La traición
Por Ruth Langan
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Grant MacCallum necesitaba el poder de Kylia Drummond. ¿Cómo si no iba a encontrar al traidor del clan? Lo que no esperaba era que aquel viaje junto a la bella bruja provocara tanta magia, algo que le hizo desear pasar el resto de su vida al lado de Kylia.
Kylia siempre había sabido que llegaría aquel momento; un terrateniente con los ojos llenos de tristeza acudiría a ella en busca de ayuda. Aquello era simplemente el destino. Por eso, cuando Grant le propuso hacer aquel viaje, ella se limitó a aceptar. ¿Habría cometido un gran error al abandonar el Reino Mítico...?
Ruth Langan
Ruth Ryan Langan, nascina em Detroit, EUA, é autora de mais de cem romances, vários deles best-sellers do The New York Times. Ela também escreve suspenses contemporâneos.
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La traición - Ruth Langan
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Ruth Ryan Langan
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
La traición, n.º 313 - junio 2014
Título original: The Betrayal
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4347-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Uno
Tierras Altas escocesas, 1559
El impacto de la espada contra el escudo resonó en los bosques. Los bárbaros salieron de sus escondrijos para enfrentarse con los caballeros que se dirigían hacia ellos en fila india. Atacados por sorpresa, los guerreros de las Tierras Altas no pudieron reagrupar sus fuerzas. No les quedó más opción que defenderse con valentía, aunque sus enemigos los superaban ampliamente en número.
—Sabían que veníamos, milord —dijo Finlay, el anciano que había cabalgado con el clan MacCallum durante más de cuarenta años, mientras agarraba el brazo de su joven señor—. Debe hacer que los hombres se batan en retirada. Si no, todo estará perdido.
La retirada iba en contra de todos los principios en los que creía Grant MacCallum, pero el sentido común debía prevalecer por encima de su orgullo. Aquellos hombres tenían esposas y familiares que dependían de ellos. Si se veían obligados a enfrentarse a una fuerza tan superior, muchos de ellos perderían la vida, lo que dejaría a su clan con un número aún más alto de viudas y huérfanos lamentándose de su pérdida. De mala gana, gritó la orden.
—¡Retirada!
Minutos después, el gemido de las gaitas hizo que los hombres se dieran la vuelta y se lanzaran contra los matorrales para escapar de las espadas de los enemigos. Grant mantuvo su posición, luchando junto al viejo Finlay, hasta que todos sus hombres hubieron conseguido escapar. A continuación, cubrió las espaldas del anciano hasta que él también se puso a salvo y, sólo entonces, se subió en su corcel y siguió la estela de sus hombres en medio del estruendo de los cascos de su caballo.
Mientras regresaba a su fortaleza de las Tierras Altas, reflexionó sobre el que había sido el último de una escalofriante serie de acontecimientos. Desde que había sido nombrado jefe del clan de los MacCallum, se habían encontrado dos veces con un ejército de invasores en el mismo lugar desde el que habían esperado lanzar un ataque sorpresa. Uno se podría haber considerado un accidente. Tras haberse producido en dos ocasiones, ya no se podía calificar de incidente aislado. Aquello demostraba sin duda alguna que estaba siendo traicionado. Sin embargo, dado que sólo había comunicado los planes de aquella marcha a un puñado de los miembros del Consejo en los que más confiaba, se deducía que la traición era personal y que provenía de uno de los suyos.
—Acabamos de enterarnos de las noticias —dijo Dougal, el hermano de Grant.
El joven, que era trece meses menor que Grant, estaba sin aliento por haber subido corriendo por las escaleras hasta llegar a los aposentos de su hermano. Aunque era más bajo y más corpulento, sus ojos y su cabello eran tan sólo una versión más clara de los de Grant. Los dos hermanos tenían un extraordinario parecido.
Detrás de él iba una mujer muy alta, vestida como una monja de clausura, con un hábito negro, la cabeza cubierta y un velo sobre el rostro. Atravesó la estancia y tomó asiento sobre una butaca que había junto al fuego.
—Tía Hazlet —dijo Grant.
Se alejó del balcón, en donde había estado sumido en sus pensamientos, y se acercó a la mujer para apretarle las manos con una de las suyas. Ella las plegó inmediatamente sobre el regazo. Hasta su voz tenía el tono preciso y cortante de una madre superiora.
—El Consejo me ha dicho que no has capturado a los invasores, sobrino. Supongo que comprenderás que todos te consideran ahora un cobarde por haber rehuido un enfrentamiento con ellos.
Grant se volvió para mirar las llamas del fuego que ardía en la chimenea.
—Lo que piensen los demás es la menor de mis preocupaciones.
—¿Qué puede ser peor que permitir que los invasores escapen o que tu propia gente te considere un cobarde?
—¿Me preguntas que qué puede ser peor, tía? Yo te lo diré. La traición —le espetó Grant, casi escupiendo la última palabra.
—¿De qué estás hablando, hermano? —preguntó Dougal, mientras cruzaba la estancia para acercarse a él.
Grant miró al viejo Finlay, que estaba en silencio al otro lado de la sala.
—Nuestros atacantes nos estaban esperando. Estaban escondidos en un recodo del camino, el lugar en donde más difícil nos sería presentar batalla.
—Tal vez vieron el brillo de vuestros escudos —sugirió Dougal frunciendo el ceño.
—El sol no brillaba en el bosque —le informó el anciano con voz suave.
—En ese caso, tal vez escucharon el sonido de las voces de los hombres o el estruendo de los cascos de los caballos.
—No —replicó Grant—. Yo les había advertido a los hombres que avanzaran con sigilo. Los caballos iban al paso. Te aseguro que nuestros enemigos habían sido advertidos de nuestra llegada.
—¿Estás diciendo que hay un traidor entre los nuestros? —preguntó Dougal.
—Así es —respondió Grant. Tomó una manta escocesa y se la echó al hombro antes de que ceñirse la espada.
Al verlo, su hermano le tocó suavemente el brazo.
—¿Adónde vas?
—Al Reino Mítico.
—Debes de estar de broma —comentó Dougal. Sin embargo, al ver la ira que se reflejaba en los ojos de su hermano, arqueó una ceja—. No, ya veo que hablas en serio. Estoy seguro de que sabes lo que dicen sobre ese lugar.
—Sí. He escuchado durante toda mi vida la leyenda del dragón que guarda el lago y que protege a las brujas que viven en el Reino Mítico. Sin embargo, si la leyenda es cierta, si un hombre consigue entrar en el Reino, esas brujas tendrán que revelarle sus secretos.
—Estás loco.
—Tal vez —replicó Grant mientras tomaba su daga y se la metía en la bota—, pero las gentes de Duncrune me han nombrado jefe del clan MacCallum. Con ese privilegio viene la responsabilidad de mantener a salvo a los que están bajo mi protección. Si eso significa que debo arriesgar mi vida, que así sea. No regresaré al castillo de Duncrune hasta que tenga lo que busco —añadió colocando una mano sobre el hombro de su hermano.
—¿Y qué es lo que buscas?
—La verdad.
En aquel momento, su tía se puso de pie.
—¿Y piensas aceptar como verdad lo que te diga una bruja? —le preguntó.
—¿Acaso es mejor que confíe en los que me están traicionando?
—No estás seguro de que sea así.
—Me lo dice mi corazón, tía —afirmó Grant.
—Yo debería acompañarte —dijo Dougal suavemente.
—No —rugió Hazlet. Sus ojos echaban chispas a través del velo—. Nuestra gente no puede perderos a los dos. Si tienes intención de llevar a cabo esta locura, sobrino, es mejor que dejes aquí a Dougal para que actúe como jefe en tu ausencia.
Grant escuchó un murmullo de voces que provenían del salón de gala que había en la planta inferior del castillo y en el que se habían reunido los hombres en los que más confiaba.
—Tenemos al Consejo. Ellos son capaces de velar por la seguridad de nuestro clan hasta que yo regrese.
—Son unos excelentes guerreros, si eso es lo único que se necesita, pero tú mismo has dicho que podría haber un traidor entre ellos. ¿En quién se podrá confiar para que tome una decisión de importancia mientras tú estés por ahí, persiguiendo brujas?
Grant no se ofendió por el sarcasmo que teñía las palabras de su tía. Hubo un momento en el que él también hubiera considerado que las brujas y la magia eran un completo desatino. Sin embargo, aquello había sido antes de que se apoderara de él la desesperación por saber la verdad que había detrás de su traición. Se volvió de nuevo a su hermano.
—La tía Hazlet tiene razón, por supuesto. Hasta mi regreso, dejo la protección de nuestras gentes al Consejo y las decisiones que requieran mi sello a ti, Dougal. ¿Te encargarás de todo?
—Si tú me lo ordenas, sí, hermano, aunque preferiría acompañarte antes que quedarme aquí.
—En ese caso, te lo ordeno.
Los dos hombres se dieron las manos.
—¿Y yo, mi señor? ¿Me permitirás a mí que te acompañe?
Al escuchar la pregunta de Finlay, Grant se dio la vuelta para mirar al anciano.
—No, amigo mío. Tú permanecerás aquí y te ocuparás de la seguridad de mi hermano y de mi tía.
Unos breves instantes después, los tres observaron cómo Grant salía de la sala a grandes zancadas. Permanecieron de pie en el balcón y escucharon cómo los criados gritaban palabras de despedida al ver que su señor dirigía su corcel a las montañas cubiertas de bruma que se divisaban en el horizonte.
Hazlet se dio la vuelta y sacudió la cabeza.
—Grant es tan obstinado como lo era mi hermano Stirling. Rezaré para que no se demuestre que es igual de temerario.
Aquellas palabras provocaron un escalofrío en Dougal. Todo el mundo sabía que el caso omiso que su padre había hecho de su propia seguridad en el campo de batalla le había costado la vida a él y a su mejor amigo, Ranald, que había sido el gran amor de Hazlet. Con el corazón destrozado, Hazlet se había recluido en sus aposentos como muestra de duelo, negándose a ver a nadie.
Las desgracias familiares no terminaron ahí. Mary, la hermosa y joven esposa de Stirling, que ya tenía una salud muy frágil por el nacimiento de su primogénito, murió horas después de dar a luz a Dougal. Hazlet se había visto obligada a sobreponerse a su pena y a ayudar en el parto y luego en la crianza del recién nacido.
Al ver la aflicción que se reflejaba en los ojos de Dougal, Hazlet se apresuró a tranquilizarlo.
—No debes preocuparte, querido mío.
—¿Y si mi familia está destinada a repetir los errores del pasado? Tú misma has dicho que Grant es muy imprudente.
—Eso no significa que tú debas ser como él.
—La misma sangre corre por las venas de ambos.
—Y por las mías —replicó Hazlet tocando suavemente la mejilla de su sobrino—, pero yo no me parezco a mi hermano, igual que tú no te pareces al tuyo. Vamos. Vayamos abajo para reunirnos con los demás. Cuando se enteren de la última locura de su jefe, necesitarán un sabio consejo. Tú y yo juntos aplacaremos sus temores.
El viejo Finlay permaneció en el balcón, observando a su señor hasta que éste desapareció en la distancia.
El bosque estaba tan oscuro como la medianoche. La luz del sol no penetraba en la espesa maleza que resistía todo avance. Grant se había visto obligado a desmontar de su caballo y utilizar la espada para cortar de un tajo las ramas de los arbustos que le bloqueaban el camino. Varias veces su rocín se encabritó al sentir las criaturas que se cernían sobre ellos, con los ojos brillantes como brasas que ardían en la oscuridad. Aquello era suficiente como para helarle la sangre a un hombre y dar alas a un terror completamente ciego. Sin embargo, la necesidad que lo empujaba lo consumía más que el miedo a lo desconocido. Por eso, siguió adelante, decidido a alcanzar su objetivo.
Después de largas horas, vio un tenue destello de luz delante de él. Lanzó un suspiro de alivio por poder salir por fin del bosque. El brillo del sol reflejándose sobre el agua que se extendía directamente delante de él estuvo a punto de cegarlo.
—El Lago Encantado...
Susurró el nombre del lugar del que había oído hablar desde su más tierna infancia. Efectivamente así era, dado que el agua refulgía con los colores de los diamantes y los zafiros. Tomó un poco de agua en el hueco de la mano y bebió. Era el agua más dulce y pura que había saboreado nunca. Cuando se miró los dedos, vio que las gotas que habían quedado entre ellos eran en realidad joyas que brillaban bajo la luz del sol. Relucientes diamantes blancos y zafiros azules. Asombrado, los envolvió en un trozo de tela y se los metió en un bolsillo que tenía en la cintura.
De repente, los truenos retumbaron en el cielo. Al levantar la vista, se dio cuenta de que no habían sido los truenos, sino el rugido del dragón que guardaba el lago. La criatura fue surgiendo lentamente entre las aguas, cerniéndose sobre él y empequeñeciéndolo con su tamaño. Su envergadura era tal que hacía que los acantilados que se levantaban en el extremo más alejado parecieran minúsculos a su lado. Tenía el cuerpo más largo que el de cualquier barco y completamente cubierto de escamas. El gigante abrió la boca y sacó la lengua, seguida de una llamarada de fuego que provocó que Grant se lanzara contra la arena de la orilla para evitar que aquella bestia lo quemara vivo.
Sintió un intenso calor por encima de la cabeza. Entonces, observó horrorizado cómo el monstruo emergía del agua y se dirigía hacia él. Lo primero que Grant pensó fue que no se debería haber enfrentado a un oponente tan terrible. A menudo se había visto superado en número por sus enemigos durante una batalla y se había visto obligado a luchar hasta que ya no le quedaban fuerzas. Sin embargo, siempre había creído que tenía los recursos internos para poder ganar. Aquella vez, su valor sufriría la prueba más dura a la que se había visto sometido hasta entonces.
Desenvainó la espada y dio un paso al frente, decidido a vencer tanto a aquella criatura como a su propio miedo. El dragón se inclinó hacia atrás para descansar sobre su cola. Entonces, lanzó una enorme zarpa. En menos de un segundo, Grant pudo sentir muy cerca unas garras tan afiladas como cuchillas, que podían hacer trizas el cuerpo de un hombre con un único golpe. Saltó hacia un lado, pero sintió un agudo dolor que le iba desde el hombro hasta el codo. Durante un instante, el tormento que aquella herida le provocó le hizo caer de rodillas mientras la sangre le fluía del brazo como si fuera un río, empapándole la manta escocesa con la que se había cubierto. La espada se le cayó de las manos, momento que el dragón aprovechó para enroscar la cola alrededor de Grant e inmovilizarle los brazos contra los costados. Muy lentamente, comenzó a apretar con la intención de arrebatarle la vida.
A medida que la presión fue incrementándose, Grant notó que le costaba respirar. Poco a poco comenzó a ver estrellas bailándole delante de los ojos. Sabía que faltaba muy poco para que perdiera el conocimiento. Como ya no tenía la espada, levantó poco a poco el pie hasta que consiguió asir el mango de la daga que llevaba oculta en la bota. El sudor le cubría copiosamente la frente mientras sacaba centímetro a centímetro la hoja. Cuando tuvo el arma bien agarrada comenzó a cortar la cola escamosa que lo mantenía prisionero. Con el primer corte sintió que podía expandir el pecho y respirar un poco mejor. Con el segundo y el tercero, notó que empezaba a liberarse. Con unos cortes