TED
Por Diana Palmer
4.5/5
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Información de este libro electrónico
Diana Palmer
The prolific author of more than two hundred books, Diana Palmer got her start as a newspaper reporter. A New York Times bestselling author and voted one of the top ten romance writers in America, she has a gift for telling the most sensual tales with charm and humour. Diana lives with her family in Cornelia, Georgia.
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TED - Diana Palmer
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1994 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.
TED, Nº 1457 - septiembre 2012
Título original: Regan’s Pride
Publicada originalmente por Silhouette Books
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0836-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo 1
Tras el entierro, Ted Regan se mantuvo alejado del resto de los asistentes, observando fijamente y con desprecio a la joven y esbelta viuda enlutada, de pie junto a un Rolls-Royce negro, mientras recibía las condolencias de unos y otros. Su primo Barry había muerto y aquella mujer era la culpable. No sólo había atormentado a su marido durante dos años, empujándolo a convertirse en un alcohólico, sino que también había dejado que condujera ebrio, matándose al precipitarse su coche por el borde de un puente. Y allí estaba, sin una lágrima en sus ojos.
Su hermana Sandy, tras besar y abrazar a la viuda, se acercó a él para reprenderlo por su actitud.
—Deja de mirarla de ese modo. ¿Es que no tienes sentimientos? —le espetó enfadada.
Ted, de cuarenta años de edad, contaba dieciséis más que su hermana, y su cabello, antaño oscuro como el de ella, se había llenado de prematuras canas, pero, por lo demás, tenía el aspecto de un hombre mucho más joven.
—¿Acaso los tiene ella? —replicó con una sonrisa cínica, dando una larga calada al cigarrillo que tenía entre sus dedos.
—Me prometiste que ibas a dejarlo —le recordó ella.
Ted enarcó una ceja.
—Y te estoy haciendo caso: ya apenas fumo, sólo cuando estoy nervioso o irritado, y siempre en lugares abiertos.
—Eso no basta, recuerda lo que te dijo el médico. Sé que detestas que te sermonee, pero eres mi hermano y me preocupa tu salud.
Ted esbozó una sonrisa amable.
—Está bien, tú ganas. Volveré a intentarlo... a partir de mañana —dijo. Sandy frunció el ceño, pero él había girado la cabeza, y estaba observando de nuevo a la viuda con la misma mirada gélida en sus ojos azules—. La amante esposa... —masculló—. No ha derramado ni una lágrima tras dos años de matrimonio...
—¿Quién eres tú para juzgarla? Nadie puede saber lo que pasa dentro de un matrimonio.
Ted ignoró el reproche y dio otra calada al cigarrillo, escrutando de nuevo el rostro de la viuda.
—¿Y a qué viene el velo entonces? —inquirió a su hermana, señalando con un gesto de la cabeza el sombrero negro con velo que llevaba la mujer—. ¿Acaso teme que la madre de Barry se pregunte por qué sus ojos están secos?
—Eres tan mordaz e insensible que no me extraña que no te hayas casado —lo increpó Sandy disgustada—, y tampoco me extraña que la gente diga que no hay una mujer en todo Texas con valor para hacerte pasar por la vicaría.
—No hay una mujer en todo Texas por la que esté dispuesto a pasar por la vicaría —corrigió él—. Sencillamente no soporto a ninguna.
—Y a Coreen menos que a ninguna —murmuró su hermana, al ver que los ojos de Ted habían vuelto a fijarse en la joven viuda—. Es curioso, hubo un tiempo en que hubiera jurado que te gustaba.
—Tiene veinticuatro años, y yo cuarenta: demasiado joven para mí, aunque hubiera estado interesado en ella.
—¿Sabes, Ted? Te equivocas respecto a Coreen. No es la clase de persona que crees.
—Me parece encomiable que defiendas a tus amigos, Sandy, pero no lograrás convencerme de que esa mujer de ahí está penando por su difunto esposo.
—Siempre la has tratado con la punta del pie —continuó ella sin escucharlo.
Ted se tensó visiblemente.
—Eso es porque siempre estaba atosigándome.
Sandy no contestó a eso.
—¿Irás a la casa después? —le preguntó—. Se hará la lectura del testamento tras el almuerzo.
—Vaya, qué sorpresa, la viuda tiene prisa por saber cuánto dinero le corresponde... —masculló Ted.
—Ha sido idea de la madre de Barry, no suya —le aclaró Sandy irritada.
Ted giró la cabeza y se quedó observando un instante a una mujer delgada y de baja estatura, vestida con un elegante traje negro de diseño.
—¿De la tía Tina?
—Detesta a Coreen tanto o más que tú —dijo Sandy—. Seguro que espera que Barry no le haya dejado un centavo para poder echarla de la casa.
Ted tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la suela del zapato.
—¿Acaso te extraña? Coreen mató a su hijo.
—¡Ted!
La fría mirada en los ojos azules de su hermano podría haber cortado un diamante.
—Ella nunca lo amó. Se casó con él sólo porque su padre había muerto y no le había dejado más que deudas. Hasta la casa estaba hipotecada. ¿Y se mostró agradecida al menos con Barry? No, pasó los dos años de su matrimonio haciéndolo sufrir. Más de una vez tuve que ofrecerle un hombro donde llorar a nuestro pobre primo.
—¿Cuándo? —inquirió ella—. No recuerdo que fueras nunca a su casa. Incluso te negaste a ser su padrino en la boda.
Ted apartó la vista.
—Vino a Victoria varias veces a verme por asuntos de negocios, y un día se sinceró conmigo porque ya no aguantaba más. Me lo contó todo acerca de Coreen. Fue ella quien lo empujó a la bebida.
—Eso no puedes probarlo. ¿Y acaso le has pedido a Coreen que te cuente su versión de la historia? —le espetó su hermana—. Es mi amiga, Ted, y no voy a permitirte que la acuses de ese modo. Al menos podrías acercarte a ella y darle tus condolencias.
Ted enarcó una ceja.
—¿Por qué tendría que hacerlo cuando no le importa que su marido esté muerto? Además, las apariencias nunca me han importado. No voy a darle mis condolencias sólo por quedar bien ante ella o ante los demás.
Sandy gruñó desesperada y regresó junto a Coreen. Cuando los asistentes comenzaron a dispersarse, ambas subieron al Rolls Royce negro, y Henry, el chofer, puso el automóvil en marcha, dirigiéndose hacia la enorme casa.
—Ted estaba diciéndote algo acerca de mí, ¿no es cierto? —inquirió Coreen en un tono tenso.
El velo negro del sombrero resaltaba aún más la palidez de su rostro, y había una mirada trágica en sus ojos azules. Sandy asintió en silencio.
—No tienes por qué sentirte culpable por su actitud hacia mí —le dijo la joven viuda—. Conozco a tu hermano desde que íbamos juntas a la universidad, ¿recuerdas? Ted siempre me ha odiado. Es algo que viene incluso de antes de mi matrimonio —añadió.
Sandy sabía que su amiga había estado muy enamorada de su hermano, pero ignoraba que él había sido el catalizador que la había empujado a aquel matrimonio, a una unión que ella jamás había querido.
—Bueno, ya sabes que Ted siempre ha rehuido cualquier clase de compromiso —murmuró, tratando en cierto modo de disculparlo—. Nunca ha ido en serio con nadie.
Coreen asintió con la cabeza.
—Supongo que lo que hizo vuestra madre lo afectó —dijo, porque Sandy le había hablado de su infancia.
—Sí, después de aquello se volvió muy receloso con las mujeres —contestó su amiga, exhalando un suspiro—, aunque, ¿sabes?, durante un tiempo estuve convencida de que sentía algo por ti —añadió, mirando a Coreen por el rabillo del ojo, curiosa por ver su reacción.
Sin embargo, el rostro de la joven viuda no dejó entrever emoción alguna. Durante aquellos dos años había aprendido muy bien a ocultar sus sentimientos, porque su marido siempre había aprovechado el más mínimo signo de debilidad o vulnerabilidad para atacarla. Un día, durante la primera semana después de la boda, había cometido el error de mencionar a Ted en presencia de Barry, sin darse cuenta de que el solo matiz en su voz al pronunciar su nombre había delatado que aún seguía amándolo. Esa noche Barry volvió a casa borracho y le dio una paliza. Pero, de eso, nadie sabía nada.
—¿Por qué ha insistido Tina en que el testamento se lea tan pronto? —le preguntó Sandy, arrancándola de tan amargos recuerdos.
Los largos dedos de Coreen se aferraron al bolso negro que tenía sobre las rodillas.
—Porque está segura de que Barry se lo ha dejado todo a ella, incluida la casa —contestó—. Ya sabes cómo se opuso siempre a nuestro matrimonio. Si la hizo beneficiaria única, me echará a la calle antes de que anochezca. Y apuesto a que lo hizo —murmuró con la mirada vidriada—: me daba cien dólares a la semana, y con eso tenía que arreglármelas para hacer la compra y pagar las facturas.
Su amiga alzó el rostro hacia ella, sobrecogida por aquella revelación, y de pronto se fijó en que el vestido que llevaba Coreen no era precisamente nuevo. Sabía que no había sido precisamente feliz en su matrimonio, pero nunca había tenido a Barry por uno de esos avaros que daban con cuentagotas el dinero a sus esposas. Después de todo, sin saberlo, tal vez no había andado muy desencaminada al decirle a Ted aquello de que no podía saber lo que había ocurrido dentro del matrimonio de su primo y Coreen.
—Sólo tengo los vestidos que me compré antes de casarme —le dijo Coreen, adivinando lo que estaba pensado, y evitando su mirada—, pero no me importó —se apresuró a añadir—, me las apañé con lo que tenía. Nunca he necesitado demasiado.
Sin embargo, a pesar de esa aseveración, lo único en lo que podía pensar Sandy era que su tía había acudido al entierro con un vestido de diseño exclusivo, mientras que Coreen llevaba uno que no aguantaría otra temporada.
—Pero, ¿por qué?, ¿por qué te hacía eso? —inquirió indignada.
Coreen sonrió con tristeza.
—No te preocupes. Aunque me haya dejado sin un centavo, no me derrumbaré. Buscaré un trabajo. Me las arreglaré como sea.
—Pero no puede haber sido tan cruel, tiene que haberte dejado algo...
La joven viuda meneó la cabeza.
—Sandy, Barry me odiaba, ¿es que nunca te diste cuenta? Estaba acostumbrado a que las mujeres se le echasen encima, y no podía soportar la idea de ser la segunda opción de nadie —le dijo—. Pero todo ha acabado... ha acabado... —murmuró más para sí que para su amiga—. Oh, Sandy, me siento tan avergonzada...
—¿Avergonzada de qué? —inquirió la otra joven, que no terminaba de comprender sus palabras.
—Del alivio que siento —respondió Coreen en un susurro apenas audible, como temerosa de que el coche tuviera oídos—. ¡Se ha acabado!, ¡al fin se ha acabado! Y no me importa que la gente crea que yo lo maté —concluyó estremeciéndose.
A Sandy le picaba la curiosidad, pero no quiso presionarla. Coreen se lo contaría algún día, cuando se sintiese preparada para hacerlo. Durante aquellos dos años apenas había tenido contacto con ella, ya que Coreen siempre le decía que no podía recibirla, que a Barry lo