Libro electrónico153 páginas2 horas
La chica de al lado
Por Peggy Moreland
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Ahora que se había acostado con su jefe, ¿cómo podría seguir trabajando para él?
Mandy sabía que lo único que conseguiría trabajando para Jase Calhoun, de quien una vez había estado enamorada, sería acabar con el corazón roto. Para el rico ranchero ella siempre había sido sólo la tímida vecina.
Pero entonces salió a la luz un secreto sobre el pasado de Jase y el guapo texano decidió que la mejor manera de olvidar sería acostarse con Mandy.
Mandy sabía que lo único que conseguiría trabajando para Jase Calhoun, de quien una vez había estado enamorada, sería acabar con el corazón roto. Para el rico ranchero ella siempre había sido sólo la tímida vecina.
Pero entonces salió a la luz un secreto sobre el pasado de Jase y el guapo texano decidió que la mejor manera de olvidar sería acostarse con Mandy.
Autor
Peggy Moreland
A blind date while in college served as the beginning of a romance that has lasted 25 years for Peggy Moreland — though Peggy will be quick to tell you that she was the only blind one on the date, since her future husband sneaked into the office building where she worked and checked her out prior to asking her out! For a woman who lived in the same house and the same town for the first 23 years of her life, Peggy has done a lot of hopping around since that blind date and subsequent marriage. Her husband's promotions and transfers have required 11 moves over the years, but those "extended vacations" as Peggy likes to refer to them, have provided her with a wealth of ideas and settings for the stories she writes for Silhouette. Though she's written for Silhouette since 1989, Peggy actually began her writing career in 1987 with the publication of a ghostwritten story for Norman Vincent Peale's inspirational Guideposts magazine. While exciting, that foray into nonfiction proved to her that her heart belongs in romantic fiction where there is always a happy ending. A native Texan and a woman with a deep appreciation and affection for the country life, Peggy enjoys writing books set in small towns and on ranches, and works diligently to create characters unique, but true, to those settings. In 1997 she published her first miniseries, Trouble in Texas, and in 1998 introduced her second miniseries, Texas Brides. In October 1999, Peggy joined Silhouette authors Dixie Browning, Caroline Cross, Metsy Hingle, and Cindy Gerard in a continuity series entitled The Texas Cattleman's Club. Peggy's contribution to the series was Billionaire Bridegroom. This was followed by her third series, Texas Grooms in the summer of 2000. A second invitation to contribute to a continuity series resulted in Groom of Fortune, in December 2000. When not writing, Peggy enjoys spending time at the farm riding her quarter horse, Lo-Jump, and competing in local barrel-racing competitions. In 1997 she fulfilled a lifelong dream by competing in her first rodeo and brought home two silver championship buckles, one for Champion Barrel Racer, and a second for All-Around Cowgirl. Peggy loves hear from readers. If you would like to contact her, email her at: [email protected] or write to her at P.O. Box 2453, Round Rock, TX 78680-2453. You may visit her web site at: www.eclectics.com/peggymoreland.
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La chica de al lado - Peggy Moreland
Prólogo
Carolina del Norte, mayo de 1973
Temeroso de no ser bienvenido, Eddie se detuvo en la acera y se quedó mirando la casa de humilde construcción.
Pensó que debía de haber llamado primero para advertirle de su llegada. Aparecer sin más en casa de una persona era descortés y de mala educación.
Pero no había querido llamar; había preferido verla, abrazarla, demostrarse a sí mismo que la imagen y los recuerdos que lo habían acompañado durante el resto de la guerra eran reales y no producto de su imaginación o consecuencia del alcohol consumido la noche en que se conocieron.
Recordaba muy bien aquella velada.
Se encontraba en Saigón celebrando el primer permiso del que disfrutaba desde su llegada a Vietnam y estaba bastante bebido. Tras meses conviviendo con la muerte y la destrucción, agradecía el efecto anestesiante del alcohol y el alivio que procuraba ante la fría realidad de la guerra que vivía a diario. Salía con unos amigos de un bar para meterse en otro cuando vieron a un grupo de mujeres americanas en la calle. Se trataba de un grupo de cuatro: dos periodistas y dos fotógrafas recién salidas de la universidad y con ganas de comerse el mundo. Eddie sólo tuvo ojos para una de ellas. Recordaba el cabello rubio, largo y liso que enmarcaba su rostro y caía formando una V a la altura de la espalda. El azul increíble de sus ojos. La sonrisa que le había atravesado el pecho y pellizcado el corazón, que él creía endurecido por la guerra. Fue Romeo, el soldado más extrovertido del grupo, el que se acercó a las chicas y las invitó a tomarse algo con ellos. Tras de-liberarlo entre cuchicheos, las chicas aceptaron y caminaron junto a ellos a un bar. Eddie no tardó en dejar clara su preferencia por la rubia, y tomó asiento junto a ella. Hablaron, bailaron y hablaron un poco más. En algún momento de la madrugada, prosiguieron la conversación fuera del bar. Caminaron juntos por la calle, prendados el uno del otro e ignorantes de todo cuanto los rodeaba. Cuando finalmente llegaron al hotel donde ella se alojaba, lo invitó a subir.
El resto, como suele decirse, es historia.
Hicieron el amor. Él se negaba a calificar lo que habían compartido aquella noche como sexo puro y duro. Lo que él había experimentado junto a ella había sido increíble, alucinante, una experiencia única. Su permiso duró dos días y pasó cada segundo a su lado, contándole sus pensamientos y sus sueños y escuchando los de ella. Se había llevado su imagen al campo de batalla, a una guerra que parecía que nunca tocaría a su fin, y se había aferrado a sus recuerdos igual que Pancho, otro de sus compañeros, se agarraba a su rosario cuando tenía miedo. Le había escrito cartas: páginas y páginas en las que trataba de expresar los sentimientos que ella le inspiraba y confesaba su miedo a la muerte, y el dolor y la rabia que lo invadían cada vez que uno de sus compañeros moría o resultaba herido. Siempre las terminaba con el mismo ruego:
Espérame, por favor.
Nunca llegó a enviarlas. ¿Cómo iba a hacerlo, si no estaba seguro de si volvería a casa? Le parecía injusto decirle que la amaba y pedirle que lo esperara teniendo en cuenta que no habían pasado juntos más de dos días. Aun en el caso de que ella hubiera correspondido a sus sentimientos, no podía agobiarla con esa carga ni someterla al dolor y a la pérdida en caso de que no volviera.
Así pues, se había guardado sus sentimientos para sí y se había aferrado a su recuerdo como modo de supervivencia.
Había vuelto a casa, sí, pero no se había subido en el primer autobús a Carolina del Norte para buscarla. Había necesitado un tiempo para adaptarse de nuevo a la vida en los Estados Unidos y enfrentarse a todo lo que había experimentado. Había tenido que volver a aprender a andar.
Los médicos que lo cuidaron le dijeron que podía considerarse afortunado. Muchos hombres habían perdido sus vidas en Vietnam. Él sólo había perdido un pie. Pero había momentos en los que no se sentía un hombre con suerte, sobre todo cuando pensaba en volver a verla.
Así pues, habían pasado cerca de dos años desde que volvió de Vietnam. Durante ese tiempo lo habían atormentado las dudas: ¿sentiría ella repulsión por la prótesis que llevaba? ¿Lo consideraría menos hombre a causa de su minusvalía? ¿Se acordaría siquiera de él?
Sólo había una manera de comprobarlo, se dijo antes de dar el primer paso tambaleante por la acera que desembocaba en la casa de sus padres. Temeroso ante la posibilidad de que ella estuviera observándolo desde la ventana, cuadró los hombros y se concentró en dar pisadas uniformes con el fin de disimular su cojera. Una vez en la puerta apretó el timbre y dio un paso atrás mientras esperaba restregándose las palmas húmedas contra las piernas
Se oyó una voz de mujer en el interior. ¡Ya voy yo! Segundos después se abrió la puerta. La mujer que apareció tras ella no era Barbara, pero guardaba con ella un parecido que le hizo suponer que se encontraba ante su madre.
–¿Es usted la señora Jordan? –preguntó, dubitativo.
Ella lo miró con curiosidad.
–Sí, soy yo.
Él consiguió a duras penas esbozar una sonrisa.
–Me llamo Eddie Davis –dijo a modo de presentación–. Soy amigo de Barbara y estoy intentando localizarla. ¿Está aquí por casualidad?
–No, vive con su marido en Washington D.C.
Eddie no oyó nada después de «marido». La palabra lo había herido como un mortero en el centro del pecho.
–Le puedo dar su dirección, si lo desea –le ofreció servicialmente la mujer.
Él sacudió la cabeza y retrocedió un paso.
–Esto… no hace falta, señora. Simplemente, pasaba por aquí. Lamento haberla molestado.
Mientras volvía sobre sus pasos en la acera no se molestó en disimular su cojera. La prótesis le pesaba como plomo en el corazón.
Capítulo Uno
El divorcio era un infierno para una mujer.
Mandy Rogers lo sabía porque lo había experimentado de primera mano. En su opinión, el proceso se asemejaba a meterse en una de esas lavadoras con centrifugado que te despoja de tu ropa para a continuación exhibirte por la calle para que te vea todo el mundo.
Por eso había decidido volver al lugar donde nació, la ciudad de San Saba, en el estado de Texas.
No estaba huyendo de nada, se dijo a sí misma mientras conducía por la carretera comarcal que desembocaba en el rancho de los Calhoun. Lo que la había convencido a regresar a su ciudad era la idea de contar con el apoyo de su familia y amigos mientras hacía frente a su divorcio y se adaptaba a su nueva vida de soltera.
Pero, tras sólo dos semanas, se preguntaba si no habría cometido una equivocación. Su madre la estaba volviendo loca. Aunque Mandy sabía que lo hacía con la mejor intención del mundo, la trataba como si estuviera sufriendo una enfermedad terminal en lugar de recuperándose de un divorcio. Y los amigos con los que había pensado volver a tomar contacto se habían ido de San Saba al terminar el colegio, al igual que había hecho ella, y no habían regresado.
Excepto uno.
No había hecho más que acordarse de él cuando lo vio. Jase Calhoun. Caminaba en la distancia de la casa al granero a zancadas grandes pero lentas, indolentes. Llevaba puesto un sombrero de vaquero que le ocultaba la cara, pero a ella no le hacía falta verla para recordar sus rasgos: nariz romana, mandíbula cuadrada, pómulos cincelados, ojos color chocolate y la boca más sensual del condado de San Saba.
Presionó brevemente el claxon para llamar su atención. Al oírlo, él giró la cabeza por encima del hombro antes de volverse completamente al tiempo que apretaba los nudillos contra el ala de su sombrero de vaquero. Una sonrisa comenzó a dibujarse lentamente en su rostro cuando la reconoció.
Apenas hubo salido del coche, él la tomó entre sus brazos y le dio varias vueltas en el aire. Era el típico saludo de Jase, que dedicaba a todas las mujeres independientemente de su edad y que las hacía sentirse especiales, como se sentía Mandy en ese momento. Justo lo que necesitaba.
Él la depositó en el suelo y dio un paso atrás para observarla mejor.
–Cielos, Pelirroja, ¿cuánto tiempo ha pasado?
El apodo, inventado por Jase años atrás, seguía haciéndola enfadar.
–Diez años, y me llamo Mandy.
Con una sonrisa, le frotó los nudillos en la mejilla.
–Sí, pero Pelirroja te sienta mejor.
Le pasó un brazo por encima de los hombros y la giró hacia la casa.
–¿Qué estás haciendo aquí? ¿Estás de visita?
–No, he vuelto definitivamente.
Él asintió muy serio mientras la invitaba a sentarse en los escalones del porche.
–Sí, he oído que te estabas divorciando.
A Mandy no le sorprendió que él hubiera oído lo de su divorcio. San Saba era una ciudad lo suficientemente pequeña como para que todo el mundo estuviera al tanto de los asuntos de los demás.
–No me estoy divorciando: me he divorciado –lo corrigió–. Hace dos semanas que es definitivo.
Él le lanzó una mirada ladeada antes de sentarse junto a ella.
–¿Estás bien?
Ella se encogió de hombros.
–Hay días mejores que otros –respondió. No quería hablar de su divorcio, y le puso una mano sobre el brazo–: Siento mucho lo de tu madre, Jase.
Él dejó caer la barbilla al tiempo que asentía.
–Sí, fue duro.
–Me hubiera gustado venir al funeral…
Él le dio unas palmaditas tranquilizadoras.
–No tienes que darme explicaciones. Tú también has sufrido lo tuyo.
–Aun así, me hubiera gustado despedirme de ella. Era una mujer muy especial.
–Sí que lo era, sí… –dijo palmoteándose los muslos. Era obvio que no deseaba hablar de la pérdida de su madre más de lo que Mandy quería hablar de su divorcio–. Cuéntame qué has estado haciendo. ¿Estás viviendo con tu madre?
–Eso es lo que ella quería, pero después de haber vivido sola tanto tiempo… En fin, pensé que sería mejor tener casa propia.
–¿En la ciudad?
Ella hizo un gesto afirmativo.
–Estoy alquilando el apartamento del garaje de la señora Brewster.
Él se echó hacia atrás para mirarla bien.
–¿Esa pocilga? Pensé que estaba abandonada desde hace años.
–No está tan mal –lo increpó sacudiendo la mano–. De todas formas, es algo temporal. Si decido quedarme buscaré otra cosa.
–Por supuesto que vas a quedarte. ¿Adónde ibas a ir si no?
–Aunque no te lo creas, hay todo un mundo fuera de San Saba, Texas.
–Ya, pero San Saba es tu hogar. Aquí la gente cuida de ti.
–Jase, tengo veintisiete años –le recordó–. Ya no necesito que nadie cuide de mí.
–¿Veintisiete? –emitió un largo silbido–. ¡Jo, cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer cuando eras una mocosa pegada todo el día a Bubba y a mí.
–Bubba lleva diez años casado y tiene tres mocosos propios.
Él hinchó el pecho, orgulloso.
–Sí, y le ha puesto mi nombre al pequeño.
Ella reprimió una risita.
–Esperemos que no salga a ti.
Él chocó sus hombros contra
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