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El dólar de la salsa: Del barrio latino a la industria multinacional de fonogramas, 1971-1999
El dólar de la salsa: Del barrio latino a la industria multinacional de fonogramas, 1971-1999
El dólar de la salsa: Del barrio latino a la industria multinacional de fonogramas, 1971-1999
Libro electrónico479 páginas7 horas

El dólar de la salsa: Del barrio latino a la industria multinacional de fonogramas, 1971-1999

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"El dólar de la salsa examina los avatares de una expresión artística comunitaria en el complejo contexto económico contemporáneo de la música popular. Estudia, con nuevas fuentes y archivos, el desarrollo de una música simultáneamente barrial y trasnacional, moviéndose entre Puerto Rico, el barrio latino en Nueva York, Venezuela y Miami, entre otras geografías. Esta historia se inserta en sus experiencias con las compañías disqueras, desde su formación con la 'independiente' Fania hasta su inserción en una de las más poderosas trasnacionales, Sony. Con rigurosidad respecto a la historia salsera, los procesos que examina nos ayudan a comprender también muchas otras expresiones de la música latina. Su importancia es equivalente al ya clásico estudio de Steve Chapple y Rebee Garofalo, Rock'n'Roll is here to pay (1977)." (Ángel G. Quintero Rivera, Universidad de Puerto Rico)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2016
ISBN9783954878062
El dólar de la salsa: Del barrio latino a la industria multinacional de fonogramas, 1971-1999

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    El dólar de la salsa - Leopoldo Tablante

    hispano.

    PRIMERA PARTE

    Fundamentos socioculturales de la salsa y la red mediática latina de Nueva York

    La problemática del presente trabajo es la salsa en tanto que forma de representación comercial del modo de vida del barrio latino, nuestro barrio de referencia siendo el barrio latino de Nueva York. Este enfoque considera el adoptado por Harker (1980) para analizar la música popular como aglutinadora de modos de vida que absorbieron el interés y la intención de compra de los británicos y angloamericanos a lo largo del siglo XX, un período histórico marcado por la emergencia de la cultura popular en tanto que uno de los denominadores comunes de la sociedad de masas.

    Dentro de un punto de vista «partisano» (del lado de los principales destinatarios de la música popular: la clase media y trabajadora de la Inglaterra y los Estados Unidos industriales y post-industriales), heredado de los debates del marxismo desde los años cincuenta del siglo pasado en adelante (con autores de cabecera tales como el fundador de los estudios culturales, Richard Hoggart, y el historiador E. P. Thompson, a quien se debe su célebre La formación de la clase obrera en Inglaterra), Harker comprende la música popular como un fenómeno que permite reparar en la estructura de la industria de producción de fonogramas y como producto cuya rentabilidad y éxito dependen de un esfuerzo de diferenciación de grupos sociales, de subculturas, de creación de nociones de tiempo libre e, incluso, de espacio.

    Los conceptos de referencia con que Harker dibuja la lógica de la música popular, tributarios del marxismo, son «clase» y «cultura». Retomando la definición de Thompson (1968), Harker define «clase» como un proceso mediante el cual

    algunos hombres, como resultado de experiencias comunes (heredadas o compartidas), sienten y articulan la identidad de sus intereses como propios y como opuestos a otros hombres cuyos intereses son diferentes (y generalmente opuestos) a los suyos (Harker, 1980, p. 21; traducción nuestra).

    Al igual que clase, la «cultura» también es un proceso por medio del cual

    los hombres hacen su historia; […] esto implica no sólo elecciones sobre modos de conducta, patrones relacionales y criterios de uso de objetos materiales, sino también, en una sociedad de clases, la lucha para mantener esas elecciones vigentes y para desarrollarlas como maneras de ejercer oposición [contra otros grupos que las cuestionan] (Harker, 1980, p. 2; traducción nuestra).

    La dialéctica implícita en ambos procesos conlleva la formación de la «conciencia de clase» en tanto que «una actividad política de control autónomo, o cultura revolucionaria», que puede ser producto «tanto de la desmitificación de los intereses de clase que apuntalan la ideología dominante, como del aprendizaje de la posibilidad de una forma económica e ideológica de prácticas culturales» (Harker, 1980, pp. 23-24; traducción nuestra).

    Lo que nos interesa retener del plan dialéctico propuesto por Harker no son tanto sus implicaciones políticas dentro del decurso del materialismo histórico como su conciencia estructural para comprender los modos de operación instrumental de la industria de la música. Ésta concibe y dirige sus productos para capitalizar las historias y las sensibilidades particulares de grupos potenciales de consumidores culturales. Dentro de ese esquema, Harker resalta dos términos que nos resultan sugestivos: «intención» y «recepción». El primero se refiere a la voluntad de los productores fonográficos de levantar repertorios de canciones dirigidas a comunidades específicas aglutinadas en una específica conciencia de clase; el segundo, a la acogida de esas canciones por su grupo meta o por otro con capacidad para comprenderlas o «resignificarlas» (Harker, 1980, p. 24).

    En el caso de la salsa, lo veremos muy claro, el surgimiento de toda una industria independiente de producción, promoción y comercialización de productos fonográficos se apoya en la estandarización y codificación de una tradición musical afrolatina cultivada en Nueva York. Esta tradición se afianzó en la gran ciudad estadounidense desde, por lo menos, los años veinte del siglo XX, y, en particular en la década de los sesenta íen medio de procesos atizados por las luchas por los derechos civiles de las minoríasí, fue atribuida al público del barrio latino de Nueva York, una audiencia urbana homologada por una historia de marginalidad social, sujeción colonial y pobreza cuyos rasgos de clase y cultura, así como su conciencia de clase, conectaba naturalmente con otras audiencias equivalentes en otros puntos urbanos del Caribe hispano. Es por ello que nuestro principal punto de referencia para entender la dinámica entre la industria fonográfica independiente especializada en salsa y el «caldo de cultivo» del barrio latino se apoyará en el barrio de Nueva York.

    Para emprender el análisis de la salsa en tanto que mercancía cultural, hemos optado por una secuencia cronológica que procura proporcionar pistas sobre el valor de esta música popular como forma de representación de un modo latino caribeño de contexto urbano. Así, esta primera parte pretende dar luces sobre dos aspectos: el modo de vida cultivado en un espacio social con caracteres específicos, el barrio latino, y la existencia de una primera red mediática consagrada al producto musical latino antes de la irrupción de la salsa a comienzos de los años setenta. Cada uno de estos objetivos implicó la elaboración de dos capítulos: uno dedicado a entender cómo en el barrio latino neoyorquino se expresa la alteridad de la identidad puertorriqueña; y otro que se concentra en cómo la presencia latina en Nueva York estimuló la creación de una red mediática latina anterior a la salsa.

    Vemos en la salsa una estética que toma como punto de referencia la experiencia de vida de los puertorriqueños de Nueva York, estética lo suficientemente elocuente y abierta como para poder representar modos de vida populares cultivados en otros puntos del Caribe hispano. La existencia de esa matriz cultural ha sido el fundamento para la instalación de una red mediática latina en Nueva York y para el desarrollo posterior de un concepto comercial, «salsa», que congrega un conjunto de formas cuyo objeto de inspiración son las anécdotas y los conflictos propios de un espacio social.

    Capítulo 1

    La alteridad de la identidad puertorriqueña

    Para el poeta nuyorican Pedro Pietri, el motivo de la muerte trágica de los personajes de su poema Obituario puertorriqueño (1977) es la confusión: la confusión de todos aquellos puertorriqueños que salieron de Puerto Rico, sobre todo en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, para ir a conquistar el sueño americano.

    Trabajaron

    Siempre puntuales

    Nunca atrasados

    Nunca respondiendo

    a los insultos

    Trabajaron

    Jamás cogieron día libre

    que no fuera oficial

    Jamás se declararon en huelga

    sin permiso

    Trabajaron

    diez días a la semana

    pero les pagaron cinco

    Trabajaron

    trabajaron

    trabajaron

    y murieron

    Murieron pelaos

    Murieron debiendo

    Murieron desconociendo

    la entrada principal

    del First Nacional City Bank

    (Pietri, 1977, pp. 117-119).

    Los nombres de sus personajes son tan comunes que prácticamente son anónimos: Juan, Miguel, Milagros, Olga, Manuel, gente pobre en Puerto Rico que siguió siéndolo en Nueva York y cuyos oficios nunca sobrepasaron los de

    lavaplatos porteros mensajeros

    obreros de fábricas sirvientas empleaduchos

    de almacén asistente de pinches

    asistentes, asistentes del asistente

    al asistente del asistente del

    lavaplatos asistente y porteros

    automáticos de artificiales sonrisas

    por las pagas más bajas de la historia

    (Pietri, 1977, p. 133).

    Este reparto de oficios pone en claro la posición efectiva de los puertorriqueños dentro de la sociedad estadounidense y recuerda las paradójicas motivaciones económicas y políticas de su éxodo.

    El poema de Pietri hace más que transmitir las emociones asociadas con la posición de los puertorriqueños en Estados Unidos. Su ejercicio es riguroso, y no sólo por razones líricas. A lo largo del Obituario puertorriqueño, Pietri alude a la relación del obrero con su patrono, a los sueños rotos de sus personajes, a su eterna condición de marginalidad, a su estatus como ciudadano (proporcional a su otredad socioétnica) y a su devaluación personal y financiera debido a su falta de dominio de la lengua inglesa, lo que lo hace mano de obra barata disponible para el primer patrón judío, relación que, como tendremos ocasión de verlo, no es sólo un lugar común de los relatos de xenofobia tradicionales sino una realidad dentro de la dinámica socioeconómica de la diáspora boricua en Nueva York.

    Están muertos

    Están muertos

    y no han de volver de entre los muertos

    hasta que no dejen de tomar

    lecciones de inglés goleta descuidando

    el arte de su diálogo

    para poder impresionar a los mister goldsteins

    (Pietri, 1977, p. 133).

    El poeta brinda las claves del modo de vida del barrio latino, espacio social que ha inspirado los relatos de una serie de narradores latino-estadounidenses (Edwin Rivera, Piri Thomas y más recientemente Junot Díaz), quienes han configurado una tradición literaria apoyada en la cotidianidad y en lo testimonial. La fortaleza del Obituario puertorriqueño reside así en la creación de una voz que, a través de la expresión del pathos antillano hispánico, proporciona las pistas que caracterizan la lógica segregacionista de la sociedad angloamericana. Expresando los resentimientos de los vecinos de El Barrio –ese Spanish Harlem y ese South Bronx que inspiraron la mayoría de las anécdotas cantadas por la salsa neoyorquina–, Pietri devela el marco normativo de la sociedad estadounidense, una cartilla de obligaciones o, mejor dicho, de reprobaciones que Juan, Miguel, Milagros, Olga y Manuel vivieron como la ruptura traumática de una tradición forzosamente abandonada. Para ellos, lo que queda es la idealización de su nostalgia caribeña, una idealización que sólo se quiebra con la muerte. Por ello, la última estrofa del Obituario puertorriqueño propone una conclusión expresada en forma de un condicional tardío.

    Si sólo

    hubieran apagado el televisor

    y prendido sus propias imaginaciones

    Si sólo

    hubieran utilizado las biblias racistas blancas

    como papel de inodoro

    y hecho de sus almas latinas

    la única religión de su raza

    Si sólo

    hubieran vuelto a la definición de sol

    luego de la primera nevada

    en el verano de sus sentidos

    Si sólo se

    hubieran fijado

    en el entierro de sus compañeros de trabajo

    quienes vinieron a este país a hacer fortuna

    y fueron enterrados en pelotas

    Juan

    Miguel

    Milagros

    Olga

    Manuel

    estaría ahora en lo suyo

    donde cantan y bailan

    y trabajan en conjunto gentes bellas

    donde el viento es un extraño

    al mal tiempo

    donde no necesitas diccionario

    para comunicarte con tu gente

    Aquí Se Habla Español siempre

    Aquí se saluda la bandera

    Aquí no hay comerciales de jabón Dial

    Aquí todos huelen bien

    Aquí los TV diners no tienen futuro

    Aquí hombres y mujeres se admiran se desean

    y nunca se cansan uno del otro

    Aquí lo que pasa es Poder al Qué Pasa

    Aquí llamarte negrito

    es llamarte AMOR

    (Pietri, 1977, pp. 137-139).

    Aunque la inmensa mayoría de los habitantes de los barrios latinos de Nueva York son puertorriqueños de primera, segunda o más generaciones, establecidos allí debido al peculiar estatuto de Puerto Rico como Estado Libre Asociado de Estados Unidos, la generación a la que Pietri dedicada su obituario es la que llegó a Nueva York entre finales de los años cuarenta y comienzos de los años cincuenta del siglo pasado, la misma que fue protagonista y primera destinataria del movimiento de la salsa neoyorquina. Más que cualquier otra ola migratoria boricua a lo largo del siglo XX, ésta asumió su identidad a carta cabal mediante un movimiento estético, el de la salsa, que, desde comienzos de los años setenta del siglo pasado (luego de transitar unos sesenta caracterizados por la protesta política dentro del marco de la lucha por los derechos civiles), antepuso los símbolos caribeños a la asimilación al marco de valores y al horizonte de expectativas de la sociedad blanca, anglosajona y protestante.

    Desde 1898, la cuestión de la identidad ha sido una obsesión puertorriqueña. Rodríguez Juliá (1998) señala que este problema «ha estremecido la cultura de su país» debido a que, a partir de ese año, Puerto Rico ha sido una nación marcada por la presencia estadounidense en el marco de un vínculo de sujeción de carácter colonialista. A juicio de Rodríguez Juliá, ello habilita a los intelectuales puertorriqueños y antillanos a referirse con propiedad al problema de la identidad cultural¹.

    La salsa estiliza el carácter conflictivo de la alteridad puertorriqueña y, sobre todo, de la cultura puertorriqueña en el medio urbano neoyorquino. Ella reivindica un modo de vida popular –signado por una condición de marginalidad socioeconómica– y una corriente de sensibilidad tradicional que desafía la línea de conducta ideal de la sociedad angloamericana. La salsa hace eso inscribiéndose dentro de una lógica de masificación de la cultura análoga a la del rock y el pop para la juventud anglosajona, lo que deja en claro una paradoja: la adaptación de una comunidad a la lógica de consumo de la modernidad occidental a través de la elaboración de un ambiente y de un repertorio que resaltan la diferencia social, étnica y económica².

    Si la característica de la historia de Puerto Rico –dentro y fuera de la isla– parece ser la alteridad, ¿qué circunstancias esclarecen los rasgos sobresalientes de este proceso? Este capítulo propone un plan analítico que contempla los contactos de los angloamericanos con los puertorriqueño trás la Guerra Hispanoamericana de 1898, la transformación de Puerto Rico en Estado Libre Asociado de Estados Unidos, las secuelas de los planes de industrialización de la economía puertorriqueña con auspicio económico estadounidense –en el marco del proceso que se conoció como Operation Bootstrap u Operación Manos a la Obra–, la emigración boricua a Nueva York, las representaciones del modo de vida puertorriqueño a partir de las sensibilidades de otros grupos socioculturales en la ciudad y la consolidación del barrio latino como lugar de gestación del espíritu de la salsa.

    1.1. Primeros contactos de los puertorriqueños con los angloamericanos

    La condición política de Puerto Rico con respecto a Estados Unidos ha definido una identidad cultural singular en la que dos visiones del mundo contrastan: una visión del mundo hispana y una angloamericana. La dominación de Estados Unidos sobre Puerto Rico maduró durante los primeros cincuenta años del siglo XX, y esta dominación se estableció sobre una paradoja: mientras Estados Unidos se reservaba el derecho de definir el destino de la isla en el concierto de las naciones, los puertorriqueños podían constituirse en torno de un gobierno legítimo internamente pero no asumirse como ciudadanos de una nación independiente.

    Aunque alrededor de 1900 los puertorriqueños tenían clara conciencia de las dificultades que implicaba adaptarse a los valores estadounidenses, muchos interpretaron su vinculación a Estados Unidos como la ocasión para acceder definitivamente a la modernidad. No obstante, a lo largo del siglo XX el problema de la identidad sobrepasó el de la modernización. Desde abril de 1900, cuando se promulgó la Ley Foraker³, los derechos de los puertorriqueños quedaron en suspenso: ni estaban facultados para votar en las elecciones presidenciales de su nueva metrópolis ni podían decidir de manera autónoma el destino de su propio país. Esas limitaciones se atenuaron en 1917 con la Ley Jones (o Ley Orgánica de 1917), mediante la cual Estados Unidos admitía la permanencia de los puertorriqueños en cualquiera de sus estados sin necesidad de pagar impuestos federales. A cambio, Washington se reservaba el derecho de designar al gobernador, al comisario de Educación, al contralor y al procurador general de Puerto Rico, si acaso previa consulta al senado insular. Fue en semejante contexto que maduró en la élite política insular la idea de la industrialización puertorriqueña.

    La Guerra Hispanoamericana de 1898 se llevó a cabo en medio de un sentimiento de rechazo por parte de la élite insular contra la autoridad española. Ese rechazo, presente también en las bases populares, posibilitó que Estados Unidos asentara su poder sobre Puerto Rico. Bhana (1975, p. 2) subraya el hecho de que los puertorriqueños asociaban Estados Unidos con una nación fuerte capaz procurarles el progreso. En esta lectura se congregaban expectativas relativas a las limitaciones naturales y económicas de la isla, cuyo síntoma más inquietante era el incremento de la pobreza. A pesar de que la anexión de Puerto Rico a Estados Unidos entrañara el cuestionamiento de su tradición hispana y su adaptación a una nueva escala de valores, la precariedad de su aparato productivo, sus indicadores sociales y, desde luego, la fascinación que Estados Unidos ejercía en la colectividad (idéntica a la que podía ejercer en cualquier otro país latinoamericano) justificaban el reto.

    Este concurso de circunstancias determinó la alteridad de la identidad puertorriqueña: desde 1900, la isla ha oscilado entre el deseo de independencia –la iniciativa independentista más radical siendo la del Partido Nacionalista, de Pedro Albizu Campos– y la adopción de una condición política que, sin sacrificar la tradición hispana, tampoco se rehusara al apoyo económico de Estados Unidos. Esta última postura fue la adoptada por el fundador del PPD, Luis Muñoz Marín, hijo de Luis Muñoz Rivera, fundador del Partido Liberal Puertorriqueño y antiguo comisario de Puerto Rico ante el Congreso de Estados Unidos.

    Muñoz Marín tuvo éxito no sólo por razones ligadas a la situación económica concreta de Puerto Rico o al mito de progreso que evocaba Estados Unidos. El líder logró formular un discurso populista que interpretaba las necesidades concretas de su país, conmovía a las clases de menores recursos y las aglutinaba en una tolda política en momentos en que prácticamente no existía sistema de partidos en Puerto Rico. Tras haber defendido la independencia total de la isla a través del partido Acción Social Independentista, del que también fue fundador, el pensamiento de Muñoz Marín se orientó hacia la anexión, económicamente necesaria, a Estados Unidos. Esta idea fue favorablemente acogida por la administración del presidente Franklin Delano Roosevelt en tiempos del que se llamó New Deal, es decir, el conjunto de medidas sociopolíticas y económicas adoptadas por el gobierno de Estados Unidos para atenuar los efectos del crack financiero del año 1929. La compatibilidad del proyecto de Muñoz Marín con los intereses estadounidenses ofrecía a Puerto Rico el sostén económico necesario para emprender los planes de industrialización que le permitieran insertar su aparato productivo en una nueva fase de producción capitalista.

    La orientación política y económica de Muñoz Marín contaba con una contundente base de realidad. En 1946, Puerto Rico tenía una densidad poblacional de 417,5 personas por kilómetro cuadrado y una economía agrícola (fundamentalmente de caña de azúcar, rubro irregularmente explotado por empresas estadounidenses desde comienzos del siglo XX) que no se daba abasto para absorber toda la mano de obra cesante. La vulnerabilidad económica puertorriqueña hacía inviable tanto su independencia total como su transformación en un estado más de la unión. Bhana apunta que Muñoz Marín no veía beneficio alguno en esta segunda opción. En su pensamiento se alternaban ideas económicas, sociales y nacionalistas. Si Puerto Rico se convertía en un estado más de Estados Unidos, la isla se anclaría en una estructura monoproductora, se vería en la obligación de contribuir con cerca de nueve millones de dólares al Tesoro Federal (comprometiendo fondos que debían invertirse en subsidios y en asistencia social) y, al mismo tiempo, se alienaría a un gobierno foráneo que se desempeñaría como un «aprovechador ausente de la riqueza producida por los puertorriqueños» (Bahna, 1975, p. 31).

    Este cúmulo de razones hizo prosperar entre Muñoz Marín y sus seguidores –llamados «populares»– un punto medio que, así como debía convenir a los intereses estadounidenses, debía resolver a corto plazo los apremios socioeconómicos de la isla. Ello definió la personalidad política de Muñoz Marín, que, consolidándose como líder popular, pasó a convertirse también en el «hombre de la Casa Blanca».

    Si bien es cierto que las posiciones del PPD y de su líder máximo presentan Puerto Rico como un territorio dividido entre dos voluntades opuestas, en 1946 ellas se tradujeron en un logro político significativo: la elección del gobernador general, puesto que hasta 1946 había sido asignado directamente por el Congreso norteamericano⁴. Este hito había sido anunciado desde comienzos de los años cuarenta por cambios graduales tales como la designación por Washington de un gobernador general de origen puertorriqueño, Jesús Piñero, sucesor de Rexford Tugwell, este último responsable de organizar la estructura administrativa insular en un esquema burocrático y quien, durante su gestión, apoyó la moción de que los puertorriqueños eligieran directamente a su autoridad principal. La designación de Piñero, compañero de partido de Muñoz Marín, fue señal de un nuevo clima de negociación con la administración del presidente Harry Truman y reveló también un nuevo cariz en el modo en el que el gobierno de Estados Unidos abordaba la cuestión puertorriqueña.

    Durante los primeros años de la Guerra Fría, la presencia estadounidense en Puerto Rico fue siempre justificada desde el punto de vista militar. La necesidad de que la armada americana permaneciera en el Caribe era respaldada por muchos legisladores (Bhana, 1975, p. 107). Un enclave militar estadounidense en el Caribe permitía un mayor margen de maniobra para defender el canal de Panamá en caso de que una intervención armada fuera necesaria (Senior, 1952, p. 21). No obstante, el destino político de la isla nunca interesó mayormente a los ciudadanos continentales, y esta displicencia se traducía políticamente en la falta de interés de los legisladores (Senior, 1952, p. 72). Si bien la designación discrecional por parte del presidente de la unión del gobernador general de la isla daba a entender que el asunto se simplificaba a través de una «autocracia pragmática», la progresiva aceptación de la idea de que los puertorriqueños rigieran su destino insinuaba dos cosas: que los estadounidenses continentales asumían la otredad de sus compatriotas antillanos y que la relación de Estados Unidos con la isla entraba en una nueva fase que eludía el espinoso tópico de la identidad y de la cultura. Si el liberalismo angloamericano simplificaba la presencia estadounidense en Puerto Rico, del lado puertorriqueño el nuevo estado de cosas planteaba la formulación de un concepto que abarcara todas las aristas de una sociedad que se movía entre dos aguas.

    1.2. El Estado Libre Asociado

    Durante los primeros cincuenta años del siglo XX, Puerto Rico se caracterizó por concentrar una ciudadanía de tipo mestizo-hispano dispersa políticamente y dependiente de una nueva metrópolis. Paradójicamente, esa dispersión fue la fortaleza del PPD, plataforma a través de la cual se articuló un discurso que capitalizó el acervo tradicional puertorriqueño con miras a construir una modernidad auspiciada por Estados Unidos. Semejante proyecto implicaba el desarrollo de un concepto que tuviera en cuenta el carácter pragmático de la relación Puerto Rico-Estados Unidos, así como el carácter genuino de la identidad puertorriqueña.

    Como ya apuntamos, el propósito de Muñoz Marín y de sus seguidores era preparar las condiciones para que la economía puertorriqueña abandonara su fase agraria precapitalista con el objeto de dinamizar su aparato productivo y expandir la oferta de empleo interna. En vista de la peculiar relación entre Puerto Rico y Estados Unidos, los políticos insulares pensaron en la adopción de un estatuto que permitiera institucionalizar el sostén financiero norteamericano a cambio de una serie de compromisos políticos. Tal estatuto fue el de «Estado Libre Asociado».

    Durante los primeros años de la posguerra, Estados Unidos se encontraba en proceso de reforzar sus vínculos con sus posesiones de ultramar y, desde luego, Puerto Rico formaba parte de ese proceso. Visto el interés mutuo de consolidar relaciones, los gobiernos insular y continental se dieron a la tarea de formular los lineamientos jurídicos que las rigieran. Tales lineamientos debían permitir la formación de un cuerpo gubernamental puertorriqueño en Puerto Rico, incorporar la isla al esquema federal estadounidense y tomar en cuenta la voluntad política del pueblo insular. El concepto de Estado Libre Asociado admitía todos estos matices al tiempo que ofrecía a la isla una posibilidad de arranque económico.

    Debido a la exigüidad de su propia economía, Puerto Rico sufría particularmente los vaivenes financieros de su nueva metrópolis. Los efectos del crack de 1929 fueron allí particularmente intensos y prolongados. No obstante, esta realidad no fue necesariamente adversa a efectos de la creación del Estado Libre Asociado. Por lo contrario, la política del New Deal alentó en Washington la adopción de medidas asistencialistas en contextos recesivos que contribuyeron a formar una sensibilidad congruente con los requerimientos insulares en materia social. Por otra parte, la situación puertorriqueña representaba un reto para los teóricos y ejecutivos del New Deal. Éstos, opuestos a grupos políticos más conservadores constituidos por agricultores y grandes capitalistas, pensaban que una asistencia económica sostenida sería capaz de volver autosuficiente la economía puertorriqueña. Los new dealers contaban con un insumo valioso: puertorriqueños educados en Estados Unidos (entre ellos Muñoz Marín), interesados a su vez en aprovechar la posición de sus pares estadounidenses a fin de formular un proyecto político de mayor alcance (Centro de Estudios Puertorriqueños, 1979, p. 117). Para este grupo, la independencia era económicamente imposible. El destino de Puerto Rico debía entonces proyectarse como una conjunción entre una independencia política relativa y un apoyo económico contundente orientado hacia la industrialización.

    Con el apoyo del gobierno metropolitano, el PPD tuvo éxito en hacer que los puertorriqueños se acercaran políticamente a sus problemas internos. El primer síntoma significativo de cambio fue la ya comentada designación de un puertorriqueño, Jesús Piñero, como gobernador general. Esta designación precedió los primeros comicios electorales puertorriqueños, celebrados en 1948. Entonces los votos le fueron favorables a Muñoz Marín, quien se ocupó de activar el desarrollo industrial de la isla con apoyo, financiero y técnico, estadounidense, y de formular, junto con Antonio Fernós-Isern (excomisario residente de Puerto Rico ante el Congreso de Estados Unidos), el proyecto de transformación de la isla en Estado Libre Asociado.

    El Estado Libre Asociado libraba a Puerto Rico de los compromisos que implicaba tanto ser estado de Estados Unidos como ser una nación independiente. Debía operar como un pacto revocable por el pueblo puertorriqueño vía referéndum o susceptible de ser reconsiderado cuando la isla alcanzara un producto interno bruto (PIB) equivalente al del más pobre estado de Estados Unidos. Su naturaleza flexible permitió que, tres años más tarde de la llegada de Muñoz Marín al poder, la fórmula fuera sometida a referéndum bajo las pautas de la Public Law 600, dispositivo legal a través del cual Estados Unidos se obligaba a respetar la decisión de la población puertorriqueña. No obstante, el dispositivo se reveló entonces apenas un mecanismo cautelar. Luego del escrutinio, un 76,5% de los votantes apoyó el Estado Libre Asociado, que se hizo efectivo en julio de 1952.

    El triunfo de la fórmula impulsada por el PPD y Muñoz Marín entrañó la redacción de una nueva constitución que delimitara los ámbitos de autoridad de los funcionarios e instituciones puertorriqueños y estadounidenses. El texto debía garantizar la creación de un gobierno que incluyera un proyecto de ley sobre los derechos de los ciudadanos. Si los puertorriqueños aceptaban la Constitución, el presidente de Estados Unidos estaba autorizado a transmitirla al Congreso (Bhana, 1975, p. 132).

    En suma, el primer gobierno de Muñoz Marín fue un período determinante para la isla. Involucró a los puertorriqueños con sus asuntos internos; los ancló en una relación de sujeción con Estados Unidos fundamentada en lo económico y político y protocolizada en lo jurídico; y, desde luego, consolidó una corriente de cuestionamientos –internos y externos– que ponen permanentemente esa sujeción en tela de juicio. El Estado Libre Asociado formalizó la alteridad de la identidad puertorriqueña, embrión de la cultura urbana del barrio latino neoyorquino de la que la salsa extraerá sus imágenes principales.

    1.3. La Operación Manos a la Obra (Operation Bootstrap) y la emigración puertorriqueña a Nueva York

    La corriente migratoria puertorriqueña hacia Nueva York comenzó apenas concluida la Guerra Hispanoamericana de 1898, y si bien la presencia de esta comunidad en la gran ciudad ya era notable durante los primeros cuarenta años del siglo XX, la migración se intensificó llegado Muñoz Marín al poder. Entre las razones que explican esta intensificación pueden enumerarse la estrechez del mercado de trabajo insular (a despecho de de los planes de industrialización promovidos por el gobernador general), el derecho de permanencia de los puertorriqueños en tierra continental y el optimismo de posguerra que se respiraba en Estados Unidos.

    Pese a su derecho de residencia en cualquier estado de la unión, los puertorriqueños de Estados Unidos congregaban características particulares: eran personas de origen mestizo, de sensibilidad estética afroantillana (evidente en sus tradiciones musicales), hispanohablantes y, a menudo, proveniente de poblados rurales o, en todo caso, de aglomeraciones urbanas muchos menos densas y desarrolladas que la ciudad de Nueva York. Este conjunto de características no sólo configuró una noción de identidad que se definió por contraste con respecto a la cultura angloamericana; también aportó los elementos simbólicos principales del ulterior movimiento de la salsa neoyorquina.

    Este grupo social ocupó las vacantes de más baja categoría en el mercado de trabajo de la ciudad de Nueva York. El proceso sucedió justo cuando comenzaban a manifestarse cambios estructurales significativos en el aparato productivo industrial de la ciudad. Consciente de este proceso, el escritor puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá no duda en atribuir el movimiento de la salsa a la migración puertorriqueña desencadenada por las políticas aplicadas por Muñoz Marín desde la plataforma del PPD. Mediante la descripción de la primera aparición por televisión, en 1954, de la orquesta del percusionista Rafael Cortijo, Rodríguez Juliá (1983) interpreta esta figuración como la irrupción pública de una cultura de clase baja determinada por un sesgo étnico –contrastante con respecto a la cultura de la élite blanca puertorriqueña– y catapultada por el desarrollismo puertorriqueño.

    Entonces llega Cortijo con una nueva presencia social, la del mulataje inquieto que la movilidad traída por el desarrollismo muñocista posibilitó. La plena proletaria de Canario, la del barrio y el arrabal se convierte en música del caserío. Para esa nueva música surge un nuevo medio: la televisión se convierte en el foco de luz que destaca no sólo una nueva fisonomía musical, sino también una amenazante presencia social. El blanquitismo de los grandes clubes sociales y de los salones de baile tiene que haber temblado ante esta agrupación formada casi exclusivamente por negros. Y además la combinación de música y baile, ¡qué cafrería! Y lo peor, no usan papeles para tocar, no se ajustan a la formalidad musical de la orquesta de salón. ¡Qué horror! Y para colmo ese carisma del baile y el showmanship es justamente lo que la televisión necesita. La próxima revolución boricua habrá que buscarla, diecisiete años después, en el último polo de la movilidad muñocista, y me refiero, claro está, a la salsa niuyorquina (Rodríguez Juliá, 1983, pp. 31-32).

    El texto de Rodríguez Juliá propone una lógica migratoria en la que la cultura popular –musical y de espectáculo– de Puerto Rico se traslada a Nueva York en el marco de un mismo proceso sociopolítico y económico. Si en un primer momento el poder de diseminación pública de la televisión contribuyó a transformar a una «agrupación de negros» en la amenaza social de la élite blanca puertorriqueña, en Nueva York los miembros de esa misma clase social debieron reconstruir su identidad a partir de las claves de su paradójica condición de extranjeros y en función de las diferencias impuestas en el marco de referencias angloamericano. Sin embargo, la complejidad de este proceso no puede ponerse en perspectiva sin comprender las razones concretas que lo posibilitaron.

    La migración puertorriqueña fue ciertamente una de las principales consecuencias del plan de industrialización auspiciado por el PPD y profundizado por Muñoz Marín durante su gobierno. El plan fue instrumentado a través de un organismo: la Puerto Rican Industrial Development Company (Pridco). La Pridco –«Fomento» para los puertorriqueños– fue creada en 1942 con la promesa de generar 10 mil puestos de trabajo en un año. Sin embargo, en 1943 apenas había incorporado a 1500 trabajadores a un mercado de trabajo activado principalmente por inversiones públicas. Por otra parte, las empresas públicas creadas bajo su égida se revelaron estériles en poco tiempo. Por ejemplo, para 1948 el organismo había adjudicado 22 millones de dólares para la creación de empresas y cerca de la mitad de ese total había sido destinado a la creación

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