Solo una indiscreción: A puerta cerrada (2)
Por Susan Crosby
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La popularidad obligaba a Dana Sterling a controlar sus sentimientos, pero cara a cara con Sam Remington después de más de diez años, el torrente de emociones se hizo sencillamente incontrolable. Lo que no conseguía entender era por qué Sam estaba tan dispuesto a ayudarla a evitar un escándalo que acabaría con su carrera.
En realidad, Dana temía que Sam destruyera todo lo que había conseguido... para hacerle pagar por lo que ambos habían perdido. ¿Seguiría importándole si sucumbía a la pasión que ardía entre ellos?
A PUERTA CERRADA
Susan Crosby
Susan Crosby es una galardonada autora best sellers del USA Today que ha escrito más de 35 novelas y ficción femenina para Harlequin. Vive en el norte de California.
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Solo una indiscreción - Susan Crosby
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Susan Bova Crosby. Todos los derechos reservados.
SÓLO UNA INDISCRECIÓN, Nº 1354 - agosto 2012
Título original: Private Indiscretions
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0775-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo Uno
Una hora antes de la ceremonia de graduación del instituto, quince años antes, Sam Remington llenó tres bolsas de papel con todas sus pertenencias y las colocó sobre el asiento trasero de su viejo coche. Cinco minutos después de terminar el acto, recorrió por última vez las calles de la ciudad, dejando tras él una nube negra a modo de despedida.
Aquel día volvía en un Mercedes negro nuevo que había pagado al contado, pero Sam no había vuelto para vanagloriarse de su éxito ante la gente que había dejado atrás. No era una de esas personas que no superan su pasado. Aquel día era distinto: había elegido aquella fecha para volver a la ciudad que lo vio crecer; podía haber vuelto cualquier otro día, pero al saber que se celebraría una reunión de todos sus compañeros de curso, lo tuvo todo claro. Había ciertos cabos sueltos que había dejado demasiado tiempo sin atar. Tenía que ver a dos personas: ya había visto a la primera y en aquel momento acudía a encontrarse con la segunda.
Miner’s Camp era una pequeña localidad de 3.100 habitantes en el norte de California, al pie de las colinas de las Sierras Nevadas. La mirada de Sam no se desvió de la carretera al pasar por la calle en la que creció, la misma calle de la que escapó. El poco habitual frío de aquella noche de agosto le trajo recuerdos de su niñez, cuando recorría aquellas calles buscando algo que nunca encontró.
Ignorando los recuerdos tristes, llegó hasta el aparcamiento del Prospector High School, su instituto, lleno a rebosar y decorado con globos y banderas con los colores escolares: dorado y rojo.
Sam se detuvo con un crujir de la grava bajo las ruedas. La fiesta ya había comenzado y las risas y charlas escapaban por las puertas y las ventanas abiertas, junto con las notas del clásico de Madonna de los ochenta, Like a Virgin.
No se dejó vencer por la nostalgia, nunca había entendido el atractivo de aquellas reuniones de antiguos alumnos; él había ido a ver a una persona concreta de entre los ochenta y siete que se habían graduado el mismo año que él y estaba seguro de que la encontraría entre el gentío: Dana Cleary. O más bien, Dana Sterling, su nombre de casada. Después de aquello podría cerrar el libro de su pasado para siempre.
Tenía dos opciones: podía esperar a que se marchara e ir a buscarla a casa de sus padres, donde estaba seguro que pasaría la noche, o solucionarlo todo en aquel momento y volver a San Francisco con los deberes hechos, antes de medianoche, con su pasado bien enterrado....
Sam decidió apagar el motor y salir del coche. Había estado en situaciones comprometidas, de vida o muerte, había aceptado todos los retos, los riesgos y había salido airoso de ellos, podía canalizar la adrenalina segregada por su cuerpo, pero no pudo controlar la sensación de saber que iba a ver a Dana. Le extrañó aquel nerviosismo y casi lo disfrutó. Se acercó lentamente al edificio, deteniéndose poco antes de llegar a la puerta para intentar relajarse. Podía ver la sala llena de globos y las luces de discoteca que decoraban la sala. Sus pensamientos fueron arrastrados al último año de instituto y a otra fiesta también con música, risas, comida y baile. El recuerdo le dejó una punzada de dolor...
Hubiera ido con ella también al baile del último año, pero su relación no cambió tras haber acudido juntos a aquella fiesta.
Nada de aquello tenía importancia quince años después, mientras Sam hacía su entrada en la sala justo en el momento en que Candi James arrebataba el micrófono al pinchadiscos y subía al escenario. Sam notó que conservaba el mismo tono de animadora mientras ella leía la larga lista de los asistentes y los notables logros que habían alcanzado, como quién tenía más hijos o quién había ido desde más lejos.
Con la atención de todos los asistentes centrada en Candi, Sam avanzó por el perímetro de la sala hasta que vio a Dana. Sintió una emoción especial que no quiso contener y se detuvo para observarla mejor. Ella era algo más alta que la media, su cuerpo más anguloso que curvo, su pelo de un color miel entre rubio y castaño, cortado a la altura de los hombros en lugar de la preciosa melena hasta la cintura que solía lucir años atrás.
No podía verle los ojos desde donde estaba, pero ya sabía que eran negros como obsidianas, siempre retándolo desde el colegio.
Ella llevaba un vestido discreto de firma y zapatos de tacón bajo, prácticos y elegantes, apropiados para su posición y muy diferentes del llamativo modelito rosa que había llevado en el baile de fin de curso.
–Y por último –dijo Candi, doblando la lista que tenía en las manos–, nuestros tres compañeros más brillantes. Harley Bonner, que posee el octavo rancho más grande del estado de California.
Se vio interrumpida por gritos de júbilo. A Sam se le heló la sangre en las venas. Si hubiera sido un hombre vengativo...
–Lilith Perry Paul, cuyo programa de radio es líder de audiencia en todo el país –más aplausos y silbidos–, y por último, Dana Cleary Sterling. Dana, estamos muy orgullosos de ti. Nos alegramos de que vayas a estar con nosotros seis años más.
«Entonces», pensó Sam, «las especulaciones han acabado». Ella había tomado su decisión.
–Habrá música y baile durante dos horas más –gritó Candi a la multitud–. No olvidéis la comida en el parque, mañana a mediodía. Si no os habéis hecho las fotos para el Libro de Recuerdos, daos prisa porque sólo os queda media hora. ¡Pasadlo bien!
Sam presenció desde lejos cómo la gente acudía a felicitar a Dana, que parecía extrañamente incómoda ante tantas atenciones. Era como si hubiera levantado una barrera invisible entre ella y la gente. Sostenía el vaso de vino con las dos manos, como una señal de que no deseaba apretones de manos o abrazos. Sólo su mejor amiga, Lilith, se acercó a ella lo suficiente como para estrecharla entre sus brazos, y sólo durante un momento.
Aquel cambio lo sorprendió. ¿Cuándo se había transformado en una persona tan reservada? ¿Cuándo había perdido la alegría vital?
La música sonó de nuevo, esa vez Sting cantaba su Every Breath You Take, trayendo a Sam una multitud de recuerdos del baile de fin de curso, no todos hermosos. Dana no había sido animadora, pero sí casi todo lo demás. Siempre le había admirado cómo podía llevar a la vez sus estudios, los deportes que practicaba y las actividades extraescolares, como ser presidenta del consejo de estudiantes.
Sam se abrió paso entre la gente, dejando atrás también los recuerdos, y notó cómo la charla disminuía tanto su tono que pudo oír algunas de las reacciones que produjo su aparición.
–¿Quién...?
–Creo que es Sam Remington.
–¿De veras? Pero es tan...
–Tan guapo. No puede ser Sam. Antes no vestía con tanto gusto.
–Pues ha mejorado bastante.
Cuando Sam detuvo sus pasos, las charlas también cesaron. La cara de Dana se iluminó por la sorpresa cuando lo vio. La ira que él había acumulado durante años desapareció en un instante, dejando paso a todo lo bueno que había habido entre ellos dos.
Él extendió su mano hacia ella, traspasando la barrera invisible. Era el turno de Dana.
Si no hubiera sido por aquellos inconfundibles ojos de color turquesa, Dana no lo hubiera reconocido. El chico desgarbado se había convertido en un hombre que atraía todas las miradas hacia sí sin siquiera pronunciar una palabra.
Ella lo había buscado en otras reuniones de antiguos alumnos con más deseos de volver a verlo de lo que estaría dispuesta a admitir. El impacto que le causó verlo allí la dejó sin palabras.
Él había crecido en todos los sentidos. Parecía... peligroso, seguro de sí mismo. Sus vaqueros negros y su chaqueta de cuero destacaban entre las americanas y pantalones de pinzas de los demás hombres. Aquella noche se había acercado más a ella que ninguna otra persona, le había ofrecido su mano, y ella podía interpretarlo como un saludo o como una invitación para bailar.
Ella quería bailar, pero, ¿y él? Había rechazado cinco proposiciones anteriores, ¿qué pensarían si la veían bailando con él? Él acercó aún más su mano y ella, observando el brillo retador de sus ojos, supo que no podía esperar más. Le pasó la copa de vino a Lilith y le estrechó la mano.
Había esperado quince años la oportunidad de hablar con él.
–Me encantaría bailar –dijo ella con una sonrisa.
Él no dijo nada, pero la llevó hasta la pista de baile y la atrajo hacia sí, aunque manteniendo una distancia prudencial entre ellos. Ella no había estado tan cerca de un hombre desde hacía más de dos años, y entonces se había sentido cómoda, no nerviosa y agitada como estaba en ese momento.
Ella lo miró, decidida a no dejar que notara cómo la alteraba su presencia. Había conseguido aprender a controlarse hasta tal punto que se había convertido en una costumbre, pero su sola mirada fue suficiente para que sus labios empezaran a temblar.
Con sus ojos, su postura, la firmeza con que la agarraba, se imponía sobre ella, y ella quería librarse de su control, aunque no tenía ni idea de por qué.
–Entonces –dijo ella, obligándose a sonreír–, el Cerebrito pródigo ha vuelto...
La expresión de sus ojos se dulcificó, se hizo más cálida.
–¿Cómo estás, Coloretes?
Sus antiguos apodos les proporcionaron un instante de intimidad. Ella sintió que sus mejillas enrojecían mientras los recuerdos se agolpaban en su mente.
–Estoy bien –dijo, dándose cuenta de que sus muslos se rozaban ligeramente al bailar–. ¿Dónde has estado, Sam?
–¿Quieres que te resuma quince años en una sola frase?
–¿Tan pocas cosas has hecho? –preguntó ella, bajando la voz.
Estaba tonteando; le sorprendía, pero no podía evitarlo.
–He vivido.
Ella supo que la historia completa debía de ser fascinante.
–Empieza por el principio, entonces. ¿Qué hiciste después de la graduación?
–Me uní al ejército.
La sorpresa la dejó sin palabras por un instante.
–¿Por qué?
–Porque se presentó la oportunidad.
Aquello no tenía sentido. Según su profesor de matemáticas, el señor Giannini, Sam estaba destinado a ser una eminencia en el campo de las matemáticas. El adjetivo «Excelente» siempre había precedido a su nombre en las calificaciones.
–Todos los años buscaba tu nombre entre los premiados con el Nobel –dijo ella, sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
–Las cosas cambian.
–No estuviste en el funeral de tu padre –ella recordó lo triste que había sido; muy poca gente y nadie que lamentara sinceramente lo ocurrido.