Quizá
Por Luisa Geisler
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Clarissa tiene once años; es una estudiante ejemplar y una buena hija, pero no le gusta relacionarse con otras personas, es muy solitaria. Un buen día, su primo Arthur, de dieciocho años, a quien apenas conoce, llega a su casa. Arthur es un chico problemático que ha intentado suicidarse, ha estado ingresado en un hospital y ahora acude a la gran ciudad para pasar el curso con sus tíos y su prima. El chico odia estudiar y le encanta salir con sus amigos. A su manera un tanto disfuncional, Arthur sentirá una creciente compasión por Clarissa y pasará a ser el único que la comprende. Ambos comparten la misma soledad, quizá a causa del miedo a perderse, a disolverse, a pasar desapercibidos ante el resto del mundo.
Luisa Geisler
Luisa Geisler nació en Canoas, Rio Grande do Sul, Brasil, en 1991. Estudió Ciencias Sociales y Relaciones Internacionales. En 2012 fue seleccionada por la revista Granta como una de las mejores narradoras brasileñas menores de cuarenta años. Sus cuentos han sido traducidos al inglés y al alemán. Con Quizá, su primera novela, obtuvo el prestigioso Premio Sesc de Literatura, y quedó finalista de los premios São Paulo, Jabuti y Machado de Assis.
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Quizá - Luisa Geisler
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La niña de once años ya se olvidó de la última vez. Se olvidó de la última vez que los había visto así de tranquilos. En el asiento de atrás, riéndose, ella se quita el cinturón de seguridad. Los cuatro charlan, solamente charlan. Arthur —sin el cinturón de seguridad, con un tatuaje en el brazo y un dilatador en el lóbulo— pregunta si ella tiene sueño. Mientras Clarissa se tira sobre él para dormir, Arthur apoya la cabeza en la ventana. Ojos cerrados. El coche vibra, los padres charlan, ruido de carretera, el olor de los cigarrillos de Arthur y de la camomila del ambientador, el asiento blando, los huesos prominentes de Arthur. El coche vibra, ruido de carretera, Arthur, huesos prominentes, un tatuaje en el brazo y un dilatador en el lóbulo.
El dilatador, la circunferencia de ocho milímetros que contornea el vacío, el círculo de vacío en el lóbulo. Clarissa estaba con Arthur cuando este se puso el dilatador. Clarissa vio el estudio de tatuajes y piercings, enorme, todo brillaba, incluso sus extravagantes clientes. Los bancos de la sala de espera estaban tapizados con estampado de cebra. Rock —Clarissa aprendería más tarde: rock progresivo, Light Green— sonaba de fondo. Diseños de tatuajes llenaban las revistas y los pósteres, gatitos dibujados en muslos, flores en los antebrazos, dragones en la nuca, pendientes en las orejas, pezones y demás.
La boca de la recepcionista olía a ajo y su tatuaje iba desde el hombro hasta el dedo anular. Mientras Arthur pagaba el dilatador, la chica le preguntó si Clarissa era su hija. Arthur se rio.
—¿Tanto nos parecemos?
La recepcionista miró la cara de uno y después la del otro.
—Los ojos son iguales, y esta parte de la ceja —señaló la cara de Clarissa— también lo es.
Clarissa se recostó en la silla y miró a Arthur.
La gente entraba en el estudio de tatuaje, la recepcionista resaltaba el parecido entre los dos, el color del pelo, los hombros caídos, incluso algunos lunares. Conclusión: la hija era igualita a su padre. Arthur y Clarissa no la desmintieron. No dijeron que Arthur tenía siete años cuando Clarissa nació: la recepcionista debería preguntar la edad antes de aceptar a los clientes, ¿no? Hasta donde sabían, eran primos. Lo habían pasado genial convenciendo a la chica de que eran padre e hija. Antes de entrar, Arthur miró a Clarissa.
—¿Te apetece hacerte una?
Clarissa negó con la cabeza antes de pensar. Se preguntó qué tal le quedaría un tatuaje, un piercing; negó con la cabeza. Arthur sonrió, le dio un beso en la frente. El tatuador les dijo que entrasen en la sala. Mientras se ponían los gorros higiénicos, Clarissa oyó al tatuador preguntar a Arthur si ella era su hija. Clarissa y Arthur se miraron: sí. El tatuador se ajustó la mascarilla a la cara.
—¿Ella no se va a hacer nada hoy?
La ventana estaba abierta, una brisa templada entraba con el ruido de los coches. El tatuador transmitía confianza. La sala estaba repleta de pósteres y baratijas de bandas de heavy metal, películas trash, porno, animaciones para adultos y cultura pop a destajo: para Clarissa la consulta rebosaba estilo. Había una camilla, como en las consultas de los médicos. Había una silla de las reclinables, como en el dentista. El tatuador tenía una mesa auxiliar con ruedecillas repleta de utensilios listos para usar. Utensilios que había limpiado con alcohol. Bajo los utensilios, un trozo de papel que el doctor-tatuador tiraría después. Azulejos blancos decoraban el suelo, exactamente como en el dentista.
Clarissa se sentó al lado, observando.
El tatuador señaló con un boli el sitio donde iba a agujerear la oreja. Pasó por el lóbulo una pajita usando uno de los utensilios de dentista (un hierrecito, como un palillo de metal, pensó ella). Cambió de palillo. Los palillos eran cada vez más gruesos, ella cerró los ojos, tatuador y tatuado hablaban, los utensilios hacían ruido mientras se movían, metal contra metal, oyó las ruedecillas de la silla, olía a alcohol. Sintió y oyó la mesa auxiliar acercándose y alejándose. Se quedó encantada cuando vio que el último palillo tenía el grosor de un lapicero y nada, nada de sangre.
En el mercado, de camino al piso, Clarissa todavía miraba el vacío en la mitad del lóbulo. Arthur, con una cesta colgada en el brazo, miró los estantes. Cogió algodón, jabón antiséptico, jabón líquido, respondió a Clarissa que no le había dolido. Clarissa puso un paquete de galletas en la cesta: ¿ni un poquito? Arthur puso mala cara.
—No, ni un poquito.
Clarissa dudó y se pasó toda la cola de la caja preguntando si de verdad ni un poquititito.
Clarissa dudó durante todo el trayecto al piso, preguntaba, se carcajeaba. Hablaron de otras cosas, pero nunca se lo creyó. En la parada del autobús, notó que el sol se ponía.
Cenaron las galletas después de dar de comer al gato.
Arthur habló del instituto, de tal o cual actividad y de un profesor. Clarissa jugaba con el gato mientras escuchaba los relatos. Sabía que Arthur no iba a clase, sabía que usaba el estudio como excusa para salir. Augusto y Lorena también lo sabían, Clarissa los veía mirar a Arthur con la misma mirada de pena y silencio.
Oyó algo sobre un trabajo de química con temas de la selectividad. Al escuchar que la profesora había felicitado a Arthur, Clarissa concluyó que los halagos eran el motivo de esa conversación. Sí, él quería impresionar; sí, él había notado que Clarissa había revuelto en sus cosas de clase y visto sus notas.
Los comentarios sobre química aún flotaban en el aire cuando Arthur empezó a ver el partido de fútbol y Clarissa a jugar con Zazzles. Dos años antes, después de ver un documental sobre animales callejeros y abandono, Clarissa pasó semanas insistiendo en tener un gato. Años y kilos después, aún lo cogía y lo acariciaba como si fuera un frágil cachorro. Zazzels, el gato callejero blanco con un enorme mechón de pelo naranja en la espalda, llevaba un collar de terciopelo rojo.
Clarissa se movía de un lado a otro, llenando el salón de pelos, maullidos y olor a gato e ignorando el ruido del partido, cuando oyó abrirse la puerta. Los padres cruzaron el salón hablando entre ellos, de camino a la habitación, para dejar abrigos y bolsos.
—Te lo he dicho... —dijo la madre al volver. El padre se giró hacia Arthur para hablar sobre el partido. Clarissa, sentada en el suelo con Zazzels en el regazo, dijo:
—¿Qué hora es?
—Pasada la media noche —contestó la madre—, Clarissa.
En la conversación paralela, el padre se acercó a la cara de Arthur.
—Sí que me ha gustado, tío, me parece genial, genial —dijo el padre—. ¿Te ha dolido?
Clarissa y la madre se detuvieron. Lorena, la madre de Clarissa, se giró hacia Arthur.
Él aún decía:
—... Clarissa me preguntó lo mismo, si no ha sido nada...
Lorena frunció el ceño y, como si hiciese un cálculo matemático, se acercó a la cara de Arthur.
—¿Qué no te ha dolido? —preguntó Lorena.
—El dilatador. —Y Arthur señaló el dilatador en la oreja, el vacío dentro del lóbulo con una moldura plateada.
Lorena inspiró y espiró. Inspiró y espiró. Augusto —marido de Lorena, padre de Clarissa— caminó hacia ella y estrechó sus hombros. Lorena terminaba de espirar.
—¿Y con quién has dejado a Clarissa mientras hacías eso?
Clarissa acarició el pelo suave de Zazzels.
—Hemos ido juntos, mamá. —Lorena se sentó en el otro sofá, que estaba al lado del de Arthur. Augusto la acompañó y, al sentarse, cruzó los brazos. Los pelos de Zazzels flotaban por el salón.
—No me parece bien —dijo Augusto— llevar a Clarissa sin avisarnos.
Arthur tenía los ojos fijos en la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas), y Clarissa estaba segura de que en breve él diría: «Chsss, tíos, que estoy viendo la tele». Clarissa soltó a Zazzels, que huyó para ronronear en los tobillos de Lorena.
—Arthur, sabes que tu madre no paga para que vivas aquí —Lorena alejó el gato de sus piernas—, ¿no lo sabes?
Arthur se puso cómodo en el sofá y apartó los ojos de la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas), mirando ora a Augusto, ora a Lorena: sí, él lo sabía.
—Si lo sabes —dijo Lorena—, me gustaría que me dijeras, en una palabra, ¿quién te crees que eres para llevar a nuestra hija...?
—Yo —dijo Arthur— creo que...
—Arthur... —Lorena se detuvo. Siguió y, suavizando la voz, le dijo a Clarissa—: Nena, ¿por qué no te vas a la habitación?
Clarissa quería escuchar, quería quedarse, tenía que ver con ella. Lorena dijo que ya era tarde. Clarissa insistió. Se levantó, cogió a Zazzels del suelo y, antes de que Clarissa se sentara otra vez, Lorena la miró: era tarde. Quizá Clarissa pudiera ponerse el pijama y después regresar al salón. Clarissa, muda, corrió a ponerse el pijama, ni pensó en cuál o en conjuntarlo. Desde la calle venían un ruido de conversaciones y los ladridos de un perro. Clarissa se quitó la ropa usada en su habitación, y Lorena miró hacia Arthur.
—Todo estaba bien antes de que llegaras.
Arthur se rio a carcajadas. Clarissa escuchaba solamente su propio ruido al quitarse el pantalón, el de la calle, el de su habitación.
—¿Todo estaba bien? —dijo Arthur.
—Creía que..., pensé que... —Lorena miró al suelo, casi suspirando. Con la cabeza aún baja, dijo—: No eres una buena influencia, ¿lo sabías?
—Tu hija pasaba todo el día metida en la habitación antes de que yo llegara, una niña de diez años sin amigos. —Arthur miró a Lorena a los ojos—. ¿También tengo yo la culpa de eso?
—Once —dijo Lorena.
—¿Qué? —Arthur frunció el ceño. Clarissa lo vio desde la habitación metida en un pijama con olor a suavizante.
Desde el pasillo, Clarissa vio a Augusto mirar al suelo y decir:
—Once años de edad. —Clarissa se quedó en silencio. Miraba, no oía. Quiso tanto respirar silenciosamente que se asfixió durante algunos segundos.
Augusto fue a la cocina. Lorena se levantó, Arthur se levantó. Lorena todavía lo miraba cuando dijo en voz baja:
—Aún no me has dicho quién te crees que eres para entrar y salir de esta casa y ponerte esas... —Clarissa solo escuchaba susurros que venían de la madre, murmullos bajos shhshshsahblaeesasahsh—... esas mierdas en la cara y creer que puedes dar lecciones sobre los hijos de los demás. Arthur, solo eres un juguete nuevo para ella. No eres nadie aquí. Ya no.
Desde la cocina, despacio, empezaron a llegar ruidos de puertas, de cajones, de una nevera abriéndose y cerrándose, de un fogón encendiéndose. Mientras Lorena caminaba hacia la cocina, vio a Clarissa y la mandó a dormir.
Arthur siguió a Clarissa por el pasillo y acarició el pelo castaño claro sudado de la niña. Desde la cocina salía un olor de filete a la plancha.
Era cierto que Arthur llevaba a Clarissa a casa de sus amigos, que decían palabrotas, que jugaban a videojuegos, que enseñaban a Clarissa a jugar a videojuegos violentos, que comían chucherías todo el día, que bebían alcohol, que fumaban, que salían a disparar latas y bichos, que jugaban al fútbol, que se peleaban, peleaban mientras jugaban al fútbol, que bajaban las cuestas más inclinadas en monopatín o en bici, que pasaban la mitad del mes en urgencias. Clarissa no bebía, no disparaba, pero lo pasaba bien.
Era cierto que, por culpa de Arthur, Clarissa solo podía jugar con Zazzels por la noche, pero aún jugaba con él. Era cierto que, por culpa de Arthur, Clarissa salía de casa por motivos que no eran la escuela, la clase de natación o el curso de piano. Arthur insistía, peleaba para que Clarissa saliera de casa. Era cierto que, a veces, ella no lo entendía. A veces, Arthur la dejaba sola con desconocidos, cogía a una de las chicas de la mano, decía que en breve regresaba y volvía al final de la tarde. A veces, desconocidos hablaban con Clarissa, le ofrecían, la invitaban. Era cierto que algunos le interesaban más que otros, a veces. A Clarissa no le gustaba, pero siempre le gustaba. Era cierto que no siempre iba, no quería ir, pedía a Arthur que la dejara en paz. No quería ir, pero, cuando estaba allí, le encantaba estar. Estar en la calle. Se reía de Arthur cuando besaba a las chicas delante de ella, qué asco. Se reía de las bromas, de algún amigo mayor, de las borracheras, del fútbol, de los monopatines, del póquer, y acababa preguntándose qué estaría haciendo en casa si no hubiese ido. La irritaba la insistencia de Arthur, pero le gustaba que él tuviese la razón.
Arthur insistía con ella y quizá fuera eso lo que le gustaba a Clarissa.
En la puerta de la habitación de Arthur, Clarissa se interesó por el piercing. No era un piercing, corrigió Arthur: era un dilatador. Hablaron del dilatador, de la limpieza, de los bastoncillos comprados. Clarissa le preguntó si podía pasar un rato en la habitación de Arthur antes de acostarse. Él negó con la cabeza, Clarissa entendió: aquella noche no.
En el coche, sin embargo, aquel día de Navidad en el que van a la ciudad de los abuelos, de las tías, de los primos, Clarissa puede pasar todo el tiempo que quiera con y sobre Arthur. El coche vibra, los padres charlan, ruido de carretera, el olor de los cigarrillos de Arthur y de la camomila del ambientador, el asiento blando, los huesos prominentes de Arthur.
Bañera helada yo debo ser el único tío al que se le pone la piel de gallina con frío y es fan de los azulejos de dueña solemne videoclub unas mariposas grises me zambullo en la bañera agua agua en las piernas agua en la cara agua entra por la nariz las mariposas desteñidas me gustan agua por los oídos sofocar respirar agua en los ojos ganas de quedarme debajo del agua para siempre o hasta el domingo dormir dentro del agua sin respirar solo quedarme sin existir mi profesor de español curso dijo que asociara quizá o quizá nos echó la bronca porque no sabíamos que era quizá que era quizá parece carne guisada guisada quizáda conozco un tío que habla guisada creo que es por eso quedarme debajo del agua hasta dos semanas de aquí hasta después de los exámenes del máster la mari se encierra en el baño del servicio y desconecta el móvil durante diez minutos y se queda allí pobrecita solo habla conmigo para pedirme ayuda en las disciplinas del máster tienen un dilatador muy bonito hasta nunca va a tener trabajo solo trabajo en investigación ojalá que nunca dimitan dormir es algo serio quedarse despierto demasiado te quita la noción de ciertas cosas pierdes la dignidad es una necesidad fisiológica que te controla no se puede dormir cuando haces los exámenes del máster café café café sueño café quema la lengua tal vez debiese matarme a dormir todo el tiempo que quisiera quedarme debajo del agua como un bebé va quedándose alguien me dice que es imposible que no resistes que flotas o flotas de dolor dolor odio dolor sueño no que haya nada raro conmigo me gusta la vida mari café estudiar conquistar aprobar los exámenes pero solo morir morir-bebé solo ir quedándome quieto en el agua no hay nada que hacer aquí mismo morir en el agua iba a estar bien dicen que es el peor tipo de muerte odio dolor dicen que aburrimiento es otra palabra para depresión me gusta estar vivo en serio lo juro me gustan las personas salir para emborracharme con los chicos el viernes muy gracioso siempre me muero de la risa me gustan aquellas músicas también hast du feuer hast du feuer nananana como agua en los ojos agua agua agua tarda un tiempo sueño en el bachillerato mi profesor siempre decía que