi y por el otro el lago Boyang.
Por lo excepcional de su situación, es considerado como uno de los lugares más bellos de China. Así, desde hace unos quince siglos, ha sido habitado por ermitaños, religiosos, poetas y pintores. Descubierto por los occidentales, en particular por los misioneros protestantes, hacia finales del siglo XIX se convirtió en su lugar de descanso. Los misioneros se agrupaban alrededor de una colina central, salpicándola de chalets y de casas de campo. Pese a los vestigios antiguos y las viviendas modernas, el monte Lu sigue ejerciendo su poder de fascinación, ya que las montañas circundantes conservan su belleza original. Una belleza que la tradición califica de misteriosa, hasta el punto de que en chino la expresión «belleza del monte Lu» significa «un misterio sin fondo».
No voy a esforzarme en describir esta belleza. Digamos que se debe a la ya mencionada situación excepcional, que ofrece perspectivas siempre renovadas e infinitos juegos de luz. Se debe asimismo a la presencia de brumas y nubes, de rocas fantásticas en medio de una vegetación densa y variada, saltos de agua y cascadas que emiten, a lo largo de los días y las estaciones, una música ininterrumpida. En las noches de verano que encienden las luciérnagas, entre el río y la Vía Láctea, la montaña exhala fragancias procedentes de todas las esencias; embriagadas, las bestias despiertas se entregan a la claridad lunar, las serpientes desenroscan su satén, las ranas extienden sus perlas, los pájaros, entre dos gritos, lanzan flechas de azabache...
Pero mi propósito no es descriptivo. Sólo quisiera decir que, a través del monte Lu, la Naturaleza, con toda su formidable presencia, se manifiesta al niño de siete u ocho años que soy, como un secreto inagotable, y sobre todo como una pasión irrefrenable. Parece llamarme a participar en su aventura, y esa llamada me trastorna, me fulmina. Por joven que sea, no ignoro que esa Naturaleza encierra también muchas violencias y crueldades, en particular entre los animales. Sin embargo, ¿cómo no oír el mensaje que resuena en mí? ¡La belleza existe!
En el seno de ese mundo casi original, ese mensaje se verá pronto confirmado por la belleza del cuerpo humano, más precisamente la del cuerpo femenino. Por el sendero, a veces me cruzo con chicas occidentales